La Esfinge Maragata: Novela - 14

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Un fuerte abrazo; promesa de noticias; votos de cariño y gratitud, y el
poeta montó en el mulo, que se alejó con paso rutinero y firme.
Varias veces volvió el joven la cabeza hacia su amigo y le halló
siempre inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho en pensativa
y extática actitud. La negrura del hábito sacerdotal emergía fuerte y
rara sobre la yerta amarillez de los añojales.
—¿Pérfido?—se preguntaba el apóstol con infinita pesadumbre—. No;
un iluso, un equivocado—respondióse, poniendo el dedo en la llaga—.
Los poetas suelen ser como los niños: volubles y crueles... Juegan con
las emociones sin miedo a destrozar un corazón, sea el propio, sea el
ajeno, por pura curiosidad, y, a veces, con el mejor propósito del
mundo... Acaso los poetas, entre todos los hombres, merecen más, por su
condición infantil, las compasivas palabras: «¡Perdónalos, Señor, que
no saben lo que hacen!»...
Bajo la sugestión de esta noble figura sacerdotal, majestuosa y triste
sobre el adusto llano, caminaba Rogelio, distraído en meditaciones de
todo punto ajenas a su amor.
—¿Y el secreto de este hombre—se decía—, ese remoto y «blanco»
secreto que yo adivino y que se me escapa tal vez para siempre?...
Y este pueblo extraño, insondable, ¿de dónde procede al fin? ¿Es de
origen oriental? ¿bereber? ¿libio ibérico? _¿nórdico?_... Sufre los
oscuros ensueños de los celtas; tiene la bravura torva de los moriscos
y la fría seriedad de los bretones... Quizá le fundaron los primeros
mudéjares; quizá...
El cobijo blanco del pastor dió una cándida nota al paisaje, y el
mental discurso quedó roto en la linde de la carretera, donde el
viajero dió el último vistazo a Valdecruces.
Todavía la silueta del sacerdote, negra y perenne, ponía un punto en la
llanura gris. El caserío se columbraba apenas, confundiendo su pálido
color con los difusos tonos de caminos y celajes.
Poco después, a los ojos perseguidores del artista, el punto negro
y la línea pálida fueron aplastándose contra la tierra hasta quedar
borrados, confundidos, hechos cenizas del erial y rastrojo miserable
del «aramio».
Un bando de palomas voló apacible encima del poeta. El cual tuvo un
instante de súbita emoción. Una corazonada le inclinó ferviente en su
cabalgadura, con el _jipi_ en la mano y en los labios un beso, que en
mensaje confió a las avecillas; algo se rompía dulce y noble en aquel
pecho varonil picado de morbosas inquietudes; algo que circulaba por
las venas del mozo como un derrame de ternura y de lástima.
La sensación fué tan vehemente, que tomó al punto proporciones de
remordimiento. Por primera vez aquel día tumultuoso para la conciencia
de Terán, preguntóse, con repugnancia de su misma pregunta, si le sería
posible haber pensado en abandonar a Florinda.
—¿Pensarlo?... ¿«Consertir» en pensarlo?—musitó sonriente—¡Jamás!
Volveré a buscarla rendido y fiel.
Y por debajo de este gentil propósito, el débil sentimiento urdía una
irremediable traición.
* * * * *
Durante la silenciosa comida de aquella mañana, tuvo _Mariflor_
singular empeño en ir y venir al dormitorio de Marinela para llevarle
pan tostado y leche, agua con azúcar, palabras y caricias llenas de
solicitud.
A cada instante la enamorada triste fingía escuchar su nombre para
levantarse y preguntar:
—¿Me llamabas?... ¿Qué quieres?
Con esta maniobra, a la cual se prestaba la preocupación de los demás,
pudo dejar entera en el plato su ración y al fin sentarse junto al
lecho de su prima que, a medio vestir, con el busto levantado sobre las
almohadas y el semblante doloroso, se consumía en extraña enfermedad.
Hasta el oscuro rincón de la paciente habían volado poco antes rumores
de extraordinaria magnitud; la llegada del primo Antonio y la partida
del forastero—como en Valdecruces llamaban al poeta—resonaron
profundamente en la alcoba.
Allí encontraba _Mariflor_ hondos y vibrantes los ecos de su angustia,
como si un secreto instinto la dijese que su pesar hallaba en aquel
aposento otro corazón donde repercutir, resignado y humilde.
Denso vaho de fiebre trascendía de la cama, y la oscuridad,
aposentándose en los rincones, sólo permitía un tenue dibujo a los
perfiles de las cosas. _Mariflor_ buscó las manos de la enferma, que
trasudaba con el aliento hediondo y el pecho agitado.
—¿Estás peor?—le dijo.
—Mucho peor.
—¿De veras?
—¿No lo ves?
La interrogación desconsoladora le sonó a Florinda como un reproche.
—No; no lo veo—repuso, inclinándose ansiosa sobre aquel gemido; sólo
descubrió la amarilla figura de una cara y la inquietante sombra de
unos ojos. Transida de piedad, exploró el recuerdo de los últimos días,
desde que Marinela llegó a casa, llorosa y medio delirante, contando
la muerte del tío Cristóbal. Como entonces entrecortaba su relación
balbuciendo convulsa:—No puedo, no puedo—así, a las instancias que le
hacían para comer y dormir, respondió muchas veces con igual pesaroso
deliquio:
—No puedo; no puedo...
La costumbre de verla padecer y dejarla soñar, abandonó a la zagala
enfebrecida y sola en el escondite de su cuarto.
Desfilaron las mujeres por allí, cada una con la prisa de sus faenas y
el agobio de sus preocupaciones, y la dijeron:
—¿Quieres algo?
—Agua—contestó siempre.
Olalla, por la noche, al acostarse con la enferma, padecía un instante
de inquietud.
—Tiés tafo nel respiro—observaba—y estás calenturosa.
Pero la rendía el sueño, y a la mañana, el trabajo, envolviéndola en su
rudo vasallaje, la empujaba fuera del hogar para suplir a la _Chosca_
en el acarreo de la leña y en el cuidado de la cuadra.
La tía Dolores descendía a la decrepitud vertiginosamente, como si
alguien la empujase desde la cumbre de la voluntad y del esfuerzo.
Y Ramona bregaba enfurecida en la mies, sachando entre las pujantes
umbelas, solicitada allí por la blandura que el riego puso en el
sembrado. Si posaba un minuto en la alcoba de su hija, era para fruncir
más el ceño y vaticinar cosas terribles a propósito del maleficio de la
tía Gertrudis.
No era milagro que desde el hoyo de su cama la enferma recibiese
a _Mariflor_ como un rayo de luz. Durante aquellos tres días de
exacerbado padecer, varias veces una voz suplicante dijo en la alcoba:
—¡Ven acá!... ¡Quédate un poco junto a mí!...
Y otra voz, apresurada, inquieta, respondía:
—Ya voy... Más tarde... Luego iré...
Florinda, en la congoja de sus pesadumbres y temores, no había tenido
tiempo de acudir al llamado quejumbroso.
Y Marinela aguardaba consumiéndose de recónditos afanes, con la
obsesión de que en su prima moraba, en espíritu enamorado, el caballero
de los ojos azules.
Cuando los de ambas muchachas se buscaron en el espejo de las pupilas,
la oscuridad no dijo más que zozobras, temblores y preguntas.
—¿Qué te duele?—quería _Mariflor_ saber.
—Nada; me atormentan el miedo y el secaño.
—¿Y a qué tienes miedo?
—A morirme... y a otras cosas.
—Pues vas a vivir, a ponerte buena y a profesar clarisa.
—No, no.
—¿Ya no quieres?
—Querer... sí—pronunció la zagala con alguna indecisión—; pero no
tengo dote.
—¡Le buscamos!
—¿Tú?
—Entre todas.
—¡Si te casaras con el primo, que es tan pudiente!
—Eso es imposible.
—Entonces... con el otro—indagó la niña arrebatada de impaciencia.
—¡Dios sabe!... O con ninguno. Pero de todas suertes, buscaremos el
dote, si eso te hace feliz.
Grande confusión produjo el pensamiento de la felicidad, impreciso y
extraño, cual una sombra nueva, bajo la penumbra que las emociones
condensaban en aquel espíritu infantil, alma fina y dócil llena de
miedo y de sed como la carne febril que la envolvía.
Entre las muchas perplejidades de su imaginación, sólo un deseo
definido apreciaba la enferma: el de tener a Florinda al lado suyo y
sentir el contacto de aquella juventud delicada y hermosa, en la cual
parecían posibles todos los prodigios de las ilusiones. Escuchando
la voz de su prima, viendo su cara, sentía Marinela aclararse sus
nebulosos ensueños, como si un rayo de sol les diese forma y rumbo:
para la inocente ambiciosa, Florinda era la humana realidad de todos
los presentimientos inefables; algo así como un trasunto glorioso de
cuantas quimeras y rebeliones se fraguaban en aquel corazón de niña,
desbocado y herido.
—¡No te vayas!—suplicó ella mimosa.
—¡Si me voy a estar contigo toda la tarde!—prometía _Mariflor_
clemente.
—¿Ya «te despediste?»—insinuó entonces Marinela, vibrante de
curiosidad.
—Sí.
—¿Volverá pronto?
—Eso dijo.
—¿Te escribirá mucho?
—Versos y cartas—confesó la novia.
Sentía que sólo el corazón de la zagala era allí adicto a sus amores, y
por primera vez hablaba con ella en cómplice secreto.
—¡Romances!—murmuró la niña con la voz repentinamente ilusionada.
Y cerrando los ojos, en un espasmo de sentimental deleite, añadió:
—Dime aquellos de la farandulera, que los aprendimos de memoria.
Comenzó Florinda a repetir los versos con argentino son, como si el
cristal de su alma resonase al través del recitado. Y escuchaba la
paciente niña empapando su espíritu en las olas del afanoso cantar, con
tan fuerte embriaguez, que le pareció sentir en la carne el escalofrío
de violentas espumas.
—Basta, basta—gimió—¡me duele!
—¿Cuál?
—El romance... el pensamiento...
—Duerme un poco; no te conviene hablar tanto—aconsejó _Mariflor_,
alarmada por la apariencia del delirio.
Pero la niña preguntó de pronto con mucha serenidad:
—Y tú, ¿dónde vas a dormir esta noche?
—¡Ah, no sé!
—¿Con la abuela?
Turbóse la moza: una repugnancia invencible la hizo exclamar:
—¡No!
—Entonces, ¿con quién?... No hay más camas.
—Aunque sea en el escaño de la _Chosca_.
—¡Mujer! ¡Si aquel rincón hiede! Da tastín a una cosa picante, así
como cuando el queso rancea.
Alcanzada por un asco irresistible, _Mariflor_ se puso de pie con
instinto de fuga. ¿Dónde iba a dormir aquella noche?
—Al raso: en el huerto, en el corral—pensó heroica y rebelde.
Y Marinela, sin enterarse del tremendo sobresalto, murmuraba conmovida:
—¡Oye!
—¿Qué?
—¿Ya «se marchó»?
La alusión, tácita y dulce, vibró con estremecimiento de saeta.
—Sí; ya irá por el camino—dijo Florinda amargamente.
Sus palabras rodaron con un eco profundo, como si dilatasen los
horizontes del viajero en infinita peregrinación.
—¡Quién fuese paloma!—exclamó la enferma con ardiente arrebato.
Una imagen de alas libres, de lontananzas azules, de espacios alegres,
de amor y de luz, robó a la novia el pensamiento, en sacudida brusca de
la imaginación. Sentía de pronto la pesadez implacable de la atmósfera,
con tales náuseas y repulsiones, que un indómito impulso de todo su ser
le obligó a decir:
—Me voy... vuelvo en seguida.
Y salió escapada del dormitorio, sin tino y sin aliento.
Buscando aire y claridad, llegó al _estradín_ y se quedó suspensa
delante de las tres mujeres de la casa, que parecían esperar una
visita, sentadas muy ceremoniosamente alrededor del aposento, sin
acordarse, al parecer, de sus cotidianos trajines.
La abuela había resucitado un poco, listos los ojuelos y solícita la
postura, mientras Ramona doblaba el cuerpo en la silla, vencido por
la costumbre de escarbar los azarbes y los surcos, y lucía Olalla
su pañolito de Toledo, frisado y reluciente, margen de un rostro
impasible.
No sabía _Mariflor_ cómo esquivarse a la censura de aquel extraño
grupo, silencioso como un tribunal, y azorada murmuró:
—Marinela necesita que la visite el médico.
—Aún se le debe el centeno de la iguala—dijo Ramona, acentuando la
sombría dureza de su rostro.
—No importa; hay que llamarle—se atrevió a replicar Florinda.
Y Olalla, encendida por el carmín del remordimiento, se puso de pie,
balbuciendo:
—¿Recayó?
—Tiene calentura.
—Habrá que darle agua serenada.
—Y un fervido esta noche—añadió la madre.
—Voy a verla—decidió Olalla saliendo del _estradín_, con su paso
corto y solemne, para volver el punto más de prisa, exclamando:—¡No
está en la cama!
—¿Cómo que no?
—Ven, ven; no está.
Las dos mozas corrieron juntas, y detrás gritaron las dos madres.
—¡Sortilegio, sortilegio!—rugía Ramona, en tanto que la abuela, sin
comprender el motivo de tales alarmas, iba lamentándose:
—¡Ay... ay!...
Todas palparon en la oscuridad el vacío lecho, y Ramona se hundió en él
de bruces, relatando conjuros y exorcismos con demente superstición. A
su lado, la tía Dolores seguía gimiendo:
—¡Ay... ay!...
Las muchachas buscaban a Marinela por diferentes escondites: no podía
haber corrido mucho en poco tiempo, débil y medio desnuda.
Todavía, en el asombro de la nueva inquietud, le sonaba a Florinda
con encanto la suspirada frase: ¡quién fuese paloma!, y los pasos
de la joven siguieron maquinalmente el invisible hilo de aquella
fascinación. Desde la penumbra de la escalera ganó la novia, con
gesto iluminado, la cumbre alegre del palomar, y entre el rebullir de
los pichones y el plumaje esponjoso de los nidos, halló a la pobre
Marinela, tiritando y encogida, de hinojos en el suelo.
—¿Qué haces, criatura?—gritó, corriendo a levantarla.
Pero ella puso un dedo en los labios con sigiloso ademán.
—¡Chist!... ¿No oyes muchas alas que baten?... ¡Escucha!...
—Sí; es que llega el bando—respondió Florinda, asomándose a recibir a
las viajeras, enajenada también por indecibles anhelos.
—¿De dónde viene?
—Pues de la llanura, del camino...
Alado azoramiento de temblores y arrullos invadió el palomar.
Quizá tocó a las aves un leve espanto en las alas cuando el viento
revolcó los húmedos sollozos en la estepa, aquella tarde triste; quizá
en los picos y en las plumas traían las palomas un mensaje embustero
y perjuro. Si el tempestuoso retornar de las mensajeras encerraba un
fatal designio, Florinda le recibió encima de los labios, sorbiéndole
hasta el corazón en el aire frío de las alas revoladoras, mirando al
nublado cielo con los ojos llenos de lágrimas, y Marinela le esperó
de rodillas, aterrada la frente, sumisa la cerviz, como una humilde
criatura sentenciada al último suplicio.




XVI
LA TRAGEDIA

SOFOCADO y mohíno salió Antonio Salvadores de la segunda conferencia
con don Miguel, luego de afirmar que sólo casándose con Florinda
remediaría los apuros de su gente.
Había soltado la contradictoria declaración de sus intenciones con la
prisa de quien se descarga de un grave peso. Aceleradamente, lleno de
timidez y de bochorno, se adelantó a decir:
—Me casaré con «ella» y arreglaremos esas trampas sin demasiados
perjuicios...
No esperaba el cura tan a quemarropa la presentida capitulación.
Sonrió, avisado, y quiso paliar con diplomacia su respuesta para
no herir de frente el masculino orgullo, muy empinado y hosco en
Maragatería.
—¡Hombre!—dijo—vamos por partes: la moza oyó que tú la rechazabas;
¿cómo vas a exigir ahora que te quiera?... estará quejosa, ofendida...
—¿Ella?—dudó Antonio, como extrañando que una mujer pudiese tomar la
seria determinación de ofenderse. Luego, en aquella duda presuntuosa,
abrió su camino oscuro otra sospecha. ¿Y si _Mariflor_ no fuese una
mujer como las demás?... Porque parecía distinta...
—Usted le dirá que me equivoqué—propuso el mozo—; que no supe
expresarme; que usted me entendió mal y yo no me atreví a desmentirle;
cualquiera disculpa que a mí no se me ocurre.
Tanta cortesía y previsión eran indicios de firme voluntad
conquistadora. Y don Miguel, perplejo, confiando a la Providencia
el desenlace de aquel conflicto, se limitó a insistir, como medida
de precaución contra un brusco desengaño, en que Florinda era muy
sensible, delicada de pensamientos, dueña y señora de su voluntad por
expreso designio de su padre.
—Pues usted se entenderá con ella: le dice...
—No; eso tú.
—¿Yo?
—Naturalmente.
—Usted no me conoce; yo no sirvo para hablar de estas cosas con
rapazas; además, aquí no se usa.
—Pero tu prima es mujer de ciudad, inteligente y razonable, y tú ya
eres un hombre educado a la moderna.
—Yo soy el mismo de antaño, don Miguel; y me pongo zarabeto y torpe en
tratándose de finuras: quiero casarme con _Mariflor_; ayúdeme usted y
me daré a buenas en lo de la abuelica.
Clavado con tenacidad en su deseo, encendido el rostro y la actitud
inquieta, el pretendiente no dió un paso más por el camino adonde se le
quería conducir.
Y ya mediaba la tarde cuando el cura llevó a su convidado a casa de la
tía Dolores, prometiendo explorar el ánimo de _Mariflor_ y evitarle al
mozo en lo posible, las negociaciones directas con la prima.
Entraron, pues, los visitantes por la puertona principal, se asomaron
al _estradín_ desde el pasillo, y, no hallando quien los recibiera,
deslizáronse hasta la cocina. Quizá sus mismos pasos, recios sobre las
baldosas, y un repique sonoro del bastón de don Miguel, les impidiese
oir hacia la alcoba de Marinela voces apagadas y sollozos furtivos.
La moza, sorprendida en el palomar, acababa de aparecer, dócil como
un corderuelo, de la mano de _Mariflor_, y era recibida con espanto
como un ánima del otro mundo. Revolvíase la madre en el dormitorio,
asegurando «que la renovera le había traspuesto de suso a la rapaza
con intención luciferal». A estos aberrados plañidos hacían coro,
augurales, las otras dos mujeres; y en vano Florinda procuraba explicar
que, sin duda, la enferma, necesitando aire en los ardores de la
calentura, había escalado inconsciente el abierto refugio de las
palomas.
Sin negar ni asentir, acaso contagiada por la superstición de los
hechizos, Marinela gemía, hundiéndose en la cama otra vez y dejando que
su madre la cubriese con un rojo alhamar.
—Es preciso que sudes—ordenaba Ramona—para que desarrimes la friura
del pecho.
Y el terrible cobertor fué rodeado con saña al cuerpecillo febril.
—¡Tengo sede!—lamentaba la niña sollozando.
—¡Ni una gota de agua, ni una sola!—sentenció la madre severa.
Y la voz de don Miguel resonó entonces impaciente:
—¡Ah, de casa!... ¿Dónde estáis?
Pero ya estaban en la cocina, aceleradas y serviciales, las de
Salvadores, dejando sola con la enferma a _Mariflor_, aplastada bajo
el aire estantío del dormitorio. No permaneció allí mucho tiempo. La
llamaron al compás de unas voces solapadas, y acudió medrosa, con la
incertidumbre en el corazón.
Iban cayendo en la cocina las precoces tinieblas de aquella tarde gris,
y Antonio había buscado el rincón más oscuro para aposentar su lozana
persona; junto a él quedaron medio escondidas las tres mujeres; de
modo que al entrar la joven, sólo vió al cura, de pie bajo la escasa
claridad del ahumado ventanuco.
A una indicación del sacerdote le siguió Florinda, pasmada, hacia el
_estradín_, y, traspuesto apenas el umbral, los dos hablaron quedamente
un instante, mientras en el fondo de la cocina se delataban algunos
acentos confabulados y cautelosos.
Por el sombrío rastro de tales rumores fuese _Mariflor_ derecha hasta
su primo, le puso como por la mañana las suaves manos en los hombros, y
le dijo enérgica y triste:
—Yo no te pedía nada para mí, y aunque me dieras todo el oro del
mundo, no te puedo querer ni ahora ni nunca.
Tronaron sordamente unas frases violentas, en voz opaca de mujer, y un
brusco regate hurtó bajo los dedos de la niña el coleto de Antonio.
Libre ella de su grave secreto, volvió a guarecerse junto al sacerdote
que, habiéndola seguido desde el _estradín_, recibía otra vez el
fugitivo resplandor de los cristales, en el centro de la cocina.
—¿Entonces?...—interrogó Olalla con increíble desparpajo.
—Antonio dirá—pronunció cohibido el cura.
Y cuando parecía imposible que el mozo respondiera, atarugado por
timideces y rencores, subrayó con bastantes ánimos:
—Digo «que nada»; ya lo sabe usted.
Hipos y quejas estallaron encima de tan ruda afirmación, y allí, en
la cómplice oscuridad, fué pronunciado con odio y amenazas el nombre
«del forastero». Cuanto maldecía Ramona, áspera y cruel, repetíalo
maquinalmente la tía Dolores, mientras Olalla, más prudente y justa, se
atenía a ponderar el común infortunio con ayes quejumbrosos:
—¡Ay los mis hermanos!... ¡Ay mi abuelica!...
Desde lejos, Marinela, ardiendo en fiebres del cuerpo y del alma,
estremecida por aquellos extraños gritos, se atrevía también a plañir:
—¡Tengo sede!
—¡Qué escándalo!... ¡Esto es una vergüenza!—clamó atónito don
Miguel—. ¡Silencio!—ordenó al punto con una voz estentórea, y el
cuento de su bastón repicó furiosamente en el solado.
Establecida en apariencia la tranquilidad, dejóse oir el resoplido
de una respiración muy agitada, un trajín de carne ansiosa, como si
jadeando en las tinieblas Antonio se hubiese puesto de pie.
De pie estaba; había entendido que aquel señor «de pluma», displicente
y finuco, invitado por don Miguel, con mucho golpe de espejuelos y de
romances y poca guita en el bolsillo, le birlaba la novia. ¡Y vive Dios
que no sería así, tan fácilmente!
Por los fueros de Maragatería, por la honra de su casta, lo juró
Antonio Salvadores.
Con el estallido de un beso sobre la carnosa cruz del índice y el
pulgar, dió el maragato fe de su altivo juramento, y, arrogante, audaz
como nunca, preguntó:
—¿Cuánto hace falta para que no lloréis?
El estupor que estas palabras produjeron, enmudeció al auditorio, hasta
que Florinda, incrédula, quizá un poco mortificadora, dijo sordamente:
—Para que no lloren, hace falta mucho dinero.
—¿Cuánto?
Desde el fondo de la oscuridad, la insistencia de aquella pregunta
parecía algo fantástica. Y la joven, vacilando, como si en sueños
hablase con un duende o respondiera a un conjuro, enumeró:
—A don Miguel hay que darle cuatro mil pesetas en seguida.
—¿Qué más?
—Tres mil se le debían al tío Cristóbal...
—Al médico le debemos la iguala.
—Y al boticario treinta riales—apuntaron desde la sombra.
—¿Qué más?—aguijaba Antonio con tales bríos, que _Mariflor_,
corriendo un loco albur, añadió retadora:
—Mil duros para reponer los ganados y las fincas... Otros mil para que
Marinela profese en Santa Clara...
Crujió un escaño bajo el desplome del cuerpo, cuya voz pronunciaba
desoladamente:
—¡Pues lo doy!
—¿Todo?—acució Ramona delirante de codicia.
—Todo... si me caso con «ella»; sois testigos.
—Eso es imposible... ¡imposible!...
La indómita repulsa quedó ahogada entre insurgentes voces.
—¡Podré recibir a Isidoro!—balbució la abuela con extraordinaria
lucidez.
Y Ramona, en súbito arranque de ternura, dulcificó sus labios al
proferir:
—¡Mis fiyuelos!...
Pero el maragato oyó rodar la palabra «imposible» hacia donde la luz
resplandecía, y hazañoso al abrigo de las tinieblas, advirtió con
rotundo acento que apagó el de las mujeres:
—Yo no mendigo novia: pongo condiciones a la protección que se me
pide; si no convienen, ¡salud!, y que no se me diga una palabra más del
tributo de esta casa.
—¡Dios mío. Dios mío!—plañía _Mariflor_ con espanto en aquella
negrura, cada vez más espesa, donde las enemigas voces del Destino
ponían cerco a una felicidad inocente.
De pronto, aquel muro de sombras que disparaba frases como dardos
al corazón de la joven, se removió siniestro, y pedazos vivos de la
implacable fortaleza avanzaron hacia Florinda en forma de tres mujeres
suplicantes y desesperadas.
Quiso entonces la infeliz asirse al noble apoyo de don Miguel; pero los
hábitos sacerdotales recogían la creciente oscuridad con tan severa
traza, que también tuvo miedo de esta inmóvil persona muda y negra.
Y en semejante asedio y abandono, huyó la moza, perseguida por su
propio grito atormentado. Ganó el corral, cruzando el _estradín_, y
en plena rúa, corrió ciegamente, bajo la indecisa luz del prematuro
anochecer.
* * * * *
Al ocurrir la desalada fuga, quedó en suspenso el vocerío de las
mujeres, y en la prisa por buscar una solución al urgente problema de
la boda, se le ocurrió a Olalla encender el candil. Aunque no alumbró
mucho espacio la crepitante mecha, a su amarilla claridad surgió
abocetada, impaciente en un rincón, la figura de Antonio.
Se limpiaba el maragato con un pañuelo de colores el sudor copioso de
la frente, y aparecía fatigadísimo, como si allí rindiera en aquel
instante la más dura jornada de su vida.
—«Ese» no se la lleva a ufo—rezongaba—; cuando yo me planto, no le
hay más terne en todo el reino de León.
Y bravatero, jactancioso, revolvíase entre el escaño y el llar, y hacía
con el pobre moquero raudos molinetes, en la actitud belicosa del
antiguo fidalgo que empuñase una espada leonesa de dos filos.
Pero aquella caricatura de perdonavidas, singular en el carácter
apacible de Antonio Salvadores, no mereció la atención de las mujeres
tanto como la quietud del párroco, silencioso y como entumecido en
medio de la estancia.
—¡Padre!... ¡Don Miguel!... ¡Señor cura...!—clamaron tres voces,
a la rebatiña de palabras insinuantes y cariñosas para sacudir al
ensimismado protector.
—¡Es verdad!—murmuró él, recordando, como si su espíritu volviese
de un viaje—. Yo tenía que deciros alguna cosa en esta ocasión...
Pues, ya lo estáis viendo: la muchacha «no puede querer» a su primo;
el primo «no quiere» favoreceros a vosotros, y yo, ni puedo ni quiero
sobornar los sentimientos de una doncella para hacer caridades a costa
de perfidias.
Hablaba despacio, tranquilo; su indignación se abatía sin duda en el
propósito de no intervenir más en aquel triste asunto. Y sus palabras,
escapándose en parte a la penetración de los oyentes, parecían el
resumen de un breve examen de conciencia.
Don Miguel Fidalgo, místico y piadoso, alma encendida en lumbres de
terrenales sacrificios, se había encariñado con la esperanza de que
_Mariflor_ realizase el acto sublime de tomar, por amor a su familia,
una cruz en los hombros. Sabía el cura muchos secretos de divinas
compensaciones; confiaba poco en la constancia de Rogelio Terán, y
temiendo por la frágil dicha que manejaba el poeta, imaginó poder
asegurarla haciéndola fecunda aprovechando, por decirlo así, el seguro
dolor de una existencia en beneficio de otras pobres vidas y en
simientes de goces inmortales.
A la luz de tan altos fines, los espejismos de don Miguel pudieron
ser hermosos; pero ahora, de cerca, tocando las salvajes pasiones y
hondas repugnancias que la heroína debiera resistir, un vértigo de
materiales angustias celaron al soñador los excelsos fulgores del
imaginado sacrificio: teorías consoladoras, confianzas secretas y
afanes recónditos, eran torres de viento para el bárbaro empuje de
la miserable escena presenciada. La brusca realidad de aquel contacto
produjo en el apóstol una sensación de pavorosa caída desde las nubes
a la tierra. Convencido de haber soñado a demasiada altura de las
fuerzas humanas, despertábase pesaroso, lleno de compasiones y de
remordimientos, como si el oculto albergue que dió a las esperanzas de
la boda fuese una culpa en la tragedia que sobrevenía. Y compungido por
el tumulto de tales pesadumbres, oyó como decía Olalla:
—El mal caso de no querer «a éste», es por «el otro».
—¡Por el amigo de usté!—renegó la madre, hostil.
Le dolía al cura este recuerdo como el mayor delito de su influencia
sobre la vida de _Mariflor_ en Valdecruces; parecíale imposible haberse
dejado llevar por un sentimiento romántico hasta el punto de compartir
un día con la inexperta moza ilusiones confiadas a un caballero
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