El enemigo - 17

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recuerdo de los mimos de la infancia, las caricias de la juventud y los
cuidados de siempre.
De pronto se abrió la puerta de cristales, que daba a la ronda, y entró
Millán, yendo a sentarse junto a su amigo. Venía mal encarado, con los
ojos aún abrillantados por la ira.
--¿Qué ha sucedido? ¿La has visto?
--No me han dejado verla. La batalla ha sido con tu hermano.
--¿Y qué?
--Lo peor... Es necesario que tengas valor y sangre fría. ¡Me han dado
ganas de pegarle! Tu madre se queda de vigilanta, no hay poder humano
que la arranque de allí; pero lo más irritante es que adoptan el papel
de víctimas, y dice Tirso que, abandonadas por tí, él procurará que las
recojan... en fin, un secuestro en regla, sin que podamos hacer nada
para evitarlo. Además, sería imposible encontrar juez que se atreviera a
meterse con la hermandad o lo que sea.
Pepe, sin contestar, dejó caer tristemente la cabeza sobre el pecho. El
mozo que se había acercado a preguntar a Millán lo que quería tomar, se
alejó, sin atreverse a pronunciar palabra.
Tras unos segundos de silencio, esforzándose por parecer sereno, Pepe se
limpió el rostro con el pañuelo, diciendo:
--¡Sea lo que Dios quiera! ya no me importa nada lo demás. Confío en que
Engracia y tú cuidaréis de papá: me iré tranquilo.
--¿Pero es seguro que te obliguen a salir de Madrid?
--Inevitable: el regimiento ha recibido ya la orden. Hoy es jueves:
mañana o pasado nos darán no sé qué cosas por administración militar,
para completar los equipos, y al otro por la tarde nos vamos.
--¿El domingo?
--Sí.
--Siendo así, de hoy al sábado tenemos que llevar a don José a casa de
Engracia.
--No hay otra solución. ¿Cómo he de dejarle expuesto a que mi madre y
Leo se desentiendan de él en absoluto? Mientras ellas alumbran al
Santísimo, se muere mi padre el día menos pensado, sin tener quien le
ampare. Mañana te daré también el dinero que me queda: con llevarme
quince o veinte duros, tengo de sobra. No habrá muchos que lleven más.
--¿A qué hora lo hacemos?
--El sábado por la mañana iré yo a despedirme de Paz. ¡Me cuesta un
trabajo!..... Casi me dan ganas de escribirla, y nada más. Luego, por la
tarde, a la hora que quieras. ¿No me dijiste el otro día que conocías un
médico de la casa de socorro? Como papá no puede ir por su pie, y el
encajonarle en un simón sería incómodo porque no podría llevar las
piernas extendidas... si lograses que nos dejaran una camilla...
--Cuenta con ella. ¿Tienes seguridad de estar libre a la hora que
convengamos?
--Sí: la recomendación que me procuraste para el coronel lo allana todo:
me ha dicho esta tarde que basta con que esté desde temprano a su lado
el día de la marcha, es decir, el domingo.
--Pues, chico, no hay más que hablar, y paciencia.
--¿Crees que no debo intentar ver a mi madre? ¿No piensas que se
ablandaría si yo la hablase?
--No te dejarían; y además, te conozco. Vas allí, armas una marimorena
horrorosa, y nos echamos encima otra complicación.
--Quizá tengas razón.
--Respecto a don José, puedes estar tranquilo: _aquella_ le cuidará
bien, y yo... vamos, me parece una tontería hacer promesas.
--Vámonos; quiero pasar las noches que faltan con mi padre.
--Convengamos antes la hora. ¿Te parece bien a las tres?
--Como quieras. Yo lo tendré todo dispuesto.
--¿Qué muebles piensas enviar a casa de Engracia?
--Entre mañana y pasado mandaré una cómoda, un armarito, una lámpara y
dos banastas con ropa: la cama y la butaca, el potro, como papá la
llama, no podrán llevarse hasta el último momento.
--Bueno; pues ya lo sabes, por si antes no nos vemos: el sábado a las
tres, sin falta, voy con la camilla.
--Asunto terminado.
Ya anochecido, salieron juntos del café y Millán dejó a su amigo cerca
de la calle de Botoneras.
Pepe pasó toda la noche junto a su padre. Hasta las nueve conservó
esperanza de ver llegar a la madre; pero, poco más tarde, vino sola
Leocadia, diciendo que doña Manuela se quedaba de guardia. En aquel
momento sufrió el pobre muchacho el verdadero desengaño y, perdida toda
esperanza, acostó al padre. Apenas hablaron. El viejo, en quien el
egoísmo y el temor a la falta de asistencia hacían gran mella, preguntó
a su hijo:
--¿Tienes seguridad de que esa chica me tratará bien?
--Sí. Engracia está perdidamente enamorada de Millán y, por tenerle
contento, se esmerará en cuidarte. En realidad no has de serles gravoso,
porque yo les dejo dinero para cuanto necesites.
--Y ¿crees que tu madre no vendrá?
--No lo espero, papá; no hablemos más de eso. Me parece mentira lo que
está pasando.
--A mí también.
--Vaya, a descansar.
--No podré, hijo mío; no podré.
Media hora después, estaba profundamente dormido.
* * * * *
Con arreglo a lo convenido entre Pepe y Millán, el viernes llevó un mozo
a casa de Engracia varios muebles, en diversos viajes, y dos banastas de
ropa, quedando en la calle de Botoneras la cama y la butaca de don José,
que no podrían sacarse de allí hasta ser trasladado el enfermo. El
sábado, Pepe se vistió temprano para ir a despedirse de Paz; y su
hermana, sospechando, por el traje que se ponía, cuál era el objeto de
su salida, corrió a avisar a Tirso.
Pepe, entre tanto, se avió pronto, con propósito de llegar al _hôtel_
antes de que don Luis concluyera de vestirse y saliera al despacho,
seguro, por este medio, de poder hablar un rato con su novia. En el
camino estuvo dos veces a punto de volver pies atrás: por fin, el deseo
de verla pudo más que el temor de la separación. Al entrar en el
cuartito de la biblioteca, donde había nacido aquel amor que era la
única alegría de su vida, casi le faltaron fuerzas. Creía que, con el
tormento de pensar en su madre durante la pasada noche, había agotado
todos los sufrimientos imaginables; y, al ver cercano el momento de
alejarse de Paz, sintió que aún le cabía en el alma más dolor. ¡Qué
grande y hermoso apareció, en cambio, a sus ojos, el cariño de su
amante! ¡Qué contraste formaba aquella pasión desinteresada con la
conducta de su madre! Ésta debió consagrarle la vida, y huía de él,
trastornada por una aberración, sin que con el amor maternal supiera
vencer al fanatismo, mientras la señorita, colocada en esfera propicia a
despertar ambición y orgullo, le ofrecía su porvenir, sin que lo lejano
del bien a que aspiraba enfriase el fervor de sus promesas, sin que le
arredrasen la desigualdad social ni la pobreza del hombre a quien
quería.
Apenas oyó Paz el ruido de los pasos de Pepe, fue al despacho.
--No nos van a dejar solos más que unos minutos: Papá está concluyendo
de vestirse: dime lo que hay, pronto.
--Me voy mañana.
--¿No hay esperanza de evitarlo?
--Ninguna: mañana, sin falta.
--¿Y tu madre?
--Todo ha sido inútil: se queda en el convento.
--¿Y tu padre?
--Esta tarde le llevo a casa de mi amigo Millán.
--¿Es cosa resuelta?
--Sí.
--¿Tienes confianza en mí? ¿Crees que yo puedo ofenderte, sea cual fuere
lo que te diga?
--No, alma mía. Habla sin miedo.
--Mira, Pepe: yo tengo ahorritos de lo que papá me da todos los meses
para alfileres: muy poco... ¿lo quieres? No para tí, no; para tu padre.
--No, vida mía, gracias: no quiero nada.
--Pues dime que no te ofendes porque te lo haya dicho.
--Tú no puedes ofenderme, aunque quieras.
Paz cogió a su novio la mano, y viendo que llevaba en ella el anillo que
le había dado, se la acercó a su pecho, oprimiéndosela fuertemente,
mientras, mirándole con fijeza, le dijo:
--Te llevas mi alma, Pepe, y la promesa de que no seré de nadie más que
tuya.
--Yo te juro que ni he querido, ni querré nunca más que a tí.
Ella entonces, en un arranque de impudor admirable, sin sombra de
torpeza en el pensamiento, le echó al cuello los brazos, murmurando
suplicante en su oído:
--¡Bésame!
Y él, estrechándola contra su corazón, la besó en la boca y en los ojos.
Pocos instantes después entró don Luis, y oyendo las causas de la
determinación de Pepe, le prometió interesarse en favor suyo para
facilitarle pronto regreso a Madrid con destino a cualquier oficina
militar: diole él gracias y se despidieron. Paz, al verle marchar, se
entró a su gabinete, y desde allí, apoyada la frente en la vidriera del
balcón, le vio perderse entre los árboles del paseo, como el primer día
que se hablaron.
En seguida se echó en una butaca y lloró, sin que el dejo dulcísimo de
aquel beso, que aún creía sentir sobre la boca, bastase a mitigar la
amargura que la inundaba el alma.


XXXI

Sabedor Tirso, por Millán, de la resolución que adoptó su hermano, y
enterado, por Leocadia, de cuándo había de despedirse de Paz, creyó
llegado el instante propicio para dar el golpe que fraguaba. Desde que,
primero la Condesa de Astorgüela, y luego las personas que para ello
tenían autoridad en las _Hijas de la Salve_, le encargaron que procurase
quebrantar la entereza de don Luis de Ágreda respecto a su negativa en
lo de la cesión del terreno que poseía inmediato al convento, no dejó de
pensar en el asunto, pero sin hallar modo de acometer la empresa con
esperanza de éxito. Dirigirse en derechura al señor de Ágreda, era
bobada: un hombre de sus antecedentes políticos no se expondría por nada
del mundo a que otro senador más avanzado le arrojase al rostro en
plena sesión el dictado de protector de monjas; y en cuanto a determinar
la intervención de Paz, entendía que era expuesto.
Si la muchacha no se interesaba eficazmente en el asunto, nada podría
lograrse; y si se le ocurría consultarlo con su novio, el fracaso era
indudable. La base del plan habría de ser, forzosamente, malquistar a
Paz con el hombre a quien amaba, eliminando de esta suerte una
influencia contraria al logro que se apetecía. En un principio pensó
Tirso que el tiempo y su santo celo harían lo demás: según sus cálculos,
tras el profundo dolor de Paz, vendría el agradecimiento a su salvador,
que acaso se convirtiera en consejero. Hasta imaginó que, si por temor a
su padre no llegaba a recibirle en su casa, le buscaría en el sagrado
tribunal de la penitencia, lo cual facilitaría que las _Hijas de la
Salve_ vieran cumplidos sus deseos, al par que él, prodigando consuelos
a la víctima del amor mundano, quizá la indujese a desear la verdadera
perfección cristiana, trocando los peligros de la pasión y las impurezas
del matrimonio por el himeneo místico con el _Unico_ que jamás engaña.
Luego, sospechando que el tiempo y el celo que él empleara podían
estrellarse contra el imperio que el amor ejerciese en el corazón de
aquella mujer, para él desconocida, optó por obrar con mayor energía, y
de tal modo, que el asunto tardase muy poco en resolverse. Su primer
pensamiento fue jesuítico y solapado: la decisión a que se inclinó, más
conforme a su carácter franco y violento. Harta paciencia tuvo para no
intentar nada hasta aquel momento. Cuando Leocadia le dijo que Pepe, a
juzgar por la ropa que se puso, debió ir a despedirse de su novia,
Tirso, resuelto a llevar las cosas de prisa, determinó ver dentro del
mismo día a la muchacha, fiando, mucho más que en su propio ingenio, en
la emoción que había de causarla la sorpresa.
* * * * *
Estaba Paz sola en su cuarto, tristemente impresionada con la despedida
de por la mañana, todavía en ropas de levantar, sin gusto para
engalanarse, descuidado el vestir y no muy enjutos los ojos, cuando
entró la doncella diciendo que un sacerdote deseaba hablar a la
señorita. Creyó ésta que venían a pedirle limosna o ayuda para alguna
obra de caridad, como a veces acontecía, y mandó que entrase el recién
llegado. A los pocos instantes, en el gabinete, alegre y claro como un
día hermoso, apareció la severa figura de Tirso, cuyos manteos semejaron
enorme mancha negra arrojada sobre la alfombra blanquecina y los muebles
de matices pálidos.
--Tome Vd. asiento, y tenga la bondad de decirme en qué puedo servirle.
--Vengo, señorita, a tratar un asunto de la mayor importancia--y al
decir esto se sentó, algo cohibido por el aspecto de aquella habitación,
que parecía impregnada de cierto encanto mujeril para él desconocido.
Paz, comprendiendo que no se trataba de una obra de caridad, y como no
adivinase cuál era el objeto de la visita, repuso:
--Papá ha salido.
--No deseaba ver a su papá, sino a usted misma, señorita.
--Entonces, Vd. dirá.
--Ante todo, la ruego que tenga en cuenta que sólo por circunstancias
verdaderamente graves me he tomado la libertad de venir a importunarla.
Se trata de un serio disgusto de familia, del cual, por desgracia, va
Vd. a participar.
Paz se acordó entonces repentinamente de que el hermano de su novio era
cura.
--¿Usted es el hermano de Pepe?--le dijo con viveza.
--Efectivamente, señorita. Vengo a cumplir un deber muy penoso para el
sacerdote y para el hombre.
--¡Pronto, por favor, dígame Vd. lo que ocurre! ¿Le sucede a Pepe algo
malo?
Su fisonomía se alteró por completo: Tirso comprendió que estaba
realmente enamorada.
--Pepe se va--dijo, afectando tristeza.
--Lo sé. Esta mañana se ha despedido de mí. ¡Mire Vd. cómo tengo los
ojos de llorar!
--Así están los de mi hermana y mi madre, señorita.
--¿Y qué puedo yo hacer, pobre de mí? Usted, como no está en
antecedentes, no sabe el cariño que le tengo; es imposible que lo
imagine Vd... Si él me hubiera dicho lo que proyectaba, vamos, yo lo
evito. Hasta me hubiese echado a los pies de mi padre confesándoselo
todo; en fin, ¡qué sé yo!... pero no se hubiera marchado. Ahora, ¿qué
hemos de hacer?
--Todo ha sido inútil. Ni el ver llorar a su madre... ni el estado de
nuestro padre... no ha tenido consideración a nada. No reconoce más ley
que su capricho.
--Le juzga Vd. con demasiada dureza.
Tirso, sonriendo amargamente, extendió las manos, como quien dice:
«ahora lo veremos,» y la interrumpió con estas palabras:
--Repito que Vd. no le conoce, y no es extraño que la haya engañado,
cuando sus padres han tardado tantos años en saber lo que era. Hoy,
desgraciadamente, ya lo sabemos.
Paz se puso en pie, como dando por terminada la entrevista: aquello le
parecía una monstruosidad. Además, recordando el diálogo con Pateta,
desconfió de la veracidad del cura. Pero éste, sin alterarse, prosiguió:
--Cálmese Vd. señorita, y óigame con cachaza, que el asunto la interesa:
Pepe no es lo que parece. ¿Quiere Vd. que en pocas palabras la diga lo
que ocurre?
--¡Me está Vd. haciendo mucho daño!...
--Pero Vd. no me cree, y es necesario que yo la persuada. Escuche Vd. y
tenga un poco de valor. Por disputas pueriles conmigo, que ningún daño
le hice, por si en casa debían o no observarse ciertos deberes
religiosos, Pepe ha llevado las cosas a un extremo que Vd. juzgará.
Comenzó por reñir conmigo, so pretexto de que me opuse a que nuestra
hermana sostuviese relaciones con un amigote suyo, perdido de la peor
índole. Logré convencer a Leocadia... y, la verdad, nunca me lo ha
perdonado. Luego, por pequeñeces, como la de si habíamos o no de comer
de vigilia, exageró su furia y se ensañó con nuestra madre: ¡esto es lo
que me ha hecho más daño! La pobre ha tenido que marcharse de casa.
¡Gracias a que yo he logrado que la recojan en una comunidad que me
protege! Por culpa suya, nuestro padre no tiene hoy quien le ampare y
asista. Pero aún hay más: a todo esto ha añadido una ofensa cruel, que
indica hasta qué punto tiene olvidados los más sagrados deberes
filiales.
--Permítame Vd. que le haga una sola observación. Me consta que las
relaciones de Vd. con Pepe no son tan cordiales como debieran... Yo le
quiero con toda mi alma, y nada puedo creer de lo que Vd. me dice. Es
preciso que yo le hable... Después, veremos.
--Déjeme Vd. acabar. A todas sus maldades ha añadido otra mucho mayor.
Paz volvió a sentarse, ocultando entre las manos los llorosos ojos.
--Y no queremos de ningún modo ser cómplices de una nueva infamia. Hemos
sabido sus relaciones con Vd., tan digna, tan buena y respetable. En
fin, no podemos soportar la idea de que Vd. algún día nos juzgue
sabedores, tal vez cómplices, de la perfidia de su ingenio. No la quiere
a Vd., no puede quererla, señorita. Usted une, a sus muchas cualidades,
la riqueza: esta es la madre del cordero.
--Es mentira--dijo Paz ofendida--me quiere por mí, por mí sola. Lo que
Vd. dice no es verdad.
--¡Ojalá no lo fuese! Pero no hay que forjarse ilusiones. ¿Sabe Vd.
dónde intenta llevar a nuestro padre?
--A casa de un amigo suyo.
--No, a casa de una mujer con quien tiene relaciones y que ha sido antes
querida de ese mismo amigo.
--¡Imposible! Pepe no es capaz de eso.
--Estoy completamente seguro de lo que afirmo: a esa mujer es a quien ha
entregado el dinero de la sustitución.
Paz, en el colmo del estupor, miró a Tirso como una fiera. Fue el único
momento de aquella escena en que el cura consideró horrible lo que
estaba haciendo. Mas era ya absurdo retroceder. Las lágrimas, que en
amargo tropel se asomaban a los ojos de la enamorada, quedaron detenidas
y, fuese máscara del amor propio ultrajado o serenidad fingida, en su
cara se dibujó de pronto una calma pasmosa: queriendo aparecer
tranquila, se enjugó el llanto con el pañuelo; pero el dolor pudo más, y
del pecho se le escapó un sollozo largo y angustioso que parecía
quejido de alma moribunda.
--¡No lo creo, no creo nada!--decía, como si la negación le pareciese
respuesta bastante eficaz a contrarrestar lo que acababa de oír.
--¡Qué daño me hace causar a Vd. tanto mal! Y, sin embargo, es preciso;
porque ni mi madre ni yo queremos aceptar la responsabilidad de ocultar
culpas de esta índole. No la quiere a Vd. ¿No la digo que el dinero que
acaba de recibir se lo ha entregado a esa mujer, y que pretende llevar a
su casa a nuestro padre, para que el mantenerla a ella parezca
retribución por cuidar a su padre?
--Quiero hablar con él, quiero verle. ¡Yo le mandaré venir!
--¿Y para qué? ¿Para oír juramentos falsos? Negará. La dirá a Vd. que se
lleva a mi padre porque nosotros le tenemos abandonado. Me echa a mí la
culpa de todo; dice que mi fanatismo es el solo culpable, que aconsejo a
nuestra madre que vaya a la iglesia y no se ocupe de otra cosa. Las
apariencias están, quizá, a favor suyo. Dirá que la Engracia no es
querida suya, sino de su amigo Millán, porque antes lo fue, y callará
que él ha hecho traición a su amigo, como nos ha engañado a todos.
Cuanto se refería a las relaciones de Pepe con sus padres, quedó ante
los ojos de Paz borrado por aquellas afirmaciones: pidió pruebas,
esperanzada con que no se las darían, o ansiosa de poder desmentirlas, y
entonces ella misma se prendió en la red que la tendían.
--¡Mentira!--dijo.--Y esa mujer, ¿quién es? ¿Cómo sabe Vd. que él la
quiere?
--Me ofende, señorita, que acoja Vd. de este modo el paso que doy,
encaminado solamente a dejar a salvo mi conciencia, procurando a Vd. un
amargo, pero saludable desengaño; porque ya he dicho que mi madre y yo
nos resistimos a que nunca pueda usted imaginar que contribuimos a que
Pepe busque tan indebido modo de hacer fortuna... Respecto a las
relaciones de mi hermano con esa desdichada joven, estoy seguro de que
son ciertas. Ella vive en la calle de la Pasión, ignoro el número; es en
una casita vieja, muy baja, de revoque amarillo, con un zapatero en el
portal, y que hace esquina a la Ribera de Curtidores. Yo también me
resistí a creerlo; pero tuve que rendirme a la evidencia.
--¿De modo que le ha visto Vd. entrar allí con ella o ir a buscarla?
--Sí, señorita; varias veces. La primera... casi por casualidad...
luego, porque quise convencerme de ello.
--Y ella dice Vd. que se llama Engracia... ¿eh? El número no lo
recuerda...
--No tiene _pierde_, como vulgarmente se dice. Es la casa que hace
esquina a la calle de la Pasión y la Ribera de Curtidores.
Paz, que jamás había oído tales nombres, se fijó en ellos con cuidado:
Tirso prosiguió:
--Esta mañana se ha despedido de Vd.; pero los últimos instantes que
pase en Madrid... tenga Vd. valor, señorita, serán para ella: estoy
seguro de que irá a verla. Según me han asegurado, debe salir de Madrid
mañana por la tarde; su obligación es estar en el cuartel desde muy
temprano; pero contando al coronel a su modo la necesidad de trasladar a
papá de casa, ha conseguido que le dejen la mañana libre. Por la mañana
supongo yo que irá a ver a esa mujer, a cuya casa deben haber llevado
hoy a mi padre que, en el fondo, es el culpable de todo.
--Yo le prometo a Vd. que saldré de dudas; y luego, Dios dirá.
Como Paz, al decir esto, se levantara del asiento, nerviosa y
desasosegada, Tirso creyó oportuno dar por terminada la entrevista.
--Persuádase Vd., señorita, de que no he dado este paso sin verdadera
aflicción de espíritu; pero, ya lo he dicho, ni mi madre ni yo podíamos
consentir en aparecer como encubridores de los ambiciosos proyectos de
mi hermano... Lo demás no tiene importancia... Una señorita como Vd. no
puede mirar sino con frialdad o desprecio...
--Gracias, gracias... No me hable usted más de esa mujer.
El cura salió haciendo cortesías, sin más conversación y sin que Paz se
moviera para despedirle. La pobre niña se quedó sentada en una butaca
baja, puestos los codos sobre las rodillas y apoyada la cara en las
manos, por entre cuyos dedos se le escapaban las lágrimas, que ni podía
ni quería contener. Cuanto más pensaba en lo que acababa de oír, menos
crédito le daba; y, sin embargo, por nada del mundo hubiera renunciado a
convencerse por sus propios ojos de la falsedad o certeza de la
acusación. Una sola consideración la inclinaba a creerla fundada: en lo
que Tirso la había dicho, formaban un conjunto tan homogéneo las
maldades, estaban tan enlazadas unas con otras las infamias, era todo
tan verosímil dentro de lo malvado, que parecía imposible suponerlo
invención calumniosa: no había, no podía haber imaginación tan dañina
que lo fraguase y dispusiera con aquel ensañamiento. Por otra parte,
cuanto más reflexionaba acerca de ello, en medio de la turbación de su
espíritu siempre venía a quedar sobre todos los razonamientos de
consuelo un dato suelto, aislado, pero en el cual podía tomar origen el
cúmulo de culpas de que Tirso acusaba a su hermano: la pobreza de Pepe.
Antes de la calumnia en esa pobreza del hombre amado estribaba
precisamente el amor de Paz: le creía exento de todos los defectos que
desarrolla y acrecienta el oro. Después de calumniado, imaginó verle
poseído de cuantas malas pasiones trae consigo el ansia de riqueza. Por
algo se dijo: «calumnia, que algo queda.» Otro indicio grave se alzaba
contra la inocencia de Pepe: los cargos que se le hacían eran demasiado
claros y concretos para ser falsos; no se le echaban en cara intentos
más o menos censurables, sino los efectos positivos de su maldad. Bien
claramente los enumeró Tirso. Había, según éste, tolerado que cortejase
a su hermana un amigo de mal jaez, fue causa de que la madre tuviera que
abandonar la casa, llegando a tal extremo de perversión que estaba a
punto, si ya no lo había hecho, de llevar a su propio padre a vivir con
su querida, para que lo malgastado en mantenerla a ella apareciese como
pago de la existencia del enfermo. El hombre capaz de tales cosas ¿no
podía serlo también de aspirar a su mano, no por su amor, sino por su
fortuna? Cualquiera de aquellas indignidades era bastante a justificar
el súbito desamor de Paz, y, sin embargo, para ella sólo una existía que
realmente la hiciese mella: la infidelidad, el engaño. Para todo lo
demás, su cariño hallaba atenuación o disculpa; aun convencida de su
maldad, seguiría amándole; pero ansiaba ser solo, único, absoluto dueño
de su albedrío. Dispuesta se hallaba a compartir la infamia de aquel
hombre, pero no a poseer su corazón a medias con otra mujer.
Avanzó la tarde sin que Paz se tranquilizara, engolfándose tanto, por el
contrario, en sus amargos pensamientos que, sólo al sorprenderla la
tarde hundida en la butaca, como viese que iba oscureciendo y faltaba en
los balcones el resplandor del día, empezó a vestirse, temiendo que la
llamaran a comer. Por vez primera, desde que conoció a Pepe, le
parecieron enojosos e inútiles las cintas y los adornos. Su agitación
tenía algo de rabia. Cuando se estaba arreglando el peinado, se la cayó
deshecho y suelto sobre los hombros un rizo de su hermoso pelo, y ella,
recogiéndoselo con ira, tratándolo como a gala inútil, murmuró:
--¡A nadie tengo que agradar!--Y esforzándose en no llorar, acabó su
tocado ceñuda y mal humorada, como quien gasta tiempo en tarea baldía.
* * * * *
El día señalado, y a la hora convenida, Pepe y Millán trasladaron a don
José a casa de Engracia. El hijo, que la víspera había ya enviado los
muebles y las ropas que consideró necesarias para atender al cuidado y
comodidad de su padre, vistió a éste cariñosamente, envolviéndole en una
manta los pies, que por la hinchazón no era posible calzarle, y esperó a
que trajesen la camilla. Leocadia se fue por la mañana, diciendo que
volvería; pero dieron las tres de la tarde, y no pareció. El aspecto de
la casa ponía grima: todo estaba como cuando tras larga enfermedad viene
la muerte, causando momentos de perturbación y desorden: los cajones
abiertos, revuelto cuanto había sobre las mesas, y las sillas con
montones de ropas tiradas al descuido.
Desde poco antes de las tres se asomó el pobre muchacho varias veces al
balcón, esperando que de un momento a otro llegaran los mozos con la
camilla. Por fin les vio volver la esquina de la calle Imperial,
trayendo suspendido de los recios tirantes aquel armatoste negro,
estrecho y largo, con trazas de ataúd. En el movimiento que hizo al
retirarse del balcón, soltando las manos de la barandilla, conoció don
José que venían los camilleros. En seguida, mirando de frente a Pepe, le
dijo, medroso:
--¿Están ahí?
--Sí; ya suben.
Cuando los mozos llegaron a la puerta del piso principal, indicaron que,
por lo estrecho de la escalera, era casi imposible subir hasta allí con
la camilla, acordándose entonces bajar en un sillón al enfermo,
acostarle en la camilla, dentro del portal, y luego emprender la marcha.
El gotoso pesaba tanto, que determinaron bajarle relevándose en cada
tramo de la escalera.
--Este señor está de buen año--dijo con la sinceridad de la barbarie uno
de los camilleros.
Al sacar a don José del comedor, hubo necesidad de detenerse un momento
para apartar un mueble que estorbaba el paso, dejando, entre tanto, que
la butaca descansara en el suelo. El dejarla, quitar el estorbo y
volverla a levantar, fue obra de un momento; mas como estuviese abierta
la puerta de la alcoba que ocupó Tirso, don José fijó con tristeza en
ella la mirada, y en aquel cuarto solitario, polvoriento y frío, creyó
el pobre anciano ver retratado el abandono en que él había de quedar
dentro de pocas horas. Por la ventana, que el cura adornó con papelitos
de colores imitando vidrios pintados, penetraba diagonalmente un rayo de
sol, y al fondo, destacando sobre la cal amarillenta de la pared, se
veía colgado de la percha un trapo largo y negro: era una sotana vieja
que Tirso se dejó olvidada. Don José no pudo dominarse. Por un instante
venció en él la indignación a la apatía; tomó el egoísmo acento de ira;
subiósele el rencor a los labios; inyectáronsele de sangre los ojos y,
con voz temblorosa, extendiendo una mano hacia la sotana, exclamó:
--¡Maldita seas!
Bajaron los mozos sin tropiezo su carga; Pepe y Millán tendieron en la
camilla a don José, y unos delante, otros detrás, echaron a andar hacia
la calle de Toledo.
La puntillera, al ver alejarse el triste grupo, comenzó a desahogar su
indignación con grandes voces, y la gente de los portales vecinos formó
corro en derredor suyo.
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