La Esfinge Maragata: Novela - 18

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sabe Dios en qué recónditos pesares. Se han reunido en la era desde
las mieses, y el tamborilero recluta a las más rezagadas, como atrajo
a los hombres, mozos y viejos: danzan en caprichosos giros llenos de
gravedad y de pudor, cada maragato con dos o más mujeres, quizá porque
la emigración y la ausencia han convertido en uso una necesidad.
Cae la noche: alta y cumplida la luna, cela entre nubes el disco
rutilante y difunde su luz con recatados matices.
En una pausa del tamboril, rasga los aires el bárbaro cantar que un
mozo entona, sin gracia ni malicia:
«Si quieres tener femias
en tus rebaños,
un marón sólo dejes
de pocos años...
Si quieres que la casa
non se te queme,
limpia el sarro a la priula
todos los meses...»
Vibra alguna zapateta, acompañada del _ru-jú-jú_ potente, el céltico
grito, perpetuado al través de las generaciones españolas, y
languidecen cada vez más las cadencias del «corro» y la «entradilla»,
hasta que el baile se extingue y la gente se dispone a dormir.
Pocos bailadores desfilan camino de sus casas, y la mayoría del
concurso busca reposo en la era, ancha y mullida como enorme lecho
nupcial.
Si en él duermen las hijas con las madres es porque la costumbre lo
establece, no porque lo necesite el buen decoro de aquella casta
juventud. A ningún marido se le ocurre vigilar a su mujer, y cada cual
se tumba por su lado, con el más impasible humor.
Ramona, que bailó tiesa y huraña hasta el último instante, es de las
primeras en hallar cómoda postura y permanecer inmóvil, quizá rendida
al sueño. Ella y Olalla no temen a la noche libre, hoy que la tradición
les mulle un dorado mantillo en el terruño.
Allí cerca reposa Florinda con los miembros lacerados y el alma
zozobrante: apenas consigue sonreir a _Rosicler_, que solícito la
ofrece una almohada de oloroso bálago. Hizo esfuerzos heroicos para
disimular su torpeza de labradora novicia, y la tortura de sus músculos
rebeldes al sufrimiento. Y ahora se aturde bajo los golpes de su
corazón, henchido de lágrimas, constreñido y apremiante, como si fuere
a romperse.
No sabe cuánto tiempo trasueña, enervada por el cansancio. Oye cerca de
sí un ronquido, y a poco dice tímida una mujer:
—¿Estades bien, señor?
Es la hija del tío Fabián, que habla a su esposo, recién llegado de la
Coruña. Él no responde, y Florinda vuelve a sumirse en su angustiosa
laxitud.
Despierta y delirante se figura reposar en el tren, enfrente de unos
ojos profundos que la penetran y sacuden hasta las entrañas.
Es tan brusca la turbación con que la joven se estremece, que bajo
su cabeza se desmorona el menudo acervo de la trilla. Perdido el
blando apoyo, álzase lastimada, y sin moverse contempla el singular
espectáculo de aquel pueblo fuerte y joven, áspero hasta en el sueño:
duerme un hijo de Tirso Paz de espaldas a su novia Maricruz; la de
Alonso, a los pies de su marido; lejos del suyo, la del tío Rosendín, y
divorciadas de igual suerte todas las parejas unidas por compromisos y
bendiciones.
No hay en el silencioso campamento, delante de Florinda, un corazón que
sufra, un afán que despierte ni una esperanza que se agite.
Las parvas enhiestan en alto como hacia las nubes, entre cuyos girones
aparece la luna desconsolada; de lejano pesebre llega el mugido de
una res en celo, y la desvelada moza bebe insaciable el dolor de la
soledad, más triste que nunca entre el sordo latido de aquellas vidas
y el aroma de aquellos frutos. Entonces siente crecer el peso de las
trenzas en los hombros; en los párpados, la lumbre de la pasión,
y en las mejillas el carmín de la salud: una fragancia de besos le
sube hasta los labios desde el corazón, ebrio de ternuras, y toda su
mocedad, exaltada por el sentimiento, vibra y arde bajo la encubridora
noche.





XXI
SIERVA TE DOY...

ROTO ya el pálido celaje, apenas brillaron las estrellas de la mañana
salió el tamborilero a tocar el _Mambrú_ al través de las dormidas
rúas, anunciando alegremente el día de la boda.
Por deferencias y respetos a don Miguel, se convino, aunque el novio
era viudo, en prescindir de la clásica cencerrada y celebrar los
desposorios con el solemne ceremonial que la costumbre ha convertido en
ley. Y desde muy temprano, algunos vecinos madrugadores atravesaban el
pueblo, en traje de fiesta, para formar la comitiva, bien armados los
hombres de escopetas y trabucos.
Máximo, el novio, había llegado la víspera, procedente de Gijón; traía
orondo equipaje, con las últimas «donas» para la desposada, dulces y
licores para los próximos banquetes.
Luego de confesar y examinarse de doctrina, separáronse los prometidos;
ella se encerró en su casa y él fuése a la de su allegado Fermín
Crespo, trajinante en Pontevedra, jefe de familia en Valdecruces.
Un hijo de este mercader y un nieto del tío Cristóbal—ambos solteros,
por ser la condición indispensable—fueron designados en calidad de
íntimos del contrayente, para «mozos del caldo», especie de gentiles
escuderos al servicio del novio. Facunda Paz y Olalla Salvadores eran
damas de la novia, también «mozas del caldo», de cuyo pomposo remoquete
pudo _Mariflor_ evadirse, no sin algunas porfías.
Cuando los nuevos redobles del tamboril anunciaron la hora del
almuerzo, llegó a casa de don Miguel un bizarro gentío, la flor y nata
de Valdecruces y no pocos vecinos comarcanos. Para todos había lonchas
de jamón, pavo, perdices, truchas y vino añejo, amén de otros manjares
y escogidos postres.
Duró hasta las once de la mañana este primer festín, a cuya
terminación, la madrina—una maragata de rumbo—prendió en la cabeza de
la novia fuerte manto de severo color, caído hasta los pies sobre el
lujoso vestido del país.
Comenzaron a tocar las campanas, y los hombres siguieron a Máximo,
que siempre envuelto en una capa enorme, aparentó ir en busca de la
bendición paternal. Simulada esta ceremonia, ya que el mozo no tenía
padre, volvieron sobre sus pasos entre salvas nutridas, y a la puerta
de don Miguel anunciaron con acento muy grave:
—Venimos a cumplir una palabra empeñada.
—Cúmplase norabuena—repuso la madre de Ascensión.
Y en el umbral, puesta la moza de hinojos, recibió las maternales
bendiciones.
El séquito varonil partió delante; detrás avanzaron las mujeres,
silenciosas, con intachable compostura; los «mozos del caldo»,
dispuestos a correr hasta nueve arrobas de pólvora, dirigían las recias
descargas de los trabucos.
Para lucirse mejor en el paseo, anduvieron todos a lo largo de la calle
y dieron vuelta por una donde tenía la parroquia otro portal. Allí
esperaba revestido el sacerdote, que permanecía en el templo desde que
muy temprano administró a los novios la comunión. Estaba don Miguel
pálido y triste; no quiso asistir al almuerzo, y suplicó le dispensaran
también de la comida, pretextando no hallarse muy bien de salud.
Comenzó el acto religioso en la cancela, apretados los contrayentes
por la curiosidad del público no invitado, que tomaba posiciones
horas hacía. Como el atrio era pequeño, muchos testigos se quedaron
fuera, y la calle, resplandeciente de colores y de sol, ofrecía en
toda su esplendidez una gallarda nota regional; finos paños, sedosos
terciopelos, brocateles y tisús, habían salido del fondo de los cofres
y esponjaban al aire su belleza, mucho tiempo cautiva.
Entre la mocedad estaba _Mariflor_, trasojada y nerviosa, deshaciéndose
en amargura bajo el rumboso atavío. Iba apoyando a Marinela, poco firme
en su primera salida de convaleciente.
Mientras sudaban los novios con el despiadado abrigo de la capa y el
manto, las mozas, al son de castañuelas y panderos, rompieron a cantar:
«Ya te sacaron la Cruz
de plata, para casarte;
delante del sacerdote
ya tu palabra entregaste.
Las arras y los anillos
que llevas, niña, en la mano,
son las cadenitas de oro
que te están aprisionando...»
A cada movimiento de las cantadoras, un vaivén de arrequives y
flocaduras, un relumbrón de filigranas y corales se ufanaron en la luz.
Encima de la torre, sin temor al bullicioso concurso, las cigüeñas
adiestraban a los hijuelos en sus primeras aventuras por el aire;
giraba el macho en torno de las crías, con una presa en el pico,
instigándolas a seguirle, y la madre volaba también alrededor de ellas,
más abajo, para sostenerlas en sus alas si cayesen.
Penetró la boda en el templo. Y cuando en él buscaban Marinela y
Florinda un banco donde sentarse, les hizo lugar una vieja con mucha
solicitud. Era la tía Gertrudis, encogida y humilde. Su voz, al rezar,
parecía un gemido; su pobre catadura inspiraba compasión.
Sobre el grupo que formaban las niñas y la vieja cayeron como un rayo
los ojos de Ramona, pero no se atrevían las muchachas a moverse;
celebrábase ya el Santo Sacrificio, y ellas fijaron su atención en el
altar, reverentes y devotas.
El «Resucitado» le pareció a Florinda más muerto que nunca, con su
lívido rostro lleno de sangre y la punzadora diadema sobre las sienes:
tenía en una mano la Cruz, y en la otra, que señalaba triunfante al
cielo, le habían colocado un ramuco de flores contrahechas. Quiso
la joven rezarle con calor y confianza, como otras veces; pero un
pesimismo envolvía sus pensamientos en espesas nubes, y las mustias
rosas de trapo, alzadas por el Señor con gesto desfallecido, le
causaron infinitas ganas de llorar...
La flauta y el tamboril acompañaron el canto de la misa, y la
elevación fué señalada con formidables estampidos de pólvora.
Iniciadas las últimas oraciones, deslizáronse al portal las «mozas del
caldo»—señaladas con mandiles verdes—seguidas por las demás solteras
para ofrecer nuevos cantares a los novios:
«Sal, casada, de la Iglesia,
que te estamos aguardando
pa darte la norabuena,
que sea por muchos años.
Estímala, caballero,
bien la puedes estimar:
otro la pidió primero,
no se la quisieron dar.
Estímala, caballero,
como una tacita de oro,
que ya tienes mujer buena
para que te sirva en todo...»
Los cónyuges aparecieron en la lonja parroquial, sudorosos,
acongojados, y allí mismo se apartó Máximo de su esposa para irse con
los hombres a _correr el bollo_.
A pesar de lo cual, las muchachas, siguiendo al femenino cortejo de
Ascensión, cantaron optimistas, con mucho repique de castañuelas:
«Por esta calle a la larga
lleva el galán a su dama;
por esta calle arenosa,
lleva el galán a su esposa.
Voló la paloma
por cima la oliva;
vivan muchos años
padrino y madrina.
Voló la paloma
por cima la fuente;
vivan muchos años
todos los presentes.
Ponei, madre, mesa,
manteles de hilo,
que viene tu hija
con el so marido...»
Encontró la joven en el umbral de su puerta dos sitiales
enguirnaldados, y, por si nadie supiese el destino de ellos, advirtió
muy oportuna la copla:
Sentaivos, madrina,
en silla florida;
sentaivos, casada,
en silla enramada.
Sentáronse, en efecto, las dos mujeres, siempre cargada Ascensión
con el duro manto, que después de aquel día sólo en caso de enviudar
debiera ceñirse para los funerales del consorte. Las mozas, colocadas
en dos filas, cantaron _el ramo_, un armadijo de muchos corolines
con ajaracas y dulces. Fué largo y triste el homenaje, salpicado de
consejos y alusiones, y le recibió la moza muy recoleta y compungida,
sin levantar los ojos del suelo ni sonreir al final de la canción:
«Guapa es la novia cual naide,
guapo el novio cual denguno;
tengan hijos a docenas
y a centenares los mulos.»
Mientras tanto, los jóvenes corrían en la era «el bollo» del padrino,
un pan de seis libras en forma de pelele, con monedas de plata dentro
de la cabeza.
Defendíanle los de la boda, al frente los «mozos del caldo», contra
todos los corredores que se presentaban: reglas de tradición daban
derecho a conseguirle. Cuando el vencedor hubo recogido las monedas del
premio, distribuyóse el descabellado monigote entre los concurrentes,
como fórmula que convertía a Máximo en vecino de Valdecruces: el
alcalde pedáneo lo hizo constar así en un acta.
Todavía cantaron las mozas al llegar los del «bollo» a casa de don
Miguel:
«Bien vengades, bien vengades,
bien venidos, que seyades...»
Habían colocado delante de Ascensión un profundo cesto de pan cortado
en pedacitos, que ella repartía a cuantas personas se acercaban a
decirle:
—¡Dios te haga bien casada!
Llegóse también la tía Gertrudis, y la moza, vacilando un momento,
dióle su parte con mucha delicadeza, sin tocar la mano extendida en
fino saludo.
Algunas voces protestaron:
—¡Fuera la bruja!
—No azomar a la pobre—dijo una compasiva mujer—; la infelice
perecería de hambre si no fuera por las limosnas del señor cura.
—Tien mucho rejo; no muere tan aina—rezongó Ramona—. Y a su lado
advirtió una zagala:
—Creer en agorerías es pecado mortal...
Cuando el pan de la boda estuvo repartido, sirvióse una gran comida: a
la clásica bizcochada de vino rancio siguió la interminable lista de
viandas fuertes que en un mismo plato compartieron los novios. Por fin,
a media tarde viéronse éstos libres de su parda vestidura matrimonial,
que les fué perdonada a los postres del banquete, para que bailasen
juntos hasta rendirse.
Ya la madrina _había ofrecido_. Con su moneda de oro sobre una rica
bandeja, pasó delante de los invitados diciendo:
—Para la rueca y el uso.
Todos daban: hasta las de Salvadores pusieron sus pesetillas en «la
ofrenda» general.
Luego pidió el padrino:
—Para los primeros zapatos del infante.
Y también hubo dones.
Es incumbencia de los «mozos del caldo» llevarle a la novia su ajuar
hasta el nuevo domicilio; pero como la recién casada iba a vivir
lindando con su madre, fué para los muchachos cosa de un periquete el
cumplir esta galante obligación.
Desplegóse luego la danza en toda su brillantez por la ancha rúa,
extendida hasta la iglesia desde la casa parroquial. La fuerte luz del
sol y la majeza de los trajes daban al espectáculo matices de alegría y
de rumbo, que faltaban al baile de la era. Aunque el recogimiento de
las mujeres tenía siempre un cariz de austeridad, parecían ahora menos
cansadas y más felices. Los hombres, de punta en blanco, rozagantes y
orondos, sin reir ni perder su grave actitud, rebosaban satisfacción:
en la portezuela de sus chalecos las rosas tendían magníficos realces
entre el plegado camisolín y la clásica almilla. Cenojiles, cintos y
lazos, daban al viento la ferviente leyenda del amor, encerrada a veces
en el cantarcillo popular:
«Ahí tienes mi corazón
cerrado con esa llave:
ábrele y verás que en él
sólo tu persona cabe...»
Empezó la danza por el «baile corrido», girando las parejas con un
lento vaivén, lánguido y señoril, que terminó en compases de jota.
Siguió el llamado «dulzaina»: las mujeres, de dos en fondo, dieron una
vuelta en círculo; delante las doncellas, detrás las casadas, siempre
abstraídas y mudas; iban los hombres en la misma forma, por el lado
exterior del corro femenino, hasta que, a una señal del tamboril,
buscaron parejas, escogiéndolas por orden riguroso, dos para cada uno,
desde las primeras danzantes. Vino después la «entradilla», en la
cual salen bailando los hombres y luego acuden ellas a buscar mozo:
es el baile de los rubores y las zapatetas; las muchachas procuran
elegir a los parientes más próximos, hermanos si es posible. El corro
característico de las bodas le componen las mujeres sin bailar, de
una en una, tocando las castañuelas: abre marcha la madrina, sigue la
novia y van las solteras en último término detrás de las «mozas del
caldo». Esta rueda no se interrumpe cuando intervienen los bailadores
desde la orilla para danzar con dos mujeres, bordando las figuras en
jeroglíficos y detalles de clásico sabor y mucha honestidad.
En el fondo de la rúa castellana, bajo los resplandores crudos de aquel
cielo de añil, adquiría la artística diversión caracteres de rito,
fabuloso perfume de romance, al que prestaba marco insigne la torre
parroquial con el sagrado nido de la cigüeña. Mas, de pronto, en un
breve descanso del tamboril, iban los hombres _a echar un neto_ sobre
los manteles de la boda, siempre extendidos; y mientras esperaban
jadeantes las mujeres, el encanto de la danza se deshacía y el aroma
del culto viejo convertíase en vulgar olor a vino de Rueda, con agrio
tufo a carne trasudada.
Así pasaron las horas. El escaso público que no tomaba parte activa en
la fiesta iba cansándose, pero nadie osaba decirlo: seguía corriendo la
pólvora, y los espectadores seguían fijando los ojos en el baile con
atávica devoción.
Habíase apartado don Miguel en su aposento con la disculpa de un leve
malestar, aunque no quiso perdonarse de tomar café con el padrino y
dirigir desde los balcones alguna curiosa mirada hacia la fiesta. Vió
a _Mariflor_ y su prima del brazo, ambas con el semblante fatigado y
mustio, recostadas en el atrio de la parroquia. Las hubiese invitado
a subir, mas, huyendo la tristeza inconsolable de los garzos ojos,
limitóse a mandar que las ofrecieran sillas.
Esta previsión colocó a las jóvenes en el punto más visible entre la
concurrencia, bajo el dintel de la casa ornamentado con ramaje de
chopos y negrillos, difícilmente logrado y ya moribundo.
La preferencia del lugar causó a las favorecidas alguna inquietud,
porque, de soslayo, iban las curiosidades a perseguir con mayor ahinco
el apartamiento de las dos zagalas bellas y tristes.
—¿No acabará esto pronto?—dijo molesta _Mariflor_.
—¡Quiá, mujer!; veráste tú: agora bailan hasta la noche, luego cenan
mucho, y todavía cuando están acostados los novios, van los «mozos del
caldo» a llevarles gallina en pepitoria.
—Ya, ya; ¡linda costumbre!...
—¡Y comen della!...
—Pero tú y yo nos marcharemos en cuanto caiga la tarde, porque te va a
hacer daño el relente.
—No podremos dormir: la mocedad aturde a los vecinos con los
trabucazos, y en cada puerta llama pidiendo aves para la tornaboda.
—Sí; ya sé que si no se las dan las cogen.
—Son derechos del novio... Mañana será la misa tempranico, y los
parientes de los desposados llevan la ofrenda al señor cura.
—Eso no lo sabía.
—Un cuartillo de grano o poco más: después se repite la fiesta de hoy.
—¿Tan solemne?
—Con menos ceremonias: sólo que una moza del caldo baila, llevando
consigo la _pica_, que luego se reparte, un pastel pintado de rojo...
Calló Marinela, negligente y cansada, suspiró Florinda y comenzó la
tarde a palidecer. Ya iban ellas a retirarse: esperaban una ocasión
para despedirse, cuando el tío Fabián se detuvo allí, extendiendo una
carta:
—Es para el señor cura—dijo—. ¿Quién la recoge?
_Mariflor_, de un vistazo, conoció la letra: era de su padre. Y repuso:
—Yo la subiré; don Miguel debe de estar arriba.
El viejo, entregándosela, musitó:
—Mejor te daba una para ti, paloma.
Desapareció la joven sin responder, y había dominado apenas su
emoción cuando llamó a la puerta del sacerdote, no poco sorprendido
de la visita. Dentro de la carta venía, como de costumbre, otra para
_Mariflor_; sin sentarse, leyeron impacientes cada uno la suya. Después
se miraron, y fué la muchacha la primera en hablar:
—Dice que me case con Antonio...
Sonaron las palabras con una amargura indescriptible.
—Será un consejo.
—Es una súplica: mi padre se hunde y me pide auxilio.
Tendió la carta, señalando con un dedo temblón los suplicantes
renglones «... hija mía; sálvanos a todos, y yo aseguro que en
recompensa a tu sacrificio Dios te hará feliz».
Con profunda lástima levantó el cura los ojos hacia la moza.
—Lea usted lo que escribe antes—murmuró ella.
—Sí; me lo figuro: tu primo le propone reforzar aquel negocio con el
capital necesario y bajo la condición de vuestra boda.
—¿Se lo cuenta a usted?
—Como a ti.
—¡Nada, que ese hombre me quiere comprar!
—No te agravie su procedimiento: con él te da una prueba inaudita de
estimación.
—¡Pero yo no me puedo vender!
—Díselo a tu padre honradamente.
—¡Dios de mi alma!
—Piensa que no estás obligada al sacrificio,
—¿Sacrificio?... Mi condescendencia no sería virtud, ya que Rogelio me
abandona.
Se inclinó sollozante: en sus lágrimas hervía una terrible desolación.
Don Miguel protesta conmovido:
—Sí, sí; el que voluntariamente rinde su libertad se sacrifica.
—Es que no soy libre: le juro, señor cura, que padezco una tremenda
esclavitud... Ya ve usted cómo «se ha portado»; pues no importa: ¡le
quiero, le quiero; no me puedo casar con otro... es imposible!
—Tranquilízate, niña: vete en paz. Yo escribiré a tu padre cuanto
sucede.
—¡Dígale que no consiste en mí; que mil vidas diera yo por él; que me
muero de pena al negarle este favor!...
La ahogaba el llanto; procuró el sacerdote calmarla con exhortaciones
de mucha piedad. Despidióse la muchacha en cuanto pudo, y salió
diciendo:
—¡Harto le mortifico a usted: Dios le recompense!
Como la sombra había ganado ya las habitaciones, desde el rellano de la
escalera alumbró don Miguel con cerillas para que _Mariflor_ bajase.
Iba desalada; huyendo de las luces de la cocina y el «cuartico»,
deslizóse al través del portal, hasta asir el brazo de Marinela y
hundirse juntas en el sosiego oscuro de las calles.
Era tan visible la congoja de la enamorada, que su prima le dijo con
susto:
—Pero qué, ¿trajo malas razones la esquela?
—No, no.
—Vienes tribulante: bajabas a modín como escondida.
—Por no despedirme... ¡tengo tan poco humor! Mañana daremos una
disculpa...
—Madre también fué para casa... Oye: ¡qué triste es una boda!...
¿noverdá? A mí me hace duelo sin saber por qué...
_Mariflor_ sólo pudo contestar con un suspiro.





XXII
LOS MARTILLOS DE LAS HORAS

CORRÍA noviembre. Ya en los robles puntisecos y en las oscuras urces
palidecían las hojas para morir enfermas de la fiebre otoñal; el sol
se insinuaba amarillo y remoto, dorando apenas el matiz austero del
paisaje, y en la hidalga llanura de León caían las horas con infinita
pesadumbre...
Una tarde, muy triste, _Mariflor_ Salvadores tuvo que ir al molino,
distante dos kilómetros del pueblo.
—Por el vero de la regona—díjole Olalla—no tienes onde perderte.
Ella se disponía a lavar junto a su madre hasta la noche, y Marinela,
otra vez lastimosa, encogíase cerca de la lumbre.
Salió _Mariflor_ con su cestilla de centeno al brazo y sus profundas
penas en el alma. Anduvo el camino de la mies, raso y frío, tan solo,
que ni el vuelo de un ave le daba compañía: cigüeñas y golondrinas
emigraron así que el viento comenzó a batir los eriales y la luz
pareció vieja y pálida al través de las nubes.
Los cigoñinos, al volar valientes y seguros en pos de sus padres,
despertaron en el pecho de Florinda nostalgias de aventuras, loca
impaciencia de albures y horizontes. Las cosas fugitivas le hacían
soñar y padecer: aguas, nublados y vendavales producíanle antojos
inauditos, ansias de convertirse en átomos de aquellas peregrinas
corrientes.
Hoy todo yace inmóvil alrededor de la moza: camina el silencio en torno
suyo, y ella escucha en la «sonora soledad» caer los instantes bajo
el martillo del tiempo y fluir la vida con sordas palpitaciones que
repercuten en los pulsos y en el corazón de la infeliz.
¡La vida!... ¿Para qué la quiere? Ya su alma se ha despedido de la
felicidad. Vive _Mariflor_ con los ojos puestos en todo lo que huye, en
todo lo que vuela y muere: cuenta a veces los minutos con furioso deseo
de que pasen: los empuja con el pensamiento; quisiera precipitarlos
a millones en el silo de la eternidad. No es la suya la prisa del
que espera; es la sombría inquietud del que busca la muerte; y, sin
embargo, un violento impulso de esperanza ruge en el tormentoso río de
estas ansiedades.
No quiere la enamorada confesárselo así, y ahora mismo aprovecha la
muda complicidad de este sendero para romper las cartas de su novio.
Con brusco arrebato las arranca del jubón y las desdobla: son tres.
Rasgadas juntas, va haciéndolas añicos, sin detenerse, apresurada y
triste.
Las letras de los versos parecen rebelarse en los menudos jirones del
papel, y Florinda huye del galope de su memoria, que repite:
...soy el amor que pasa,
el niño amor que encontrarás un día
tras de las tempestades de tu alma...
A pesar suyo escucha la moza los apasionados ecos de la querella. Se
dulcifica entonces su rostro, y en un repente de inefable ternura
siembra en el páramo los pedacitos de su felicidad, como granas de
amor, algunos caen al agua, a cuya linde camina la joven.
Quédanse allí los despojos de un cariño, las simientes de una ilusión,
temblando en la apacible linfa, diciendo a los duros terrones un
enamorado «escucho»...
Cunde el regato fino y silente, corren las nubes amenazadoras, y en la
descolorida lontananza se dibujan los perfiles de la aceña; allá lejos,
una pastoría tiende la corona de su redil junto a la henchida cama del
pastor.
Recuerda la caminante su primera salida por el campo de Valdecruces y
su encuentro allí con _Rosicler_, el galán pastorcillo que ya emigró,
como las aves. Muchos días anduvo radio y pesaroso alrededor de la
moza, hasta despedirse de ella. ¿Qué la dijo?... ¡Nada! Parecía tener
los ojos cargados de secretos, pero sólo acertó a murmurar: ¡Adiós,
adiós!... Iba llorando.
—¡Pobre!—balbuce Florinda tras fuerte y hondo suspiro.
Y amargada después por el acre sabor de tantos infortunios, se enardece
y rebela con el ímpetu de su gran corazón apasionado; ansía que al
despertar el viento en los eriales pueble de frémitos la llanura, torne
lívidas las aguas del arroyo y arrastre granizos y nieves... ¡Quisiera
envolver las desolaciones de su alma en una grandiosa tempestad, en una
formidable desolación del mundo entero!...
Asomados a las teleras balitan con desconsolada blandura los corderitos
primales, y el rapazuelo guardián entretiene sus ocios evocando al
invierno en lánguida canción:
«¡Ay noche de Navidad,
ay noche serena y clara!...»
—Buenas tardes.
—Bien venida.
Los ojos del niño siguen con extraño embeleso la gentil figura de
_Mariflor_, que todavía parece forastera y trasciende a encantos
desconocidos en el país.
—¡Usa la guedeja al aire!—dícese el pastor, absorto en la esplendidez
de los cabellos que la muchacha luce.
Y ella va mirando cómo crece la regona, según se aproxima al ladrón
abierto en el canal.
El viento ha despertado: gime y vocea sobre el tríbulo de la mies y
amontona las nubes que al rodar escriben silenciosos renglones en el
agua.
Hay poca gente en la aceña, que muele despacio, con el cauce débil,
y las maragatas allí reunidas aguardan la lluvia como un beneficio.
Pertenece a varios pueblos esta fábrica, que el Duerna rige y que
sólo en invierno trabaja; las mujeres, que esperan en riguroso turno,
platican con igual lentitud que el molino funciona. De vez en cuando
una se levanta, llena la tolva de cibera, suspira y vuelve a sentarse.
A poco avisa la citola que la rueda se ha parado; hay que esperar que
represe el agua.
Cuando llega Florinda a pedir turno, algo confusa de su inexperiencia,
la reciben afablemente, la hacen sitio en un escaño, y en voz baja
mencionan la familia de la joven:
—¡Quien la vió y quien la ve! ¿Noverdá?
—Sí; ¡con la arrufadía que gastaron!
—Era gente de mucha tramontana...
—¡Como tuvieron los haberes a rodo!...
—¡Y es bellida la moza!
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