La Esfinge Maragata: Novela - 15

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errante, mariposa de todos los vergeles, giróvago enamorado, de tan
noble intención como firmeza insegura. Despierta la desconfianza que
lejos del amigo pudo adormecerse, crecía en el ánimo del sacerdote
recordando la singular precipitación con que Terán partía, después de
resistirse para conceder una tregua a su enamorada solicitud. En el
preciso momento de quedar la novia libre de morales ligaduras, con que
ella misma por compasión se ataba a una promesa, alejábase el novio
impaciente, reservado, incomprensible... ¡Acaso ya corría en el tren
seducido por todas las atracciones de la vida, sin que en la ambiciosa
cumbre de sus pensamientos la idea del deber tuviese nada más que unos
lejanos resplandores!
Esta consideración penosa indujo al cura a conmiserar dolorosamente las
humanas flaquezas y a dejar correr una benigna lástima sobre aquellos
toscos espíritus asfixiados por el brutal peso de todas las ignorancias
y de todas las necesidades. Procuró mover los corazones bajo la
espesura de las inteligencias, solicitando mucho cariño y compasión
para Florinda, y quiso de nuevo suponer que la rebelde actitud de
la muchacha con Antonio obedecía a un justo desquite más que a las
rivalidades aludidas por Olalla.
El maragato, muy en desacuerdo con sus recientes fachendas, apresuróse
ahora, optimista y conciliador, a recoger la tranquilizadora especie; y
sin abdicar de su nativo orgullo, pronunció benévolo:
—Sí, la rapaza me tiene malquerencia por «aquello» que usté le dijo de
mí...
Olalla y su madre no se mostraron muy convencidas de semejantes
suposiciones, y permanecieron inquietas, atribuladas por el fracaso
definitivo de la boda; en tanto que la tía Dolores, sin alcanzar
la magnitud de la desgracia, temía un contratiempo en el negocio
matrimonial. Mirando de hito en hito a don Miguel desde el fondo gris
de las pupilas, preguntó medrosa:
—¡Eh!... ¿qué dicen? ¿Por qué la rapaza fuge?
Pero su voz se apagó entre los pasos veloces de los niños que
regresaban de Piedralbina con las trojas al hombro y las caras
interrogantes.
—_Mariflor_ corría llorando—dijeron al entrar.
—¿Por onde?
—Por la mies.
Adoraban los chiquillos a su prima, y la inquietud les daba
atrevimiento para inquirir en el rostro del cura razones de la triste
carrera que ellos no habían podido contener.
—Volverá—prometió el párroco, seguro—; volverá cariñosa para
vosotros y buena como siempre.
—Sí, volverá; ¡no tiene hiel!—exclamó Antonio con disimulada
impaciencia.
Y huyendo de la luz agonizante del candil, atajó en el pasillo al
sacerdote, que ya se despedía.
—Marcho de madrugada; ¿qué razón llevo?—preguntó solícito.
—¿De cuál?
—De la boda.
—Pues ya lo ves ¡ninguna!
—Pero... ese escribano de Madrid, ¿ha de tornar?
—Creo que no.
—¿Y luego?
Don Miguel se encogió de hombros, desazonado y aburrido en aquella
burda porfía, repitiendo mentalmente la grave palabra de _Mariflor:_
«¡Imposible, imposible!»
No parecía entender el mozo la elocuencia de los silencios ni la
expresión de los ademanes. Y aunque Olalla acudía con el candil,
aparentó el primo estar a oscuras para declarar magnánimo:
—Yo sostengo mis condiciones.
Como nadie le respondiese, añadió sobrepujante:
—Y aguardaré el sí o el no... hasta Navidá.
—¿Todavía el no?—dijo don Miguel con involuntaria sonrisa.
Marinela, que escuchaba un murmullo de voces cerca de su alcoba,
dolióse una vez más:
—¡Tengo sede!
—Dadle agua a esa criatura—recomendó el párroco al salir.
En los umbrales del portalón recordó alguna cosa, y se detuvo,
advirtiendo:
—Tened en cuenta que a mí no me debéis nada.
—¿Y las cuatro mil?...—quiso Antonio averiguar.
—Nada, nada—interrumpió el sacerdote, resuelto y apresurado.
Pero aún se volvió hacia sus feligresas, y encarándose con Ramona, le
dijo con especial tono:
—Florinda no tiene madre, ¡acuérdate!...
* * * * *
Para volver a su hogar aquella misma noche sólo puso la fugitiva por
condición, en forma de sumiso ruego, que la esperase Olalla un poco
tarde, cuando los demás se hubiesen acostado.
Y desde casa del cura, donde posó al final de su anhelante carrera, fué
acompañada por Ascensión y su madre hasta la puerta del _estradín_.
De la timidez y sobresalto con que pisó de nuevo la cocina oscura,
solamente Olalla pudo sorprender la emoción. Pero, con los ojos turbios
de sueño, la joven no vió más que una sombra de su prima avanzando
pasito en la punta de los pies.
Entonces un lamento de fracaso quebró apenas la silenciosa quietud.
—Dios no quiere hacer el prodigio; ¡no quiere!—sollozó Florinda con
tan penetrante desconsuelo, que Olalla sintió necesidad de abrir los
brazos.
—¡No llores!—respondió generosa.
Y su pecho macizo, impasible a menudo, derritióse en blanduras
maternales al echar sobre sí el gran dolor de otra mujer.
Manaba tan vivo aquel pesar desde la herida tierna de un corazón,
que Olalla la sentía correr como un torrente donde se desbordasen
todas las amarguras del mundo. El deseo imperioso de consolar subió
de las entrañas de la moza, y derramó sus sentimientos más dulces y
protectores en estas elocuentes palabras:
—¿Quieres un poco de tortilla, un poco de vino que sobró a Antonio?
Como no pudiese _Mariflor_ responder, siguió diciendo:
—Lo había guardado para Marinela; pero te lo doy a ti.
—No, no; gracias—dijo al cabo la favorecida.
Porfió la maragata rubia con grande solicitud; pero _Mariflor_ la hizo
creer que había cenado ya. Juntas se hundieron en las oscuridades del
pasillo; y Olalla puso el candil en el suelo entre las puertas de dos
habitaciones contiguas.
—Yo no me desnudo, porque tengo que levantarme al amanecer—dijo,
acompañando a su prima hasta la cama de la abuela.
Enterada de que Antonio partía muy temprano, advirtió Florinda,
estremeciéndose:
—No me llamarás a esa hora...
—No, mujer; nos levantaremos dambas, mi madre y yo.
Hablaban callandito, y un momento contemplaron mudas a la anciana,
dormida con la boca abierta.
Estirándose en la semioscuridad con macabra rigidez, la figura yacente
parecía de tal modo un cadáver, que _Mariflor_ llegóse a tocarla
presurosa.
—¡Está fría!—dijo trémula.
Pero Olalla, imperturbable, repuso:
—Los viejos siempre están congelados: y diz que es dañino acuchar con
ellos los rapaces, porque les sacan la calor. Por eso la abuela duerme
sola.
Un silbido leve, fatigoso, daba noticia de la respiración de la
anciana, y, fuera, otros audaces silbos anunciaron los rigores del
temporal.
La lluvia estalló sonora sobre el «cuelmo» sedoso de la techumbre, y
toda la casa quedó mecida por el llanto y los suspiros de la noche.
—¡Dios mío, qué tristeza!—murmuró Florinda desnudándose.
Había colocado un almohadón a los pies del lecho y desdoblando la ropa
con sigilo, deslizóse en él sin tocar a la anciana. El irresistible
escrúpulo que antes galvanizó a la infeliz, asqueada y vergonzosa,
volvió a poseerla en la orilla de los colchones, empujándola a riesgo
de caer. Resistióse casi adusta cuando Olalla la quiso arropar, y hurtó
el cuello y los brazos desnudos al roce de la sábana.
—¡Si tienes tanto frío como la abuela!—protestó la prima.
—¡No importa, no importa!—balbució _Mariflor_, sin saber qué decir,
escalofriada a pesar de la densa espesura del ambiente. Luego añadió
amable:
—Y tú, ¿vas a quedarte en vela? ¿No tienes frío y sueño?
—¿Frío en el mes de julio?... ¡Válgame Dios!... Cansada sí que estoy;
agora apago la luz y voy, aspacín, a echarme junto a Marinela.
—¿Está mejor?
—No sé; dímosle agua y se durmió; pero arde y tiene temblores.
—Hay que llamar al médico.
—Madre no se atreve, por la paga.
—Pues hay que llamarle—insistió Florinda suspirando.
Revolvióse un poco la abuela, tembló la moza al borde del colchón, y
Olalla dijo:
—Duerme; ya es tarde.
Salió en puntillas, de un soplo mató la luz, y ya entraba en su alcoba
cuando la detuvo un leve reclamo de _Mariflor_.
—¡Oye!... Ese ruido, aquí cerca, que no es del viento ni de la lluvia,
¿de dónde viene?
Olalla escuchó un instante, y ahogó su risa al replicar:
—Es «él»... es Antonio que ronca; ¿tienes miedo?





XVII
DOLOR DE AMOR

SOBRE el llanto profundo de aquellas horas tristes, ¡cuántas angustias
rodaron en el alma de _Mariflor_!
El novio no escribía; mudo en la ausencia, oscurecido como fuyente
sombra, perdía su señuelo, de quijote en la llanura de los «pueblos
olvidados».
Todos los días procuraba la joven sorprender al tío Fabián Alonso
cuando, caballero en el rucio, repartía al través de Valdecruces la
escasa correspondencia. A la hora del correo, deslizábase _Mariflor_
al huertecillo en prudente vigilancia. Aprendió a mover un destral, y,
con las sabias advertencias de la prima, fué puliendo los caballones y
limpiando los caminos, precisamente a las seis de la tarde, cuando el
tío Alonso pudiese aparecer sobre la linde antes de dar la vuelta por
la rúa donde la casona abría su entrada principal. Al divisarle, una
terrible emoción perturbaba a la novia, y cuantas inquietudes ocultan
sus resortes en las raíces del deseo, giraban locamente alrededor de la
valija mensajera.
En aquellos instantes de suprema ansiedad, no había palpitación alguna
en la tierra ni en los cielos que para la joven no alcanzara signos
milagrosos de un augurio; el manso zurear de las palomas, el vuelo
suave de una mariposilla, el murmullo del regato, las señales apacibles
del horizonte, eran nuncios de sonriente promesa. Y, en cambio,
producía en la enamorada cruel zozobra que las aves volasen mudas, que
durmiese el arroyo o que una vedijuela de nube rodara en la limpidez
del cielo azul; así los afanes pendientes del papel amoroso que había
de llegar, padecían indecibles martirios agravados por mil puerilidades
de la impaciencia.
Ráfagas bruscas del mismo fuerte sentimiento sacudían a _Mariflor_,
supersticiosa o creyente en contradictorio impulso. Tan pronto se
estremecían sus labios con el temblor de una plegaria, confiando a
Dios todas las inquietudes del corazón amante, como bebían sus ojos
en la fuente de imaginarias significaciones, y la nunca dormida
fantasía fraguaba sus quimeras sobre una flor, una zarza, un nublado,
convertidos en talismán. Y cada nuevo desengaño, al doler y pungir como
traiciones, prendía en la esperanza un nuevo estímulo, acendrando el
amor con el dolor.
Nada preguntaba la niña a don Miguel, y tampoco el sacerdote necesitó
preguntar a la niña. Al encontrarse, ambos se miraban a los ojos con
la costumbre de medirse los claros pensamientos; ella leía reproches
y enemistad para el amado ausente, y aquél encontraba perdones y
disculpas en respuesta a su tácita acusación.
Transcurrieron en estas ansiedades muchos más días de los que
_Mariflor_ creyera posible resistir. Anduvo como una sonámbula viviendo
en apariencia, desprendida con furioso egoísmo de cuanto no fuese
anhelar noticias de su novio. El pan y el sueño le sabían a lágrimas,
a ofensa el aire y el sol, y a intolerable esclavitud los lazos que la
unían al hogar. Huyó de Marinela, que la llamaba siempre desde el lecho
con una pregunta ardiente entre los labios, y procuró evadirse a toda
intimidad, trabajando sola, en el huerto y la «cortina», convirtiéndose
en hortelana, con indiferencia absurda, sin que la doliese el esfuerzo
ni la dañase el calor. Apenas supo de Olalla y de su madre, que,
laborando en la mies, aparecíanse en la cocina por la noche, mudas y
hambrientas, estoicas, impasibles... La abuela, incapaz como nunca,
gemía por los rincones con el corazón cansado de sufrir, y los niños
tornaban de la escuela descalzos y maltrechos, sin que Florinda lo
advirtiese.
Generosa con el ingrato, no pudiendo admitir la idea de su olvido,
hasta llegó la joven a creer que hubiese muerto. Imaginó accidentes,
percances y dolencias; se atormentó con las más trágicas suposiciones
y sintió como un vértigo irresistible la atracción de la muerte;
tornábase enfermizo el carmín de sus mejillas, vacilaba su paso y
brillaban sus ojos con la tibia claridad de soles adormecidos.
Una de aquellas tardes en que acechaba desde el huerto la llegada del
tío Fabián, al oir un chasquido de herraduras en las piedras, tuvo
que arrodillarse para no caer. Quedó inmóvil de hinojos, transida
de emoción, y el viejo, que solía mirarla con regalo y curiosidad,
asomándose a la sebe lo mismo que otros días, hizo un guiño a manera de
saludo, y murmuró, piadoso:
—Hasta que no ahuyentes a la bruja no recibes esquela.
Levantóse la niña zozobrante a perseguir el eco de aquel aviso y
le pareció columbrar a la tía Gertrudis inclinada sobre el bastón,
doblando la rúa a pasito menudo y cauteloso.
Sed de amor y hambre de felicidad dieron ímpetus a Florinda para
correr en pos de la vieja. Pero la calle donde creyó que había
desaparecido, solitaria y misteriosa, no le mostró rastro ninguno.
Siguió la joven caminando al azar, enardecida por el deseo de pedir a
los ojos nublados de aquella mujer y a su entorpecida voz razones del
maleficio que desde el abuelo Juan alcanzaba a la nieta inocente.
Aún ardía la tarde, espléndida y dulce. Julio, al morir, agitaba el
abanico dorado de los centenos con una brisa generosa que fingía
murmullos de oleaje.
No había llovido desde aquella noche triste en que _Mariflor_
Salvadores lloró acerbamente con las horas, y la tierra, colorada y
sequiza, muerta de sed, emanaba agrestes perfumes en todo el paroxismo
de su excitada vegetación.
Aromas y rumores brindaron su refrigerante caricia a la desolada moza,
apenas traspuso los linderos del lugar.
Sabiendo que la tía Gertrudis habitaba en el barrio vecino de la mies,
íbase _Mariflor_ con ciego impulso por las rutas del campo, decidida y
absorta como si caminase derecha hacia lo infinito.
De pronto, allí, a la orilla de un propicio sendero, encontró a
_Rosicler_.
—¿Onde vas?—clama el pastor, atónito, delante de la moza.
Ella se aturde, olvidando a qué esperanza la lleva aquel camino, y en
una repentina evocación de su desventura, dice con acento oscuro:
—A buscar a la tía Gertrudis.
—¿La renovera?
—No sabemos si lo será—responde Florinda un poco avergonzada de
sospechar lo mismo que el pastor.
—Diz que lo es; y que a tu gente le hace mal de ojo por rencillas que
tuvo con tu abuelo.
Mientras coloquia el zagal, le seducen extrañamente la cabellera
sombría y la entenebrecida mirada de la joven.
—¿Gastas poca salud?—pregunta conmovido.
—Gasto mucha—balbució la enamorada maquinalmente.
—Píntame que has adelgazao—murmura él, pesaroso—. Y añade, viendo
que la muchacha se quiere despedir:
—¿Sabes a casa de la bruja?
—No.
—¿Entonces?...
Desconcertada _Mariflor_ intenta continuar su camino, pero el rapaz la
detiene:
—Yo te enseñaré—dice—. No necesitas dar vuelta a las aradas: según
vamos al pueblo, un poquitín a la derechera, hay una rúa angosta, y
alantre alantre, onde ves una cabaña con hartos boquetes y mucho cembo
en la techumbre, acullá...
Pero Florinda está llorando.
No comprende ella por qué su sensibilidad, atrofiada y como inerte
bajo la dureza del dolor, se derrite al contacto de la solicitud
de _Rosicler_. Saborea hieles de lágrimas hace ya muchos días, sin
conseguir el alivio del llanto. Y apenas el zagal pone ingenuamente sus
devociones al servicio de la secreta pesadumbre, estalla la lluvia del
corazón en los ardientes ojos de la novia; un sentimiento fraternal
suaviza la inclemencia del oculto padecer y afloja las bárbaras
ligaduras del silencio y el disimulo en el pobre pecho atormentado.
Aquella racha de aromas y rumores que antes penetró el alma de la
moza como apacible compañía, fué, sin duda, el anuncio de esta brisa
sentimental que en el abandonado espíritu levantan las solícitas frases
del pastor.
Sintiendo el apoyo de una fuerza consistente y viva, reacciona
_Mariflor_ y responde a su amigo:
—Ya no voy adonde dices: me vuelvo a casa.
—Y, ¿por qué lloras?
—Porque sí.
Esta irrebatible lógica desconcierta un poco al zagal, que luego se
rehace y afirma:
—Ya lo sé: porque se marchó el forastero sin que os echáramos el
rastro... No quiso el señor cura.
La moza no contesta, distraída en el consuelo de llorar, y, siguiéndola
por los estrechos viales de la mies, el pastor se preocupa meditando en
los motivos del lloro. Porque él oye decir que la niña está solicitada
para Antonio Salvadores, y no es probable que con un pretendiente de
tanta robustidad, hacienda y poderío, ella suspire por un extranjero
«ceganitas y esgamiao».
—¡No puede ser!—corrobora en voz alta.
Y, súbito, un razonamiento luminoso le da la clave del enigma:
—Lloras—dice muy cierto—por las malas nuevas que tuvo de allende el
señor cura.
—¿Las tuvo?
—Mi hermano escribió. En la esquela pone que el tío Isidoro adolece
del arca y está «en los últimos»; que su padre quiere llevarse a Pedro,
y que...
—Pero, ¿a quién se lo escribe?
—Eso a nosotros, con el sobre a don Miguel, y otra carta semejante
recibió el mismo día, lo cual que dijo: Esta es de Martín. Las tenía en
somo de la mesa cuando llegué a buscar la de mi hermano.
Sobresaltada y anhelosa, despierta _Mariflor_ desde el infausto sueño
de sus amores a las imponentes realidades de la vida. Sus lágrimas
se borran al calor de los remordimientos y el rudo latigazo de la
conciencia imprime velocidad al paso y al raciocinio de la joven.
—¡Mi padre!—murmura enajenada.
Y aquel nombre, dulce y solemne, le suena extraño y nuevo, muy remoto.
Asustado el zagal, teme haber sido inoportuno, y divaga en
murmuraciones confusas:
—Yo conté que lo sabías... Quizabes no sea cierto... Podemos ir yo y
tigo a preguntar...
—Gracias, _Rosicler_: será mejor que vaya sola.
Es tan visible y lastimoso el esfuerzo con que la niña se dispone a
correr en busca de sus nuevas desgracias, que el pastorcillo siéntese
inclinado a compartirle. Pero no sabe cómo sostener la media cruz de
aquel dolor, y para demostrar siquiera que él también sufre, afligido
murmura:
—Yo marcharé con Pedro, sabe Dios hasta cuándo.
—¡Pobre zagal!—lamenta Florinda, volviendo con dulzura la mirada a
los cándidos ojos que la siguen.
A _Rosicler_ se le enciende el semblante, lanza un fuerte suspiro al
aire claro y esconde en el corazón unos cuantos secretos.
¡Tal suspiran las mieses, cargadas de misteriosas inquietudes!
* * * * *
Don Miguel estaba en Astorga y fué preciso aguardarle, ya que llegaría
de un momento a otro.
—Anda muy ocupado con el casamiento—dijo Ascensión a su amiga,
recibiéndola cariñosamente.
La idea de que el cura estuviese negociando un préstamo para la dote,
colmó la pesadumbre de la muchacha. Era la primera vez que se ponía
en contacto con la gente del pueblo desde la llegada del primo y la
partida del novio, y una dolorosa cortedad hacía difíciles sus palabras
y sus averiguaciones.
—¿Sabes tú lo que ha escrito mi padre?—atrevióse a decir.
—No sabemos nada.
Esta prontitud de la respuesta hizo a Florinda comprender que Ascensión
tenía orden de no decirle lo que supiese acerca de aquel punto. Pero
sin duda no le estaba prohibido exacerbar los pesares de la amiga con
crueles alusiones; y, más curiosa que malévola, por saber muchas cosas
que ignoraba, fué diciendo con femenil astucia:
—¿Tienes buenas noticias de la Corte?
Inmutada, la triste novia movió negativamente la cabeza.
—¿Y de Valladolid?
—Tampoco.
—Facunda Paz ha dicho que te casas para las Navidades.
—No es cierto—pudo protestar Florinda con delgada voz.
—¡Ah! yo creí... ¡Como el primo os lo pone todo tan llano!... La
verdad es—continúa la muchacha al cabo de un inútil silencio—que
habéis tenido mala suerte: la tía Dolores pierde los caudales cuando ya
no puede trabajar; Marinela adolece, para morir cuando caiga la hoja,
y los chicos están abandonados, mientras Olalla y su madre andan de
obreras, si a mano viene.
—¿De obreras... para los demás?—gime tembloroso, a punto de romperse,
el hilo de la remisa voz.
—Sí; mañana van para nosotras.
—Y, ¿a qué trabajo?
—A la siega.
—Pero, ¿no vienen hombres de Galicia?
—Algunos vienen a segar otros centenales de más labor; aquí lo
suelen hacer las segadoras: «éstas» se ofrecieron, y ¡como son buenas
servicialas!...
Le parece a la novia del poeta que fluctúa un ligero desdén en las
palabras de Ascensión, como si ya fuese irremediable el hundimiento
de la familia Salvadores y esta ruina arrastrase consigo todas las
deferencias que gozó en Valdecruces la niña ciudadana. La jerarquía del
corazón y la superioridad de la inteligencia, pugnan por levantarse
rebeldes sobre el desvalimiento fortúito, mas un pálido sonrojo tiñe la
frente de la orgullosa, y sus labios permanecen inmóviles: se siente
abandonada, pobre como jamás lo estuvo, lejos como nunca de todas las
cumbres que un día creyera poseer. El hondo fragor de sus arrogancias
enmudece esclavo de la fatalidad, cunde silencioso y baldío, derramando
los deseos en las tinieblas.
Y Ascensión, creciéndose con infantil empaque, según advierte el
profundo descorazonamiento de la niña, adopta un tonillo desusado para
enumerar «las donas» que recibe del novio, presume y alardea entre
manteos, jubones y delantales, esparcidos con hartura por la estancia.
Cuando llega, a poco, don Miguel y hace que Florinda suba a su
despacho, no puede la muchacha ocultar su aflicción a los ojos del
sacerdote; llora a raudales, derribada en el primer escañuelo que
tropieza, sorda a las preguntas con que el apóstol persigue la
desaforada cuita.
—De ese modo no se puede vivir, _Mariflor_—prorrumpe don Miguel con
blanda severidad.
Y la moza, difícilmente, responde:
—Es que necesito morirme.
Paseando en torno del parpadeante velón, aguarda el cura que se aquiete
la tremenda crisis de aquel pesar. Y cuando ya parece que a Florinda se
le agotan las lágrimas y sólo quedan en su pecho suspiros, indóciles
como rezago de borrasca furiosa, el confesor acerca un escabel a la
doliente, y ella misma procura abrir el alma a las investigaciones que
la solicitan.
Fuertes son los quebrantos que la zagala llora, no lo niega don Miguel;
pero no es de criaturas cristianas el abandonarse al infortunio en
estéril desesperación, olvidando la suma bondad de _Aquel que tiene
cuenta con los pajaricos y provee a las hormigas, y pinta las flores, y
desciende hasta los más viles gusanos_.
Esta prometedora evocación remueve con empuje milagroso las moribundas
fibras de una esperanza. ¡Pues no había olvidado _Mariflor_ aquellas
frases tan dulces y sabidas! Con su recuerdo acuden en tropel los de
la madre muerta y las lecciones aprendidas en su regazo; y un soplo
inmenso de ternura levanta los sombríos pensamientos de la moza.
Lumbres de la excelsa piedad que alcanza a las hormigas y a las flores
y busca a los gusanos entre el polvo, despiertan con su luz todas
las piedades dormidas en el triste pecho de la enamorada. Y ya en la
torrentera de la juvenil pasión, corren con las amarguras del férvido
caudal muchas compasiones para cuantos seres tiemblan en las ramas
del fracaso y del vencimiento, como aves castigadas por la lluvia en
adversa noche: enternecida bajo la piadosa corriente de un dolor menos
áspero, _Mariflor_ escucha lo que va contando el sacerdote.
No es cierto que las noticias de América sean tan malas como ha
entendido el simple de _Rosicler_: aunque el tío Isidoro no mejora, los
temores sobre su enfermedad no son definitivos, y los médicos opinan
que la vuelta al terruño quizá operase en el enfermo una beneficiosa
reacción.
Cuanto al viaje del rapaz, su tío le juzga conveniente, porque,
inútil Isidoro para el trabajo, le hace falta a Martín en el tenducho
una persona de su confianza. ¿Que Pedro es un niño? Más niños y sin
protección alguna emigran otros infelices: es necesario avezarse a la
lucha por la vida y resistirla desde la niñez.
Tampoco es una desgracia nueva que trabajen a jornal Ramona y su
hija. ¿Qué más tiene el surco propio que el ajeno, si exige el mismo
trabajo, le riega una misma fuente y el beneficio que reporta sabe a
pan moreno de una sola mies?... ¡Un poco de orgullo sacrificado es cosa
tan pueril cuando se piensa que «nuestras propiedades» lindan con el
cementerio!...
Quiere don Miguel consolar a _Mariflor_ y se esfuerza en aducir
consideraciones de ultrahumana filosofía; pero en el fondo de sus
graves palabras, solloza con tal ímpetu la tragedia del páramo, que se
descubre, arisca, la visión de los añojales, fecundos por el terrible
esfuerzo de las mujeres, confundidos con la tierra común preñada de
despojos, florecida de cruces y de nombres.
Y el pecho de la enamorada palpita con tan humanos afanes, tan seducido
por las aficiones a la vida y los anhelos de la transitoria felicidad,
que el pobre corazón se retuerce mártir y convulso, loco de pena entre
las lindes pálidas del cementerio y de la mies.
Sin embargo, es preciso pensar continuamente en los grises caminos
que deslindan «arrotos» y sepulturas. ¿Qué dice el heredero del tío
Cristóbal? ¿Arrebata la hacienda de la familia Salvadores? ¿Se muestra
piadoso?...
Sí; pues aunque Florinda lo dude, es cierto que Tirso se ha presentado
espontáneamente a don Miguel para decirle que prorroga hasta Navidad
los préstamos otorgados a la tía Dolores.
—¡Hasta Navidad!... ¡Qué raro es eso! ¿Hablaría Antonio con él?
No contesta el párroco a esta pregunta, pero de sus frases, vagas,
colige Florinda que no ha sospechado mal. Entonces un atrevido
pensamiento la conforta: ¡si el primo fuera remediando los apuros de la
familia hasta las Navidades!
Siempre sería ésta una ventaja para todos; además, en cinco meses,
¡pueden ocurrir tantas cosas!...
En seguida salta la imaginación de la joven a la más urgente de las
deudas familiares; ¿habrá pagado Antonio las cuatro mil pesetas
al cura? Trata Florinda de averiguarlo con dolorosa timidez, y el
sacerdote la interrumpe inquieto y persuasivo:
—No me debéis nada—murmura—; ni un céntimo; ya lo sabe Antonio.
—Pero la boda se aproxima...
—Tengo en el bolsillo las pesetas.
Como parece que la joven duda, don Miguel desdobla un fajo de billetes
que lleva guardados encima del corazón, y cuenta muy despacio la
interesante cantidad.
Aún no se aclara el entrecejo de la niña; la nube que le oscurece
persiste inquietadora, porque la hazaña de recuperar aquel dinero le
tiene que haber costado al cura un sacrificio, una humillación, quizá
un bochorno. Pero el bienhechor niega, sonríe: ¿Y si se lo hubieran
regalado?... ¡Vaya con la aprensiva!
—Usted dijo que a un pobre le era casi imposible lograr ese
préstamo—aduce _Mariflor_ acongojada.
—Yo suelo equivocarme algunas veces, y tú eres una visionaria que
estás conspirando contra tu salud a fuerza de atormentarte; basta para
afligirnos la situación de la pobre Marinela. Conque, hija mía, a
vivir... y a esperar.
—¿En quién?—prorrumpe ávida la moza.
—¿Y me lo preguntas?
—Sí; ya lo sé: ¡en Dios únicamente!...
La incertidumbre que interrogó desde los ansiosos labios se condensa
en un gesto de cansancio profundo. Atosigada por las vicisitudes del
Destino, siente Florinda muy lejana la ayuda de Dios, muy alto el
cielo, en inabordable confín, y harto duros en la tierra los desiertos
del olvido cruel. Nostalgias de una felicidad imposible crecen en el
colmado corazón, con apremios tan vivos, que todas las piedades y las
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