La Esfinge Maragata: Novela - 10

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estremecida siempre por las voces del mar. Bello rincón sin duda para
esconder un idilio, para aguardar prósperos tiempos en brazos del amor.
Pero quizá esos tiempos no llegasen nunca; tal vez un día tuviera el
marido que salir del hogar, como antaño su padre, víctima también de
amor y de pobreza, el cual se fué para siempre, aunque tras sí dejaba
una mujer y un niño...
Al abismarse en las incertidumbres de lo venidero, revivía el mozo las
memorias de su infancia, junto a aquella madre siempre meditabunda,
siempre inquieta, vigilando día y noche los caminos por donde el
ausente pudiera tornar. Recordaba con obsesión de pesadilla los ojos
desmesurados de la infeliz cuando en el horizonte marino aparecía un
buque con rumbo a Santander, la desolación infinita del materno rostro
en constante solicitud sobre los barcos y las olas. Cuando las lágrimas
y el tiempo empañaron la luz de aquellas pupilas dulces y pacientes, la
mujer perseguía al niño para señalar, entre la bruma, el humo ilusorio
de una embarcación, y preguntar ansiosa, como la conocida «hermana» en
el cuento popular de _Barba Azul_:
—_Rogelio, hijo mío, ¿qué ves?..._
Temblaba el poeta ahora, repitiendo con el corazón oprimido por
inexplicables ternuras, su réplica tantas veces balbucida:
—_No veo más que las aguas y las nubes..._ ¡El no quisiera, por nada
del mundo, ser la causa de que en bocas inocentes hallasen ecos aquella
pregunta y aquella contestación, cifra de tremendo martirio, renovado
al través de toda una vida!
Era Terán superticioso, creía en los pecados por atavismo. Más de
una vez, pensando en la inconstancia de su padre y en sus propias
flaquezas, huyó de tener novia, prediciendo:
—Voy a causar su desventura.
Y a menudo, cuando le enardecían nuevos amores, se observaba con
espanto como si en el fondo de su corazón temiese descubrir el gérmen
de alguna fatalidad hereditaria. Estos mismos terrores le persiguieron
al arribar a Valdecruces, aunque nacía la afición de ahora con tales
ímpetus y ternuras, que llegó a juzgarla definitiva y libre de toda
infidelidad.
Acalló, pues, al fin, sus sobresaltos e incertidumbres; afirmóse en
la idea de la boda, y así se lo dijo a _Mariflor_. Pero la niña,
preocupada, irresoluta, confesóle, tras violentos sonrojos, que no
podía casarse sin aliviar a su gente de los graves apuros en que
se estaba hundiendo: lo había prometido, lo había jurado... era un
caso de conciencia y de honor. Con tan sublime sinceridad, con tales
aspiraciones generosas resplandecía el propósito de Florinda, que el
caballero enmudeció reverente.
No aludió ella, ni de lejos, a su primo; antes bien, con singular
delicadeza limitóse a expresar la candorosa confianza que tenía de
intervenir favorablemente en las desventuras familiares.
—Yo estoy resuelta—dijo—a remediarlas. Es un deber que me impuse.
—¿Aun a costa de la íntima felicidad?—preguntó Rogelio atónito.
—A costa de ella, no... pero antes de realizarla, sí... ¡lo he jurado!
Yo no puedo pensar en mi propia felicidad sin resolver la situación
de esta casa. ¿Cómo? No lo sé... En Dios confío. Entretanto, debo
olvidarme de mí misma.
Dijo la moza con rotunda firmeza; mas la sorda rebeldía de sus
sentimientos hablaban con tal elocuencia en la penumbra de los ojos,
que el poeta sonrió seguro de la pasión con que era amado.
Y al referir más tarde al cura esta entrevista, difundióse una grata
sorpresa por el rostro franco y abierto de don Miguel. Quiso Terán
entonces, un poco desconfiado, calar los ocultos pensamientos de
su amigo: asociaba su presente actitud con la singular resistencia
de _Mariflor_, adivinando en torno suyo algo más de aquello que ya
sabía... Pero nada pudo inquirir, porque el sacerdote se embozó de
pronto en la reserva peculiar de aquel país, todo calma, recato y
misterio...
* * * * *
Suponía don Miguel tan interesada a _Mariflor_ por el poeta, conocíala
tan amorosa y vehemente, que esperaba verla transigir al primer reclamo
de la pasión, escondiendo en olvidados plieguecillos de la conciencia
su afán de caridades. Mas cuando supo que la moza había puesto, incauta
y valiente, condiciones a la propia ventura en beneficio de la ajena,
una conmovedora admiración le dispuso a proteger tales propósitos,
reveladores de heroicas energías y quizás de providenciales designios.
Así que, poco después, cuando _Mariflor_ fué a casa del párroco en
busca de refugio y de consuelo, animóla con grande ternura.
—Sí: yo estoy dispuesta a esperar—dijo la niña—, a esperar el
milagro... Pero ¡si viera usted lo que sufro!... Cada día que pasa cae
sobre mi corazón con horrible pesadumbre... Tiemblo por la suerte de
todos mis amores... ¿Hago mal, acaso, queriendo ser feliz?
—No, hija mía. Yo también quiero que lo seas. Pero hay que tener
presente...
—¡Qué! ¿Ya no confía usted en Rogelio?
—¡No confío en la felicidad!—exclamó el sacerdote, recordando a la
madre del poeta—. Además—añadió—, si tú quieres favorecer a los
tuyos...
—Sí: espero el milagro.
—Rogelio lo realizaría demasiado tarde... nunca tal vez... La
situación es crítica... Tu primo Antonio...
—¡Yo no me caso con mi primo!—protestó impaciente la muchacha.
Y como el sacerdote enmudeciera, ella se cubrió el rostro con las manos.
—¡Ya no me anima usted!—gimió—, ¡ya me abandona!
Sin dejarse llevar de toda su compasión, quiso el cura alentarla:
—No te abandono, mujer. Te animo a ser valiente, a ver claro, a elegir
el camino más corto para llegar al cielo, a desconfiar de la dicha que
buscas en la tierra. ¡Pobre criatura! Debo prevenirte ¡a ti que sueñas
demasiado!
—Pues soñar, ¿no es vivir... con el espíritu?
—Sí: cuando no se abandonan los deberes de la implacable realidad...
En fin, no te apures; yo llamaré a tu primo. Mediremos su voluntad, sus
intenciones...
—Pero diciéndole que no me caso con él—repetía la moza.
—Yo no intento, hija mía, que tú te sacrifiques. Haz lo que quieras...
Dispuesto está Rogelio a casarse contigo... ¡Piénsalo bien!
—He jurado ayudar antes de nada a mi familia...
—Yo te libro de ese juramento.
—¡Es que me da mucha lástima de todos!—dijo _Mariflor_ en un arranque
de ardorosa piedad. No soy egoísta. Quisiera tener mucho dinero para
darlo a manos llenas a mis parientes, a los extraños, a todos los que
sufren, a todos los que viven muriéndose de pobreza... Pero casarme
con «ese hombre» sólo porque es rico... un hombre a quien no conozco,
a quien no quiero... Mire usted, señor cura: ¡si él tampoco me conoce;
si él tampoco puede quererme! ¿Por qué ha de casarse con una pobrecilla
como yo? En cambio tiene el deber de amparar a la abuela, que es de su
sangre, que es su abuela también... Hablándole al corazón, por fuerza
ha de compadecerse de ella lo mismo que nosotros... ¿No es verdad?...
¡Sí: llámele usted; llámele en seguida! Yo le diré todo esto... Cuando
me escuche, cuando nos mire, si es cristiano, si nos tiene ley, nos
dará su apoyo, salvará nuestra hacienda... Y no será preciso que yo
venda mi corazón por un puñado de dinero...
A los oídos del sacerdote, acostumbrado a lamentos de cada criatura, no
eran frecuentes palabras como éstas: allí cada mujer llevaba estoica y
firme su cruz en la marea siempre viva de los infortunios, sin tiempo
ni bríos para compadecer los ajenos dolores. Cada vez más prendado del
alma de _Mariflor_, embriagábase el apóstol con las brisas consoladoras
que esta niña llevaba desde la tierra que vive hasta la tierra que
muere, como un soplo de sutiles piedades cultivadas en medio de la
civilización para infundir sus simientes en el páramo.
—¡Sí, sí!—exclamó don Miguel—. ¡Quién sabe!... Llamaré a tu primo...
Le llamaré en seguida como tú quieres.
—¿Y acudirá?
—Creo que sí.
—¿Antes del _día de agosto_?
—Antes: la semana que viene. Yo deseo que te tranquilices... Además,
el tío Cristóbal amenaza con el embargo y hay que tomar alguna
determinación.
—Ayer se llevó la recua.
—Ya lo sé.
—Y la _Chosca_.
—Eso no lo sabía.
—No le pudimos pagar unos salarios, y como estaba para el cuido de
los animales, pues se marchó también... ¡Pobre! Iba muy triste, con
los tres mulos y la borrica: volvían todos la cabeza hacia el establo
al seguir por primera vez el camino de un albergue nuevo... ¡Daba una
compasión!
—No quise evitar el despojo—dijo consternado el sacerdote—, porque
de los que os amenazan es el menos perjudicial; realmente una recua,
por mermada que esté, sin terraje propio y sin tráfico, más bien
resulta gravosa...
—La conservaban por cariño y también por algo de orgullo: ¡es tan
penoso venir a menos!... Aunque me entristeció la despedida de las
bestias, me alegró al fin que cambiaran de amo; estaban, lo mismo que
la _Chosca_, muertas de necesidad... La mujerona infeliz no comía
bastante y se afanaba por darles a ellas de comer, en los rastrojos,
en los alcores, en los añojales... ¡Pobre criatura! Nunca tuvo casa ni
familia: su padre y ella se tratan casi como desconocidos.
—Y lo son. El tío _Chosco_ «ya no se acuerda» de que esa mujer es
hija suya. Quedó viudo al nacer la desventurada, fuése lejos y cuando
volvió, pobre, viejo y vencido, se miraron como dos extraños... ¡ella
también parecía vieja!
—Vivió desde niña en trabajosa esclavitud...
—No da más de sí la caridad de Valdecruces—suspiró don Miguel—. Y
Florinda balbució:
—¡Cómo ha de darlo!
Quedóse acongojada, con el pensamiento henchido de penas.
—Pues ¡y el _Chosco_—insistió luego—, a quien mantiene usted de
limosna, que vive sin más ilusión que la de enterar a sus parientes y
sólo disfruta olfateando los difuntos!...
Después de una pausa lúgubre, tornó a decir _Mariflor_:
—¿Cree usted que el tío Cristóbal llegará a embargarnos, a ponernos en
la calle?
—Es capaz—respondió el cura—. Pero no así de pronto—añadió, viendo
palidecer a la muchacha—. Hicimos la tasación de las caballerías y con
ellas pagasteis el interés de los réditos...
—¿Interés de intereses?... ¡Válgame la Virgen!... ¿Sabe mi padre que
están así las cosas?
—Ya le escribí diciéndole toda la verdad, porque ha sido muy dañoso el
engaño en que le tuvo la abuela.
—Es inocente como una niña; es ignorante y simple: si no fuera por
usted, ya estaría la pobre en medio del arroyo.
—Ahora, con la pareja de los moricos—insinuó el párroco suavemente,
como si temiese lastimar con las palabras—creo que el feroz
prestamista quedará muy conforme...
—¿También los bueyes?... ¡Lo que va a sufrir la abuela!... Y, dígame,
no me asusto; dígame si la casa peligra: es lo que más me apura; que
nos echen del hogar de mi padre.
—No, no; yo haré todos los esfuerzos posibles por evitarlo—repuso el
cura muy conmovido.
—¡Demasiado hace usted!
Los ojos de Florinda dijeron estas palabras aún más profundamente que
sus labios.
—¡Si usted quisiera explicarme—agregó después con vivo rubor—cuánto
debemos a ese hombre y en qué forma!... Yo entiendo algo de cuentas y
necesito ayudar a mi padre con usted.
Absorto, perplejo, no sabía el cura qué decir, entre el reparo de
abrumar a la muchacha con más hondas preocupaciones y la admiración de
verla sobreponerse a sus íntimas amarguras para socorrer las cuitas
del común hogar. Decidióse de pronto: la mirada firme y escrutadora de
_Mariflor_ no daba treguas.
—Es más intrincado el asunto de lo que tú te supones—comenzó—. El
pasado mes venció un nuevo empréstito que el tío Cristóbal hizo sobre
la casa, los enseres, el huerto, la cortina y una parcela de regadío
en la mies de Urdiales: tres mil pesetas por todo ello, y no fué poco
para lo que vale aquí la propiedad y lo que hacía temer la usura del
prestamista. Pero no te asombres: ese «rasgo increíble» no solamente
está garantido con hipoteca de las mejores fincas del pueblo, sino
que rentaba de una manera escandalosa. A mayor _generosidad_... mayor
negocio. ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Como tu abuela no pagó los intereses nunca y el tío Cristóbal los
cobraba compuestos, la deuda amenazaba doblarse. Así sucedió en otras
ocasiones, y así vuestro pariente se quedó con mucho de este patrimonio
antes de que yo viniera a Valdecruces.
—¡Y mi padre sin saber nada!—exclama Florinda con desconsuelo.
Un fuerte impulso confidencial persistía en don Miguel, satisfecho de
hallar al fin en la familia Salvadores una persona razonable.
—El usurero—continuó—dejaba correr los meses sin apremiaros,
mientras los réditos le enriquecían: la hacienda garantizaba los plazos
vencidos. Pero ya calculó que tenía «derecho» a quedarse con todo y
se resiste a esperar; quiere la casa, los muebles y las fincas de la
hipoteca, o los doce mil reales... Hemos tasado en dos mil los bueyes
moricos y concede un plazo para el resto si se le entregan en seguida
los animales.
—¡Le costaron a mi padre mil pesetas!
—¡Sí!; es buena yunta, pero ha trabajado mucho y está maltratada: no
veo además otro medio de obtener un respiro, que debe ser corto, muy
corto, para que los fatales intereses no vuelvan a subir, para que
sacudáis de una vez esta inicua explotación.
—Sí, sí—decía la moza—. Pero después, ¿qué haremos con poca hacienda
y sin costumbre de trabajar?... Si mi padre no tiene suerte, le veo mal
fin a nuestras angustias: más difícil será evitarlas en lo sucesivo
que ponerles remedio ahora... Diez mil reales—añadió optimista—se
encontrarán fácilmente.
—¿Crees tú?—interrogó asombradísimo don Miguel.
—Se me figura...—murmuró azorada la joven, dudando de repente si
habría dicho una inconveniencia: su generosa juventud contaba miles de
reales con mucha facilidad.
Así, cuando el párroco declaró rotundamente:—Yo no conozco a nadie que
tenga tanto dinero disponible—balbució sobrecogida:
—¿Le parece a usted mucho?
—Para darlo o prestarlo a un pobre, me parece una suma fabulosa.
¡Estoy bien seguro de ello!
—¿Lo ha experimentado usted?—replicó la zagala con la inquietud de
súbita sospecha.
—Si yo «encontrase», como tú dices, esos miserables cuartos, ¿estaría
vuestra deuda en pie?... No creo en el dinero; no sé dónde se esconde;
no parece por ninguna parte cuando se le busca para hacer caridad: por
no tenerlo sufrí en mi primera juventud los más refinados pesares...
Triste ráfaga de evocaciones pasó como una nube por la frente del
apóstol.
—Cursé mis estudios de limosna, sin saborear nunca la posesión de una
peseta; caí en las adversidades de este pueblo sin poder remediarlas,
y cuando las vuestras me tocaron en lo más vivo del corazón, enloquecí
hasta el punto de creer en la existencia del embustero metal: en mi
prisa por salvaros pagué al tío Cristóbal con la dote de Ascensión...
—¿Qué?
—¡Y ahora no parece el dinero ni para vosotros ni para mí!
Alzóse precipitadamente de la silla, pesaroso de haber dejado escapar
semejante confidencia; _Mariflor_, desolada, se había levantado también.
En el profundo silencio de la tarde descendía la sombra invadiendo la
estancia; asomábase por el abierto balcón el cielo, de color de violeta.
—No te apures, chiquilla—repuso el cura por decir algo—; he sido un
torpe: no quería contarte así las cosas.
Con fácil prontitud asociaba Florinda a las últimas revelaciones de su
amigo cierta frase que antes sorprendiera: _un nuevo empréstito_. Y
ahora comprendía el alcance de esas palabras.
—¿De modo que fué inútil el tremendo sacrificio de usted?
—¿Tremendo?...—sonrió el cura con generosidad.
—¿De modo—repetía _Mariflor_ como una sonámbula, dando vueltas por
el despacho—que diez y doce veintidós mil?... ¡Esta sí que es suma
fabulosa! No hay nadie que la tenga «disponible».
—¡Mujer, no tanto!... Te alucinas...
La moza no escuchaba razones: en la aterciopelada dulzura de sus
ojos se dilató el espanto de necesitar con urgencia ¡veintidós mil
reales!... una suma tal, que acaso no existiera en el mundo... Sintió
de repente en sus hombros las dos manos de don Miguel.
—Esto se arregla, ¿entiendes?—dijo el sacerdote—. Esto se arregla
a escape: yo no he agotado todos mis recursos para buscar ese dinero;
me he explicado mal sin querer; te estoy haciendo sufrir de una manera
intolerable.
—Aunque esto se arregle por milagro de Dios—repuso la joven
obstinadamente—, la abuela volverá a las andadas. Yo no sé cómo
viviendo con tal miseria necesita empeñarse una y otra vez: ¡ya no
confío en apoyar la casa que se hunde!
—Mira: tu abuela es una calamidad. En la sombra confusa de su vida
brilló sólo un amor: el de la madre. Y esa única luz ha ofuscado a la
pobre mujer en lugar de alumbrarla. Repartió su ciega idolatría entre
los hijos mientras la muerte se los iba arrebatando, y por una de esas
flaquezas propias de criaturas vulgares, concentró después sus desvelos
en uno de los dos que le quedaban.
—Mi tío Isidoro—suspiró Florinda.
—Sí; porque tu padre casó con forastera... El predilecto, mal
afortunado en sus negocios mercantiles, emigró hace tres años con la
misma fatalidad que le acompañó en España, y desde entonces, cuanto
pide a su madre, se lo manda ella, escondiéndose de los que debemos
evitar que os arruine a todos sin provecho para ninguno, porque
Isidoro, enfermo y torpe, no sirve para nada.
—¿Y quién cura esa manía?
—Yo la curaré ahora que la experiencia me ha prevenido; ahora que tu
padre me ha otorgado poderes y atribuciones para intervenir en cuanto
sea menester.
—¿Hace mucho que se renovó esa hipoteca?—preguntó la niña
avergonzada.
—Un año. Apenas la levanté yo, por detrás de mí se volvió a tejer el
enredo.
—¿Pagó usted muchos intereses?
—Pocos...
—¿De verdad?
—Mujer, no te preocupes—eludió el cura, angustiado por la turbación
de la joven.
Pero ella, recelosa, alarmadísima, deseando conocer toda la magnitud
del desastre, hacía signos de incredulidad. Y al mismo tiempo que
preguntaba, iba acercándose a la puerta, como si sintiera impulsos de
huir antes de obtener una contestación categórica.
Don Miguel no quería dejarla marchar tan abrumada.
—Yo tengo mis planes—dijo aún, reteniéndola;—un programa de nueva
vida para vosotros.
—¿Cuál?
—Tú te casas.
—¿Con quién?
—Con quien te quiera y te guste, ¡carape! A tu abuela «la declaramos
pródiga»; a Pedro le mandamos a ganarse la vida; Olalla y Ramona
trabajan la mies para mantenerse con la anciana y los pequeños; a
Marinela la buscamos dote para que se haga monja... Esto en el peor de
los casos; si tu padre no tiene suerte y a mí no me toca la lotería...
Quiso la muchacha sonreir.
—Pero, trabajar la mies—protestó al cabo—, es una cosa horrible para
Olalla.
—¿Y no para su madre?
—También... aunque tiene más costumbre...
—¡Peor para ella!... ¡Pobre mujer! La quieres poco y vale mucho.
_Mariflor_, sorprendida, añadió sin defenderse:
—Pedro es muy niño para salir de casa... La dote de Marinela es muy
difícil de encontrar...
—En fin, que no estamos conformes—replicó el santo varón algo quejoso.
—¡Perdóneme, señor cura!—exclamó Florinda muy encarnada—. Dios le
pague cuanto hizo, cuanto hace por nosotros... Así que Antonio llegue,
tomaremos una resolución que le alcance a usted...
Y antes de salir, ocultando el vivo rubor en el umbral de la puerta,
añadió entre lágrimas:
—Tengo algunos anillos de oro, el reloj de mi madre, un brazalete...
¡si usted lo quisiera recibir!
Había juntado las manos en férvida súplica, a punto de caer de
rodillas. Transido de compasión el sacerdote, hizo un ademán brusco y
tierno.
En aquel instante se oyó el eco de unos pasos en el corral.
—Es Rogelio, que vuelve de Monredondo—advirtió don Miguel.
Y la moza, con un signo de silencio en los labios y un presuroso adiós
lleno de suavidades, bajó por la escalera aceleradamente.
Esquivando al forastero, deslizóse al «cuartico» donde Ascensión cosía,
muy curiosa de la confidencia celebrada en el despacho.
—¿Qué haces?—dijo _Mariflor_ sin saber lo que preguntaba—. Se había
enjugado los ojos, y a la media luz del aposento escondía mejor las
señales de su angustia.
—Ya ves—repuso Ascensión desplegando un trozo de blanqueta con el
cual confeccionaba refajos.
—¿Son para el equipo?
—Sónlo; esta lana es de la trasquiladura de antaño. ¡Da gusto coserla
cuando se ha visto viva en los animales!
—¿La has hilado tú?
—Sí; pero antes lleva muchos trajines. Cada vellón se lava, se
esponja, se escarpena, se abre, se carda y se hila: todo lo hacemos
aquí; después lo tejen en Val de San Lorenzo.
—Y ¿cuándo es la boda?
—El día de agosto, a más tardar; durante el mes que viene se leerán
los proclamos.
—Entonces, mañana será el primero.
—No; el domingo que sigue. Pero, ¿cuándo es la tuya?... ¿lo hablasteis
arriba?—aludió Ascensión.
—Vine por asuntos de la abuela... Yo no me caso tan pronto.
Resonaban pasos y voces en el despacho de don Miguel, y los últimos
alientos de la luz desfallecían en las blancas paredes del «cuartico».
—Sentiste llegar a don Rogelio, ¿verdad?—interrogó la novia, doblando
su costura.
—Sí... Ahora me voy: es tarde.
—Te acompaño hasta la fuente.
Tomó la muchacha un cántaro en la cocina, y ambas jóvenes salieron sin
hacer ruido.
* * * * *
Ascensión Crespo y Fidalgo es una maragata sonriente y graciosa a
quien un leve roce con gentes extrañas a la suya ha dejado suave matiz
de alegría en las palabras y en los pensamientos: posee un título
de maestra elemental que no logra encumbrarla mucho ni distanciarla
moralmente de su país; pero le da cierto lustre entre los vecinos,
aparte su preponderancia como sobrina del párroco y novia de un rico
mercachifle.
Su madre, hermana mayor del cura, había querido acompañarle en
Valdecruces, no tanto por regir con cariño el hogar del sacerdote como
por tener su sombra. Criáronse un tiempo don Miguel y su hermana bajo
la protección de un tío que dió carrera al varón y legó a la hembra
unos quiñones y unos miles de reales. Viuda ella al recibir la merced,
y madre de dos niñas, casó pronto a la mayor, gracias al olorcillo de
la herencia, con un pariente muy bien establecido: fugaz matrimonio
que en el término de un año desbarató la muerte, llevándose a la recién
casada. Pero el viudo, con la querencia del lar y de la dote, vuelve
ahora en busca de su cuñadita Ascensión, y la madre, que aún llora a la
hija malograda, sonríe ante la suerte de esta otra, convencida de que
un marido con dinero es la suprema felicidad para una mujer.
Estos son, asimismo, los ideales de la joven maragata. Su rápida
excursión por la Normal de Oviedo no le descubrió muchos horizontes,
ni ensanchó sus miras, ni llegó a turbar hondamente el atávico reposo
de su inteligencia; bastante hizo la moza con suavizar su trato, con
desentumecer un poco la sonrisa y la voz: siguió escribiendo sin
ortografía y leyendo con el tonillo cantarín que aprendió en la aldea;
pero sus modales tuvieron más desenvoltura, sus palabras más camino, y
una gota de la curiosidad del mundo resbalaba, alegre, desde sus ojos
hasta sus labios sin descender nunca hasta el corazón.
Redimida de las rudas labores campesinas, con su título flamante de
maestra y su rumboso compromiso de boda, gozó la muchacha en el lugar
de todas las preferencias y admiraciones, hasta que llegó Florinda.
Sin ningún mezquino sobresalto prestóse al punto a compartir con ella
el auge de aquellos sutiles privilegios; creyó que su descollante
categoría la designaba para recibir cortésmente a la gentil forastera,
iniciarla en las nuevas costumbres y hacerla, en suma, con la mayor
solicitud, «los honores» del pueblo. Pronto esta buena disposición tuvo
por acicate la simpatía y la curiosidad. Florinda se hizo querer: el
encanto y la dulzura de su carácter se imponía con irresistible gracia,
y el ligero tinte exótico de su persona resplandeció a los ojos de la
maestra cual lejano saludo de las novedades mundanas que ella conocía.
_Mariflor_ miraba a los ojos de la gente; reía alto, lucía el florido
cabello peinado a la moda de las ciudades; tenía pensamientos pulidos,
ideas bizarras que de todo su sér emergían con libres y serenas
emociones... Ninguna zagala de Valdecruces admiró a la forastera con
tanta intuición de sus méritos como la sobrina de don Miguel.
Ahora, camino de la fuente, Florinda y Ascensión coloquian en afable
intimidad, lejos entre sí los corazones y unidas las existencias
juveniles en el fondo de un mutuo cariño.
—¿Conque te proclamas el mes que viene?
—Las dos veces que faltan, sí, porque la primera amonestación lanzóse
ya en enero, cuando nos apalabramos.
—¡Ah! ¿Es costumbre?
—¡Natural, mujer, para que se sepa que somos novios!
—¿Te escribe mucho?—insinúa Florinda, intrigada.
—Aquí no se usa.
—¿Pero ni una vez siquiera?
—Ni una sola.
—¿Tampoco ha venido a verte?
—Tampoco; vendrá la víspera del casamiento, y después de la tornaboda
se volverá a partir. Mi madre—añade, ufana, la maestruca—me da el
ajuar de la casa y la dote de cuatro mil pesetas, que administra mi tío.
Muy descolorida y agitada, comprobando la cuantía de la aterradora
suma, _Mariflor_ pregunta para disimular sus preocupaciones:
—¿Cómo sabes si quieres a tu novio sin conocerle apenas?
—Porque fué bueno para la biendichosa.
—¿Ausente y en un sólo año le pudisteis juzgar?
—Era deportoso... ¡«mandaba» mucho!
La risa de la fuente interrumpe la plática, y Ascensión averigua, antes
de despedirse de su compañera:
—Y tú, ¿cómo quieres a un forastero sin conocerle más que de un viaje,
sin saber de su casta ni de su bolsillo?
—He hablado mucho con él, con sus ojos y su corazón—balbuce Florinda,
algo confusa—; he leído sus libros y sus cartas... Además, ¿por qué
dices que le quiero?
—Lo supongo—sonríe la maestra, con pretensiones de sabiduría,
y advierte:—Es muy bien parecido y elegante, de mucha labia y
educación... pero este personal de pluma no suele tener hacienda...
¡Harías mejor boda con Antonio!
Vibró rudo el consejo sobre el rumor del agua fugitiva, en tanto que se
alejaba _Mariflor_, sonriendo a fuerza de pesadumbre.
En la profunda calma del ocaso le parece a la moza infeliz que una
vegetación de espinas surge debajo de sus pies y que un lamento corre
por la sombra. Al llegar a su casa, busca refugio en el huertecillo,
pidiéndole a Dios serenidad de ánimo, consuelo y fortaleza. Allí,
escondida entre la única fronda del vergel, siente de súbito en el
rostro el roce de unas alas de mariposa: es la hojita de un capullo que
vuela desde el rosal.
Atravesado el pecho de las más inefables compasiones, tomó Florinda
el pétalo en sus manos, y con irresistible impulso, quiso volverle a
la yema sonrosada de donde había caído. Pero quedóse inerte, presa de
inexplicable zozobra: era imposible unir la hoja muerta con el retoño
vivo... Y la zagala sentía cómo se deshojaba también, de inexorable
modo, la palpitante rosa de su corazón.




XIII
SOL DE JUSTICIA

UN día y otro posaba el sol adurente sobre la llanura.
Eran tan placenteras las señales del cielo, que la sequía se convirtió
en seguro peligro para la escasa mies de Valdecruces, y bajo la férula
del tío Cristóbal celebróse con toda exactitud el turno de regar,
aprovechando el agua de los fugitivos arroyos.
Según había temido Olalla Salvadores, llegó para sus «bagos» la vez
en el riego sin que la familia tuviese con qué buscar obreras; y
al amanecer aquella mañana, Ramona y su hija mayor, silenciosas y
diligentes, salieron hacia los centenales con los aperos necesarios
para «apresar y correr el agua».
Del mermadísimo patrimonio de la tía Dolores no quedaban a la sazón
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