La Esfinge Maragata: Novela - 05

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en Villanoble, cuyas aulas, al decir de obispos y teólogos, suplen a
las célebres escuelas de Roma.
Tenía don Miguel los ojos pardos, de color de canela, grandes y
bondadosos. No era de esos curas tímidos que miran a las mujeres de
soslayo, con una cortedad invencible, muchas veces por los hombres
malignos interpretada como hipocresía; él miraba a mozas y a viejas
en los ojos, con los suyos serenos y muy dulces; hablábales con
cariño, mezclado de triste y profunda compasión, y lo mismo su frase
alentadora que su mirada penetrante, gozaban el privilegio de remansar,
como dentro de un lago, las aguas pacíficas de la mansedumbre, en la
llanura abierta y desolada de aquellos corazones femeninos. Al igual
de los ojos, todas las líneas del rostro y continente denotaban, con el
apellido, la hidalguía de don Miguel.
Al entrar _Mariflor_ en el _estradín_ la miró el sacerdote muy
despacio, y sus claras pupilas se detuvieron mucho en la inquietud
que revelaron las de la moza, ya extasiadas en sutiles arrobos, ya
impacientes en vagas incertidumbres, mudas o locas, siempre febriles y
palpitantes. Los ojos de aquella mujer le dejaron al cura algo perplejo.
Rodó ceñida y afectuosa la conversación, durante la cual hizo el
párroco a la forastera no pocas preguntas, para sacar en limpio que a
la niña le gustaba Valdecruces, «aunque todo le parecía allí un poco
triste»; que esperaba buenas noticias de su padre, y que admitía con
carácter de provisional y poco duradera su estancia en el pueblo.
Esto último no lo dijo Florinda claramente, ni tal vez lo pensaba de un
modo definitivo y razonado; era una esperanza que su ingenuo palique
dejaba traslucir en la prolongación suave de los silencios, al separar
las palabras con hilos invisibles de ilusiones, en la rara dulzura
de las frases tendidas con secreto placer hacia lontananzas alegres,
y, sobre todo, en la audaz palpitación de las pupilas, centelleantes
o adormiladas, pero reveladoras de un tumulto de visiones, como esas
aguas oscuras y fuyentes de los ríos norteños, donde nubes, luna y
estrellas, galopan con arrebato en las noches apacibles.
Atento el sacerdote a estas recónditas particularidades, no parecía
desconocer en absoluto en qué bancos y quebraduras del corazón humano
suelen embravecerse o desmayar las silenciosas aguas del sentimiento,
antes de asomarse a los ojos, imaginarias y calenturientas; si no
acertó que Florinda guardaba en el jubón un mensaje amoroso, no anduvo
lejos de sospecharlo.
Ella, por su parte, aprendía cómo aquel tío suyo, que adoleció del
pecho en Villanoble, estudiaba en el Seminario con don Miguel, y siendo
ambos nacidos de la misma tierra castellana, la juvenil amistad que
establecieron duró firme entre la familia del estudiante difunto y el
que, con el tiempo, se vino a convertir en párroco de Valdecruces. Y
pensó la niña entonces, con acelerada emoción, que aquel cura sonriente
y afable conocería, de seguro, los azules ojos, tristes y lejanos, que
la hacían soñar...
Entró Olalla con paso macizo, volviendo atrás la cabeza para decir:
—¡Vamos! Dad las buenas noches.
Los rapaces se acobardaban zagueros, arrastrando los pies.
Pedro, el mayor, venía delante, con la cabeza gacha y el rostro
encendido; era un zagalote de trece años, robusto y humilde, sin
sombra alguna de malicia en los garzos ojos; tenía las facciones
vulgares, sollamada la piel y el cabello rubio; una expresión de bondad
ennoblecía su cara al sonreir.
Los dos pequeños llevaban también la frente sumisa, y ambos la mano
derecha entre la boca y las narices. Les sacudió su madre un cachete a
cada uno en los dedos pellizcadores, obligándoles a levantar la cabeza.
Y mostraron, con abrumadora timidez, las pupilas cambiantes entre el
gris pálido y el azul desvaído; las líneas del rostro, ordinarias
como las de Pedro; la cabellera dorada y fosca; el color saludable y
atezado, y una graciosa candidez en la cobarde sonrisa.
Vestían los tres con pobreza, sin nota alguna regional los varones.
La niña llevaba un refajo rojo hasta el tobillo, como las mujeres
del país lo usan también para las faenas campesinas, un jubón pardo
y un delantal de cretona; a la espalda le caía un pañuelo, sin duda
destinado a cubrir la cabeza.
—Ya sé, ya sé—les dijo el señor cura acariciándoles—que cantáis el
himno del Sagrado Corazón muy lindamente.
Volvieron a ocultarse las caritas de Carmen y Tomás, y las manos
hurgoneras volvieron hacia el frecuentado camino de las narices. Se
repitieron los mojicones de Ramona, empeñada en conseguir que los niños
hablasen a don Miguel mirándole de frente, «como Dios manda». Pero
Carmen no dijo «esta boca es mía», y el nene rompió a llorar.
—¡Mostrenco! ¿No te da un rayo de vergüenza?—decía la madre
zarandeándole brusca—. ¿Es propio de la hombredad llorar así?
Mientras el párroco aseguraba, conciliador, que Tomasín y Carmen eran
unos coristas sobresalientes y que en el mes de junio entonarían en
la iglesia el himno con los demás colegiales, inclinóse Olalla sobre
su hermano hasta quedar casi de rodillas en el suelo; le atrajo, le
secó las lágrimas y otras humedades afines, y le hizo a «escucho» una
promesa.
—¿También a mí?—murmuró Carmen callandito.
—A los dos—aseguró la hermana, rodeando el talle de la niña con el
otro brazo.
Y _Mariflor_, al ver un instante ambas cabecitas inocentes refugiadas
con regalo en el seno de la moza, recordó al punto aquella dulce
caricia en que el pichón recién nacido perdiera un copo de pluma...
—Van a cantar—anunció Olalla, levantándose alegre. Y ella misma
colocó a los niños cara a la pared sin que nadie más que la forastera
se asombrase de la extraña actitud. Así cantaron, mirando al suelo, de
espaldas al auditorio: las voces tiernas, impregnadas de rubor y de
humildad, tenían un entrañable sentimiento alabando al divino Corazón
de Jesús; al truncarse en los acentos infantiles, el himno, más que
lauro, semejaba una tímida querella.
Volvióse el cura hacia _Mariflor_ para explicarle:
—Aquí los niños son tan vergonzosos, que siempre cantan o recitan sin
que se les vea la cara.
Muda de asombro y de emoción asintió la joven con una sonrisa. Y en los
ojos claros de don Miguel quedó temblando como en un espejo la imagen
de aquella femenina sensibilidad, insólita en el _estradín_ de la tía
Dolores.
Sin embargo, allí cerca se bañaba en ansiedades el corazón de
otra niña, mas en tan sagrativo silencio, que ni el mirar ni el
sonreir delataban en el rostro de Marinela emociones ocultas. Y fué
verdaderamente sugestiva la prontitud con que el sacerdote se volvió
hacia la zagala buscando en las ondas latentes del sentimiento el
rastro febril de aquel espíritu.
Ya los nenes habían terminado su canción y dicho «buenas noches» en voz
queda, como un soplo: besaron los tres la mano del cura y se fueron a
dormir escoltados por Olalla.
Mecíase la abuela al compás de un leve ronquido, acurrucada en su
escañuelo, con los brazos cruzados y la frente caída hacia adelante.
Ramona había cabeceado con disimulo al son del himno devoto.
El párroco, fijos los ojos en Marinela, preguntó:
—¿Qué me cuentas tú?
—Nada, señor—apresuróse a responder la niña—. Pero la madre,
espabilada y pronta, se lanzó a decir:
—Regáñela, don Miguel; vea cómo enmagrece, amarrida y tribulante como
si la hubieran maleficiado.
—¡Si estoy buena!—balbució muy confusa la zagala.
—Diga que miente—siguió diciendo Ramona, puesta en pie, agria y
rústica, manoteando junto a la mozuela, que temerosa se empequeñecía
en su rincón—. Diga que le va a costar muy cara la libredumbre en
que vive; ya con los quince años cumplidos no la podemos sacar de la
escuela sin que llore, ni sabe hacer más que embelecos de flores y
puntillas: ha de casarse sin ánimos para gobernar los atropos de una
casa, cuanti más para salir al campo...
—No será menester—interrumpió el cura blandamente.
—Píntame que sí—repuso la madre—. Y luego, menos iracunda y más
triste, añadió:—Esas caminatas a Piedralbina le hacen mal, señor;
la comida trojada le da secaño, y por la tarde llega con trueques y
sudores como si fuera a morirse. Mírela cómo desmerece: poco le halta a
Carmica para abondar tanto como ella.
Era cierto; la pobre zagala, menuda y gentil, parecía doblarse al peso
de pertinaz quebranto, y la palidez de sus mejillas daba la conmovedora
impresión de esas rosas tenues que esperan el viento de la noche
para deshojarse. El color claro de los ojos celtas era casi verde en
los de esta niña, y ofrecía matices profundos, como aguas de mudable
coloración que reflejan los tonos distintos y movibles del follaje.
Perfecto el óvalo de la cara, prestaba una dulzura angelical a todas
las facciones de Marinela, no muy finas pero armoniosas y subrayadas
por la singular expresión de la sonrisa, rictus amargo y dulce al mismo
tiempo, sorprendente en aquella boca infantil, llena de candor. El
traje de maragata, adulterado y tosco, parecía oprimir con fatiga el
débil cuerpecillo y derrengar las caderas con los pliegues abrumadores;
bajo el pañuelo ceñido a la frente se desfallecía, igual que mies
en sazón, una cabellera pesada y rubia como el oro: toda aquella
incipiente doncellez tenía un flébil aroma de fracaso, una tristeza
inexorable a los estímulos de la juventud.
—Yo bien quisiera darle pan dondio y otros aliños—decía Ramona,
áspera y conmovida la voz—; yo bien quisiera dejarle hacer su gusto;
pero en casa, dentro de la pobreza, tendría más descanso y más cuido;
el puchero estovado, la solombra gustable... Mire: sémblase ya a la
otra rapaza que adoleció de una manquera, triste y sin remedio, a los
mismos quince años.
Y adelantándose la mujer, alzó con la mano la barbilla de la joven.
Deseando el cura remediar el oscuro desconsuelo de la madre, dijo con
sutil agasajo:
—A quien se parece es a su prima _Mariflor_.
—Esa está acrianzada de otra manera—respondió Ramona con cierta
acritud.
Don Miguel, levantándose para despedirse, hizo prometer a las dos
niñas que al día siguiente, domingo, después de misa mayor, irían a
verle: necesitaba hablar mucho con Marinela, y un poquito, también, con
Florinda.
Rebullóse la abuela y masculló unas frases devotas: hablaba al
sacerdote con mucho respeto, como si no le hubiera conocido estudiante
rapaz.
Acudió Olalla, requerida por su madre, y todas juntas escoltaron al
huésped hasta la puerta de la corralada, la más próxima a la vivienda
del párroco.
Cálida era la noche, y un amago de tempestad mugía en el aire fuerte
y oloroso, hurtador de bravíos perfumes al través de la rotunda
paramera, de los huertos en flor, de las «aradas» abiertas en surcos de
esperanza, o fecundas en la tardía preñez de los morenos panes: en la
comba del cielo aborregado, brillaba una estrella.
Antes de salir, cuando ya gemía el portón, preguntó don Miguel con
alguna zozobra si había noticias de Buenos Aires.
—No las hay—dijeron a coro las mujeres.
—Cuando mi padre arribe, escribirá a menudo—añadió Florinda
alentadora.
—Sí; el señor Martín ha de tranquilizarnos—dijo el cura insinuante,
al otro lado del umbral—. Y la capa henchida por el viento en la
sombra, envolvió al joven apóstol en una nube negra a lo largo de la
rúa...
* * * * *
Acostumbrado ya el oído a los grandes silencios de Valdecruces,
Florinda percibió en la casa unos apagados rumores, apenas, al día
siguiente, se asomó la aurora al ventanillo del camarín: poco antes
habían cantado, con estridente son, un gallo y una campana.
Vistióse la moza con mucha diligencia y se arriesgó audaz en la
penumbra del pasillo. Al verla entrar en la cocina, le preguntó Olalla,
atónita:
—¿Por qué madrugas tanto?
—No he podido dormir, y quería hablarte pronto.
—¿Hablarme?
—Sí; para que me cuentes muchas cosas que necesito saber.
—¿Cuálas?
—Espera.
Había una grave resolución en el ademán contenido de Florinda, que
llevaba las trenzas colgando, el jubón entreabierto y una ligera
palidez de insomnio en el semblante. Prestó oído a un agudo reclamo que
sonaba hacia el corral:—¡Pulas!... ¡Pulas!...
—Es mi madre que llama a las gallinas para darles el cebo—dijo Olalla.
—¿No irá a misa con la abuela, ahora?
—En cuanto den el segundo toque.
Como evocado por aquel aviso, el bronce de la parroquia volvió a tañer;
al propio tiempo un gallo volvió a cantar, y en el cansado reloj de la
abuela gimieron cinco profundas campanadas.
Abrióse la puerta del _estradín_ y un bulto macizo se perfiló en la
claridad: era la _Chosca_, que, en el escaño donde dormía, entre un
cobertor y una albarda, buscó su delantal y su pañuelo.
Poco después las tres mujeres tomaban el camino de la iglesia. Y en
cuanto _Mariflor_ las sintió salir, dijo a su prima, que aguardaba
curiosa:
—Cuéntame: ¿es verdad que «no tenemos» con qué darle pan tierno a
Marinela?... ¿Es verdad que somos tan pobres como tu madre dice?...
¿Que tendremos que acudir a labrar las aradas como las más infelices
criaturas?
—¿Infelices?... ¿Pan tierno?...—repitió Olalla, con sonrisa aparente
y boba.
—No te rías, mujer. Dime si de veras somos tan desgraciadas.
—Gastando salud...—arguyó la campesina con ambigüedad.
—Es que Marinela no la tiene.
—Ni mi padre tampoco; y hace más de tres años que no manda dinero. El
tío Cristóbal se va quedando con las hipotecas... Ya casi nada de lo
que ves nos pertenece.
—¿Ni la casa?
—La casa... entadía sí. Pero sobre ella debemos no sé cuanto.
—Yo he venido engañada—murmuró con angustia _Mariflor_—. Yo supe que
la abuela se había empobrecido, pero no que estuviese en estos apuros.
Mi padre tampoco lo sabía; él no quiere que salgamos a trabajar; él nos
dejó dinero...
Aferrábase la moza al paternal apoyo, rebelde contra las fieras
asechanzas de la desventura. Y oyó con espanto que confesaba su prima:
—Cuando llegasteis, la abuela se lo dió todo al tío Cristóbal.
—¿Todo?
—Y aún no llegó para saldar los réditos.
—Mi padre—repitió la muchacha, crédula y fervorosa—mandará más en
seguida.
—¡Pero, en el inter!...—lamentóse Olalla, como si de pronto,
encruelecida, no quisiera dar tregua ninguna a tales ilusiones.
Sintiendo rodar sus lágrimas, cubrióse _Mariflor_ el semblante con las
manos, trémulas y gentiles.
—¿Lloras?—dice la aldeana con pesar—. No tienes sufrencia, tú que
saldrás luego de estas agruras...
Y como nada responde _Mariflor_, añade persuasiva:
—Tendrás un marido haberoso...
—¿Un marido?
—¿No te vas a casar este verano?
—¿Yo?... ¿Con quién?
—¿Con quién ha de ser, rapaza?
—No, no; te equivocas.
—Pero, ¿no sois gustantes Antonio y tú?...
—¡Si no le conozco!
—Es tu primo, criatura.
—Aunque lo sea.
—Deportoso y bien fachado.
—No le quiero.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes... Olalla, escúchame: a mí me gusta un poeta...
Los ojos azules se dilatan en asombro inaudito, mientras _Mariflor_
seca su llanto y refiere, con viva luz en las pupilas:
—Es un caballero que vino con nosotras en el tren.
—¿Le conocías?—pregunta Olalla lo mismo que Ramona había preguntado.
—Le conocí entonces... He recibido ayer una carta suya; ¿te lo dijo tu
madre?
—Ni palabra.
—Pues me la dieron delante de ella, y parece que se disgustó conmigo;
acaso debí enseñársela... No me atrevo; tu madre no me quiere mucho.
—Sí, mujer, te quiere; es ella de ese modo: ha perdido el humor con la
muerte de sus hijos y la ruina de la hacienda.
—¿Y debemos mucho al tío Cristóbal?—averigua _Mariflor_, otra vez
afligida.
—Dímosle en caución la casa por el último préstamo, y aún no le
hemos pagado todos los haberes... A la abuela le queda, suyo, cuatro
hanegadas, dos parejas, la cortina y el huerto.
—¡Qué poco, Dios mío!
—¡Si de «allá» mandasen!...
—Sí; mandarán—aseguró Florinda con fe—. Pero, una cosa se me ocurre:
¿por qué no acudisteis a Antonio antes que al tío Cristóbal?
—Porque no vive el tío Bernardo, y la viuda ya sabes que es avarienta
y no nos tiene ley: quiere casar a su hijo con otra, contando que tú
tienes caudal; conque, ¡si se entera de que estamos todos pobres!...
Luego que os caséis, ya es diferente...
—¡Si yo no me caso con Antonio!—repitió Florinda, ceñuda, bajo la
vibración de su briosa voluntad.
—¿Hablas de veras?... ¿Vas a coyundarte con un forastero?
—Con uno que me guste.
—Será hacendado—repuso Olalla con aplomo.
—No lo sé, ni me importa. Tiene un mirar que penetra en el corazón, y
sabe escribir libros.
—¿En romance?
—De todas las maneras.
—Eso parece cosa de trufaldines—murmura la campesina con desdén.
—No te entiendo.
—De figurones, los que hacen las farsas por «ahí»—, y el despectivo
ademán de la moza se extiende amplio, como si pretendiese abarcar el
mundo que se explaya fuera de Maragatería.
—¡Qué sabes tú!—arguye _Mariflor_, también desdeñosa—. Mas, de
repente, reprime su orgullo y gime desalada:—¡Ayúdame, por Dios!
La prima no se conmueve; absorta, alza los hombros, como si no
entendiera aquel lenguaje vehemente y dulce.
—¡Olalla, no me abandones!—suplica _Mariflor_ con las manos juntas.
—¿Pero qué, rapaza?
—No te enfades conmigo tú también; no hables nunca de que me case con
Antonio.
—En ese entonces, nos abandonas tú...
—¿Cómo?
—Sí; con la boda—dice Olalla, elocuente de pronto, lógica y
persuasiva—, la situación de la abuela podía mejorar, salvarse, y la
nuestra lo mismo; saldríamos todos de este sofridero.
—Mi padre nos salvará—interrumpe Florinda.
—A eso fué el mío, y... ¡ya ves!—protesta la aldeana—estamos cada
día peor. Y con este malcaso tuyo... ¡tendrá que venir la santiguadora
a desbrujarnos! El primo—añade, viendo a la rebelde aturdida—había de
tenerte como a una visorreina... Manejarías a rodo los caudales...
—¿Tiene tanto?—pregunta _Mariflor_ maquinalmente.
—Un multiplicio de capital que pasma.
—Pues si es rico y es bueno, a pesar de su madre, nos querrá
favorecer... aunque yo me case con otro. Se lo pediré yo; se lo pediré
de rodillas.
La maragata rubia mueve la cabeza con incredulidad.
—Es un mozo correcto y caballeril—afirma—; pero, si rompes la boda,
nos dejas a la rasa.
—¡Cásate tú con él!—prorrumpe _Mariflor_.
—Con mis padres no pactaron los suyos; a mí no me quiere—dice Olalla,
con la voz empañecida y el semblante arrebolado.
Y en el silencio penoso que se establece entre las dos mozas, una
campanada hace vibrar su metálico temblor.
—¡Las cinco y media!—balbuce Olalla, casi con espanto—. Tengo que
hacer la lumbre y los almuerzos.
—Váse hacia el llar con impulso repentino, pero _Mariflor_ la detiene,
la abraza por la cintura, y, mirándola en los ojos con afán indecible,
implora otra vez:
—No me abandones; tú me puedes ayudar mucho.
—¡Ten compasión de mí!
—Y tú—repite la campesina—, ¿la tendrás de nosotros?
—Sí; te lo juro: trabajaré contigo, haré lo que me mandes, seré fuerte
y resignada.
—Pero... ¿la boda?...
—¿Con el primo?... No, no... Yo buscaré por otro lado la salvación
de la hacienda, si de mí depende que la perdáis: quiero haceros mucho
bien; y tú, en cambio, serás la protectora de los amores míos... ¿Lo
serás?
Con tanta dulzura se posan las meladas pupilas en los ojos azules, con
tales inflexiones de cariño y vehemencia dice la voz suplicante, que
Olalla, incrédula todavía, transige un poco:
—¡Si por otro camino no pudieras valer!
—Sí, sí... haré un milagro.
—¡Qué aquerenciada estás, criatura!—exclama la campesina, sonriendo
al fin.
—¡Ya te pusiste contenta!... ¡Cuánto te quiero! Ya eres otra vez mi
amiga, mi hermana... ¡qué alegre estoy, a pesar de todo!
Y _Mariflor_, con los ojos llenos de llanto y la boca llena de risa,
añade en íntimo «escucho»:
—Te enseñaré la carta: ya verás qué preciosa escritura.
—Tengo que hacer la lumbre—insiste la prima.
—Luego la leeremos callandito. Ahora mándame algo: a ver, ¿qué quieres
que haga?
—No, mujer; necesitas alindarte para la misa mayor.
—Como tú; primero he de trabajar en cosa de fuste, que te sirva de
alivio. ¿Qué hago? Dime.
Ante una insistencia tan ferviente, concede Olalla:
—Sube a cebar las palomas.
Y cuando _Mariflor_ corre, satisfecha del mandato, la maragata rubia
insinúa con tímidez:
—Hay que limpiar la palomina de los nidos, del suelo y las
alcándaras...
—Todo, todo en un periquete—responde ya de lejos la dulcísima voz.
* * * * *
Mas la promesa de Florinda no fué tan cumplidora en prontitud como en
esmero, porque así que la joven se halló en el palomar, sintió mucha
sed de aire y de luz y trepó a saciarse, de bruces en la ventana. Ya
las palomas la conocían y acordaban arrullos para ella. Tendióles sus
dos brazos _Mariflor_, ebria de un loco impulso de abrazar, triste
y feliz, rebosante de angustias y esperanzas. Todos los familiares
infortunios subían en marejada tempestuosa a estallar en su pobre
corazón, apasionado y ardiente. Exaltada por el nuevo sentimiento que
albergaba en él, la niña admitió fácilmente la idea de que su destino
en aquella casa fuese el de redentora; imaginó que Dios ponía en sus
frágiles manos el timón de la nave familiar, sin rumbo en la miseria
del país. Y abrazando en las mansas palomas a su naciente amor, creyó
en el milagro que esperaba para salir triunfante de su arrebatada
empresa. Otra vez la silueta confusa de un Don Quijote singular, con
lentes y aljaba, se adelantó en el campo de la más abundante fantasía,
para ofrecer liberaciones, paz y venturas a la muchacha en un mensaje
que empezaba así:—_Mariflor preciosa..._
El repetido golpe de un bastón sobre la tierra y el cascajo de una
tosecilla en la calzada, sacaron a la moza del ensueño y, empinándose
en su observatorio, vió pasar renqueante a la tía Gertrudis, una vieja
con fama de bruja, la primera persona ajena a la familia a quien
_Mariflor_ conoció en Valdecruces. Fué la tarde en que Olalla había
anunciado que llegarían visitas al «escurificar»; apenas sonó en el
portón una recia llamada, corrieron a abrir, y cuando en el umbral
preguntaron con voz rota por la forastera, una ahogada exclamación de
miedo acogió a la tía Gertrudis.
—Es la bruja—musitaron los nenes al oído de Florinda—; espanta la
leche de las madres y hace mal de ojo a las zagalas.
—Eso no se dice, es pecado—protestó Marinela, palideciendo a pesar
suyo.
Y Olalla, con el ceño fruncido y el aire hostil, abrevió la visita todo
lo posible.
Antes de marcharse, la vieja, después de hacer muchas preguntas a
_Mariflor_, acercóse a mirarla de hito en hito.
—Para dañarte—murmuró Pedro.
—Porque es ceganitas—disculpó Marinela.
Y la mujeruca, présbita y sorda, encorvada y jadeante, masculló una
trémula despedida en el hueco sombrío de su boca sin dientes.
Cuando hubo desaparecido, contó Marinela que la tía Gertrudis, siendo
moza, quiso casarse con el abuelo Juan, y como él y su gente la
desdeñaron y ella no halló marido, dieron en decir que por venganza les
hacía mal de ojo, que por ella al tío Juan se le morían los hijos y
hasta los nietos picados del «arca», allí donde apenas se conocía esa
terrible enfermedad...
—Del andancio de las reses y de la quebrantanza de las cosechas
también tiene la culpa—añadió Pedro, rencoroso.
Y Marinela repitió apacible:
—Don Miguel ha dicho que es pecado creer eso, que sólo en broma se
puede hablar de brujas. La tía Gertrudis—añadió la zagala con benigno
elogio—no se mete con nadie; ¡es tan pobretica y tan vieja!... Sabe
historias de aparecidos, de príncipes y santos, y en los filandones
divierte mucho a la mocedad...
Evoca Florinda tal escena al paso torpe de la quintañona, y mientras
se extingue el soniquete de la cachava a lo largo de la calle, remueve
la niña en tropel los recuerdos de todas las desventuras que derrama
el destino sobre la descendencia del tío Juan: miseria, expatriación,
enfermedades, muertes...
Aquel primer homenaje que recibió en Valdecruces, a media luz, entre
miradas insidiosas y frases oscuras, lo recuerda _Mariflor_ como un
augurio que la hace estremecer. Huye de seguir contemplando la sombra
enemiga que aún se columbra en la calzada, y atisba el horizonte en
persecución de otra más dulce imagen.
Una niebla morada baja del cielo o sube del erial, borrando límites
y extensiones, ofreciendo viva semejanza con las brumas del paisaje
marino en turbias mañanas de cerrazón.
Rechazada Florinda por la esquivez de aquel semblante, vuélvese a
buscar el apetecido resplandor alegre dentro de la propia alma; y
derramando su crecida exaltación en delirio de frases, dirige un devoto
discurso a las hermanas palomas, al hermano viento y al ausente padre
sol.
En la borbollante plática que fluye de los rojos labios como un río
de miel, se mezclan improvisaciones ajenas a la brisa, a la luz y a
las aves; palabras inseguras, balbucientes, en las que se esconde y
torna la enamorada voz, para componer el trozo ingenuo de una epístola,
divagando así:
—«Muy señor mío...» (No; es poco...) «Amigo inolvidable...» (Es
mucho...) «Estimado...» (¡Uf, qué cursi!... El encabezamiento ya
lo discurriré...) «Recibí su carta...» (Bien; todo esto es fácil.
Después): «Tengo idea de haber encontrado en Vigo un nene muy mono con
los ojos azules y el pelo rubio: llevaba alitas y flechas, y nos dimos
un beso...; ¡pero me parece que era en carnaval!... De todas maneras,
yo le he visto a usted en alguna parte: haré memoria... Con mucho
placer recibiré sus cartas y puede usted venir cuando guste. Aquí hay
un cura que estudió en Villanoble y a quien debe usted de conocer: se
llama don Miguel Fidalgo. Los versos, muy preciosos. Sin más por hoy,
se repite de usted amiga y servidora...»
Al través de las perplejidades y temores, el gozo y la esperanza
alumbran el semblante de la niña.
Y rota de repente la niebla, álzase ardiendo el sol en la llanura como
hostia gigante sobre un ara colosal.





VII
LAS SIERVAS DE LA GLEBA

EL «crucero» es un punto céntrico del lugar, donde convergen cuatro
calles, anchas y silenciosas, de edificios ruines con techados de
cuelmo, pardos y miserables como la tierra y el camino: una gran cruz
labrada toscamente, ceñida en el suelo por un amago de empalizada,
corrobora el nombre de la triste y muda plazoleta.
Por allí pasa _Mariflor_ tempranito en esta mañana azul y blanca del
mes de Abril: va la moza vestida con el mismo traje vistoso con que
llegó a Valdecruces hace pocas semanas; pero no es tan fino su calzado
como aquel que traía, ni es tan lindo el pañuelo de su talle.
Camina muy diligente al lado de la abuela, que disimula sus «tres
veintes» y diez años más—como ella dice—siguiendo con tesón el paso
firme y ligero de la niña.
Al tomar ambas una de las cuatro calles, en el cruce, un zagal se
aparece por la otra, silbando, con la cabeza gacha y el andar perezoso.
—Es _Rosicler_, abuelita—advierte la muchacha.
Levanta la voz y acorta el paso la vieja para decirle:
—Dios te guarde.
—Felices, tía Dolores y la compaña—contesta el mozalbete—. Y se para
en seco, turbado y rojo, con visibles afanes de añadir al saludo alguna
cosa.
Es un maragato que contará hasta diecisiete primaveras, cenceño, de
regular estatura, ojos garzos, tez soleada y boca infantil; tiene el
genio cobarde, el humor alegre, la inteligencia calmosa y el corazón
sano: le llaman _Rosicler_ porque era desde niño risueño y galán.
—Mucho se madruga—declara al cabo de sus vacilaciones, que hacen a la
doncella sonreir.
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