La Esfinge Maragata: Novela - 11

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más tierras de regadío que las dos hazas de mies adonde las mujeres
se dirigían; y ya estas únicas parcelas estaban hipotecadas al
tío Cristóbal, que nada quiso dar sobre el terreno de secano, las
«hanegadas» de Abranadillo y Ñanazales, tendidas al otro lado del
pueblo, y menesterosas de continuas huelgas por su mucha ruindad.
Precisamente el viejo acaudalado de Valdecruces poseía tierras
asurcanas de las que iban a regarse, y se mostró aquel año muy
solícito para beneficiar las de sus infelices vecinas, gozándose en la
ambiciosa certeza de unir pronto los diferentes lotes en una sola finca
envidiable, señora de la mies.
No se durmió el anciano aquella mañana, y apenas calentaba el sol
cuando se aparecía entre los rústicos centenos la imponente figura
de un hombre alto y rojo, curtido y vacilante, con ancho sombrero de
cordón y borlitas, bragas de estameña, polainas de pardillo, y almilla
muy atacada sobre un chaleco de color; calzaba galochas y apoyábase en
un cayado patriarcal. En su rostro, enjuto y boquisumido, asomábanse
unos ojuelos grises, cargados de cejas blancas, turbios y persistentes,
con tenacidad interrogadora.
A este maragato, rico en relación a la pobreza del país, le respetaban
por el dinero y la autoridad, pero su avaricia inextinguible le hacía
también odioso y temido. A pesar de sus noventa y seis años, manteníase
terco y duro como un roble, y su presencia inspiraba en todas partes
cierta inquietud mezclada de repulsión.
Un solo hijo, ya viejo, le quedó al tío Cristóbal en la hora de la
viudez; pero este único descendiente, cargado de familia, hubo de
buscar el sustento en tráficos humildes fuera de Valdecruces, pues
todo lo que hizo el codicioso quintañón por la necesitada prole, fué
llevarse a una de las nietas para que le sirviese de criada. Y Facunda
Paz, la moza recogida por el abuelo, no lució nunca en el baile un
rostro complacido, ni un «rodo», mandil o sayo tan donoso como el de
sus vecinas o el de sus mismas hermanas, aunque las prendas de los
antiguos ajuares, mantelos y corpiños, rasos y cúbicas de la abuela se
apolillaban en el fondo de los cerrados cofres. Había trabajado el tío
Cristóbal en Madrid algunos lustros, mercader y agiotista en miserable
escala, establecido allá por los andurriales de la Puerta de Toledo.
Casó, ya hombre maduro, con moza acomodada de su país, y se trasladó a
la aldea sin abandonar los trapicheos mercaderiles; así fué explotando
en oscuros negocios la necesidad tirana del pobre vecindario, sin
compasión de la propia familia, como en el caso de la tía Dolores, de
quien era pariente.
No amaba este avaro la tierra como las mujeres de Maragatería, con ese
amor recio y generoso que da la sal del llanto y del sudor para abono
del surco en los terrones. Amaba el dominio y la riqueza con mezquinos
alcances, dentro de una pasión raquítica y sin alas.
Más duro de corazón y de mollera con los años, sentía la embriaguez de
las posesiones a lo grosero y sensual, sin ternuras de enamorado, sólo
con las voracidades torvas del instinto.
Su torpe codicia iba arrastrándose lo mismo que un reptil por los
barbechos, en la estrechez de la mísera tierra laborable y en el camino
silencioso y triste de las hendidas cabañucas romanas, hasta dar por
chiripa en una casa de adobes, en una recua y un rebaño.
Ahora zumba el usurero, como un cínife, en torno a la parcela de
regadío donde Olalla y Ramona abren el cauce regador.
Hipan aspadas las dos mujeres sin resuello ni alivio en la pesadumbre
del trabajo, metidas hasta la cintura en la rota, represando y
corriendo el anhelado camino para el agua.
—Dios os ayude—dice la trémula voz del tío Cristóbal desde el hoyo
profundo de sus labios.
Ramona sigue trabajando sin responder, y Olalla pronuncia tímidamente:
—Bien venido.
Un golpe de tos atraganta al viejo, y su melena goda se agita en la
inclinada cerviz, como blanco cendal batido por la tormenta sobre un
árbol caduco.
Alguna cosa impaciente querían decir aquellos labios contraídos en
espantable mueca, en tanto que los ojos, fijos y voraces, escrutaban
a las trabajadoras con ansiedad: sin duda el tío Cristóbal pretendía
enterarse de noticias urgentes antes de acabar de toser.
Mirábale de reojo la doncella, alarmada y expectante, y Ramona le
volvía la espalda con obstinado tesón, cada vez más hundida en la
rotura, buscando afanosamente el rumbo del arroyo.
El año anterior no necesitaron las de Salvadores regar sus panes,
porque había llovido en la primavera. Y ahora parecía que la antigua
vecindad del agua huyese como una desconocida a la solicitud de los
audaces brazos femeninos.
—Hogaño está más lejos—había dicho suspirante la moza, mirando cómo
la gracia apetecida resbalaba por el suave declive de la mies, en
murmullo remoto...
Ya el tío Cristóbal podía «colocar» aquella urgente pregunta que le
palpitaba en los ojos. Habíase parado al borde de los centenos, erguida
la vejez codiciosa sobre el verde tapiz de los tallos, apoyándose con
fuerza en el bastón.
Supo el viejo, la víspera, que un galán «señorito» acompañaba, como en
las ciudades, a la prometida de Antonio Salvadores, del rico a quien
él temía casado con _Mariflor_, pero a quien nunca supuso capaz de
favorecer a la familia con desinteresados fines.
De realizarse pronto la anunciada boda, pudiera suceder que al fincarse
en Valdecruces los novios, levantaran para sí el empeñado patrimonio de
la abuela. Entonces, ¡adiós casa, «bagos», yuntas y «cortina» en la
sombra perseguidos!
Mas, si por lo contrario, la zagala contrajese nupcias con aquel fino
caballero, él se la llevaría fuera del país; y, donde, con una sola
excepción, todos los vecinos necesitaban limosna, ninguna otra mano se
podía tender hacia la sitiada hacienda.
No había que pensar en que la defendiesen Isidoro ni Martín Salvadores,
que, a pesar de sus buenas aptitudes para el comercio, naufragaban
también en el maleficio lanzado por la tía Gertrudis sobre la casa del
abuelo Juan.
Desvelada con estas consideraciones, la astucia del tío Cristóbal se
dejó sorprender por la impaciencia, y quiso averiguar a todo trance lo
que de cierto hubiese en la general suposición del forastero prendado
de la niña. Ya iba a preguntar rotundamente:—¿Conque la rapaza de
Martín hace boda con uno de fuera?—cuando se presentó orillando la
mies, a buen paso y con la azada al hombro, la propia tía Dolores.
Saludáronse los dos primos con un leve murmullo estupefacto. ¿Qué hace
aquí la sombra de este carcamal?, se dijo la vieja, memorando con
pálida lucidez las celadas rastreras de su pariente.
Saltó luego a la zanja con más agilidad de la que hubiera podido
suponerse, y escudriñó de soslayo la esquiva catadura del hombre,
crecido desde allí como un gigante, negro y rojo, igual que una
tragedia, sobre la glauca alegría del centeno.
—¿A qué viene?—preguntaron con acritud dentro del cauce.
—A trabajar—respondió la anciana llena de bríos.
Hizo Ramona un gesto desdeñoso, y Olalla suspiró jadeante.
Alzábase la moza a menudo para medir con los ojos la distancia a cuyo
borde modulaba el arroyuelo su promesa; no era mucha, alcanzada con
la vista: veinte metros escasos. Mas era enorme para hendirla con el
azadón, honda hasta nivelar la altura del terreno con el declive donde
el regajal corría. Y la carne joven, nueva en aquella bárbara lid,
temblaba hecha un ovillo, sudorosa y encendida bajo el implacable sol.
En cuanto llegó la abuela a meter sus afanosos brazos en la zanja,
Ramona la dejó arañar el escondido seno de la tierra, menos duro que la
capa exterior, y subió infatigable a romper el camino en los abrojos,
sobre el campo de barbecho, mustio y ardiente.
Rígida la corteza del erial, defendíase con sordas rebeliones del
empuje bravo de la azada. Un hiposo jadeo, semejante a un bramido por
lo amargo, resoplaba en el pecho de la cavadora, y la tierra devolvía
en retumbos persistentes los desesperados golpes, escupiendo su polvo
de cadáver a la roja cara de la mujer.
Mira la joven con espanto cómo su madre rompe al fin la brecha sin
hacer una pausa ni pronunciar una frase, como poseída de un vértigo
brutal. Da y repite azadazos lo mismo que una furia, con sacudidas
violentas de todo su cuerpo: parece que le crujen los riñones y se le
saltan los ojos; parece que llora a raudales según tiene la faz mojada
de sudor.
También la anciana contempla absorta el tremendo poderío de una triste
juventud, escondida en la sangre y en la voluntad bajo las injurias de
vientos y de soles, de lágrimas y trabajos.
Pero al tío Cristóbal no se le da un ardite en aquel imponente pugilato
de la carne heroica y viva con la tierra muerta y dura.
Impaciente hasta la indignación por la intempestiva llegada de la tía
Dolores, por el silencio hostil de las tres mujeres y el eco retumbante
de la cava, se revuelve el avaricioso con la doble ansiedad de la vejez
que tiembla impotente por cada minuto perdido para sus deseos.
—¿Conque la rapaza de Martín hace boda con uno de fuera?—pronuncia,
al cabo, después de toser y de escupir.
Resbaló su pregunta como tañido de campana rota sobre el cauce
entreabierto y los rastrojos: el trajín enervante quedó atravesado por
la sorpresa.
—¿Qué dice?—murmura con asombro la tía Dolores.
Olalla da principio en voz queda a una difícil explicación que confunde
a la anciana, y Ramona hiende con nuevos redobles el erial.
—¡Eh!... ¿no contestáis?—grita el viejo apremiante.
Ya la abuela va entendiendo un poco:
—Sí, sí; el señor de Villanoble que viajaba con nosotras en el tren;
el que está con el cura de güéspede y va todos los días a nuestra
casa... Ya, ya... Pero, ¿y el primo Antonio?... ¿Y la boda esperada
como una salvación por la familia?
—Ya veremos—insinúa Olalla, mientras su madre, muda y sorda,
permanece entregada al trabajo con frenesí.
—¡Diájule! ¿Os habéis vuelto simples? ¿No queréis contestar?—vocifera
exasperado el tío Cristóbal.
—No hay que impacientarle mucho—piensa la muchacha, con la serenidad
de su juicio calmoso, y responde:
—De lo que usté pregunta... no sabemos nada.
—¿Cómo que no sabéis?... Pues si no es por la moza, ¿por quién viene
ese barbilindo?
—Por don Miguel.
—¡Mentira!
Olalla se encoge de hombros con aquel movimiento brusco, peculiar
en su madre. Y el viejo, sospechando que va por difícil camino su
investigación, hace acopio de paciencia, contiene su ira en un rebufo,
y se deja caer a la sombra del centenal, con el firme propósito de
acechar allí hasta que sepa algo, hasta que aquellas «morugas» hablen o
revienten.
Entonces Ramona le lanza una mirada oblicua para seguir en actitud de
bestia, con la cabeza gacha y el resoplo bravo, embistiendo contra el
duro rebujal.
Arde el sol inclemente, con furores de canícula, en gavillas de rayos
violentos, y ya tan alto sube que la sombra de los panes se disipa en
los rastrojos, desamparando al tío Cristóbal.
Va surgiendo la rotura, roja como una herida en el pálido rostro de la
tierra, bajo la azada prepotente.
Sigue Olalla el rastro abierto por su madre, y tunde también con bríos
las glebas hostiles; pero necesita descansar a menudo, suspira y se
angustia visiblemente en el esfuerzo.
De vez en cuando vuelve Ramona la cara, un poco, para murmurar entre
dientes:
—¡Aguanta, niña!
Quiere la tía Dolores, en medio de su admiración, aborrecer a la nuera,
odiarla por fuerte y voluntariosa, por dura y audaz. Pero no cabe
ninguna violenta pasión en el pecho cansado de la anciana; sólo puede
amar pasivamente en torno suyo, con un resto del extraño y sombrío amor
que consagró a la tierra: hasta para sufrir tiene estancada la vida
en la petrificación de todos los sentimientos, y es preciso que una
novedad muy cruel la sacuda para que todavía llore o se agite.
Allí sigue el tío Cristóbal, testarudo, con su pretensión entre las
cejas y su mirada gris fija en el cauce, sin que le apure el resistero
del sol encima de las espaldas. Cansado ya de esperar un indicio que le
lleve a descubrir lo que avizora, concluye por hablar solo y pronuncia
frases alusivas al asunto, llenas de doble sentido, y reticencias,
confiando en que las mujeres, por prurito de replicar, piquen el cebo
de la conversación.
—No se debe torcer el su inclín a las mozas... Los forasteros también
son buenos maridos...
Esperaba anhelante, y como nadie respondiese, entre escupitajos y toses
tornó a decir:
—Aunque a Antonio le hacen rico, no ha de gastar sus haberes aquí;
más le gusta Santa Coloma, el pueblo de su madre... El muchacho es
cabal, no digo que no; pero el mozalbillo de los Madriles debe ser
cosa fina... y ese empleo de escribano que tiene renta ahora muchísimo
dinero...
Se hunden las azadas en los duros terrones con acentos diferentes y
continuos, brava la una, esforzadísima la otra, débil la tercera en
seniles manos; la luz cuaja la llanura en un incendio; trasvuela un
ave, y dice aún el tío Cristóbal:
—Sería una machada que despidierais al uno por el otro. Nada más que
con papel y tinta gana éste en un mes tanto como Antonio en un año
con la tienda. Y que la gente de pluma es dadivosa, de mucho rumbo y
generosidá... Buena suerte ha tenido la rapaza... ¿Es aquella que viene
por allí?
En el fino sendero de la mies aparece una joven lenta y afanosa, con
una cestilla colgada del brazo.
—Ya es medio día—dice al llegar.
Y posando su leve carga, se abanica con las dos puntas sueltas del
pañuelo. Por verla el semblante esquivo, se arrastra el anciano sobre
el calcinado polvo, y ella gira disimuladamente el busto sin dejarse
descubrir.
—¡Eh! muchacha: ¿eres tú la novia del forastero?
—¿Yo?—prorrumpe absorta Marinela, volviéndose de pronto.
—¡Ah, no eres tú!
Terco, obcecado, el tío Cristóbal delira en torno de su idea única, lo
mismo que un demente.
De roja que es la cara del anciano se ha puesto de color de violeta
y ofrécese tan turbia la mirada de los ojos grises, tan inseguro el
acento de la sumida boca, que Marinela supone borracho a su pariente.
Vanse hacia el arroyo las dos zagalas para llenar de agua nueva el
cantarillo, que ya varias veces fué a pedir refrigerio a la linfa
murmuradora.
—¡Llega tan caliente!—lamenta Olalla.
Colman la vasija, beben las dos, y vuelven a colmarla.
—¡Está como caldo!—dice la sedienta cavadora—. Después cuchichean,
mirando con recelo hacia la mancha oscura del anciano, medio tendido al
borde de la zanja.
—¿Se ha vuelto chocho o está bebido?—pregunta Marinela.
—No, mujer; quiere que le digamos con quién se casa _Mariflor_...
—¿Y le habéis dicho?:..
—¡Qué sabemos nosotras!
Era la primera vez que las dos hermanas hablaban del asunto.
Considerada como una niña la más joven, solía descubrir los secretos
familiares nada más que con los ojos, sin sorprender casi nunca una
palabra ni una confidencia, expansiones poco frecuentes allí donde
el ritmo de la vida señalaba todas las inquietudes en el silencio
taciturno de las almas.
* * * * *
Mientras comieron las trabajadoras, agazapadas en fila sobre el delgado
sendero del centenal, libres apenas de la plenitud del sol que a plomo
caía en la llanura, fué otras dos veces Marinela a llenar el cántaro al
arroyo.
Había pedido agua el tío Cristóbal, y después de dársela, vertió la
niña el líquido restante y corrió a lavar la boca de barro donde puso
el viejo la suya de color de ceniza.
Él no se mostró sentido por aquella manifiesta repugnancia, ni pareció
notar el molesto asombro que causaba a las mujeres su tenaz compañía.
Caído en soñolienta modorra, había perdido sin duda la noción del
tiempo, olvidado hasta de zumbar sus maliciosas preguntas.
Ni el hambre ni el ejemplo le avisaron la hora de comer; ni el tórrido
calor que le cocía dióle impulso de buscar el cobijo de su casa. Cuando
vió hacer a sus vecinas la señal de la cruz, le pareció que sonaba muy
lejos el familiar repique de una campanuca. Y cuando ellas, viéndole
medio dormido y atontado, le dijeron que el sol le iba a dañar, trató
de incorporarse, dió de bruces en la tierra y quedó inmóvil, con la
boca pegada al suelo.
Miráronse las mujeres con asombro, y como el viejo diese entonces un
fuerte ronquido, Ramona dispuso únicamente:
—Dejadle que duerma.
—¿Al sol?—preguntó compasiva Olalla.
Inició la madre, con algunas vacilaciones, su acostumbrado encogimiento
de hombros, y la muchacha, quitándose el mandil, lo desplegó con
solicitud sobre el ancho sombrero del maragato.
Poco después, hinojada en el sendero, Marinela recogía los pedacitos de
pan y el hondo cacharro con un resto de «moje», y doliéndole a Ramona
la delgadez endeble de la inclinada cintura y el trasojado semblante de
la niña, preguntó de pronto:
—¿Por qué has venido tú con esta calor, tan aina de comer?
—«Ella»—aludió con humildad la joven—iba a fregar el belezo y a
echar las llavazas al cocho... También cebó las gallinas y las palomas,
rachó leña y llevó los «curros» al agua.
—Abondo es eso...—comentó la madre con invencible desdén.
A tal punto, lanzó otro ronquido el tío Cristóbal, revolvióse con
sacudidas largas y crujientes, y en un esfuerzo, como si quisiera
levantarse, clavó en tierra las uñas de ambas manos.
Las mozas habían palidecido.
—Péme que está enfermo—dijo Olalla—; hincóse al lado suyo y trató de
alzarle la cabeza; pero la sintió agarrotada y rebelde.
Acudió entonces Ramona, hundió sus recios brazos por debajo del cuerpo
rígido, y de un brusco tirón dió vuelta al hombre: aparecía con el
rostro casi negro, mojado de una espuma sangrienta, los párpados caídos
y la respiración difícil.
Quedaron aterradas las mujeres.
—¡Coitado, agoniza!—clamó la tía Dolores llena de medrosa piedad, en
tanto que la nuera pedía con demudado semblante:
—¡Agua, agua!
Inclinó Marinela el cántaro tendido.
—Aún tiene dello...—Daba diente con diente mientras rociaba su madre
la congestionada faz.
Abrió el moribundo los ojos, torcidos hacia la moza con una mirada
vacilante y sombría, como aquella que buscó a la novia del forastero
antes de decir:
—¡Ah, no eres tú!
Torció también la boca, en la mueca de su habitual sonrisa
impertinente, y quedó tieso, inmóvil, con el respiro apenas
perceptible. La tía Dolores le daba pausadamente aire con el delantal;
las muchachas, doloridas y mudas, le hacían sombra con el cuerpo:
seguía Ramona mojándole los pulsos y las sienes, y caía el silencio con
el sol, como un manto de luz sobre el extraño grupo.
—Encomendémosle—murmuró Olalla arrodillándose.
—Señor mío Jesucristo—fué diciendo la voz oscura y triste de la
madre, y las otras mujeres repitieron angustiadas la oración hasta el
final.
No había dado el tío Cristóbal señales de entender el tremendo aviso,
cuando giraron sus pupilas desorbitadas y ciegas, y un estertor hiposo
le silbó dentro del pecho: con el postrer visaje y la última sacudida,
la inerte cabeza saltó desde las manos de Ramona rebotando en el
polvo, y las uñas del moribundo volvieron a clavarse feroces en el
erial.
—¿Murió?—dijo despavorida Olalla.
Marinela dió un grito y cerró muy apretados los ojos.
—Sí, sí; hay que llamar gente,—respondía la madre trazando sobre el
difunto la señal de la cruz—. Y viendo a la zagala tan miedosa, añadió
resoluta:
—Vai con la cesta y, al tanto, das razón de lo que ocurre.
—¿A quién?
—A la familia; ellos avisarán a la Justicia.
Obedeció la joven con terror y sigilo: sus pies medrosos apenas tocaban
el sendero; su grácil figura desaparecía entre los altos panes. Pero
quizás un leve roce de su brazo, o tal vez un soplo de perezosa brisa,
movió las hojas verdes con rumores suavísimos de «escucho».
—¡Madre, madre!—gimió la muchacha con espanto. Volvióse atrás
corriendo, y quedó parada al borde de la mies, sin atreverse a salir al
raso donde el muerto dormía. Allí encontró a la abuela, acurrucada en
la linde con cierta indecisión, tentada a la fuga, y detenida por el
trabajo y la caridad.
—¿Que yé, rapaza?—preguntó con susto.
—Tengo miedo... me siguen... escuché una voz...
—¡Te haltan jijas hasta para fuir!—lamentó más distante el acento
brusco de Ramona.
Y Marinela, inducida por su mismo pavor, asomóse al rebujal desde el
seto vivo de los tallos.
Vió que Olalla había desaparecido y que su madre, sentada al sol,
impasible y estoica, velaba al muerto. Parecióle el cadáver más rígido
y huraño, con la boca abierta, y la piel del sequizo color de los
abrojos; quedó allí fascinada un minuto, y, de repente, echó a correr
entre la verde masa, por el hilo sutil de los senderos; movía con
los codos el follaje, y el rumor de las hojas sacudidas le causaba
indecible inquietud: todas las crueles fluctuaciones del pánico
vibraban en los tirantes nervios de la doncella, empujando su loca fuga
al través del centenal.
Cuando llegó desalada al pueblo, no supo cómo hablar en casa del tío
Cristóbal. Entró en la ruin vivienda, que de pobres menesterosos
parecía, y halló a Facunda cosiendo en el clásico _cuartico_, la
pieza que ciertos días solemnes sirve de comedor a los maragatos,
forzosamente colocada entre la cocina y el corral; la misma que en casa
de la tía Dolores han llamado _estradín_ por excepción.
Ante la absorta mirada de su amiga, Marinela, confusa y torpe, acabó
por decir:
—Que tu abuelo se ha morido junto a la mies de Urdiales.
—¿Mi abuelo?... ¿Sábeslo tú?...
Facunda, con más asombro que dolor, se había puesto de pie.
—Vengo de allá; le vide.
—Pero, ¿qué le dió?
—La muerte repentina.
—¡Virgen la Blanca!... ¿Y qué hacía allí?
—Mirando cómo abrían el calce: andamos al riego en nuestra hanegada de
la Urz.
—¿Asurcana de la nuestra Gobia?
—¡Velaí!
Con la costura en la mano, la moza volvió a sentarse enfrente de
Marinela, doblada sobre un escañuelo en actitud de abrumadora fatiga.
—Pues yo le estaba esperando para comer.
—¿Y no comiste?
—Nada.
Quedaron mudas, mirándose a los ojos con sorpresa, al compás del reloj
que se mecía en su caja de roble, señoreando el _cuartico_.
Facunda levantó del solado un marchito ramillete de tomillana, y
espantó con lentitud el enjambre zumbador de moscas, desatado en el
aposento.
—Y al biendichoso—dijo después—, ¿se le saltaría el corazón?...
—¿El corazón?... Píntame que el mal le dolía en los ojos y en la boca:
echaba espuma entre los labios y tenía el mirar lusco.
—Salió de casa en ayunas, con una copa de aguardiente.
—Pues cuenta que derecho fué a la mies. Allí dió en preguntar con
quién se casaba mi prima.
—¡Andanda!
—Estaría algo chocho... ¡tantos años!
—Y la boda ¿es con ese extranjero?
Pasó un fulgor oscuro por las turquesadas pupilas de Marinela.
—No sé—balbució, para añadir a poco:
—Pero, digo yo que sí.
—Es galán y bien apersonado—musitó en éxtasis Facunda...—¿Tienes
hambre?—preguntó de repente, viendo a su amiga, blanca lo mismo que la
cal, en demudación terrible.
—No—dijo la otra con la cabeza.
—Pues ¿qué tienes entonces?... ¡Estás priadica!
La interrogada sacudió los párpados violentamente para ahuyentar la
nube de su lloro, y pudo con esfuerzo tristísimo decir:
—Me pasmó el difunto, ¿sabes?
—¡Ah, ya!... Quedaríase muy feo; ¡sin las armas de Dios!
—Mi madre le rezó el señor mío.
—¿Están al riego entodavía?
—Hasta la noche. La barbechera cae más alta que el regato, y es
menester cavar mucho.
—¿Quién os ayuda?
—¡Nadie!
Al evocar el desamparo de su pobreza con la triste palabra negativa,
por la mente de la joven pasó el reflejo seductor de los caudales del
tío Cristóbal.
—¡Vais a heredar a rodo!—murmuró fascinada, sin envidia ni rencores.
Alumbráronse los ojos descoloridos de Facunda y una sonrisa beata se
le cuajó en los labios. Todos los matices de la emoción, suscitada por
aquel anuncio, resplandecieron en esta frase elocuente:
—Voy a comer...
Alzóse de nuevo, con ademanes pesados: era gruesa, fuerte, baja; tenía
mejillas carnosas, tez bronceada por el sol, mirada pasiva, y una
insignificante belleza juvenil en el conjunto de la figura.
Revolvía Marinela su curiosidad alrededor, resumiendo maquinalmente
el inventario del _cuartico_. Y, de pronto, la hizo estremecer una
anguarina del tío Cristóbal, colgada en el apolillado capero, rígida y
sin aire, como una mortaja.
—Tienes que avisar a la Justicia—le advirtió a la heredera con
solemne tono.
—¡Ah! ¿Sí?—clamó Facunda, abriendo mucho la boca.
—¡Natural!
—¿Quién lo dijo?
—Mi madre.
—¿Pero es obligación?... Cuando murió la abuela no llamaron al juez.
—Porque estuvo en la cama... Cuando el tío Agustín se atolló en la
nieve y amaneció cadáver, vino el Ayuntamiento.
—Y ¿a quién mando a Piedralbina?—murmuró atribulada la moza, como si
tuviese que realizar una hazaña insuperable.
—Manda a _Rosicler_.
—Tiene el aprisco a la mayor lejura, en los alcores del Urcebo...
—Pues a tu hermano...
—Anda a la escuela...
Quedáronse de nuevo silenciosas, sumidas en la preocupación terrible de
aquella grave dificultad.
Marinela se había puesto de pie, sin apartar mucho los ojos de la
anguarina parda.
—¿No habrá un motil que te haga el mandado?—murmuró despacito, como
si alguien durmiese.
Y Facunda, en el mismo tono de misterio, resolvía:
—Iré yo después de comer y de avisar en casa de mi madre.
—¡Eso!
Felices con el hallazgo de aquella inesperada solución, se miraron en
triunfo, sonrientes, como si hubiesen escapado de un enorme peligro.
Tras largo y duro rechinamiento de resortes, dió el reloj una lenta
campanada, y Marinela, despidiéndose muy lacónica, salió de puntillas,
apresurada y vacilante.
—Al paso que vas—dijo la dueña de la casa con luminosa
inspiración—podías contarle a don Miguel...
—¡No puedo, no!—atajó la infeliz, temblando locamente.
—¿Por qué, criatura?
—¡No puedo, no!—y agarrada al cestillo, volvió a correr la mozuela
triste, dejando a su vecina con la boca abierta. Pero al doblar la
calle y cruzar la plaza, en el mismo brocal de la memorable fuente la
detuvieron una sombra, una voz y un saludo. Era el propio forastero de
quien la moza huía: llegaba sonreidor y alegre; extendió los brazos
para contener la delirante carrera de la joven, y con audaz halago le
rezó al oído, como un eco de su primera entrevista:
—¡Salve, maragata!
Un grito y un sollozo contestaron a la oración devota del poeta...
Tuvo él que sujetar el talle de la moza, fatalmente inclinado hacia el
pilón donde el agua decía la eterna incertidumbre de las cosas humanas.
—¿Me tienes miedo?—preguntó conmovido, hablando a Marinela de tú,
como a una niña.
Todo el nublado de las contenidas lágrimas estalló entonces.
—Pero, ¡siempre lloras!—exclamó Terán con angustia—. ¿Qué tienes?...
¿Por qué sufres?
Ella se dejó sostener un instante, enloquecida por el desbordado
ensueño de su alma, y al punto quiso huir.
—¿Temes que te haga daño?... ¿Estás enferma?—seguía el joven
diciendo, con blandura y cariño, sin dejarla escapar.
—¡No puedo, no!—repitió aún Marinela con gemido impotente, como si ya
no supiese decir otra cosa.
Y a Rogelio Terán le pareció que la desconsolada frase había causado un
estremecimiento profundo en el transparente corazón del agua.
—¿Qué tienes, dime?—insistió el poeta.
Alzóse el lindo rostro con tal expresión de súplica y mansedumbre, que
el caballero aflojó los brazos y dejó partir a la zagala.
Ya entonces la triste no pretendió correr. Fuése con pie desfallecido,
deshecha en lágrimas y sollozos, dándoles libertad con repentina y
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