La Esfinge Maragata: Novela - 19

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La cual vió con gusto presentarse a Maricruz, que al regreso de
Piedralbina entraba a pedir un poco de agua y a buscar compañía, si la
hubiese, para volver a Valdecruces.
—Pues en la sotabasa—le dijeron—tienes colmado un cantarico; y aquí
está la de Salvadores.
Bebió Maricruz, sonrió a su vecina y sentóse a esperarla.
—¿Qué hora será?—pregunta una mujer.
Otra responde:
—Sin la ruta del sol no es fácil conocerlo.
Y a la recién llegada le parece que habrán dado las tres.
—¡Corre mucho frío!—le dicen.
—Abondo, y cercea.
—Pos la nieve es segura.
—Sí; hogaño la tenemos antes de Navidá.
—Ya de madrugada hubo pinganillos en los alares.
—Pronto crece el Duerna y tenemos que abrir el fortacán para moler.
Una moza de Piedralbina anuncia sonriente que las fiestas de año nuevo
van a estar muy preciosas. Y se discute la propiedad con que ese día
los pastores se disfrazan de mujeres para hacer gala de resistencia y
caracterizarse bien de valerosos. Así vestidos se denominan _xiepas_;
bailan en zancos sobre la nieve, cantan y piden aguinaldos en extrañas
procesiones nocturnas, que iluminan con «mechones» y adornan con
tirsos, como los gentiles en las orgías de Baco...
Poco después, logrado por _Mariflor_ su cestillo de harina, salen de la
aceña las zagalas de Valdecruces.
—Aguantai—les dijeron—, que no os alcance la nieve.
Y ya los primeros copos se cuajaban en el aire.
Quiso Maricruz entretener el camino en amistosa conversación y
mostrarse gentil con la niña ciudadana. Dijo que venía de pagar la
«avenencia» del médico, y preguntó si era verdad que las de Salvadores
esperaban al tío Isidoro.
—Paez que trae un amago de cáncere—compadeció.
—No sé—dice vagamente Florinda, observando con admiración a su
compañera—. Es una moza rubia y dulce; siempre que habla sonríe; tiene
seguro el paso, tranquilo el acento, apacibles los ojos, y la boda
apalabrada con un hijo de Tirso Paz.
El agua de la presa ondula al viento, con profundos sones; el pastor se
ha cobijado, y las nubes, cargadas de cellisca, borran las líneas del
paisaje.
—¡Buena noche se nuncia para el vuestro filandón!—prorrumpe sonriendo
Maricruz.
—No irá gente, si nieva.
—Más de gana, mujer, que habéis un establo bien mullido y anchuroso.
¿Dais entrada a la tía Gertrudis?
—Si va...
—Porque endecha unas historias de guerreros y marinos, que da gusto
oyirlas. Ella anduvo en su mocedad por las playas y conoció a maragatos
de mucho enseño, aquistadores que allende fincaron ciudades y ganaron a
pote.
—Pero, ¿los hubo?
—Ya lo creo, rapaza.
—Me lo dicen; lo he leído...
—¿Y lo dudas?
—A veces, sí.
—No conoces bien a estos paisanos; cuando te hagas estadiza entre
nosotros, ¡ya verás!
—Veo mucha pobreza; las mujeres aquí abandonadas a sus fatigas, los
hombres ausentes, duros.
—¿Duros?... No te entiendo... Valdecruces es una aldea ruín; pero
Maragatería es muy grande y tiene pueblos ricos y casas a la moda. Por
ahí fuera, los maragatos que hicieron fortuna y recibieron estudios,
son agora señorones de mucha fama.
—Ya, ya...
Es tan incrédulo el mohín de Florinda, que Maricruz, despierto su
estímulo regional, prosigue con algún calor:
—Hay libros que ponen muchas cosas valientes de los maragatos; la
maestra de Piedralbina se los hace leyer a todas las rapazas.
—Yo no digo mal de estos hombres, que de aquí es mi padre.
—Y tus agüelos,
—¡Claro! Digo de las costumbres, de la rudeza del país. ¡Es tan
triste!... Y en los hombres parece que se nota más.
—Los que no aprenden finuras serán como dices tú; pero más cabales
para el trabajo y la honradez no los encuentras; si dan una palabra la
cumplen, sostienen su familia al tanto de lo que ganan, y el que engañe
a la mujer se deshonra para inseculá... ¡Nunca acontece!
_Mariflor_ lanza un débil suspiro, y su amiga, creyéndola conforme con
el ardoroso discurso que acaba de pronunciar, se engríe y continúa:
—Tamién hay maragatos que trovan en la política y escriben en los
papeles. Háilos militares de mucha ufaneza, clérigos de mucha santidá...
—Ya lo sé.
—En cuanto los acrianzan fuera de aquí sirven para todo como el
primero: y aun los pastores más esfarrapaos tienen barrunta para
medrar, si a mano viene.
Ahora Florinda sonríe a pesar suyo.
—Sí, mujer; acuérdate de aquel rapaz de Iruela que aballadaba ganados
al pie del Teleno. Comiéronle los lobos una res y el pobretico,
temiendo al amo, alejóse por la Sanabria alante. Conque llegó perdido
a Extremadura y por causa de una revolución le echaron para Portugal;
entodavía de allí le desterraron a Ingalaterra, y sin saber la fabla
ni conocer a nadie, entró de sirviente en una relojería: aprendió el
oficio y ya no hubo en todo el orbe otro relojero más famado.
—Sí, ese era Losada: conozco la historia. Cuando vino a su tierra
después de mucho tiempo, dejó un reloj muy grande en Madrid, regalado
para un edificio de la Puerta del Sol.
—¿Véslo?... Pues otros pastores de Santa Catalina, parientes de mi
abuela, bajaban con las merinas a Badajoz todos los años, a invernar en
los jarales de un duque al cual nombran del Alba. Ello fué que labrando
la tierra baldía junto al chozo, halláronla fecunda, y cada invierno,
cuando iban ende con los ganados trashumantes, labraban otro poquitín,
hasta que el señor duque les dió permiso para fincar entre sus aradas
dos pueblos, los Antrines, el de arriba y el de embajo... ¿Sabíaslo?
—Eso no.
Sonríe triunfante Maricruz y pisa con firme orgullo en el yerto camino.
Florinda, para corresponder a la locuacidad de su compañera, murmura:
—Tú pareces muy feliz... ¿Cuándo te casas?
—Neste invierno: aún no está adiada la boda—responde con rubor—. Y
tú para las Navidades ¿eh? Llevas un mozo de mucha hombría... ¡Pa que
veas que hay gente de prez nestas planuras de León!
Achacando a modestia el silencio de Florinda, no insiste la moza en
este punto, y da otro giro a la plática.
—¡Cómo sona la nube!
—¡Sí!
Ambas jóvenes se detienen un instante a escuchar la furente carrera
de los vientos y a medir con tranquila expectación la preñada negrura
del nublado. Una y otra, por distintas causas, permanecen serenas: ni
a Maricruz le asusta el temporal, por conocerle mucho, ni le halla
_Mariflor_ bastante recio para aturdirse en él. Va pensando que su
alma está más sombría que los cielos, y buscan sus ojos con ansiedad
una huella de la semilla de amor arrojada en la llanura poco antes.
Pero ya las ráfagas tempestuosas verberaron con ímpetu en el suelo, y
al borde del estremecido arroyo no parece rastro ninguno de la siembra
sentimental.
Y cuando, alucinada, se inclina _Mariflor_ para coger, como una
reliquia, algo blanco y menudo que rueda por allí, levanta un copo de
nieve donde creyó recuperar el adorado fragmento de una carta: en la
ardorosa mano se deshace al punto la vedija glacial...
—¿Qué te sucede?—pregunta Maricruz, viendo palidecer a su amiga—.
¿Tienes miedo?
—No.
El ronco arrullo y el trastornado semblante con que responde, preocupan
a Maricruz. Una impresión extraña y dolorosa turba su silvestre
espíritu. Se enlaza con blandura al brazo de su compañera y dice,
conmovida, sin saber por qué:
—¿Sigue Marinela mejor?
—Está lo mismo.
—¿Aún dormís a la santimperie?
—Ya no; mi tía se opone desde que empezó el mal tiempo.
—¡Pobre pitusa!... ¡Y agora, si viene su padre tamién comalido!
—¡No sé si vendrá!...
—Ansí dicen que la tía Gertrudis os malface: ¿oístelo?
_Mariflor_ se había serenado un poco.
—Eso es mentira—protestó.
—Yo nunca lo creí: ni es bruja ni prodigiadora... Será, si acaso,
conjurante.
—Es una triste vieja como las demás.
—Y mejor: sabe fervorines, cantares y medicinas, que te pasmas. Con
tomillín de un cantero de la huerta y otro yerbato dulce, me curó a mí
antaño la ronquez.
—Dicen que está muy sola y muy necesitada.
—Sí; la malfamaron y poco se la ayuda, aunque la juventud no cree, ya,
en los hechizos: son cosas de rapaces y de viejas...
Apretó a nevar: las muchachas, muy juntas y diligentes, seguían la
margen del arroyo, fiel rumbo hacia Valdecruces en la espesa cerrazón
del horizonte. Ya estaba lejos el cauce del molino, y Maricruz, guiada
por su experiencia campesina, anunció alegre:
—Pronto llegamos.
Mas al punto refrenó el paso, prestó oído y añadió pesarosa:
—¡Ay!... ¡Se ha muerto la tía Mariana!
—Sí; tocan a difunto—dice Florinda escuchando—, ¿pero cómo sabes que
es por ella?
—Fíjate en las posas: una... dos... Si hubiera muerto un hombre serían
tres.
—¡Ah!
—También el tío _Chosco_ anda malico.
—¡Pues mira que si se muere el enterrador!
—Hereda el puesto el sacristán.
—Y esa tía Mariana, ¿era muy vieja?
—Sí, mujer: abuela de Facunda por parte de madre.
—¿Y abuela de tu novio?
—Velaí.
—Vamos a rezar por su alma.
Un devoto murmullo acarició los compungidos semblantes de las mozas,
que llegaban a Valdecruces cuando ya, en precoz anochecer, moría la
tarde, malherida de la nieve.
* * * * *
Iba _Mariflor_ tan penetrada por el soplo de la tragedia, que no
experimentó grande inquietud al oir en su casa llantos y quejidos.
Supuso llegada la hora de que la Humanidad, lo mismo que la Naturaleza,
estallase en lamentos. Y las razones de esta lógica explosiva quedaron
atravesadas por una voz lamentable que decía en la sombra del
_estradín_:
—¡Ay, cómo tardabas!... ¿No sabes que Pedro va a partir y que mi padre
viene a morirse?
Florinda no supo qué responder, y Marinela, deteniéndola aún por el
brazo, añadió con angustia:
—Madre dice que nosotras somos harto pobres para socorrer a un
enfermo, y que la abuela ya no tiene casa ni haberes para aconchegar a
su hijo; además, no quiere que mi hermano marche; llora por él clamando
que se le rebatan, que se le quitan: la abuela gime y Olalla paez muda.
—Pero, ¿quién ha escrito?
—Tu padre.
—¿A mí?
—No: a la abuela.
—¡A mí ya no me escribe!
—¡Mujer, la carta pone para ti tantas de cosas!
Dentro se habían apaciguado un poco las lamentaciones, y _Mariflor_
siguió escuchando a su prima.
—Verás: dice la esquela que unos maragatos ricos pagan estos viajes
que te cuento. Mi padre llegará para la Pascua y el rapaz tiene que
salir a primeros de mes con un paisano de Santa Coloma—. Suspiró con
ansia la niña y lamentóse—: ¡Ay, Dios, ya estoy más sediente que
nunca, con un jibro en el pecho y un acor en el alma!
—Pues hay que tener ánimos—murmuró Florinda maquinalmente.
—Yo no sirvo para este mundo... ¡Si pudiese entrar en el convento!
En aquel instante llegaban los niños de la escuela sacudiéndose la
nieve y extendiendo las manos en la oscuridad, con rumbo a la cocina,
donde antes resonaron los lloros. Detrás de los rapaces entraron las
muchachas.
Ardía en el llar un fuego mortecino y temblaba sobre la mesa la luz
del candil. En viendo Ramona a su hijo mayor, lanzóse a él con ademán
salvaje y comenzó a gritar como si le prestaran sus aullidos todos los
animales maltratados y moribundos:
—¡Ay fiyuelo, quédome sin tigo!... ¡Te parí de mis entrañas, te
pujé en mis brazos y trabajé para ti como una sierva!... Agora que me
conoces y me quieres, te me quitan... ¡Ay, pituso, non te veré más!...
¡Los mares y los hombres te rebatan!...
Parecían mordiscos, por lo hambrientos, los besos de la madre; lloraba
toda la familia, y el zagal, asustado, apenas supo decir:
—¡Volveré pronto!
—Volverás muriente como tu padre, y yo estaré tocha y ceganitas como
tu abuela, sin nido ni cubil pa tu resguardo; lo mesmo que esa pobre:
¡mira!
Y conteniendo la explosión de su piedad en el acento ronco y firme,
Ramona empujó a su hijo hasta la anciana.
Acogióle ella entre sus brazos doblándose, en el sitial, para
recibirle, con tan acongojada pesadumbre, como si del viejo corazón
exprimido cayese en aquel instante la última gota de ternura.
También Carmen y Tomasín se refugiaron, ronceros y llorones, en
aquella caricia. Estalló un sollozo en el pecho de Olalla, y el triste
concierto de ayes y suspiros volvió a levantar sus desconsoladas notas
en la escena. Ramona, con los ojos fijos en el grupo que formaban los
rapaces y la tía Dolores, fué serenándose hasta sentir un repentino
bienestar que sin saber cómo se le subió a los labios en una dulce
palabra.
—¡Madre!—dijo.
Nadie respondía. Las muchachas creyeron que hablaba sola. Pero ella
avanzó resueltamente desde el sitio donde había quedado en pie. Su
larga sombra ganó el techo y llenó la cocina de gigantes perfiles.
—¡Madre!—iba diciendo—. En los últimos años, endurecido su áspero
carácter por el infortunio, huyó arisca de pronunciar esta suave
palabra.
—¡Madre!—repitió—; ¿no me oye?
Y puso las manos con inusitada blandura en los débiles hombros de la
vieja.
—¡Ah!... ¿Me llamaste a mí?
—¡Claro! Mire: con llorar, el solevanto que nos acude non se desface y
atribulamos a estas criaturas.
—¿Qué quieres, hija?
—Que no llore: es menester que Sidoro la halle moza.
—¿Pos no dijiste?...
—Era por decir: usté entodavía tiene salud y casa pa recoger a su hijo.
—¡Ah!... ¿Consientes?...
—¿Soy acaso una hereja?... ¿Se iba a quedar el pobre en medio de la
rúa?... Pujaremos por él como cristianas.
—Mujer, ¡Dios te lo pague!
—Sí—murmuró Ramona, abrazando otra vez a Pedro—. ¡Dios me lo pagará
cuando vuelva éste!...
Temblaba Marinela apoyándose en su prima, y las dos, lo mismo que
Olalla, se animaron con aquellas últimas frases.
—Andaí—ordenó Ramona, alcanzándolas, con un gesto impaciente—. Van a
venir las del filandón y no hay que poner las caras acontecidas. Mañana
hablaremos al señor cura.
—Denantes—pronunció Marinela aprovechando una cordialidad tan
expresiva y rara—vide a la tía Gertrudis, y me dijo...
—¿Onde la viste, rutiando por aquí?—interrumpió desabrida la madre.
—Pasaba sobrazando un atiello de coscoja: ¡casi no podía con él!
—Bueno; ¿y qué te dijo?
—Que esta noche vendría al filandón, porque en la so cabaña no tiene
luz para hilar... Yo no me atreví a decirle que no viniera; ¡como don
Miguel manda que se la estime!...
—Pos... ¡que entre!—concedió Ramona vacilante, mirando a Pedro con
oscura inquietud—. Y agora, las cuchares y el pote: a cenar, pa que
estos críos se acuchen.
Las pálidas figuras del cuadro se movieron sin ruido, y rodó solitario
en la estancia el son de la esquila parroquial, que aún contaba las
fúnebres posas...





XXIII
PAÑO DE LÁGRIMAS

—¡AYMÉ!
—¿Qué le pasa, tía Gertrudis?
—Estoy cansosa, niña.
—¿Y no va a decir aquella relación?
—¿La de la locecica?
—Esa.
—En cuanto repose; todo el día anduve por ribas y cuestos atropando
carrasca antes que cerrase la nieve; y atollecí.
—En l’intre—propuso entonces Maricruz—jugaremos a los acertijos,
¿queréis?
Mozas y viejos aceptaron. Una ligera curiosidad alzó los ojos y animó
los semblantes.
Tenía lugar el clásico «filandón» en la espaciosa cuadra que antaño
albergó las «llocidas» reses de la tía Dolores: un mantillo de bálago,
a modo de tapiz, prestaba calor y blandura al renegrido suelo, y un
candil de petróleo, cebado a escote, daba, pendiente de una viga, más
tufo que luz.
Toda labor de mujer tenía allí su escuela y ejercicio: hilaban, por lo
común, las más viejas; «calcetaban» y cosían algunas, tejían otras a
ganchillo refajos y gorros infantiles. La tertulia, que se acomodaba
por turno en los establos mejores de la aldea, en el santo suelo y
entre el vaho de los animales, solía terminar cristianamente con el
rezo del rosario. Pero antes se narraban historias, se proponían
adivinanzas y hasta se dejaba correr sobre ruecas y agujas algún
airecillo picante de murmuración.
Aunque la cuadra de este pobre lar, venido tan a menos, aloja hogaño
muy pocas reses, disfruta por céntrica y espaciosa las preferencias de
Valdecruces, y esta noche la invade un buen número de tertulianas, sin
más compañía de varón que la del tío Rosendín, el viejo sacristán. Allí
parecen también sus hijas Felipa y Rosenda; las nietas del tío Fabián,
con su madre; Ascensión con la suya; Maricruz Alonso y sus hermanas,
las de Crespo, la _Chosca_ y otra porción de mujeres de distintas
edades y parecidas condiciones.
Mientras fueron llegando, hablóse del temporal, haciendo memoria del
último, que cubrió las casas con _trousas_ formidables, verdaderos
montes de nieve. Felipa dijo que a prevención tenía muchos _fuyacos_
para alimentar a las ovejas, y el tío Rosendín profetizaba que aunque
arreciase el mal tiempo, aún se podían aprovechar los piornos para
el ganado durante una quincena. Las de Salvadores preguntaron con
mucho interés por el tío _Chosco_, que, según el sacristán, «iba ya
mejorcico». Se comentó en seguida el fallecimiento de la tía Mariana,
lamentando que las de Paz no asistiesen al «filandón».—Velarán el
cadáver de su agüela—opinaron algunas mujeres—. Y otras dijeron
compasivas:—¡Biendichosa!...
Pero ya juntas las que esta noche se reúnen, piden los acertijos, y la
misma iniciadora lanza el primero:
«Enas iglesias estoy
entre ferranchos metida,
cuándo allende, cuándo aquende,
cuándo muerta, cuándo viva...»
—¡La lámpara!—dice riendo el sacristán.
—¡Usté no vale!—protesta Maricruz.
En aquel momento Florinda le pregunta con sigilo:
—¿Cómo no fuiste al velatorio?
—No acuden mozas cuando fallece una vieja—responde—. Fué mi madre.
Algunos pretenden averiguar cuántos años tendría la difunta, y
Ascensión dice que no se sabe a punto fijo, porque en los libros
parroquiales sólo consta que «nació el día que se amojonó _Fumiyelamo_».
—No había yo nacido—apunta la tía Dolores, muy despierta y con cierto
orgullo.
Y el tío Rosendín, sonriendo malicioso, coloca otra adivinanza:
«¿Qué cosa yía
la que no has visto nin vi
que no tien color ni olor,
pero mucho gusto sí?»
Un aire de perplejidad inmoviliza al auditorio. El anciano detiene el
gesto de una contemporánea suya que intenta responder.
—¡Que acierten las mozas!
—¡El agua!—prorrumpe una voz juvenil.
—¡Avemaría!... ¡Tien que ser una cosa que nunca hayas visto!
Crece la incertidumbre y se suspenden las labores. Después de algunas
respuestas disparatadas, el sacristán dice triunfante:
—¡El beso!
—¡Josús!—pronuncian las zagalas, ruborosas.
Todos ríen, y el viejo, embaído, añade en seguida:
«Blanco fué mi nacimiento,
verde lluego mi niñez,
mi mocedade encarnada,
negra mi curta vejez.»
—¡La mora! ¡La mora!—repiten alegres las muchachas. Y como ya suponen
que la tía Gertrudis ha descansado, solicitan otra vez la prometida
narración.
Mientras la anciana sacude un poco su pensamiento, se oye al aire gemir
y a las ruecas zumbar: algún suspiro acaricia los copos blancos de las
hilanderas.
—Erase—principió la narradora—una noche muy triste, hace ya cuántos
siglos. Por el mar que le llaman de la muerte, cerca de La Coruña,
navegaba un lembo gobernado por el turco más temido nestas historias
de piratas. Con él iba prisionera una pobre doncellica que el capitán
robó en un castillo principal. Era hija de un señor de salva, tan
hermosa y fina como las febras del oro. Quería el turco esconder a la
moza tierra adentro, y esperaba un señal, una locecica de algunos de
sus piratas que por la riba aquende le buscaban cobil, pero en toda
la ledanía de los mares no pareció ninguna luz... Conque navegaba la
embarcación roncera, en calmería de viento, apocado el velaje y cansos
los marinos, cuando va y luce una flama en una torre que le decían la
Torre del Espejo y se encendía en las noches oscuras para las naos que
llegasen de paz. Dió un brinco el pirata cabe la moza, tomando por seña
de su gente la lumbre del fogaril. Y la infelice doncella clamó al Dios
de los cristianos, que era el suyo, pidiéndole que le sacase de aquella
amaritud...
Hace una pausa la tía Gertrudis para recordar las frases conmovedoras
de la cautiva, y aunque la misma leyenda se ha repetido muchas veces en
los «filandones», un devoto silencio la circuye ahora, y un aroma de
mar y de aventura la engrandece y ensalza entre sutiles asombros: la
evocación de ese otro llano, inmenso y libre, desconocido y atrayente,
se presenta en los labios de la anciana con imágenes desoladoras, en
que una mujer sufre cautiverio. Y las maragatas sienten batir contra
sus corazones las olas de aquel mar lejano que les lleva los padres,
los hijos y los esposos, fascinándoles con su prometedora anchura, para
engañarles al fin y cautivar la ilusión de infinitas mujeres.
También para Florinda la llanura amiga de su niñez suena ronca y
extraña en los acentos pavorosos de la tía Gertrudis. Todas las
ilusiones de la moza naufragaron en la amada ribera, y el recuerdo de
su bien perdido se le ofrece como una pálida visión de naves que huyen
y de espumas que gimen: apenas si el perfil de un marino se agita en
estas membranzas como símbolo del primer sueño de amor que la muchacha
tuvo. Por un instante se sorprende ella al caer desde la nube de sus
evocaciones al fondo del establo donde la tertulia aguarda a que se
termine el cuento. Mira absorta a su alrededor y le parece que Marinela
está muy descolorida y que Ramona oculta mal su incertidumbre.
Pero ya la anciana sigue el relato:
—...Y en esto que partían el ánima las voces de la inocente, los
mareantes de la embarcación dieron en complañirse y maldecir del
capitán...
Un estrépito medroso dejó rota la leyenda y en angustia las atenciones.
—¿Fué tronido?—balbuce una voz.
Y al mismo tiempo Marinela se dobla desmayada encima de su madre.
Recíbela Ramona con un ¡ay! tan brusco, que parece un bramido de su
corazón. Deslizando hasta el suelo el cuerpo inerte de la niña, se
arrastra, súbita y fiera, y sacude a la tía Gertrudis por los brazos en
una cruel explosión de frenesí.
—¡Conjúrala, conjúrala agora mismo—dice tuteándola con
menosprecio—bruja de Lucifer!
—¿Yo?... ¿Yo?...
—¡Tú, tú, sortera!
—Yo non sé conjurar. ¡Soy cristiana y nunca tuve poder con el diañe!
La voz senil plañía con menos asombro que amargura; aparecía en todos
los semblantes la congoja del pánico, y sólo Florinda se acordaba de
aflojar el corpiño a Marinela.
—¡Traed vinagre para los pulsos!—pidió vivamente.
Olalla, levantándose indecisa, declaró:
—¡Tengo miedo d’ir sola!
Después de algunas vacilaciones y consultas, encendió un cabo de vela
en el candil y dirigióse con Maricruz hacia el postigo medianero de la
cocina. Pero, sin alcanzarle, se volvió espantada:
—¡Sonan pasos!
—Es el viento y la truena—dijo Maricruz más valiente.
Y apremiaba Florinda:
—¡Pronto, pronto!
Ramona, que no había soltado a la tía Gertrudis, trocó de improviso en
súplicas sus delirantes voces:
—¡Por Dios me la conjure!... ¡Por Nuestra Señora la Blanca!... Daréle
a usted cuanto me pida; mire que va a morir. ¡Aguante, por la Virgen!
La vieja parecía no escucharla, murmurando llorosa:
—¡Al cabo los años que non fice mal nenguno, me temen los vecinos como
los rapaces al papón!...
Unos brazos nerviosos la levantaron de repente, y de un salto la posó
Ramona junto a la enferma, ya reclinada en el regazo de Florinda:
—¡Dele remedio!... ¡Aplíquele talismán!—gimió de hinojos la madre,
con las manos en cruz.
—¡Si non gasto sorterías, mujer!
Alguien aconsejaba:
—¡Dígale mas que sea una oración!
—¿Tién fístola?
—No lo sabemos...
La tía Gertrudis acercó sus cansadas pupilas al semblante de Marinela,
húmedo y descolorido como si estuviese lavado por los últimos sudores:
había sido inútil la aplicación del vinagre en las sienes y en los
pulsos.
Suspiró compasiva la anciana y recogióse un momento en solemne actitud
mientras aguardaban todos con ansiedad. De pronto comenzó a decir:
—«En el nombre del Padre, e del Hijo e del Espíritu Santo: tres
ángeles iban por un camino; encontraron con Nuestro Señor Jesucristo.
¿Dónde vais acá los tres ángeles? Acá vamos al monte Olivete y yerbas e
yungüentos catar para nuestras cuitas e plagas sanar: los tres ángeles
allá iredes; por aquí vendredes; pleito homenaje me faredes, que por
estas palabras precio non llevaredes esceto aceite de olivas e lana
sebosa de ovejas vivas... Conjúrote, plaga o llaga, que no endurezcas
ni libidinezcas por agua ni por viento ni por otro mal tiempo, que
ansí hizo la lanzada que dió Longinos a Nuestro Señor Jesucristo, ni
endureció ni beneció...»
Abrió los ojos Marinela, tan asombrados y tristes como si girasen ya
tocados por la muerte. Una impresión de maravilla inmovilizó a la
tertulia, y Ramona, febril fluctuando entre el odio y la gratitud,
preguntó a la vieja con ensordecido acento:
—¿Está ya liberada?
—¿De quién?
—Del diablo.
—Non tornes con embaucos, criatura, que paeces una orate: yo dije la
oración porque está bendita y es buena pa sanar si Dios la acoge. Agora
hay que levar aspacín a la rapaza, aconchegarla bien caliente y darle
un buen fervido. ¿Oyísteis?...
Bajo las dulces manos de Florinda iba Marinela recobrando el calor y el
pensamiento...
Aún permanece en mitad de la sala el lecho de la niña. Le comparte
la enfermera, abandonando, por difíciles de cumplir, las órdenes del
médico.
Ya _Mariflor_ no tiene bríos para cuidar a su prima en lucha con la
miseria y la ignorancia a todas horas; pero allí está vigilante junto a
ella, luego de haber tranquilizado a la familia.
Cuando ya la tempestad hubo cesado, abrió los postigos del balcón
para asistirse con la claridad de la noche: la luna, baja y fría,
reverberante sobre la nieve, iluminaba a Valdecruces con fantástica luz.
—¡Agua!—pedía ansiosa Marinela, y después con las manos en la
garganta, se dolía:
—¡Tengo un ñudo aquí!
Nerviosa y balbuciente hablaba del convento: sentía correr el agua del
jardín por los claustros, y le mareaba el olor penetrante de las flores.
—¿Quieres una?—murmuró—. Son para la Virgen... pero te daré esta
purpurina... ¿Oyes los cánticos?... Caen en acordanza... Atiende:
Yo soy una mujer, nací pequeña
y por dote me dieron
la dulcísima carga dolorosa
de un corazón inmenso...
¡Esa es la voz de la madre Rosario!... Tengo miedo a la luna... ¡mira
qué cara pone!... Vamos a laudar a Dios también nosotras; canta conmigo.
Y con tonos de diferentes canciones compuso una muy extraña, cuyo
estribillo se empeñaba en repetir:
Yo soy una mujer, nací pequeña...
El acento exaltado de la cantora resonó tristísimo en la estancia, y
_Mariflor_, saturándose de recuerdos y pesadumbres, logró persuadirla
de que no era religioso aquel cantar:
—Acuérdate que le trajo la farandulera.
—¡Ah, sí, sí...; una que tenía el corazón roto como yo!... Ven...
¡escucha!
Y ciñéndole a su prima los brazos al cuello, Marinela suspiró:
—¿Tienes escondido algún romance?
—No, mujer, ninguno.
—Pues oye mi secreto...
Yo tengo un corazón...
Esto no te lo digo a ti; se lo digo a Dios, ¡a Ése!
Volvióse la niña hacia la Cruz, alzada en el muro con la doliente
imagen del Señor, y quiso rezar; pero su entendimiento, obsesionado,
sólo conseguía dar forma a las endechas de la figuranta; y como
una ráfaga de lucidez alumbrase la disparatada oración, Marinela,
acusándose de herejía, acabó por llorar rostro a la Cruz.
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