Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo IV - 13

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haber en su acción rigoroso é interior encadenamiento, así como otros
defectos, que también se le achacan, diremos con Malsburg «que, como el
principal objeto de ella es la transformación del culto del sol en el
cristianismo, el poeta, con mucho juicio, para desvanecer el efecto
desagradable, que pudiera hacer esa conversión violenta de un pueblo
vencido por sus vencedores, supone una especie de cristianismo
embrionario y preexistente entre los peruanos, que se ha desarrollado
con el desembarco de los europeos.» Llama la atención la figura de la
idolatría, porque Calderón emplea muy pocas veces en sus comedias
personajes alegóricos; sin embargo, no tiene fundamento alguno la
opinión de Schlegel, de que el poeta tuvo á la vista _La Numancia_, de
Cervantes, porque innumerables comedias de Lope y de otros, sin hablar
de los autos, pudieron servirle de modelo.
_El gran príncipe de Fez_[97].--Un Príncipe moro, reflexionando en un
versículo del Corán, siente en su alma afición á otras creencias más
elevadas, aunque no concretas, y abandona á su esposa y su patria para
hacer una peregrinación á la Meca, y satisfacer su deseo. En su viaje
cae cautivo en manos de cristianos, y confunde entonces el motivo
misterioso de su peregrinación. Se bautiza, y, por último, predica el
Evangelio entre los paganos. También en este drama aparece una figura
alegórica, la de la religión; debiendo confesarse que esta comedia es de
las más inferiores, en este género, de Calderón.
_San Francisco de Borja._--Este drama, uno de los más defectuosos de
nuestro poeta, pertenece, según todas las apariencias, á los últimos
años de su vida. El argumento es tan refractario á toda dramatización
poética, que hubiera sido difícil á Calderón, hasta en la época en que
sus facultades poéticas se encontraban en toda su fuerza, darle la forma
de un drama perfecto. Sobre la vida de San Francisco de Borja, tan
famoso en España, véase á Tanner, _Societas Jesu_, pág. 121: Pragæ,
1694.
_La sibila del Oriente._--Para representarse en la fiesta de la Santa
Cruz. Su fundamento es el libro segundo de Samuel, el primero de los
Reyes, los dos libros de la Crónica, y Josephi, _Antiquitates judaicæ_,
I, libros VII y VIII, cap. 6.º El carácter de la reina de Saba se
asemeja al de las sibilas de las leyendas de la Edad Media, encargadas
de anunciar á los gentiles la venida del Salvador. Este drama no se
menciona por Calderón en el catálogo de sus comedias, que hizo en 1680
para el duque de Veragua, deduciéndose de esta circunstancia, que es uno
de los últimos, si no el postrero, de todos sus dramas; pero ese
catálogo incluye otras muchas obras, de cuya autenticidad se duda, y no
hay que concederle mayor autoridad de la que tiene, aunque el examen
detenido de esta composición parezca también confirmarlo. El poeta ha
hecho gala de su devoción en esta obra admirable, revistiéndola de la
solemne poesía del Antiguo Testamento. «Si, en general,» dice Malsburg,
«es la adoración de un sér más alto la fuente primera de toda poesía,
ningún otro poeta ha levantado un monumento tan magnífico en loor suyo
como Calderón en su _Sibila del Oriente_, escrita, al parecer, en una
edad avanzada, cuando su alma se ocupaba sólo en los portentos
admirables de la religión. Desarróllase aquí, con singular
magnificencia, la tesis de que en el Antiguo Testamento existe la raíz
del Nuevo, siendo una de las bellezas más incomparables de esta comedia
que, así su fábula como sus elementos aislados, tienen siempre
transcendental significación. Es semejante á una imagen, que encierra
en sí profundo misterio; anuncia sólo lo más santo y lo más oculto, para
que nuestro espíritu lo comprenda de este modo, y conozcamos que se
apodera de nosotros, y nos llena por completo. Dotados ya de esa vista
profética, comprendemos en toda su extensión la sublime empresa de la
redención humana por el Salvador; y así como vemos levantarse y
perfeccionarse el templo de Salomón, así también se eleva en nuestro
espíritu la Iglesia de Cristo, sobrecogiéndonos y arrebatándonos: el
vate es aquí profeta, la poesía una revelación, y la magia brillante de
que ésta se reviste, se trueca luego en humildad y rendimiento al
servicio de Dios, para anunciar esos misterios elevados, que la palabra
no puede expresar. Al sublimar el poeta lo divino, se transfigura él
mismo por su virtud, excediéndose á sí propio de tal suerte, que ha
dejado á todos en la imposibilidad de aventajarlo.»
A los dramas mencionados hasta ahora, que con más razón merecen
calificarse de religiosos, por predominar en ellos este elemento,
agregaremos otros dos, cuya forma exterior no corresponde, al parecer, á
esta clase; pero que, á causa del pensamiento, también religioso, que
los llena, y de su simbolismo, enérgicamente caracterizado, merecen,
sin duda, ser conocidos después de aquéllos. Tales son los siguientes:
_La estatua de Prometeo._--Trabajo profundo del mito de Prometeo, con
arreglo á las ideas cristianas. Prometeo hace una copia de Minerva, de
la razón eterna, y es llevado en alas de la diosa por los espacios
celestes al palacio del dios del sol, robándole un rayo, con cuya ayuda
infunde la vida en la naturaleza; pero la razón, en cuanto nace,
enciende con la luz á la discordia, y, de la urna abierta por ella,
salen y se divulgan el odio y la enemistad, como obscuro humo, entre el
linaje humano; los dos hermanos, Prometeo y Epimeteo, se hacen la guerra
entonces, cuyo azote devasta á la tierra virgen. Finalmente, Apolo se
aplaca por las súplicas de Minerva, muda el humo en luz radiante, y
devuelve á nuestro planeta el amor y la reconciliación.
_La vida es sueño._--Todo lo esencial del plan de esta poesía, quizá la
más famosa de nuestro dramaturgo, parece ser invención suya exclusiva.
Sólo para la traza externa del argumento, que representa simbólicamente
á la vida humana como un sueño, puede haberse fundado en la narración de
Marco Polo, _De consuetudinibus et conditionibus orientalium regionum_,
lib. II, cap. 28. Más se parece á este drama el cuento oriental de _Los
durmientes que despiertan_, que, acaso tradicionalmente, hubo de
penetrar pronto en Europa. En las novelas de Occidente aparecen con
repeticiones muchas invenciones análogas, como, por ejemplo, la jornada
tercera, novela 8.ª del _Decameron_; _Grazzini_, tomo II, pág. 117 de la
edición de Londres de 1793. Tal es también la fuente de la obra de
Shakespeare, titulada _Taming of the shrew_; una comedia inglesa más
antigua, impresa en los _Six old plays_, y la _Jeppe paa Bierge_, de
Holberg; pero Calderón ha considerado, bajo su aspecto formal y serio,
el motivo cómico usado en las obras anteriores para representar la idea
de la nada de la vida humana en su duración transitoria. Si examinamos
esta composición, ateniéndonos sólo á su forma externa, ha de
clasificarse entre los dramas peculiares del teatro español, ya antes de
Calderón, llenos de hechos fantásticos extraños para dar más vuelo á la
imaginación, y crear un mundo maravilloso, en el cual la naturaleza
humana parece sometida á leyes distintas de la realidad; pero ¡qué
diferencia entre las comedias anteriores, de espectáculo, toscas, por lo
general, de esta especie, y el drama de Calderón, que rebosa de
profundos pensamientos, y que nos ofrece al espíritu como á una
manifestación de lo eterno, oponiéndole lo finito, que desaparece para
dejar sólo la eternidad! Nuestro poeta muestra, al parecer, afición
singular á describir seres humanos que crecen aislados de los demás
mortales, repitiéndose este pensamiento en otras muchas obras suyas,
como, por ejemplo, en _Las cadenas del demonio_, _Apolo y Climene_, _La
hija del aire_, _Leonido y Marfisa_, _El monstruo de los jardines_ y
_Eco y Narciso_. La fuente de este pensamiento, habrá sido probablemente
la novela religiosa de _Barlaam y Josafat_, en la cual se cuenta que un
Príncipe, á causa de la desdicha que le amenazaba hasta cumplir los diez
años, había sido encerrado en una obscura cueva, y, después del
transcurso de este tiempo, había salido á la luz del día con motivo de
una fiesta de corte, llenándose de asombro al contemplarse rodeado de
muchos objetos de valor, y de señoras y caballeros, lujosamente
vestidos. Lo último, sin duda, lo ha tenido presente Calderón en la
escena primera del acto segundo.
[Illustration]
[Illustration]


CAPÍTULO VIII.
Dramas históricos de Calderón.--_La niña de Gómez Arias._--_El
postrer duelo de España._--_El médico de su honra._--_A secreto
agravio, secreta venganza._--_Las tres justicias en una._

Tratemos ahora de los dramas de Calderón, cuyo asunto está tomado
directamente de la historia, ó, si son invención suya, presentados con
circunstancias históricas. Llaman primero nuestra atención los que se
refieren á la Península española. Ya dijimos antes, que, pocas veces
este poeta, como Lope de Vega, penetra en lo pasado y en su espíritu, y
que, al contrario, es lo más común que mire á su tiempo como tipo del
anterior, y no escriba, por tanto, en sentido verdaderamente histórico.
Aun cuando este método tenga sus inconvenientes, no es ocioso añadir que
nunca Calderón, como su predecesor, acude á los períodos primitivos de
la historia de España, ni á los albores de la Edad Media, ni á la época
de la restauración del imperio cristiano, sino solamente á los siglos
más próximos á él, moviéndose, por tanto, dentro de un círculo, que le
impide, por lo menos, faltar groseramente á la verosimilitud, ó falsear
la verdad histórica.
Esto supuesto, examinaremos las obras de Calderón, relativas á la
historia, ó á las tradiciones de España, así por su mérito dramático,
puesto que pertenecen á la serie de sus más notables composiciones, como
también porque este análisis nos habilita para penetrar en lo más íntimo
de la vida de la nación española en el siglo XVII, y porque es mucho más
útil que los datos históricos para revelarnos las ideas y costumbres de
esta época. Hagamos notar también, con este propósito, que de ese examen
se desprende la verdad, de que la monarquía por los extremos, con que se
celebra, había llegado á una altura en la opinión, no igual á la
observada en períodos precedentes. Los poetas más antiguos no temían
presentar á los reyes como simples mortales, y, con frecuencia, con los
vicios y las pasiones más torpes, ni se hacían escrúpulo tampoco de
poner en los labios de los vasallos un lenguaje noble y libre contra los
tiranos. ¡Cuánta no es la osadía y la entereza del Cid, de Guillén de
Castro, frente al rey D. Sancho! ¡Cuán obstinado y arrogante no aparece
el Bernardo del Carpio, de Lope, contra D. Alfonso _el Casto!_ ¡Cuántas
comedias no examinamos antes, en las cuales queda humillado el poder
real por las culpas de los soberanos!
Los reyes de Calderón, al contrario, parecen pertenecer á otro mundo
mejor que los demás mortales; no les obligan los vínculos y leyes que á
aquéllos, y hasta sus flaquezas y sus faltas se mitigan
embelleciéndolas. La veneración del poeta hacia el poder absoluto era
tan grande, que creía que sus representantes sólo habían de mostrarse á
cierta distancia, y de aquí que no nos los haya representado, en su vida
privada y en sus asuntos de estado, sino como poderes superiores, que, á
modo de providencia, deciden de los destinos del mundo. Tan avasallador
es para él el deber de la sumisión al Monarca legítimo, que hasta las
leyes del honor han de ser sacrificadas en su obsequio. Esto es tanto
más notable, cuanto que Calderón ha llevado la susceptibilidad del
sentimiento del honor á un grado tal de exaltación, que ningún poeta
anterior puede comparársele bajo este aspecto, y justamente sus comedias
históricas son las que ofrecen ejemplos más gráficos de este linaje de
ideas del poeta.
Estos dramas de Calderón nos revelan también, más cumplidamente que
otros cualesquiera suyos, las extravagancias y exageraciones, que, desde
antes, formaban ya un rasgo esencial de los españoles. Debemos
detenernos, pues, en la exposición y estudio de este rasgo nacional,
porque, sin conocerlo bien, hemos de extrañar sobremanera algunas
particularidades de estos dramas, y no podremos apreciar en su valor los
principios morales, extraños y opuestos con mucha frecuencia á nuestras
ideas, que dominaban entonces en España. El carácter de los españoles,
como lo demuestra ya el principio de su historia, se distinguió siempre
por su obstinación y por su férrea firmeza; pero esta prenda no aparecía
sólo bajo su aspecto favorable, porque en sus preocupaciones no los
paraban tampoco respetos ni temores, y llegaba inexorablemente hasta sus
consecuencias más extremas. En virtud de una cadena de conclusiones,
fuertemente trabadas entre sí, trazáronse leyes morales opuestas
conocidamente á la verdadera moral, convirtiendo en base ó principio de
conducta motivos externos puramente casuales. De esta suerte fué, no ya
un derecho, sino hasta un deber la defensa del amigo ó del pariente, por
injusta que fuese la causa, y contra todos, y á costa de la sangre y de
la vida; por tanto, era posible que se considerase un hecho dado
culpable, y que, con arreglo á las ideas de los españoles, fuera
obligatorio ejecutarlo si el Rey lo pedía, santificándose, en general,
no sólo la venganza sangrienta, sino rigiendo la ley de que todo
agravio, y hasta la apariencia de él, había de borrarse con sangre. En
otros diversos lugares de esta obra tratamos también de este punto; pero
es preciso insistir en él de nuevo expresamente, porque es imposible
comprender bien varias comedias de Calderón, que analizaremos en
seguida, á no tener presente lo que significaba el honor, según las
ideas españolas y sus exigencias, en casos aislados. La certeza ó la
simple sospecha de haber hablado una dama con un extraño, de haber
entrado éste en su casa, ó demostrarle ella alguna inclinación,
producían el convencimiento íntimo de haber entre ellos relaciones
culpables, que obligaban al padre, al hermano ó al esposo á pedir una
satisfacción para lavar la mancha caída en su honor. Esta costumbre era
tan general y absoluta, que nadie podía esquivar su imperio. La muerte
bullía, pues, siempre en el fondo de estas intrigas amorosas; hasta la
ofensa más ligera pedía sangrienta expiación, no bastando que sucumbiera
el ofensor; la hija, la hermana ó la esposa, por inocentes que fuesen,
eran arrastradas también en su caída. El apasionamiento de este pueblo
meridional sentía crecer su sed de venganza por la influencia de la
opinión pública, excusándose de este modo hasta los medios más crueles,
odiosos y traidores, si se alcanzaba aquel fin. Con arreglo á estas
ideas, los poetas dramáticos ofrecen en la escena las venganzas más
horribles, y hasta hacen que las perpetren sus héroes favoritos.
Consignan, es cierto, la lucha del sentimiento subjetivo contra el poder
de la costumbre general; nos hacen oir lamentaciones, con las cuales los
ofendidos expresan su convencimiento contra las leyes del honor, y ya
Lope de Vega pone en los labios de uno de sus héroes las siguientes
palabras: «¡Maldito seas, oh honor, desastrosa invención humana, y
opuesta á las leyes naturales! ¡Ay de aquél que te ha inventado!» Pero
éstas son sólo expansiones momentáneas de la sensibilidad, no atendidas
por nadie, y sirven sólo, si nos fijamos en la intención del poeta, para
hacer resaltar más la enérgica voluntad de sus héroes, que, á pesar de
ese sentimiento contrario, ejecutan, no obstante, el hecho aborrecido.
Conviene, pues, tenerlo presente para entender y apreciar algunos de los
dramas que subsiguen. Al hablar de los históricos españoles, incluímos
también en ellos los que se fundan en la historia de Portugal, por no
diferenciarse de aquéllos en su traza y colorido.
_La niña de Gómez Arias._--Representa un suceso que hubo de ocurrir en
el reinado de Don Fernando y Doña Isabel, cuando la primera rebelión de
los moriscos en las Alpujarras. Ni en la obra de Mendoza, ni en la de
Mármol Carvajal, se encuentra noticia alguna histórica que aclare ese
suceso. Esta historia conmovedora había servido de base á un romance
popular, que hubo de divulgarse mucho, si nos atenemos á las
multiplicadas alusiones que hacen á él los poetas españoles (véase,
entre otros, á Cervantes, _Ocho comedias_, edición de 1742, tomo II,
pág. 317). El primero que le dió forma dramática fué Luis Vélez de
Guevara. Su comedia, muy notable, lleva el mismo título que la de
Calderón. No es posible negar á este último el mérito de haber superado
en mucho á su predecesor. El protagonista de este drama, Gómez Arias, es
un libertino, como el Don Juan, de Tirso. La joven é inocente Dorotea
sucumbe á sus poderosos medios de seducción, y consiente en huir con él
del hogar paterno. Cansado de ella, la abandona mientras duerme en un
lugar agreste de la Alpujarra, en donde, después de la toma de Granada,
se sostienen algunos moros independientes contra las armas cristianas.
Al despertar busca Dorotea á su amante, y encuentra sólo guerreros moros
que se apoderan de ella y la hacen prisionera; no largo tiempo después
es libertada por soldados cristianos, y conducida á una casa de Guadix,
en donde se junta de nuevo con Gómez Arias. Este se hallaba allí para
robar otra doncella; pero se equivoca de noche, llevándose á Dorotea. Al
romper el día conoce su error. Ocupan el mismo lugar, en donde la
abandonó la vez primera, al pie de la ciudadela morisca de Benamejí.
Fuera de sí por su equivocación, maltrata á la desventurada, y se
propone abandonarla de nuevo. Dorotea se lamenta y procura mover su
compasión; pero el inexorable libertino toma una resolución aún más
horrible, y llama á los moros para venderles la mísera seducida. Las
palabras que pronuncia la inconsolable dama para excitar la lástima del
despiadado caballero, rogándole que no la abandone, es de lo mejor que
ha escrito Calderón; enérgicas y apasionadas para expresar su
desesperación, y respirando la pena más profunda, cuando solicita en su
desamparo al seductor, aseméjanse á un torrente embravecido,
aprovechando los términos del romance antiguo, que aumentan más su
efecto. Pero la resolución criminal de Gómez Arias no se altera ni un
punto: el inhumano entrega á la desolada joven en manos de los moros.
Poco después se acerca á aquel paraje la reina Isabel con un ejército,
y se apodera de la fortaleza, oyendo de los labios de la cautiva la
maldad insólita de que ha sido víctima: manda prender al culpable; lo
obliga á lavar el honor de Dorotea, casándose con ella, y lo hace
decapitar después en el cadalso. La Huerta refiere un hecho notable para
probar la impresión arrebatadora que hizo esta comedia en el teatro. Los
alcaldes de corte que presidían el espectáculo, tenían un asiento
especial é iban acompañados de algunos alguaciles. En la escena en que
Gómez Arias se propone entregar á los moros á la mísera joven, á quien
sedujo, uno de los alguaciles se dejó llevar de tal manera de la verdad
y de la animación del espectáculo, que se precipitó con la espada
desnuda contra el actor, que representaba el papel de Gómez Arias, y lo
puso en precipitada fuga.
_El postrer duelo de España[98]._--Extraño es, sin duda, que los
traductores alemanes de Calderón no hayan apreciado, como merece, esta
obra dramática. En todos conceptos puede calificarse de una de sus
comedias más magistrales, juntando el arte más refinado en su plan con
la animación teatral más perfecta; su estilo es también casi siempre de
primer orden. Acaso en ningún otro drama de nuestro poeta se presenta la
idea del honor, como poder predominante en la vida entera de aquella
época, de una manera tan profunda, ni su contraste con la conciencia
subjetiva se junta nunca para producir una impresión tan completa. El
argumento de la fábula es, en pocas palabras, el siguiente: Dos
caballeros españoles, amigos, Don Jerónimo y Don Pedro, se encuentran
tras larga separación en Zaragoza, en cuya ciudad se celebraban diversas
fiestas, para solemnizar la vuelta á España de Carlos V. Don Jerónimo
dice á su amigo, en confianza, que una dama, llamada Doña Violante, ha
inflamado su corazón con un amor ardiente; pero que los celos le
atormentan, sospechando, por algunos indicios, la existencia de un
rival, que también la ama; finalmente, ruega á Don Pedro que le ayude á
descubrirlo. Don Pedro expresa en un monólogo los afectos encontrados,
que bullen y luchan en su alma, por ser él el pretendiente de Violante;
y aunque por una parte los deberes de la amistad exigen que lo declare,
sin embargo, por otra ha prometido á Violante guardar el silencio más
absoluto acerca de sus relaciones amorosas; no puede evitar tampoco, al
oir la confesión de Don Jerónimo, cierto arranque de celos, resolviendo,
en su consecuencia, espiar con esmero á su amada, para averiguar si le
guarda la fidelidad debida. No poco después, cuando por la noche se
halla al lado de ella, oye una serenata delante de su ventana; la
reconviene; entabla con ella un diálogo animado, y, presa de su pasión,
se estima autorizado á romper su sigilo respecto á Don Jerónimo. Hace
presente á su amigo que su derecho es anterior; pero excitados por la
pasión uno y otro, se acaloran, pronuncian palabras ofensivas, y su
entrevista termina fijando el tiempo y el lugar para un desafío. Cuando
Don Pedro llega al sitio, en que ha de verificarse, se cae del caballo y
se lastima un brazo. Don Jerónimo no quiere pelear con él en este
estado, pero Don Pedro insiste en llevar á efecto lo convenido. Apenas
comienzan el combate, se escapa la espada de las manos débiles de Don
Pedro; su adversario se opone á aprovecharse de esta ventaja, que se le
presenta, y su generosidad trae consigo la reconciliación de los dos
adalides, prometiendo Don Jerónimo, bajo solemne juramento, no decir á
nadie, con arreglo á las ideas sobre el honor, dominantes entonces en
España, cuál ha sido el desenlace del desafío, humillante para Don
Pedro. Serafina, dama desdeñada por éste por haber preferido á Violante,
se entera de este pacto, oculta en un matorral, y resuelve utilizarlo
para vengarse de su antiguo amante. Pronto se le presenta la ocasión.
Así, cuando Don Pedro entabla poco después amorosos coloquios con
Violante, aparece Serafina, y cuenta en son de burlas el suceso, de cuya
verdad ha sido testigo ocular, no dejando de hacer su efecto natural en
Violante, que despide á su galán, y le ordena que no se presente más
ante ella hasta no borrar la mancha, que deslustra su honor. Don Pedro
se queda anonadado, y ardiendo en ira por vengarse de Don Jerónimo,
creyendo sinceramente que ha faltado al secreto prometido. Cuando deja á
su amada, oye un canto burlesco, que entona gente del pueblo, y cuenta
con frases ofensivas el éxito infortunado de su desafío: ¡tan conocida
ya de todos es su vergüenza! Obtiene entonces una audiencia del
Emperador, y logra una orden para que se celebre un juicio de Dios para
probar que su honor no tiene mancha, y castigar la violación de la
palabra de su contrario. Accede á sus ruegos el Emperador, y fija tiempo
y lugar para esa lid solemne. En la última escena de la comedia, en la
Plaza Mayor de Valladolid, se ve al Rey con su corte, y un concurso
numeroso de espectadores, que se apiñan junto á las barreras. Comienza
el combate, y ambos adalides pelean con un valor tan heróico, que el
Emperador se interpone entre ellos, y los obliga á separarse, mereciendo
ambos la victoria, y por tanto también no ser considerados como
culpables. Llega entonces Serafina, y declara que ella reveló lo que
había visto, y que Don Jerónimo no ha faltado ni al secreto ni al
juramento. Los dos amigos reconciliados se abrazan, y Don Pedro da su
mano á Violante. Don Jerónimo, á su vez, olvidándose de sus amoríos
recientes, renueva sus anteriores relaciones con Serafina, guardándose
en esta comedia la costumbre, casi convertida en ley en el teatro
español, de que á su desenlace concurran varias parejas enamoradas.
_El médico de su honra_[99].--Esta es una tragedia horrible, repugnante
y ofensiva á nuestras ideas, pero vaciada en el molde de las morales,
reinantes entonces en España, con arreglo á las cuales el sentimiento
del honor degenera en verdadero fanatismo. Juzgándola bajo este punto
de vista--prescindiendo de que la muerte de la inocente Mencía es
contraria á nuestro modo de sentir en esta materia,--y ateniéndonos sólo
á la opinión común de los españoles de esa época, no es posible dejar de
convenir en que este drama es una de las creaciones más extraordinarias,
que se encuentran en los vastos dominios de la poesía. Suponiendo
conocido su argumento, y la incomparable maestría del autor en su
composición, nos limitaremos, como ha hecho Damas Hinard en las
excelentes notas, que acompañan á su traducción francesa, á señalar tan
sólo como más notables algunas de sus bellezas aisladas. Tales son, en
el acto primero, su excelente exposición, tantas veces imitada; en el
segundo, la escena en que Don Gutierre registra su casa para descubrir
en ella el amante oculto de su esposa, atrapando sólo al gracioso, que
prorrumpe en gritos descompasados, haciendo creer á Doña Mencía, llena
de horror, que ha sido descubierto su amante; después el monólogo en que
Don Gutierre se esfuerza en mirar, bajo el punto de vista más favorable
posible, la causa de sus celos; luego el diálogo nocturno entre Don
Gutierre y su esposa, en que la última, creyendo hablar con Don Enrique,
confirma las sospechas de su marido; finalmente, todo el acto tercero,
obra magistral y perfecta, durante el cual el espectador más impasible
no puede menos de seguir sin respirar la rapidez de los sucesos, que se
precipitan, sucediéndose unas á otras las escenas interesantes, y
terminando el drama con tanta pasión como energía. ¡Cuán poética, y, al
mismo tiempo, cuán dramática y de cuánto efecto no es, poco antes de la
catástrofe, la invención de hacer oir en la calle, cantado por una voz
misteriosa, cierto romance sobre la partida del Infante! También la
pintura de caracteres es de mérito sobresaliente; como prueba de la
delicadeza, con que se ha trazado el de Don Gutierre, recuérdese el
rasgo de que él (como lo hace resaltar premeditadamente el poeta), á
pesar de su anterior fidelidad al cumplimiento de sus deberes de
caballero, había abandonado á la mujer, á quien había prometido su mano,
sin más motivo que una ligera sospecha. El personaje de Don Pedro _el
Justiciero_, como acontece en casi todos los dramas españoles, es más
noble y distinguido de lo que aparece en las narraciones de los
historiadores.
_A secreto agravio, secreta venganza._--Afírmase, al terminar esta
tragedia, que se funda en un suceso verdadero. Nada dicen de él los
historiógrafos, aunque se puede indicar el tiempo en que ocurrió. Las
dos primeras jornadas caen, como resulta del mismo drama, en julio de
1578, y la tercera en la noche anterior al embarque del rey Don
Sebastián de Portugal hacia el Africa, del 23 al 24 del mismo mes. Este
drama, quizás con rasgos aún más rudos que los de _El médico de su
honra_, nos demuestra la irritabilidad de este pueblo del Mediodía,
cuando se tocaba al punto del honor, y los hechos horribles á que daba
lugar. Un caballero portugués, Don Lope de Almeida, que, en las
gloriosas expediciones de su pueblo, se ha distinguido mucho en la
India, contrae matrimonio en Lisboa con la española Doña Leonor. Ya de
edad avanzada, concibe graves sospechas acerca de la fidelidad de su
joven esposa. Pronto nota que un caballero español ronda de noche su
casa; otra circunstancia, que aumenta sus recelos, es que Leonor le
aconseja, cuando habla con él de sus planes de guerra, que acompañe al
Rey en su expedición al Africa. Al volver una noche á su casa, encuentra
un desconocido, oculto en la habitación de su esposa: es un antiguo
amante de Leonor, á quien ésta creía muerto ya, y al verlo vivo, y,
contra su esperanza, ante sus ojos, ha permitido que se despida de ella
para siempre. El esposo ofendido finge no haber visto nada, para que su
honor no padezca, si este hecho se hace público, y resuelve vengar en
secreto su secreto agravio. Pronto se presenta la ocasión para ejecutar
su propósito. En las fiestas, que se celebran antes de la partida del
rey Don Sebastián, atrae á su presunto ofensor á una barquilla, so
pretexto de trasladarlo á la orilla opuesta del Tajo; en medio del río
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