La Esfinge Maragata: Novela - 08

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Se alzaba un poco en aquel sitio y por él descendían las tierras en
suaves ondulaciones, amansadas y humildes, con recientes señales de
cultivo y amigables surcos de senderos.
A preguntas curiosas del jinete dijo el peatón que allí empezaba la
mies de Valdecruces, y que aquellos «bagos» ya tenían hecha la tercera
labor para recibir la simiente «en la semana de los Remedios», al nacer
el otoño.
Y acosado por nuevas preguntas, explicó el maragato cómo la pobreza
del país no permitía cosechar anualmente en los mismos terrenos, y así
quedaban en _fuelga_ los unos mientras fructificaban los otros.
—Éstas—añadió en el tecnicismo agrícola del país—estuvieron «de
aramio» siete meses.
Y señalaba las glebas recién movidas junto a los profundos roderones
del espacioso camino. El cual iba estrechándose con la disimulada
lentitud de un prisionero que al evadirse quiere ocultar su prisa y
su esperanza. De ambos afanes pudiera suspirar el triste fugitivo del
barbecho, buscando la ilusión de una mies, la gracia bienhechora de un
arroyo y el caliente regazo de una aldea.
Y esta sorda inquietud que parecía latir en la pálida ruta, comunicóse
a los viajeros con impaciencia viva, sin excepción del mulo, apresurado
ahora, olfateador y relinchante por demás. Habían torcido su rumbo por
la estepa, a indicaciones del caballero, que la quiso recorrer toda, y
entraban en Valdecruces por un transitorio vergel de centenos maduros.
Pocos pasos adelante, columbró ya el jinete la verdosa masa de hojas
y de espigas, un imprevisto oasis que, acosado de cerca por el erial,
parecía surgir inseguro y tembloroso como un atrevimiento de furtivo
amor hacia la esquiva ingratitud.
Pasó un hálito caliente de primavera sobre el áspero dorso de la
llanura, y las espigas estalladas exhalaron dulcísimo perfume.
Comenzaban a palidecer las anchas hojas lineales en torno al granado
fruto, muertas ya las sutiles flores en el raquis henchido. Pero aún
flotaba en el ambiente esa especie de niebla azul, producida por aromas
y glumas de la flor.
Hundiéndose de pronto el forastero en tan inesperado paraíso, imaginó
escuchar una plegaria vehemente y armoniosa en el rumor de aquel vaivén
de espigas, verdes y rubias, con degradaciones de admirables tonos.
Fuera ya del camino central, guiaba el espolique por las honduras de un
sendero, delicadísima estela de los crecidos centeneles, agitados con
inquietud de marejada. Latía el perfume como un aliento en torno del
jinete, y se asomaban al horizonte, más visibles que en el transcurso
del viaje, los bravos picos del Teleno y Fuencebadón.
Bien sabía el poeta que la maravilla sorprendente de aquella mies,
rescatada al páramo como botín de durísimo combate, era obra y
tormento de la mujer maragata; que bajo aquel fugitivo mar de
espigas naufragaban oscuramente la juventud y la belleza de unas
abandonadas criaturas, por débiles tenidas en el mundo; que ni la
heroica satisfacción del noble sacrificio acompañaba en su naufragio
a las infelices cautivas de la tierra, del instinto y la ignorancia.
¡Y era el hondo caudal de su ternura, inconsciente, la única fuerza
humana bastante poderosa para hacer vivir y fructificar los indomables
terrones del yermo!
En la hidalga paramera de León, solar de los más castizos de la raza,
teatro y reliquia de inmortales memorias, duerme el pueblo maragato,
incógnito y oscuro, desprendido con misterioso origen de una remota
progenie. Siglos enteros supervivió a la desolación de los eriales,
solitario en toda la integridad de su rara pureza, embarrancando en
la llanura como un pobre navío que encalla y se sumerge, y al cual se
abandona y olvida en el turbulento mar de la civilización. Pero, al
fin, en la tragedia de este «buque fantasma» se salvaron los fuertes.
Más duros los códigos en los mares de tierra que los que rigen en los
mares de agua, consintieron que en las bárbaras olas del erial se
quedasen cautivos para siempre las mujeres y los niños, mientras los
hombres útiles pedían remolque a la vida del progreso para explotar
sus riberas. Y las pobres maragatas se encontraron solas, condenadas
a no extinguirse nunca, porque los maridos arribaban a menudo hasta
la callada flota que extendieron por el llano estas graves mujeres de
Maragatería: acuden ellos potentes y germinadores a imponer como un
tributo la propagación de la especie, a dejar la semilla de la casta
en las entrañas fecundas de unas hembras, tan capaces, que hasta en el
páramo cruel han producido flores...
Así discurría con ansia y pesadumbre el andante poeta, enervado por la
fragancia de los centenos, peregrino entre las espigas que palpitaban
con dulce temblor.
Sentía el mozo levantarse otra vez su inquieta voluntad con el generoso
estímulo de las redenciones. Si era una locura soñar con la liberación
del yermo, no lo era tanto apetecer la de aquellas mujeres miserables.
Y, si aun este propósito fuese desmesurado para acometido por un
corazón, un estro y una pluma, le quedaba al artista la certidumbre de
poder esgrimir con gloria aquellas nobles armas, para rescatar del mar
de tierra, libre y dichosa, a una sola mujer.
A cada paso del mulo tomaba más cuerpo esta ilusión en los bizarros
sentimientos del joven.
Si acaso a Valdecruces le empujaban—seguía meditando—la curiosidad
y el antojo, sobre aquellos humanos impulsos labraría con arte y con
misericordia el cauce de ternura por donde corriese el definitivo amor
a formar un sereno remanso.
Ráfagas de ocultos fervores le sacudían, enardecido y ambicioso,
con las manos trémulas de fiebre, la memoria llena de secretos y el
porvenir cuajado de esperanzas. Todas sus emociones del camino se
condensaron, vibrantes, en aquella última; de cuantas quimeras y
memorias le acompañaron hasta allí, sólo quedaba en su imaginación,
como cifra y símbolo, una bella figura de mujer: adornábase con un
traje regional, acaso descendiente de góticos briales o de gentiles
paños morunos; tenía dulce el rostro como la ilusión del viajero, y el
alma heroica lo mismo que la raza leonesa.
Reinó esta solitaria imagen como dueña absoluta de tantos pensamientos
impacientes, cuando, ya surcada la mies, se acercó en el paisaje la
arcillosa giba del caserío y una mansa barbechera corrió a confundirse
con las rúas del pueblo.
En la primera de las cuales se extendía ancho lugar, parecido a una
plaza, decorado en medio con una fuente. Al borde del pilón una mujer
aguardaba que su cántaro se llenase. Iba compuesta al uso del país,
de mucha gala, sin duda por ser domingo, y parecía absorta en la
contemplación de la corriente.
A este sitio llegaban los viajeros cuando, desde muy cerca, un toque
grave de campana avisó en la parroquia el mediodía.
Descubrióse el espolique para rezar las oportunas oraciones y le imitó
el caballero, distraído. Mas de pronto, al encontrar junto la fuente,
viva y hermosa la imagen de sus recientes pensamientos, adelantóse
hacia ella enajenado y feliz.
La sorprendida aguadora levantó su mirada y le brillaron los ojos
como topacios al llenarse de luz; era una mozuela pálida y triste, de
agraciada figura. Advertida por el aviso parroquial, iba a santiguarse,
cuando apareció el forastero y, mirándole con ébria admiración, trazó
aturdidamente la señal de la cruz.
En la boca del jarro, ahito, rió entonces el agua cantarina,
vertiéndose con dulce murmullo, mientras Rogelio Terán y de la
Hoz, hidalgo montañés, novelista romántico, poeta lírico, hombre
sentimental, mozo gentil, con el _jipi_ en la diestra, declamó
reverente:
—¡Salve, oh maragata, augusta _Señora del Páramo_, salve!
Con lo cual la aludida, escandalizada ante una oración nueva, no
escuchada jamás, tuvo al viajero por hereje o por loco; le envolvió un
instante en la mirada de sus ojos verdes y profundos, y abandonando el
cantarillo, echó a correr con las mejillas pintadas de arrebol.
Aún resonaba la fuga de aquellos pies menudos en la calzada vecina,
cuando el desairado galán sintió con repentinos apremios el aguijón
del hambre, y más sensible la pesadez del dolor de cabeza. Pero en
atravesando la plaza ya le ofreció el reparo apetecido la casita del
cura, puesta con vigilante devoción enfrente de la iglesia.
Mudo estaba el lugar, como deshabitado y misterioso. La campana piadosa
había cesado de tañer y la cigüeña asomaba sus alas extendidas en la
torre, protegiendo el nido debajo de la cruz.
Dió el maragato dos recios golpes en el conocido portal de don Miguel,
y bajo el tejaroz de la parroquia volaron con alarma unos vencejos...





X
EL FORASTERO

CUANDO llegó a su casa Marinela, jadeante y medrosa, desde el fondo de
la cocina donde la esperaban para comer auguró la madre:
—Esa coitada rompió el cántaro de fijo.
Aguardaron todos en muda expectación a que la niña explicase aquel
azoramiento de su vuelta.
—No rompí el jarro—murmuró ella con timidez—; es que vide a un señor
rezándome, a mí misma, una salve trabucada, tal que si yo fuera la
Virgen... Venía de viaje; está demoniado o es judío.
—¿Onde fué eso?—preguntó Olalla con asombro mientras los rapaces
corrían a la puerta, y _Mariflor_ iniciaba también un movimiento de
curiosidad.
—A orilla de la fuente—dijo la aguadora, tomando otra vez el camino
detrás de su prima y de su hermana.
La tía Dolores no pareció enterarse de la novedad, entretenida con
encender _fuyacos_ en el rescoldo mantenido por las brasas de un tueco.
Y Ramona, cortando lentamente raciones de la hogaza morena, rezongó
aburrida:
—¡Cuántos parajismos!
Ni en la calle silenciosa, caldeada por el flamear del sol, ni en la
plaza desierta, vieron los averiguadores rastro alguno del misterioso
forastero. El cantarillo, en colmo, seguía derramando el agua riente,
que al borbollar ahora, parecía esconder en sus cándidas modulaciones
un acento de burla.
—Tú soñaste, rapaza—le dijeron los curiosos a la pobre Marinela.
—No soñé—afirmó la niña con mucha seguridad, aún palpitantes de
admiración los profundos ojos.
—¿Era joven?—aludió Florinda con aire distraído.
—Mozo y galán; montaba un mulo alto como el nuestro; traía paje y
fardel.
—¿Por el camino de Astorga?
La maragata levantó los hombros un poco insegura.
—Creo—dijo—que venía por la mies... no sé de dónde.
Y sus pupilas, cambiantes como las piedras preciosas, adquirieron vagos
colores de turquesa.
Olalla, portadora del cántaro, adelantábase con los niños, y
_Mariflor_, enlazando a su prima por la cintura, preguntaba todavía con
afán:
—¿Era rubio y usaba lentes?
—De eso no me acuerdo—balbució la mozuela, buscando ansiosa en su
imaginación los perfiles del rostro aparecido. De repente aseguró
arrobada:
—Tenía los ojos azules.
—¿De veras?
—De verísimas.
Las dos enmudecieron, con los corazones tan acelerados como si el
color azul fuera para entrambas un abismo...
Durante la comida no se habló una palabra de la aventura de Marinela;
sólo Pedro miró a la moza por dos veces, haciéndose en la sién un
ademán expresivo, come diciendo: estás «de aquí». La aludida se
impacientó ruborosa, y Olalla puso un dedo sobre los labios con
prudente disimulo, recomendando la paz.
Comían en torno a una de las «perezosas», con grave compostura y
aplomada lentitud, como si cumpliesen una sagrada obligación. Olalla,
que oficiaba de «sacerdote» en aquella solemne ceremonia, sirvió
primero a Florinda y después a Marinela; luego puso en un mismo plato
las raciones de Pedro y de Tomás; en otro la de Carmina y la suya, y
dejó el resto del caldoso cocido entre su abuela y su madre. Quedaban
así establecidas dos tácitas preferencias, que parecían justas en
consideración al desgano y el esfuerzo de ambas comensales, dueña cada
una de un plato y angustiadas sobre el humo del guisote.
Era tan visible la repugnancia con que las dos comían, que Ramona,
después de empapujarse varias veces con murmuraciones, atragantadas
entre bocados y sorbos, acabó por decir con aquella su ronca voz, sin
matices ni blanduras:
—¿Por qué no mojáis mánfanos en la salsa? Hay que comer para trabajar.
¡Vaya unas mozas, que no valéis una escupina!.
La abuela suspiró con un ¡ay! rutinario, muy tembloroso. Y Olalla posó
interrogantes sus ojos claros en las delincuentes: siempre comían poco;
¡pero lo que es hoy!... Abarcó la mesa en una solícita mirada, sin
tropezar otros manjares que el pan moreno y duro, y volvióse hacia el
llar, desguarnecido de cacerolas, humeante bajo la caldera donde hervía
el agua para la comida del cerdo. Paseó en idénticas persecuciones
las paredes y el techo de la cocina, y después de lanzar sobre su
madre temerosa consulta, que no tuvo respuesta, preguntó a las dos
inapetentes:
—¿Queréis una febra de bacalao?
Todos los ojos se volvieron hacia la pobre bacalada, a la cual un
cloque hería prisionera en la altura, pendiente como una interrogación
sobre la estancia miserable.
Las dos favorecidas por el generoso ofrecimiento se habían apresurado
a hundir en la salsa pedacitos de pan desde que Ramona censuró sus
melindres. Movieron la cabeza diciendo que no ante la perspectiva del
regalo, torpes para hablar, como si una misma angustia les cerrase la
boca, y mirándose con singular emoción, a punto de gemir.
—No; si tú—saltó la madre iracunda, dirigiéndose a su hija—tienes
gustos muy finos; naciste para canonesa y no llegaste a tiempo.
La muchacha rompió a llorar con exageradas señales de dolor, como
si otros secretos infortunios le acudiesen a los ojos pungidos de
lágrimas, mientras que su prima, sintiéndose también envuelta en la
insistente acusación, reclamaba su animosa voluntad para serenarse.
Olalla había palidecido: nada la hacía estremecer como el lloro de sus
hermanos.
—¡Madre, por Dios!—rogó conciliadora. Y añadió fingiendo
alegría:—Hoy hay postre, que es domingo.
Los rapaces se miraron sonrientes, y ella, al levantarse con rumbo a un
secreto armario, acarició los hombros de Marinela y le sopló al oído
unas palabras, suaves como zureos de paloma...
Las manzanas y el queso pusieron a los niños tan alegres, que su
animación llegó a resplandecer un poco en toda la familia, y Olalla,
más libre de cuidados, reveló de pronto un pensamiento que desde la
víspera le venía causando sordas indignaciones:
—¡Miren que llegar sin un triste céntimo el hombre de Rosenda, tiene
alma!
Acogió Ramona la conversación con interés agudo, murmurando:
—Ella hace muy bien en amontonarse.
—¡Perfectamente!
—Amontonarse, ¿qué quiere decir?—preguntó _Mariflor_ curiosa.
Y su tía, más amargo que nunca el acento, explicó entonces:
—Pues no vivir con «él», no recibirle, negarle hasta el habla.
La vieja parpadeó muy de prisa, como si espabilase el sueño o
solicitase una gota de llanto para limpiar las nubes de sus ojos.
—¡Válgame Dios!—prorrumpió únicamente.
—Sí; válganos a las míseras madres abandonadas con los hijos—clamó la
nuera.
Un exiguo fulgor, como llegado con fatiga desde muy lejos, chispeó en
las pupilas de la anciana. Y repuso quejosa:
—No lo dirás por ti.
—¿Que no?
—Si el marido no te puede mandar dinero, de lo suyo gastáis... y algo
de los demás.
—También lo de mis padres lo gastaron los nietos, que yo no me casé
desnuda... y he sudado mucho en somo de la tierra.
—¡Ansí es la vida!
—Pero cuando es poco lo que se tiene y lo que se trabaja, al padre
cumple mantener a los hijos... o non facerlos.
—¡Mujer!
—Lo que usted oye.
—¿Y cuando el esposo gasta mala suerte y mala salud?...—subrayó la
vieja, amarilla y temblante como la llama de un cirio.
—¡Que se chive!—escupió Ramona con brutalidad, poniéndose de pie.
Su elevada estatura dominó la estancia al ras casi del techo. Extendió
los brazos hacia los relieves de la comida y alzó de una sola vuelta
platos y cucharas, los mendrugos de pan, la fuente y el mantel: todo lo
depositó sin ruido en el rincón donde era costumbre lavar el belezo.
Se puso un delantal de arpillera sobre la saya «rajona» y comenzó
calladamente aquella labor menuda que en los días festivos excusaba a
su hija.
Sobre el lejano resplandor enceso en los ojos de la anciana, cayó la
rugosa cortina de los párpados. Apoyó la tía Dolores un codo en las
rodillas, en la mano la frente, los pies en un «silletín», y pareció
que se amodorraba en el sopor de una fácil siesta.
Los rapaces se habían escabullido hacia el corral, y las tres mozas,
descoloridas, inmóviles, se inclinaban en una misma actitud de
sobresalto, como si las aturdiese el rudo peso de aquellas frases que
sonaron a disputa y maldición.
Olalla, vergonzosa de que su prima sorprendiese tan acerbas
intimidades, quiso, para disimular su disgusto, seguir hablando de
Rosenda Alonso.
—Es una hija del tío Rosendín, ¿sabes?—le dijo en voz baja a
_Mariflor_.
—¿El sacristán?
—Ese. Figúrate que la pobre parió dos mielgos la semana pasada; ¿te
acuerdas?
—Sí; yo la encontré pocos días antes, que daba compasión...
Y la muchacha se estremece al recuerdo de aquella criatura sin forma de
mujer, apabilado el rostro, desfallecida como una sombra, arrastrando
con paso vacilante un _feije_ de leña y un vientre enorme.
—Pues tiene otro rapaz—continúa Olalla—que anda en cuello todavía
y sin qué echar a la boca; cuando va y se le presenta el marido
fambreando también.
—¿El, es bueno?
—Serálo; pero es pobre como las mismas ratas.
—Si se quieren...
—¿Cómo se han a querer, boba, sin ser dueños ni de un quiñón de tierra?
Triunfante al exponer aquella rotunda imposibilidad, la joven dice:
—Con menos apuros las maragatas se amontonan cuando los maridos
vuelven sin dinero. ¿No verdá, Marinela?—y sacude blandamente a la
trasoñada niña.
Ella parece despertar de una grave meditación, se hace repetir la
pregunta, y luego responde con respetuoso fatalismo:
—Es el usaje del país.
Y Florinda, abrumada por la validez indiscutible de tal uso, baja la
frente sin replicar. Otros íntimos anhelos la preocupan, mucho más
agitados desde que Marinela encontró al forastero de los ojos azules...
Entra Pedro desperezándose, y dice que después del Rosario irá a fincar
los bolos; en su aire aburrido se conoce el deseo de que llegue la
hora. Como parlotea en alta voz, Olalla le advierte por señas que está
durmiendo la abuelita, y él entonces vuelve a salir hacia el corral
donde los chiquillos discuten la posesión de un _rongayo_ de manzana.
Desde la oscuridad donde trajina, pregunta secamente Ramona:
—¿No lleváis al chabarco los curros?
La abuela se estremece sin abrir los ojos, y las muchachas se ponen de
pie como sacudidas por un resorte.
—Agora mismo—dice la mayor—. Y las otras la siguen con mucha
celeridad, como si les diese miedo quedarse en la cocina.
La brusca luz de fuera les hace a las tres entornar los párpados. El
_estradín_ está lleno de moscas y de polvo, y el corral, a pleno medio
día, arde y calla, reverberante de sol.
—¿Onde estarán esos pillavanes?—dice Olalla, viendo que sus hermanos
han desaparecido.
Se oyen hacia el huerto unas risas pueriles, y las gallinas se
alborotan pedigüeñas delante de las muchachas.
En la negra habitación que acaban de abandonar parece que con ellas
ha huído la poca luz que había, aquel dorado resplandor que desde el
_estradín_ entraba con un vaho caliente de la tierra. El trashoguero,
embrasado todavía, pone en el hondo llar rojos matices de expirante
lumbre y un olor de agua sucia emerge en el aire con la oscuridad y con
el humo.
La tía Dolores, apenas salieron las muchachas, se enderezó con
singulares bríos, cerró las dos puertas que daban acceso a la cocina
y, adelantándose en la sombra, segura como un remordimiento, preguntó
hacia el sitio aquel donde se rebullía la nuera:
—Si viene Isidoro, ¿tú no le recibes?
Hubo un silencio frío... Se oyó después un «No, señora».
Menos firme, la voz de la anciana tornó a decir:
—Y si algún día viene a tu casa Pedro, comalido y pobre, ¿le recibirás?
Vibró al punto un fuerte «Sí, señora».
Y la tía Dolores, extendiendo los brazos con un sordo crujido, replicó
anhelante:
—¡Pues no olvides que esta casa es mía!
Se quedó allí la vieja, muda y en cruz, sin que el rincón sombrío se
diese por enterado de aquella lógica irrebatible. Porque Ramona, que
ya había acabado de fregar, abrió sin ruido la puerta lindante con la
cuadra y salió llevando la comida para el cerdo...
El caudal que durante los inviernos pasa trabajador por los molinos,
derivado del Duerma, hace su entrada en Valdecruces bajo la humilde
forma de un arroyo, sujeto a languideces estivales que en ocasiones
llegaron a borrar la estela desmayada. Viene esta caricia de aquel lado
donde madura más temprana la mies, donde no todo el terreno es añojal
y hasta algunas parcelas pueden pomposamente llamarse «de regadío»
cuando los ardientes calores funden en el Teleno heladas nieves, y unos
providenciales arroyatos brindan a este rincón de la llanura el piadoso
murmullo de su limosna.
Por el mismo lado entró, en este día memorable, un poeta con ínfulas
de libertador, como si todas las sonrisas de la esperanza hubiesen de
llegar a Valdecruces desde allí.
Mientras Olalla espera que los patos se bañen en el desmedrado
arroyuelo, las otras dos mocitas están muy silenciosas y meditabundas
mirando cómo fluye el tenue hilo de la corriente. Y sin más preámbulo,
como si una invencible preocupación la sugestionase, Marinela dice:
—Sí, sí; por aquel lado «venía».
Su voz, impregnada de misterio, balbuce al oído de la enamorada, que se
estremece y se turba:
—Hace volcán—pronuncia Olalla vagamente—. Y Florinda cubre sus
cabellos con el pañuelo blanco del bolsillo.
En el sopor fatigoso de la hora fulgura el aire y duerme la tierra,
retostada y sediente, sin que llegue del vecindario un solo suspiro
hasta la calle, desde las ventanas, abiertas como bocas en perezoso
bostezo.
Han madrugado mucho los calores y los campesinos temen, con razón, que
se les tueste la cosecha antes de estar en punto de segarse. Andan ya
«cogiendo la vez» para los trajines del riego, solicitando hasta la
última gota del agua que empieza a murmurar como en agosto, derretida
en los montes por este mismo ábrego que en la llanura consume los
caudales del Duerna.
Tales pensamientos se agitan en la mente de Olalla con fatigado
rumbo: este arroyo, vecino de su calle, no le dará corriente para
lavar la ropa, para bañar los patos, para surtir a la cocina; y, sobre
todo, no podrán buscar quien las ayude en las tareas del riego, ni
en las de la _jaja_ y escardadura; quizá tampoco en las de la siega
y la recolección. Las obreras son demasiado pobres para esperar por
los jornales; de América no mandan un céntimo; el tío Cristóbal pide
los haberes o la casa, y la abuelita chochea sin acordarse de lo que
debe, de lo que es suyo, de cuanto sea preciso pagar y conseguir. Ya
volaron los restos de la «matación», y la olla cuece sin «llardo» y
sin «febrayas», como la del último pobre del lugar. Escasea el aceite;
faltan zapatos a los niños; la madre sufre y riñe, con el genio más
adusto que nunca...
—¡Dios santo!—clama la moza en medio de sus meditaciones, sin poderse
contener.
—¿Qué sucede?—le pregunta su prima.
Pero Olalla conoce por instinto el arte de fingir. Su carácter
reservado y oscuro no se presta a las expansiones; siente un salvaje
pudor de aquella terrible miseria que a pasos agigantados se posesiona
de su hogar, y hasta en el seno de la familia procura disimularla,
menos por compasión que por orgullo de mujer fuerte, por extraña
codicia que la empuja con bravo deseo a esconder, como un tesoro, penas
y trabajos para ella sola, hasta donde sea posible.
—Sucede—responde tranquila—que estáis cogiendo un sofoco sin
necesidá; veivos a casa.
—No, no—se apresuran a decir las otras con obstinación.
Y como Olalla siente que la negativa está envuelta en nubes de
inquietud, quiere ahuyentar con frases animosas aquel mudo trastorno,
y balbuce palabras resonantes que tiemblan en la penumbra de los
pensamientos igual que pajarillos lanzados a volar en medio de la noche:
—Bailaremos a la tarde. Ya Marinela tiene que empezar a ser moza, y
tú habrás aprendido las danzas de aquí, en dos meses que las ves...
—No aprendo todavía—responde _Mariflor_.
—No bailo—asegura Marinela.
Impaciente por aquellos murmullos negativos, Olalla prorrumpe:
—¡Sodes bobas!
Sonríe Florinda, deseando mostrarse menos preocupada, pero busca en
vano alguna cosa alegre que decir; y como los «curros» patullan en la
fangosa margen del arroyo, comenta distraídamente.
—Casi no tienen agua.
—Sí; el aflujo va mermando con la sequía, y en el bañil de allá bajo
tampoco hay bastante para que las bestias se remojen...
—¡Si lloviese!—ansía _Mariflor_, sabiendo que se aguarda la lluvia
como un gran beneficio.
Las tres alzan los ojos con incertidumbre hacia el flamante cielo,
curvado en imperturbable serenidad sobre la aldea, y los tornan después
hacia la calle, que silente y espaciosa como un ejido, huye al campo
con el leve surco del arroyo entre las guijas.
La doble hilera de casas, puestas holgadamente en su sitio con cierta
urbana solemnidad, se interrumpe a menudo por sebes de huertos,
portones de corrales y afluencias de otras rúas, que también se abren
anchas, calientes y dormidas.
—Parece que no hay nadie en el pueblo—dice _Mariflor_, dominada por
el agobio profundo de tanta soledad.
—Están todos echando la sosiega, mujer; ya verás como otros domingos,
a la hora del Rosario y después en el baile, cuánta gente.
Y Olalla, siempre calmosa, parece que se olvida de recoger sus patos.
Hasta que llega un perruco con la lengua fuera a beber en el mísero
arroyuelo, y espanta los ánades que salen parpando a las orillas en
torpes vaivenes.
El gozque, así que sacia la sed, ladra con furia, y cuando las niñas
vuelven la cabeza buscando el motivo de aquel alboroto, ven a Ramona
asomándose a la empalizada del corral.
—El tercero para las dos—advierte—. ¡Si habéis d’ir al Rosario!...
A esta sazón rompe a tocar la esquila de la iglesia.
Aléjase el perro, lanzando sordos gruñidos a la brusca aparición de
Ramona, mientras las muchachas y los patos se recogen.
Y en la calle, letárgica otra vez, sólo parece vivir el hilo tenue del
arroyo, y un trapo que a lo lejos pone erguida su dudosa blancura, como
anuncio y señal de una taberna.
Cuando vuelven a caer las tres mozas en el hondo agujero de la cocina,
sienten una frescura penetrante en medio de una densa oscuridad.
Mas, pronto Olalla descubre en la masa de sombras y de humo a la
_Chosca_, acurrucada en el suelo entre la ceniza, dando sorbos y
bocados voraces a la misteriosa sustancia que extrae de un pucherete.
En el escaño, donde suele dormir la criada, se ha escondido la tía
Dolores. Allí está inmóvil sobre la ruin yacija, dominada por el
letargo o por el sueño.
—¿Qué hace usté, abuela?—le pregunta la joven asombrada—¿Duerme
todavía?... ¿No viene a la parroquia?
La sacude con el temor de que pueda ocurrirle un accidente.
Pero ella responde levantándose:
—Ya voy.
También su voz ahora parece que ha venido de muy lejos, como el fugaz
relámpago que le brilla algunas veces en los ojos.
Hoy la esquila avisadora voltea con más sutiles vibraciones; algo le
sucede; anuncia una cosa extraordinaria; tiene una doble intención,
oculta en el repique insinuante en los últimos golpes: _Tan... tan...
tan..._ ¿Qué secretos dice a gritos la esquila?...
Esto se pregunta _Mariflor_ acabándose de vestir, y en tanto que vuelan
como alondras sus deseos.
Ya las tres maragatas están muy elegantes, que, de la antigua opulencia
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