Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo IV - 11

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Calderón estimaban á este gran poeta por deberle tantas creaciones
soberbias; consentían que su arte se sobrepusiera á su ciencia y á su
erudición; no ignoraban que aquélla no puede coexistir con las formas
duras de la realidad vulgar, sino, al contrario, que se mueve y vive,
allende la naturaleza ordinaria, en encantadas regiones, forjadas por el
poder enérgico de la imaginación. Si Calderón convertía á Parma en
residencia de una Princesa soberana, ¿había de preocuparse aquel
público de si esto era ó no permitido, con arreglo á la ley sálica? Si
en las fábulas de la antigua mitología entrelazaba rasgos é ideas
propias de la vida y del honor, predominantes en España, ¿podía ocurrir
á los espectadores pedirle cuenta estrecha de su conducta?
Teniendo, pues, presente las indicaciones anteriores, las inexactitudes
cronológicas é históricas de Calderón, que tanta extrañeza causan á la
crítica de nuestro siglo, han de considerarse bajo otro punto de vista,
juzgándolas hijas de fines poéticos más bien que de la ignorancia. Una
prueba palpable de que el fundamento de esos yerros contra la
cronología, etc., no siempre se han de mirar como resultado de la
ignorancia, nos lo suministran algunos pasajes de sus papeles cómicos,
por ejemplo, las palabras siguientes de _Los dos amantes del cielo_:
Un fraile... más no es bueno,
Porque aún no hay en Roma frailes.
A pesar de esto, no negamos que errores de la especie mencionada puedan
provenir verdaderamente, ya de ignorancia, ya de negligencia. Lo que hoy
se llama erudición en su sentido estricto, era desconocido de Calderón,
y, por tanto, había de incurrir en errores de poca importancia, debiendo
tenerse en cuenta, que la historia, especialmente de la antigüedad, y la
geografía de los países lejanos, no se conocía en su tiempo con la
exactitud que en el presente[81]. Los conocimientos de Calderón de
idiomas extranjeros, se limitaban al italiano y al latín. Si sabría
griego, y cuanto sabía de este idioma, debe ser negado; pero que su
lectura de escritores españoles, italianos y latinos, en particular de
todo lo relativo á aquello que podía ser útil á su actividad poética,
había sido grande, lo demuestra cualquier página de sus obras. Sabía
bien la historia de la Iglesia cristiana y de todas las tradiciones
relativas á la misma, así como la historia y las tradiciones españolas,
y era además muy instruído en la mitología antigua, siéndole familiares
las poesías heróicas románticas, y la poesía novelesca de los italianos.
Señalaremos luego cuáles fueron las remotas fuentes que utilizó, cuando
tratemos de sus composiciones aisladas, anticipando, no obstante, que
no puede sostenerse de ningún modo que Calderón tuviese ante sí, en
estos casos, el texto original. Nos referimos aquí tan sólo á las
fuentes primitivas que les suministraban sus primeros materiales, no
siendo siempre posible averiguar el medio, en cuya virtud llegaban á su
noticia.
[Illustration]
[Illustration]


CAPÍTULO VI.
Comedias religiosas de Calderón.--_El Príncipe constante._--_El
Josef de las mujeres._--_El mágico prodigioso._--_Las dos amantes
del cielo._--_El purgatorio de San Patricio._

Al examinar particularmente los dramas de Calderón, nuestro objeto
inmediato ahora, daremos la preferencia á las comedias religiosas.
Comprendemos bajo esta denominación, no sólo aquellos dramas, que se
llaman comedias divinas, con arreglo á la nomenclatura española, sino,
en general, todas aquéllas cuyo carácter predominante es el religioso.
En ninguna otra especie de sus dramas se muestra tan evidente la
superioridad de Calderón sobre todos sus contemporáneos, y en ninguna
otra como en ésta se ostenta con tanto brillo la grandeza y sublimidad
de su poesía. Las obras más notables de esta clase, escritas por otros
poetas anteriores, como _La fianza satisfecha_, de Lope, y _El condenado
por desconfiado_, de Tirso, ni en lo transcendental de su composición,
ni en el poderoso vuelo de la fantasía, pueden rivalizar con las obras
más notables y de igual género de Calderón. Mas para seguir al poeta
hasta la altura en que se sublima, para que no nos choque lo excéntrico
de sus ideas, nos es indispensable, como observamos antes en ocasión
análoga, transportarnos por completo á su época y juzgarla con sujeción
al espíritu del catolicismo español, origen de esta poesía.
Esa asimilación de las creencias de una época pasada, necesaria para
comprender rectamente las comedias religiosas anteriores, lo es mucho
más cuando se trata de las de Calderón, puesto que él ha utilizado esos
elementos, extraños para nosotros, de la vida religiosa de su tiempo,
poetizándolos de la manera más elevada, y no apareciendo ya á nuestra
vista con esa desnudez, que con frecuencia nos molestaba en las obras de
sus antecesores; pero justamente, bajo otro aspecto, la forma más
perfecta y artística, que reciben, y la más clara exposición de los
motivos, que le sirven de fundamento, contribuyen, á su vez, á que el
espíritu, que anima al conjunto, y á que las opiniones peculiares de los
españoles del siglo XVII, acerca de la religión, se manifiesten con
mayor transparencia y exactitud. Calderón, en sus ideas generales
religiosas, era el hombre de su pueblo y de su tiempo, y seguramente
puede ser calificado en rigor de legítimo representante de la forma
original y admirable, que adoptó en España la fe católica. Ese mismo
mundo maravilloso, creación de la ardiente fantasía de los pueblos
meridionales, se nos ofrece en sus obras, como se ostenta también, bajo
otro aspecto, y con colores tan brillantes, en los cuadros de Murillo;
nos encontramos en una región de ensueños y de encantos, entre visiones,
éxtasis y arrebatos ascéticos, en una palabra, en medio de esas
apariencias excéntricas de la religión, de que se reviste el fanatismo
en su aspecto más repugnante en los autos de fe; llevado, por otra
parte, á la sublimidad en las poesías de San Juan de la Cruz (admirables
por su profundidad y su alcance, rivales de las de los cantores sagrados
del Antiguo Testamento), hasta el extremo más brillante, que podía
inspirar en raras ocasiones la devoción y el amor divino. También en
Calderón se observa este claro-oscuro, porque si bien, por un lado, las
tendencias de _La devoción de la Cruz_ y de _El purgatorio de San
Patricio_, indujeron á exclamar al estimable, aunque algo parsimonioso,
Sismondi, que Calderón era el poeta de la Inquisición, al examinar, por
otro, algunos dramas suyos de la misma clase, como _El Príncipe
constante_ y _Crisanto y Daría_, podrán apellidarlo cándido y santo, y
añadir que, sin padecer injuria alguna del tiempo transcurrido, ha
compendiado en sí las flores más bellas de la civilización más elevada y
más tierna, evocando de su purísimo corazón el eterno amor de la
religión y del alma humana[82]. Se ha dicho que esta misma fe religiosa
eran la sangre y la vida de Calderón, y que á ella se deben las
emociones más apasionadas y profundas, que ha sabido evocar en los
ánimos. Este aserto es exacto, porque sus composiciones religiosas más
perfectas respiran esa sagrada unción, propia sólo del sentimiento más
íntimo y vehemente de lo eterno. Observamos en ellas, que son obra de un
espíritu consagrado á Dios, que, iluminado por el brillo radiante de una
sabiduría sobrenatural, traspasa con ese sagrado impulso los límites de
lo finito, penetrando en otro mundo de belleza inmutable, en donde la
religión y la poesía, como la estatua de Memnon saludaba á la aurora con
sus harmoniosos acentos, así también anunciaban aquéllas la próxima luz
de la eternidad. El poeta, con su corazón elevado y creyente, y con su
amor inmenso, rasga el velo que oculta á los ojos de los mortales el
reino de Dios; ábrese el cielo, lleno de nubes rosadas, que se mueven en
todas direcciones, y de rostros angelicales resplandecientes, iluminando
al linaje humano esos rayos sagrados, hasta los abismos más profundos de
lo finito, hasta que todas las miserias de la tierra desaparecen ante el
esplendor del astro del cielo. Ningún poeta ha logrado producir afectos
tan intensos, ni emociones tan vivas, como Calderón lo ha hecho en estas
tragedias religiosas, y nadie, como él, ha desvanecido el error de esa
opinión vulgar de que los tormentos de los mártires no pueden servir
para desenvolver con ellos una acción trágica. Sus héroes no buscan la
muerte por motivos criminales, sino, al contrario, salen á su encuentro
impulsados por la fe más pura y por los afectos más nobles; no
insensibles, cuando esperan y cuando temen, no, sino llevando en su
corazón amor todopoderoso y confianza inmutable en la grandeza de la
Divinidad; y así, entre el tumulto de los demás hombres, que luchan
entre sí sin descanso, atraviesan los cementerios, llenos de cadáveres,
y los campos de batalla de la tierra; nubes tempestuosas, pesadas y
sombrías, vuelan por debajo, y no sin esfuerzo se arranca su alma eterna
de lo finito que le rodea; pero la fe los precede y los ilumina con su
antorcha, y, cobrando fuerzas del poder divino de la religión, apuran
sin murmurar la copa de la amargura; elevándose, en virtud del
sentimiento de su unidad con lo eterno, ven disiparse bajo ellos, como
vanas sombras, los dolores y las alegrías mundanales; y ante los rayos
divinos que los iluminan, siempre más brillantes, abandonan su condición
mortal, y, llenos de gloria, y coronados de blancas rosas, penetran en
triunfo por las puertas de la muerte, que se abren para dar paso á los
bienaventurados, que los reciben con sus palmas victoriosas.
Si de esta indicación de una clase de los dramas religiosos de Calderón,
nos fijamos en éstos, en general, observaremos que su superioridad,
cuando se comparan con obras análogas de poetas anteriores, no consiste,
por lo común, en la mayor pureza y elevación de sus sentimientos
religiosos, en aquello en que coinciden lo verdaderamente católico y lo
genuinamente cristiano (porque nuestro poeta desenvuelve con frecuencia
los dogmas más tenebrosos de su comunión), sino en que lo perfecciona
todo con plástica incomparable; que lo aplica con arte singular á sus
materiales, harmonizándolos entre sí, y, valiéndose de su sentido
profundo y de sus encantos románticos, reviste á las historias
milagrosas, que ofrece, con la gloria de la visión del San Antonio de
Murillo, distinguiéndose bajo este aspecto de tal modo, que la
literatura española, en toda su extensión, apenas cuenta con alguna que
otra obra que pueda igualarse á las suyas.
Como se nos censuraría acaso de parciales por estos poemas religiosos
(si bien señalamos con insistencia, cuando es necesario, sus aislados
defectos y redundancias), copiaremos el juicio formado acerca de ellos
por un crítico competente. «En los dramas religiosos de Calderón--dice
el célebre Carlos Rosenkranz,--reina la mayor variedad, y en ellos ha
condensado el poeta sus pasiones y pensamientos más profundos. Todas las
grandezas del catolicismo toman aquí las formas más brillantes; se
revisten del mágico color de una fantasía tan inagotable como fecunda, y
respiran los afectos más dignos y más nobles. La fe, como la certeza
infalible de Dios, ha desterrado de ellos todos los elementos, cuya
conservación es superflua, y de aquí que, en estas poesías, se observe
cierto resplandor vaporoso y sorprendente, como si el mundo
desapareciera en otro sobrenatural de dicha y bienandanza.»
Las obras de esta clase son:
_El Príncipe constante._--El suceso histórico que se refiere en este
drama, se halla, con arreglo á sus fuentes, en el tomo I, _Histoire du
Portugal_, París, 1735, por De la Clede, y en el breve y excelente
escrito, titulado _Vida del Príncipe constante_, tomada de la crónica de
su secretario Joan Alvarez, y de otros datos: Berlín, 1827[83]. La
lectura de estas obras demuestra que Calderón, en lo más esencial, ha
respetado esta historia en su poesía, añadiéndole sólo algo conforme en
todo á la índole del conjunto.
Vamos, pues, si podemos, á exponer de una manera compendiosa su
argumento. El Infante portugués Don Fernando, gran maestre de la orden
de Avis, desembarca, con su hermano Enrique y un ejército, en las
costas de Africa. Una profecía, de que esta expedición será desgraciada
para Portugal, y otros presagios funestos, han infundido en los soldados
inquietud, temor y tristeza; pero Don Fernando manifiesta al punto la
grandeza de su alma y su confianza en Dios, disponiendo sus huestes para
pelear contra los infieles, y haciendo prisionero á Muley, general
enemigo. En su comportamiento con el prisionero, cuyo caballo ha caído
muerto, da á conocer la delicadeza de sus sentimientos, y su espíritu
verdaderamente caballeresco, llevándolo en su misma cabalgadura. Muley,
animado con su conducta, le abre su corazón y le cuenta que ama á la
hija del rey de Marruecos, á la bella Fénix, y que teme que ésta,
durante su cautiverio, sea obligada por su padre á dar su mano á otro.
Don Fernando, al oirlo, le concede al punto la libertad, y Muley se
aleja de su lado lleno de alegría, y dando las gracias á su generoso
adversario; escena sublime, propia de aquella caballería romántica de
las guerras civiles de Granada, y hasta en sus palabras se nota cierto
colorido semejante al de los romances moriscos. Los infieles se acercan
entonces con fuerzas más numerosas, y el ejército cristiano es vencido
por completo. Don Fernando, después de haber peleado con valor, se
rinde y es llevado á Fez en rehenes, declarando el Monarca mahometano
que sólo podrá rescatarlo la entrega de Ceuta, con cuyo objeto envía Don
Enrique á Portugal para negociarla. Don Fernando replica en seguida que
no consiente en ser rescatado á este precio, y encarga á su hermano con
insistencia, al despedirse de él, que nunca olvide sus deberes de
cristiano. Entonces comienza la serie de pruebas, que ha de sufrir el
cautivo, aunque al principio lo trate el Rey con atención. Muley, por el
agradecimiento que le debe, y cuyo amor á la princesa Fénix está
enlazado con el argumento del drama, hace cuanto puede para libertarlo,
pero no lo consigue. Al fin llega la noticia que el rey Eduardo de
Portugal ha dispuesto en su lecho de muerte que Ceuta sea entregada al
punto, para rescatar al Infante del cautiverio. Don Enrique viene con
los poderes necesarios para cumplir la voluntad del soberano; pero Don
Fernando, en vez de sentir alegría por su libertad, declara en un fogoso
discurso, de la más sublime inspiración, que prefiere morir en su
ignominioso cautiverio á sufrir que pase á poder de los infieles una
ciudad cristiana. El magnánimo Príncipe hace pedazos los poderes, y el
rey de Fez extrema sus rigores disponiendo que Don Fernando lleve
pesadas cadenas, y que, como los demás esclavos más viles, ejecute los
trabajos más penosos. La grandeza de alma del mártir, que, sin murmurar,
sufre los dolores más intolerables, resplandece después en todo su
brillo. De belleza incomparable es la escena, en que, trabajando como
esclavo en los jardines reales, ofrece flores á la princesa Fénix, y
ambos, en un diálogo lleno de tierno entusiasmo, y bajo el símbolo de
las estrellas y de las flores, comparan lo infinito con lo transitorio
del mundo real; una escena, que, como dice J. Schulze, «nos arrebata de
la tierra, entrelazando todo lo mundano en una corona fúnebre, y
llevándonos del vasto cementerio de nuestro planeta, abundante en
sepulcros, á la patria eterna de las almas.» El Príncipe sucumbe al fin
á tantos dolores y sufrimientos, acumulados en su persona; lo vemos en
el peldaño más bajo de la humillación; la majestad y hasta la grandeza
de su alma parecen extinguirse, y, sin embargo, dura su constancia. El
poeta, al describir la miseria de Fernando, no evita lo repugnante y lo
horrible, sino que, al contrario, al trazar con tan vivos colores la
imagen de la grandeza caída, ostenta en todo su esplendor el arte
verdadero. El Rey pasa por el camino, en que está Fernando, pidiendo
limosna á los transeuntes. El mismo tirano no puede menos de
compadecerle, considerando el estado en que se halla la víctima de sus
rigores, cuando hasta el Infante parece haber olvidado su regia
alcurnia, y no oye á quien lo llama. De repente brilla de nuevo el alma
del Príncipe en toda su pureza y sublimidad; su espíritu casi se ha
despojado de los lazos mortales, que lo encadenan, y la muerte le hace
prorrumpir en palabras de una energía indescriptible, como si viniesen
del imperio de lo eterno, y anunciasen la verdad, también inmutable.
«¿Cómo es posible--dice J. Schulze--encontrar palabras bastante
expresivas, para alabar como se merece al poeta, que ha sabido hacer
brillar el espíritu divino de su héroe, ofreciéndolo en toda su
desnudez, desde el abismo del oprobio y de la humillación más completa,
de tal manera, que el astro de este hombre celestial aparezca más
esplendente en medio de la noche más obscura?» Esta escena es de las más
sublimes, que ha creado hasta ahora la poesía, demostrando lo que nunca
se ha representado en esa forma: la grandeza espiritual y moral
reduciendo á polvo, por su superioridad, á todo lo terrestre, y
manifestando y descubriendo lo divino en la suprema elevación del alma
humana.
Después que vemos á Fernando con toda la majestad de un caballero,
consagrado á Dios, siente que sus fuerzas terrestres le abandonan; ya
no puede acercar á sus labios el pan que le ofrece uno de sus compañeros
de sufrimiento, y se lo llevan para enterrarlo con el traje de su orden,
con arreglo á sus deseos. Cuando llega un ejército portugués ante los
muros de Fez para libertarlo, ha dejado ya triunfante todos los vínculos
terrenales. Se han borrado los límites de lo finito, pero permanece
inmutable lo eterno. Fernando, ya lleno de gloria, abandona su sepulcro,
se aparece á los soldados de la Cruz con una antorcha en la mano, y los
guía á la victoria. Jamás se ha presentado en la escena una aparición de
efecto tan portentoso, y este magnífico desenlace reviste á toda esa
admirable tragedia de una aureola divina, como lo más sublime que ha
producido jamás la poesía cristiana. Si hay alguna obra digna de ser
guardada en el santuario más recóndito del arte, es, sin duda, _El
Príncipe constante_, porque el poeta ha prodigado en ella todos sus
encantos hasta un extremo inconcebible, empeñando todas sus fuerzas en
componer una obra maestra de perfección sin igual y superior á las
facultades humanas; la devoción y la fe, como el sonido solemne del
órgano, llenan su conjunto y parecen imprimirle su carácter divino,
celebrando lo terrestre y su transfiguración más elevada, y convirtiendo
los dolores y las lágrimas, himno que pronuncian los labios del mártir
moribundo, en cántico de adoración y de júbilo[84]. Tales son las
palabras que nos sugiere nuestro sentimiento, excitado por la obra más
eminente de uno de los más grandes poetas de todos los tiempos,
costándonos no poco esfuerzo recobrar de nuevo la tranquilidad de
espíritu necesaria para analizar y criticar las demás creaciones suyas.
_El Josef de las mujeres_[85].--Este drama notabilísimo se distingue por
la energía de su concepción y por la plenitud de la vida de su
pensamiento, no menos que por la perfección de su estructura externa,
calculada para hacer en el teatro el mayor efecto. En la escena primera
vemos á Eugenia, maestra de filosofía en Alejandría, reflexionando en su
estudio sobre las palabras de la epístola de San Pablo: _Nihil est
idolum in mundo, quia nullus Deus est nisi unus._ La docta pagana no
puede comprender la significación de esas palabras, y vacila entre su
adhesión á la creencia heredada de sus padres, y el impulso misterioso
de su corazón, que la induce á desear otra más profunda y verdadera.
Preséntansele dos apariciones: una la del anciano Eleno, que profesa el
cristianismo, y que intenta atraerla á la nueva religión, y la otra la
del Demonio, que se propone engañarla. Un ruido que se oye detrás de la
escena, ahuyenta á las dos sombras: llega Filipo, el padre de Eugenia;
nota que su hija tiene un libro cristiano ante los ojos, y se llena de
cólera, porque es celoso perseguidor de la nueva secta. Poco después
viene también el joven Aurelio, amante de Eugenia, y que se ha separado
hace poco de una expedición emprendida para extirpar el cristianismo,
con la esperanza de congraciarse el favor del padre de su amada.
Eugenia, absorbida por completo en las reflexiones que han hecho nacer
en ella los dos espectros, ni hace mucho caso de la cólera de su padre,
ni presta grande atención á las pretensiones de su amante. No mucho
después, se juntan en la casa de Filipo cierto número de mancebos y
doncellas para una fiesta y una especie de academia poética en honor del
príncipe Cesarino, hijo del Emperador. También éste aspira al amor de
Eugenia, suscitándose entre él y su rival Aurelio un desafío, en que
este último sucumbe. Apenas cae el muerto, se presenta el Demonio y se
lleva el cadáver; pero de tal suerte, que se levanta de nuevo con vida,
creyendo corromper más fácilmente á Eugenia y conquistar su alma.
En el acto segundo, Eugenia, obediente á las sugestiones de su
conciencia, se nos ofrece en los desiertos de la Tebaida para instruirse
en el cristianismo, oyendo á sus antiguos solitarios; Aurelio, ó más
bien el Demonio bajo su forma, la sigue y se empeña primero en
pervertirla con lisonjas, y después empleando la fuerza; pero Eleno,
dotado de poder maravilloso, se la arrebata, y se la lleva por los
aires. Las escenas inmediatas nos la presentan ya del todo cristiana y
en traje de ermitaña; Filipo se acerca con un ejército, organizado para
la extirpación del cristianismo, y prende, entre otros prosélitos de
este culto, tan odiado por él, á su misma hija, y, sin conocerla, se la
lleva cautiva. En esta prisión se ve obligada á sufrir las pruebas más
duras; pero las soporta con paciencia, y resiste con tal firmeza á todas
las tentaciones con que, para seducirla, la rodea el Demonio, que
obtiene el nombre de Josef de las mujeres. Nadie imagina que es Eugenia,
á quien se cree muerta á causa de su desaparición repentina, y á la
cual, por orden del príncipe Cesarino, ha de levantarse un templo como á
una divinidad. El Demonio es también el forjador de estos planes,
esperando que la víctima elegida por él, pero firme siempre en su
propósito, sucumbirá al cabo al doble empuje de la vergüenza, por una
parte, y de la vanidad, por otra. Pero justamente el momento de su
esperado triunfo lo es el de su humillación y su derrota. Prepárase la
fiesta; acude la muchedumbre al templo, y se presenta la estatua de la
presunta muerta; pero entonces se descubre Eugenia, no para recibir la
adoración, que se tributa á su imagen, sino para confesar públicamente,
aunque con humildad, su fe en el Salvador; no para disfrutar de las
grandezas terrenales, que Cesarino le ofrece en sus brazos, sino para
sufrir el martirio. El altar pagano se derrumba al hacer su confesión;
el Demonio abandona el cuerpo de Aurelio, que cae de nuevo en tierra sin
vida, y los sayones de Filipo, enfurecido, así como los de Cesarino,
furioso al ver que desprecian su amor, se apoderan de Eugenia y de los
demás cristianos para llevarlos al suplicio, y viéndose, á su desenlace,
en la gloria á estos nuevos santos.
_El mágico prodigioso_[86].--Esta es una de las obras más sublimes de
Calderón, y una de las más magistrales, creadas hasta aquí por la
poesía. Cipriano, dudando de la naturaleza de la Divinidad, y, no libre
de las tinieblas del paganismo, en su ignorancia, lleno de sospechas y
presentimientos, busca la verdadera fe. Para apartarlo del camino de su
salvación, se le presenta Satanás en figura de un caballero, é intenta
disipar sus dudas acerca de la verdad de las creencias gentílicas. El
seductor cede á los razonamientos victoriosos de Cipriano, y forma
entonces el plan de pervertir á su adversario por medio de goces
sensuales. Justina, hija de una mártir cristiana, es elegida para este
objeto, y para ser también la segunda víctima del infernal corruptor. El
plan se pone al punto en ejecución. Floro y Lelio, dos jóvenes
enamorados ciegamente de Justina, pero no correspondidos por ella,
invocan la mediación de Cipriano. Este accede á sus ruegos, pero siente
en seguida una pasión furiosa por la bella cristiana. Mientras que los
dos amigos esperan delante de la casa de Justina la respuesta decisiva
que ha de traerles, se descuelga del balcón de la casa el Demonio para
manchar la reputación de Justina, y, en efecto, lo consigue, en cuanto
Floro y Lelio conciben sospechas de su conducta, y renuncian á ella.
Cipriano, rechazado por la cristiana, se refugia lleno de desesperación
en un lugar desierto á la orilla del mar; los elementos se desencadenan,
como lo están también los afectos en su corazón; ve un buque en el mar
alborotado, que se hace pedazos contra un peñasco, y un hombre que se
salva nadando hasta alcanzar la ribera. Es el mismo Demonio bajo otra
forma. Este, valiéndose de imágenes, traza la historia de su rebelión
contra Dios y de su caída; insinúa con astucia cuán grande es su poder
en la naturaleza, y de este modo se propone atraer á sus redes á
Cipriano, ansioso de satisfacer su pasión. Sigue á esto la venta de su
alma con sangre, y, en su consecuencia, la promesa de poseer seguramente
á Justina. Pero el Demonio sabe que sus artes son inútiles ante una
voluntad enérgica, y comienza en seguida á pervertir á Justina; de lo
profundo del infierno evoca la muchedumbre de sus lascivos servidores
para perderla con visiones lúbricas; pero á pesar de lo voluptuoso de
los cánticos de aquellas voces aéreas para corromperla, no consigue su
objeto, y Satanás deja el campo avergonzado. Cipriano ensaya entonces
sus artes mágicas, recientemente aprendidas; preséntasele una figura con
las facciones de Justina, pero el poder del Demonio sólo alcanza á
enviarle su imagen aparente; corre detrás de la fantasma, le arranca el
velo que la cubre, y encuentra el esqueleto de un muerto que le anuncia
lo transitorio de todas las cosas terrestres. Horrorizado y confuso,
conoce entonces que en su ansia de placeres mundanos sólo le espera al
fin la muerte, y declara á Satanás que el trato hecho con él es nulo, no
habiendo cumplido lo pactado. El Demonio le confiesa trémulo que Justina
se halla bajo la guarda de un poder superior al suyo, y á las preguntas
é instancias de Cipriano, se ve forzado á responder que este Sér
superior es el Dios de los cristianos. En su angustia invoca entonces
Cipriano á este Dios, y su invocación desvanece el encanto en que
Satanás lo ha envuelto. Satanás abandona el campo, y Cipriano se refugia
al punto en una montaña para recibir el Bautismo de un ermitaño
cristiano; después, ansiando sufrir el martirio, se presenta en
Antioquía como confesor de las verdades cristianas, y es condenado á
muerte. Justina ha sido ya encarcelada por igual motivo. Ambos se
encuentran en el camino del suplicio; asegúrale ella, en un discurso
inspirado, que, con él, su muerte y su martirio, anula su pacto anterior
con el Demonio, alcanzando la gracia infinita de Dios, y así se dirigen
juntos al cadalso para sacrificar su vida por la verdad infinita.
Satanás, cabalgando en una serpiente, se presenta, después de ser
decapitados ambos, en el sangriento lugar del suplicio, y anuncia que,
vencido por un poder más fuerte que el suyo, ha sido derrotado en la
lucha, salvándose Justina y Cipriano[87].
_Los dos amantes del cielo._--Es un drama que conmueve nuestras fibras
más sensibles, como el anterior nos aterra y horroriza. La dulzura
sobrenatural y la pureza de sentimiento, prodigados en este drama, nos
revelan con los colores más bellos la piedad del noble poeta. La leyenda
de Crisanto y Daría es contada por _Surius de prob. Sanctorum
Historiis_, tomo V, pág. 948: ed. Colon., 1578. Puede verse también á
_Gregorius Turonensis, gloria beatorum martyrum_, cap. 38, y _Les vies
de Saints_, tomo VII, pág. 385: París, 1739. Lo más substancial de la
tradición es lo siguiente: Crisanto, hijo del senador romano Polemio, se
dedica con afición á los estudios filosóficos; los Evangelios llegan
casualmente á sus manos, y su lectura le hace tal impresión, que cae en
profunda melancolía. Para resolver las dudas que le asedian, recurre al
presbítero cristiano Carpóforo, que lo instruye en la nueva doctrina, lo
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