Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo IV - 07

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la minoría de Carlos II se vió ya, en toda su desnudez, la extraña
decadencia de la monarquía española, disimulada hasta entonces por su
brillo exterior. Y ¿cómo era posible detener al Estado en la pendiente,
por donde se encaminaba á su ruína, cuando las riendas del Gobierno se
encomendaron á María Ana de Austria, mujer débil y dominada por
intrigantes, cuando tan difíciles de manejar habían parecido á Felipe
III y á Felipe IV? La deuda pública, por efecto de las guerras
continuas, se había acrecido en una proporción monstruosa, y la
despoblación había caminado al mismo paso: necesitábanse inagotables
riquezas, sólo para encubrir algún tanto su ruína, y lo peor era que no
existían tales riquezas. Las posesiones de España en los Países Bajos se
habían disminuído de tal manera, que, para regirlas y sostenerlas,
hacían falta sumas más cuantiosas que las que producían; las vastas
provincias del Nuevo Mundo destacaban, á la verdad, sus rayos sobre la
Corona de Castilla, envolviéndola en una aureola de aparente poderío, no
de acuerdo con su utilidad real, porque, á causa de su organización
defectuosa, estaban hacía tiempo en manos de aventureros y de
gobernadores poco fieles; y la guerra sistemática, que, en los mares de
América, hacían á España, Inglaterra, Holanda y Francia, absorbía por
completo todas sus rentas. Ya bajo Felipe IV se manifestaban, sin duda,
los síntomas, que anunciaban esta disolución nacional, y su política no
fué muy favorable ni meritoria para el bien del Estado; pero las muchas
y brillantes cualidades de este Príncipe, y sus esfuerzos, dignos de
loa, en otros terrenos, lo habían hecho, hasta cierto punto, glorioso.
Toda la monarquía participó también de esta gloria, y así se pudo
disimular, en la apariencia, la corrupción creciente de todo el cuerpo
social. El sentimiento nacional, sin embargo, fuente de todo lo grande,
que ha producido la literatura española, subsistía siempre, y España
estaba siempre para él á la misma altura, en poder y en fama, que en la
época de Carlos V. ¿Cómo no debía cambiar pronto todo, cuando ese
imperio poderoso, acosado por fuera por sus enemigos, y próximo á la
consunción en su vida interior, no contaba con más apoyo que con un niño
débil bajo la tutela de su madre? ¡Y cuando la corte, que debiera
haberse distinguido por su energía extraordinaria, era el asiento de la
indolencia, y el foco de miserables intrigas! Vana en breve fué también
la esperanza, de que los negocios tomarían mejor sesgo, en cuanto
ocupase el trono Carlos II, porque, á la verdad, pocas personas podían
acariciar tales ilusiones, sabiéndose cuáles eran las cualidades
desdichadas de entendimiento y de carácter del último soberano de la
dinastía de los Ausburgos. Perezoso y sin voluntad, incapaz de
desplegar actividad intelectual y de disfrutar de los placeres más
nobles del alma, ascendió al trono esta sombra de Rey, que se deshacía á
las llamas del último auto de fe, mientras los dominios españoles, unos
tras otros, pasaban á manos extrañas, y mientras sus parientes de las
casas de Borbón y de Ausburgo esperaban inquietos ocupar la herencia
vacante. Bajo estas circunstancias menester era que ese imperio, largo
tiempo la primera potencia política de Europa, decayese más y más en la
estimación general, y que hasta el español más orgulloso no pudiese ya
acariciar ilusiones opuestas á la decadencia de su patria. Esta
situación lamentable de los negocios de España, como era de suponer,
había de influir también en su literatura.
El amparo del Monarca, sin embargo, favoreció todavía al teatro por
largo tiempo. Más adelante veremos en la vida de Calderón que la corte
de Carlos II le dió el encargo de escribir diversas obras para fiestas
reales; leemos también, que, á costa de la casa Real, se dieron al
pueblo algunas representaciones teatrales.[57] Parece, sin embargo, que
estas muestras de benevolencia al arte dramático, fueron más bien
efecto de la costumbre ó de la vanidad que verdadera inclinación hacia
el mismo; y aunque ese apoyo del trono hubiese sido más poderoso de lo
que fué en realidad, nunca hubiese podido impedir que la poesía
dramática participase de la decadencia general de la nación y de su vida
intelectual. De un pasaje de la comedia de Moreto, _La ocasión hace al
ladrón_, aparece claramente cuánto había disminuído la afición y la
estimación del público á la literatura dramática bajo circunstancias tan
desfavorables, y cuánto menor no era ya la actividad de los poetas
dramáticos para satisfacerla.[58] En él encontramos la siguiente queja:
DON MANUEL.
...Muy pocas (comedias) vemos,
Sino cual y cual, de alguno
Que por superior precepto
Escribe para Palacio;
Pero con tan alto acierto
De novedad, que parece
Se está excediendo á sí mesmo.
DON PEDRO.
¿Ese es Calderón?
DON MANUEL.
Sin duda,
Que sólo puede su ingenio
Ser admiración de cuantos
Bebieron el sacro aliento.
DON PEDRO.
No tiene esa facultad
La estimación que otros tiempos.
DON MANUEL.
Y de eso nace el no haber
Quien á estudios tan supremos
Dé la atención; sino miren
Con qué laureles y premios
La antigüedad celebraba
A los varones de ingenio.
* * * * *
* * * * *
DON PEDRO.
................ ¡Oh, mudanza
De la edad, que lo que un tiempo
Fué divina estimación,
Es hoy casi vituperio!
Aun cuando no se puede negar la decadencia de la literatura dramática en
España en el reinado de Carlos II, sin embargo, este período de la
historia del teatro español está unido al precedente con tantos
vínculos, que es imposible separarlos. Calderón, Rojas y otros muchos
poetas importantes siguieron escribiendo para el teatro; y si bien sus
últimas obras no son iguales á las primeras, hasta las producciones más
débiles de estos maestros tienen títulos suficientes para ser incluídas
en la edad de oro del teatro español. De los nuevos poetas dramáticos,
que aparecen en este período, ninguno, sin duda, puede elevarse al
rango de Lope, Tirso, Alarcón, Calderón, Rojas y Moreto, y, por lo
general, ninguno de ellos se distingue tampoco por su talento original,
aunque, bajo otros aspectos, tampoco deban considerarse sus obras como
desprovistas de todo mérito. El mediodía del drama español había pasado
ya; pero su sol, al ponerse, lanzaba todavía algunos rayos brillantes.
Sus últimos resplandores desaparecieron en el siglo XVIII, y á causa de
la guerra de sucesión, su vida propia se extinguió ya por completo,
comenzando un nuevo período, del cual se puede decir con certeza que no
pertenece ya á la edad de oro del teatro español.
[Illustration]
[Illustration]


CAPÍTULO III.
CALDERÓN.--Carácter general de sus obras dramáticas

La ampulosa apología de Calderón[59], escrita por Vera Tassis, es casi
la única fuente para conocer la biografía de este hombre extraordinario.
El amigo del gran poeta, y primer editor de sus obras, hubiera merecido
mayor gratitud de la posteridad, si hubiera empleado el tiempo, que
destinó á sus pomposos y alambicados elogios, en recoger noticias
biográficas más completas de su vida. Las más importantes, que ofrece,
son las siguientes:
D. Pedro Calderón de la Barca nació en Madrid el día 17 de enero del año
de 1600.[60] Descendía, por la línea paterna, de una familia noble de
los antiguos hijodalgos del valle de Carriedo, en las montañas de
Burgos. Si se recuerda el origen de Lope de Vega, no dejará de llamar la
atención la singular coincidencia, de que los dos poetas dramáticos, más
famosos de España, fuesen oriundos del mismo pequeño y oculto valle. La
familia de Calderón estuvo domiciliada al principio en Toledo, y
posteriormente, á causa de ciertas desavenencias que surgieron entre
sus miembros, se trasladó al lugar mencionado del Norte de España. El
nombre de su padre era el de Don Diego Calderón de la Barca y Barreda.
Casóse éste con Doña Ana María de Henao y Riaño, descendiente de unos
caballeros flamencos que se establecieron en Castilla, y parienta de los
Riaños, infanzones de Aragón. Fruto de este matrimonio fué nuestro D.
Pedro. Estudió las primeras letras en el gran Colegio de la Compañía
(una Escuela de jesuitas de Madrid), y pasó después, muy joven, á la
Universidad de Salamanca, en donde se dedicó á sus estudios con
incansable aplicación. Las ciencias, á que se consagró particularmente
con más celo, fueron las matemáticas, la filosofía y el derecho civil y
canónico. Su talento poético debió manifestarse muy pronto, puesto que
cuando tenía poco más de trece años escribió ya su primera comedia,
titulada _El carro del Cielo_, asegurando Vera Tassis, que, antes de
cumplir los diez y nueve años, había hecho época con sus comedias en el
teatro español. En los años de 1620 y 1622 tomó parte en el certamen
poético, celebrado con motivo de la beatificación y canonización de San
Isidro[61].
A los diez y nueve años abandonó la Universidad y se trasladó á Madrid,
en donde muchos grandes le dispensaron su favor, y á los veinticinco
entró, por su propia inclinación, en el servicio militar, y estuvo en
Milán, y después en Flandes. Es muy probable que en esta época
escribiera la comedia titulada _El sitio de Breda_, que se representó en
los teatros de Madrid, poco después de la rendición de esta plaza, en 2
de junio de 1625. No se sabe cuánto tiempo sirvió en el ejército
español. Sólo consta que el rey Felipe IV lo hizo venir de los
campamentos á la corte para ocuparlo en el teatro, su recreo favorito,
encargándosele especialmente la composición y dirección de las fiestas
dramáticas, que se celebraban con gran lujo, casi siempre, en el palacio
del Buen Retiro.
Su fama poética era ya tan grande en el año de 1630, que Lope de Vega,
considerándolo como su digno sucesor, dice de él en _El Laurel de
Apolo_:
En estilo poético y dulzura,
Sube del monte á la suprema altura.
Por premio de sus servicios fué este poeta nombrado en 1637 caballero
del hábito de Santiago. Cuando en 1640 se movilizaron los caballeros de
esta orden, dispensóle el Rey de sus obligaciones guerreras, y le
encargó que escribiese el drama _Certamen de amor y celos_; pero
Calderón quiso cumplir con ambos deberes: terminó la comedia en breve
plazo, y tuvo tiempo para seguir las tropas á Cataluña, en donde sirvió,
en compañía del duque de Olivares, hasta la conclusión de la campaña.
Regresó después á la corte, y entonces, como antes, se consagró con
particular afición á escribir para el teatro. En el año de 1649 recibió
la comisión de trazar y describir el arco de triunfo, erigido para la
recepción de Doña Mariana de Austria. Dos años más tarde se hizo
sacerdote, sin renunciar por esto á su antigua ocupación de poeta
dramático; el Rey le concedió una plaza de capellán en Toledo, de la
cual tomó posesión el 19 de julio de 1653, y en 1663, para tener al
poeta más cerca de su persona, le concedió otra plaza en la capilla
Real, añadiendo luego, para aumentar sus emolumentos, las rentas de un
beneficio en Sicilia.
Así pudo Calderón entregarse tranquilo á la composición de sus obras
poéticas. Por espacio de treinta y siete años escribió los autos
sacramentales para la festividad del Corpus en Madrid, y largo tiempo
también los autos para Toledo, Sevilla y Granada, hasta que, como Vera
Tassis dice, cesaron esas solemnidades en las ciudades mencionadas.
Aunque este género poético convenía, particularmente, á su profundo
sentimiento religioso, y estaba en harmonía con su estado eclesiástico,
no abandonó por esto, hasta una edad avanzada, la composición de dramas
mundanos y otras poesías. Su biógrafo asegura que el número de sus autos
ascendió á más de ciento, y el de las comedias á más de ciento veinte;
enumera, además, doscientas loas sobre asuntos mundanos y religiosos;
cien sonetos é infinitas canciones, romances, sainetes y otras poesías
sobre diversos asuntos, mencionando, por último, una descripción de la
entrada de la Reina madre, un poema sobre las _Cuatro novísimas_, un
tratado sobre la nobleza de la pintura, y otro en defensa de la comedia.
Más adelante tendremos tiempo de discutir la exactitud de estos datos,
en cuanto se refieren á sus obras dramáticas. Sus comedias se
imprimieron al principio aisladamente; pero se coleccionaron primero
doce en 1635, y otras doce en 1637[62], y estas mismas se reimprimieron
después en la edición titulada _Comedias de D. Pedro Calderón de la
Barca, recogidas por D. José Calderón y hermanos_. Parte 1.ª y 2.ª:
Madrid, 1640. Los tomos III y IV aparecieron respectivamente en 1664 y
1672. La primera edición incompleta que se hizo de los autos, lo fué en
Madrid en 1637. La mayor parte de las obras de Calderón era inaccesible
á la generalidad de los lectores, y lo que se imprimió se mutiló en
parte, de la manera más lamentable, para satisfacer las exigencias de
los libreros; también se le atribuyeron muchas obras apócrifas. El deseo
de poseer una edición completa de sus escritos, movió al duque de
Veragua, virrey de Valencia, Mecenas y amigo de la poesía, á dirigirse
al mismo poeta para que le hiciese un catálogo de las auténticas. Esta
carta, así como su contestación, son de la mayor importancia y el más
seguro fundamento para conocer el número de las obras de Calderón, por
lo cual la insertaremos en el apéndice á esta parte de nuestra historia,
que ha de ocuparse también en investigar la cronología de las comedias
de Calderón.
Sólo hay noticias muy escasas acerca de los últimos años de su vida, sin
duda porque llevó una existencia sosegada y tranquila, consagrado por
completo á la religión y á las musas. A falta, pues, de descripciones
más interesantes é instructivas, que tan deseadas son cuando se trata de
hombres eminentes, se leerá, acaso, como dato curioso el que sigue, de
una antigua obra francesa de viaje[63].
«A la noche (cuenta este viajero) llegaron á mi casa el marqués de
Eliche, hijo mayor de D. Luis de Haro, y M. de Barriere, y me llevaron
al teatro. La comedia que se representó era ya conocida y de poco
mérito, aunque compuesta por D. Pedro Calderón. Después hice una visita
á este mismo Calderón, que pasa por ser el poeta más eminente, y el
ingenio más distinguido de España: es caballero de la Orden de Santiago,
y capellán de la capilla de la Reina de Toledo; pero deduje de su
conversación, que, en punto á conocimientos, estaba muy atrasado.
Discutimos largo tiempo sobre las reglas de la comedia, desconocidas en
esta nación, y despreciadas por los españoles.»
Calderón entró en el año de 1663 en la hermandad de San Pedro,
aplicándose con diligencia á desempeñar este cargo eclesiástico, y
dejando á esta congregación, en su testamento, heredera universal de su
cuantiosa fortuna. Mucho debió afligirle la muerte de Felipe IV, por
perder en él, no sólo su constante favorecedor, sino casi un amigo. Sin
embargo, duraron sus relaciones con la corte, y se le encomendaron
siempre, como antes, las fiestas dramáticas que se celebraban alguna vez
en las ocasiones más solemnes. Su último drama fué _Hado y divisa_.
Murió el 25 de mayo de 1681[64]. Sus restos mortales fueron sepultados
en la capilla de San Salvador.
La extrema admiración, que excitó en sus coetáneos, le acompañó hasta su
muerte, y así aparece de las palabras, que copiamos á continuación, con
que Vera Tassis termina el elogio de su amigo, y que, á pesar de su
hojarasca, revelan un sentimiento profundo. Dice así: «Este fué el
oráculo de la corte, el ansia de los extranjeros, el padre de las musas,
el lince de la erudición, la luz de los teatros, la admiración de los
hombres, el que de peregrinas virtudes estuvo adornado siempre, pues su
casa era el abrigo de los desvalidos, su condición la más prudente, su
humildad la más profunda, su modestia la más elevada, su cortesía la más
atenta, su compañía la más segura y provechosa, su lengua la más cándida
y honrada, su pluma la más cortesana de su siglo y que no hirió jamás
con mordaces comentos la fama de ninguno ni manchó con libelos á los
maldicientes, ni su oído atendió á las detractaciones maliciosas de la
envidia, y éste, en fin, fué el príncipe de los poetas castellanos que
suscitó con su sagrada poesía á griegos y latinos; pues en lo heróico
fué culto y elevado, en lo moral erudito y sentencioso, en lo lírico
agradable y elocuente, en lo sacro divino y conceptuoso, en lo amoroso
honesto y respectivo, en lo jocoso salado y vivo, en lo cómico sutil y
proporcionado. Fué dulce y sonoro en el verso, sublime y elegante en la
locución, docto y ardiente en la frase, grave y fecundo en la sentencia,
templado y propio en la traslación, agudo y primoroso en la idea,
amoroso y persuasivo en la inventiva singular, y eterno en la fama.
Como ejemplo de una crítica coetánea encomiástica, copiamos aquí también
los siguientes párrafos de un escrito del Dr. Manuel, en defensa de las
comedias, impreso en el año de 1672:
«¿Quién ha casado lo delicadísimo de la traza, dice, con lo verosímil de
los sucesos? Es una tela tan delicada que se rompe al hacerla, porque el
peligro de lo muy sutil es la inverosimilitud. Alargue la imaginación
los ojos á todos sus argumentos, y los verá tan igualmente manifestados,
que anden litigando los excesos. Las comedias de santo son de ejemplo;
las historiales, de desengaño; las amatorias, de inocente diversión sin
peligro. La majestad de los afectos, la claridad de los conceptos, la
pureza de las locuciones, la mantiene tan tirante, que aún la conserva
dentro de las sales de la gracia. Nunca se desliza en puerilidades;
nunca se cae en la bajeza de afectos. Mantiene una alta majestad en el
argumento que sigue, que, si es de santo, le ennoblece las virtudes; si
es de príncipe, le enciende á las más heróicas acciones; si es de
particular, le purifica los afectos. Cuando escribe de santo, le ilustra
el trono; cuando de príncipe, le enciende el ánimo; cuando de
particular, le purifica el afecto.
»Este monstruo de ingenio dió en sus comedias muchos imposibles
vencidos. Noten cuántos. Casó con dulcísimo artificio la verosimilitud
con el engaño; lo posible con lo fabuloso; lo fingido con lo verdadero;
lo amatorio con lo decente; lo majestuoso con lo tratable; lo heróico
con lo inteligible; lo grave con lo dulce; lo sentencioso con lo
corriente; lo conceptuoso con lo claro; la doctrina con el gusto; la
moralidad con la dulzura; la gracia con la discreción; el aviso con la
templanza; la reprensión sin herida; las advertencias sin molestias; los
documentos sin pesadez, y, en fin, los desengaños tan caídos y los
golpes tan suavizados, que sólo su entendimiento pudo dar tantos
imposibles vencidos.
»Lo que más admiro y admiré en este raro ingenio, fué que á ninguno
imitó. Nació para maestro, y no discípulo; rompió senda nueva al
Parnaso; sin guía escaló su cumbre: ésta es para mí la más justa
admiración, porque bien saben los eruditos que han sido rarísimos en los
siglos los inventores.
»Sólo el singular ingenio de nuestro D. Pedro pudo conseguir hacer
caminos nuevos sin pisar los pasos antiguos; los miró, no para
seguirlos, sino para adelantarlos; voló sobre todos. Puedo decir de esta
insigne pluma lo que dijo el eruditísimo Macedo, de Tasso, que _sólo
pecó en no pecar_. O lo que dice de su idolatrado Camoëns, que aun
contentó con los pecados veniales. Son tan artificiosos los defectillos
ligeros que puede notarle la escrupulosa melancolía de los críticos, que
debo juzgar que los puso para mayor hermosura, por habilidades los
deslices.
»Para todos los accidentes humanos suministran las comedias de D. Pedro
ejemplos, y es tan discreta la medicina, que dejan, por lograrla,
ambiciosa la llaga. Sirva este rasgo de sus obras de venerable lisonja á
sus respetadas cenizas, y viva eterno en la mente de los estudiosos para
viva idea de los aciertos.»
¡Qué contraste forman Cervantes y Lope de Vega con Calderón, cuando se
compara la vida de los primeros, tan fecunda en aventuras y vicisitudes
diversas, con la reposada y pobre en sucesos ruidosos del último, según
consta de lo expuesto! ¿Habremos de creer, acaso, que, por una
negligencia censurable, no han llegado hasta nosotros noticias de esos
hechos de la biografía de Calderón? Viviendo en la corte más brillante
de Europa de aquella época, en comercio inmediato con un Rey ilustrado,
entre gentes que también lo eran y conocedoras del mundo, entre galantes
caballeros y damas seductoras, ¿era posible que Calderón hiciese vida de
anacoreta, y que no le ocurriese ninguna aventura novelesca, ni tomase
tampoco parte en ningún desafío?[65]. La dicha del amor afortunado, los
tormentos del no correspondido, la rabia de los celos, todos esos
sentimientos, que pinta con una verdad tan elocuente, ¿había de
conocerlo sólo por intuición poética, y no por su propia experiencia? No
nos conviene responder á estas preguntas ó completar sucesos de su vida,
sobre los cuales faltan datos necesarios, y recurrir sólo á nuestra
fantasía. Pero esperamos, á pesar de esto, que el estudio de las obras
del poeta nos dará los medios de trazar los rasgos esenciales de la
imagen de su persona. Para lograrlo, sólo en lo más general, tengamos
presente que la culta é ilustrada corte de Felipe IV, en cuyo centro
vivió siempre, ha ejercido gran influjo, que no se puede desconocer, en
el fondo y en la forma de sus obras.
Calderón es, entre todos los poetas dramáticos españoles, el más
conocido y el más famoso. Se le ha separado de la serie de sus
predecesores y coetáneos, presentándolo solitario, para alabarlo con
frases entusiastas, como lo más divino que ha producido la literatura
española, y casi se desprende de los elocuentes encomios de su inspirado
admirador[66], que los demás poetas dramáticos castellanos, fuera de él,
del elegido, apenas merecen el trabajo de ser conocidos y estudiados.
El juicio de Schlegel, hombre importante, y que tanto ha hecho, no sólo
por la literatura alemana, sino por la europea, ha sido tan decisivo,
que, si bien, por una parte, ha llamado de nuevo la atención hacia la
literatura española, por la otra ha trazado á ésta límites harto
estrechos. Cuando Schlegel escribió su incomparable y elocuente lección
XIV, que, así como excitó en todos universal interés, así también movió
al autor de esta obra á examinar con singular predilección las de las
musas de Castilla, la literatura española yacía abandonada de la manera
más incomprensible, desde muchos años antes, sin existir otro medio,
para llegar principalmente al conocimiento de las obras dramáticas,
exceptuando las comedias de Calderón, varias veces reimpresas; sin haber
otro medio, repetimos, que la colección escasa y defectuosa de La
Huerta, y no inspirada tampoco por un verdadero sentido poético.
Schlegel, por su parte, según él mismo declara, sólo tenía noticia muy
imperfecta de las comedias de Lope de Vega, y ninguna de las de Tirso de
Molina, Alarcón, Guevara y otros muchos. Con su crítica perspicaz
calificó como composiciones de poco mérito las de Solís y La Hoz,
incluídas en la colección de La Huerta; no pudo apreciar el talento de
Moreto y de Rojas, comprendidas en aquella colección, y que no eran
otra cosa, en resumen, que algunas comedias de intriga, escasas en
número, de estos poetas; pero siendo esto así, ¿cómo no había de
concentrar en Calderón todo su entusiasmo? En general, compartimos con
él por completo esta misma admiración, y creemos también que no es
exagerada; pero lo dicho no obsta á que hagamos algunas objeciones á
esta manera de expresarse y de repetirse hasta el exceso.
El poeta favorito se presentaba de tal suerte, como si él solo
simbolizase toda la poesía dramática de los españoles, ó, por lo menos,
como si sobrepujase con tal extremo á los demás dramáticos de esta
nación, que no hubiese necesidad alguna de echar ni una ojeada desde
esta altura á otros talentos muy inferiores al suyo. Pero esta
distinción injusta arrojaba, por un lado, una luz falsa sobre el
conjunto del teatro español, menospreciando sin motivo á muchos grandes
poetas; y celebrando tanto á uno solo, por otro lado, dañaba á la exacta
estimación y profundo conocimiento del mismo autor favorecido. En
efecto; Calderón no es, como aparece de estas descripciones, solo y
aislado, sino el eslabón de una gran cadena, un punto más distinto de
una larga serie de ellos; y, aunque se conceda á su elocuente admirador
que el drama español se muestra en sus obras, en su forma más perfecta,
es imposible, sin embargo, apreciar su mérito con exactitud si no se le
estudia en sus relaciones con los que le precedieron. De esta
comparación y examen resalta su verdadera superioridad como dramático, y
el fuego íntimo y vital que anima sus obras. Cuando intentamos señalar
los vínculos que unen al famoso poeta español con la larga serie de los
dramáticos castellanos, hemos de renunciar por necesidad á rivalizar con
nuestro predecesor en esta materia en sus entusiastas arranques y
brillante elocuencia, exponiéndonos acaso á parecer fríos y mesurados
con exceso para los que están familiarizados con las anteriores
apoteosis de Calderón. Pero aunque se debilite algún tanto el brillo de
la aureola divina, que ha rodeado hasta ahora á este poeta, esperamos,
no obstante, presentar su carácter artístico, iluminado con otros rayos
de claridad más apacible.
Como preparación para el logro de este objeto, téngase presente que la
indicación de todo aquello que este hombre extraordinario debía á sus
predecesores, no se opone á la existencia de muchas y distinguidas
prendas poéticas, que han de considerarse como propiedad suya exclusiva,
y suficientes para ensalzarlo y para justificar la predilección con que
lo mira toda Europa, y con la ventaja de ser verdaderas, y tanto mayor
su mérito cuanto que, en su virtud, el arte dramático de Calderón
aparece con el más perfecto desarrollo orgánico de toda la poesía
española.[67]
Cuando comenzó Calderón á escribir para el teatro, no encontró, como
Lope de Vega al principio de su carrera, confusos ó informes materiales
de más ó menos valor, ni un caos de elementos dramáticos desordenados,
que esperaban la obra de su imaginación, creadora y reguladora, para
trazarles su fondo y su forma poética, sino que, al contrario, se le
presentó un campo bien cultivado en todas las direcciones posibles, y
además una poesía dramática con hondas raíces en los teatros españoles,
lozana y esplendente, resultado de los esfuerzos reunidos de muchos
talentos distinguidos; y no sólo, en su forma y carácter general, se
presentaba el drama claro y concreto, sino que, en particular, eran bien
conocidos los límites que separaban á las diversas especies de obras
dramáticas, con arreglo á la predilección particular que manifestaba
hacia ellas la afición de los españoles. Nuestro poeta estaba
familiarizado, desde un principio, con esa parte de la literatura
dramática, á cuyo detenido examen hemos ya destinado parte de esta obra.
Absorto y lleno de admiración, y con la fogosidad propia de todo poeta,
había asistido á la representación de las magníficas creaciones del gran
Lope de Vega[68]; había saboreado, cuando pasaba ante sus ojos, el
mundo lleno de encanto y de poesía de Tirso de Molina, y conoció, sin
duda á fondo, las obras de otros poetas menos famosos. Este conocimiento
exacto de Calderón de los dramáticos, que, durante su juventud,
brillaron en los teatros de España, no es supuesto, como pudiera
creerse, sino que consta, con pruebas sólidas y claras, de las mismas
obras suyas, que examinaremos después. Cuando el joven poeta, cuya
vocación lo inclinaba al drama, comenzó á escribir para el teatro, tenía
presentes, sin duda, todas aquellas imágenes poéticas, que habían
entusiasmado á él y á todo el público, y era imposible que no fuesen
fecundas, é influyeran también en su fantasía. Su espíritu era, sin
embargo, demasiado sólido y enérgico para contentarse con seguir el
impulso de esas impresiones, y dejarse arrastrar por su corriente; hubo
de reflexionar sobre la senda que debiera seguir, y proponerse, no sólo
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