El enemigo - 08

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Cuando volvió, al cabo de una hora, no contó dónde estuvo ni lo que
hizo, limitándose a hablar del bullicio y la animación de la corte.
Luego dijo:
--Mucho he andado por esas calles; y ¡cuanta estampa fea y obscena hay
en algunas tiendas! Pero, aunque llevaba hábitos, nadie se ha metido
conmigo.
--¿Pues qué?--repuso Pepe--¿creías que te iban a comer?
--No hubiese sido extraño que me insultaran. ¡Como ahora la impiedad
anda libre y se nos persigue y nos maltrata quien quiere!...
--Ríete de eso: ya te convencerás de que es mentira. No hay tal impiedad
ni tal persecución: en fin, tú lo verás a poco que andes por Madrid.
--Te advierto que me importaría poco. ¿Acaso no tengo buenos puños?


XIII

Aunque el sueño y la fatiga del viaje le rendían, no se recogió Tirso
aquella noche sin escribir una larga carta, que acaso tuviera relación
con la salida que hizo por la tarde. Mientras doña Manuela y Leocadia
acostaban al padre, él se puso a escribir.
La luz de la lámpara iluminaba de lleno su rostro cetrino y anguloso:
tenía los ojos grandes, pardos y tercos al mirar; la frente alta, afeada
por cierta depresión hacia las sienes; los labios recios y las facciones
salientes y toscas, como de talla mal labrada. Dábanle aspecto de dureza
el pronunciado ceño, que fruncía involuntariamente, y un viso oscuro que
le quedaba por lo fuerte de la barba, aún recién afeitada. Parecía
hombre sujeto a sensaciones tardías, pero intensas y durables, pronto a
convertir la firmeza en obstinación y la frialdad en violencia. Su
dulzura, cuando la mostrara, debía ser forzada; su ira, sincera: todo
acusaba en él un carácter antes propio de la energía del luchar que para
la complacencia del querer. Su alma, poseída de devoción sombría, debía
sentir mejor el vehemente proselitismo de Pedro Arbúes que el dulce amor
a Dios de Santa Teresa. Su progenie sacerdotal no estaba entre los
mansos de corazón, sino entre aquellos clérigos que imaginaron abrirse
las puertas del cielo con el hacha de combatir moros. Su fervor
religioso tenía asomos de entusiasmo bélico. San Pablo cortando la oreja
al soldado romano por defender a Cristo, o Santiago batallando en
Clavijo, eran a sus ojos mil veces más gloriosos que San Hilario
proscribiendo la fuerza. Unos adoran al Señor, otros pelean por dilatar
su reino en la tierra: Tirso era de éstos. Mientras tuviese la Iglesia
incrédulos que amordazar, fueros que defender o privilegios que exigir,
la vida contemplativa se le antojaba propia de espíritus mezquinos. A
las lecturas místicas, que arroban la imaginación, prefería esas
leyendas de audaces misioneros que son los caballeros andantes de la fe.
Un versículo del Evangelio le agradaba sobre todos; aquél que dice: «_No
he venido a traer al mundo la paz, sino la espada_.»
* * * * *
A la mañana siguiente se levantó temprano y no salió. Estuvo oyendo a
Leocadia leer periódicos a su padre, y aunque permaneció largo rato con
ellos, no pronunció palabra alguna acerca del objeto de su viaje. Cuando
por la noche estaban doña Manuela y Leocadia acostando a don José, éste
dijo a su hija:
--¿Suele venir Pepe muy tarde?
--No: casi siempre antes de las doce.
--Pues espérale hoy y dile que entre a la alcoba: tengo que hablar con
él.
Madre e hija adivinaron de lo que se trataba, mas ninguna dio a entender
la sospecha. A todos sorprendía por igual el prolongado silencio de
Tirso. Era realmente extraño que no diese la menor explicación acerca
del viaje. Acaso vino sólo por ver a sus padres, pero no era esto
creíble en quien dejó pasar tantos años sin hacerlo. Una sola conjetura
había que fuese lógica: ¿habría venido a pretender? ¿querría ser
canónigo? ¿tendría quien le apoyara?
Antes de media noche llegó Pepe, y Leocadia, que le estaba esperando,
entró con él a la alcoba de sus padres, donde doña Manuela dormía
profundamente y don José aguardaba desvelado. Leocadia oyó sin chistar
el corto diálogo que sostuvieron padre e hijo.
--Pepito, ¿no te choca esto?
--Mucho, pero no atino con la causa.
--Es que ni una palabra... ¿a tí tampoco te ha dicho nada?
--Tampoco.
--Lleva aquí dos días... No entiendo lo que pueda ser. ¿Qué te parece
que hagamos?
--Nada, papá. Si habla, oírle; si no, dejar que pase el tiempo. Ya lo
sabremos. ¿Ha venido a casa de sus padres? Bien venido sea. ¿No tiene
confianza con nosotros? Pues no se la arranquemos por fuerza.
--Está frío, indiferente...
--No: él debe ser así. No es momento de charlar ni quiero molestarte
ahora. Además, ya sabes lo que pienso: no nos hemos tratado, no nos
conocemos; ¿cómo diablos hemos de querernos como nos queremos ésta y
yo?--Y Leocadia hizo un signo afirmativo con la cabeza.
--Tienes razón, hijo, pero me repugna que la tengas.
La luz de una vela que Pepe había dejado en la habitación contigua
iluminaba temblorosamente el cuadro, y en el rostro del viejo aparecía
impresa la curiosa intranquilidad que le preocupaba. Tenía la cama medio
deshecha, porque estuvo moviéndose nerviosamente en ella hasta que vio
entrar a su hijo, y de cuando en cuando dirigía los ojos a su mujer,
como asombrado de que pudiera dormir libre de las mismas dudas y recelos
que él experimentaba.
--Vaya, a descansar, papá.
Pepe y Leocadia besaron a su padre como dos niños, y salieron. Al pasar
por delante de la alcoba de Tirso, notaron que roncaba.
--¿Oyes?--preguntó ella.
--Sí; escucha, escucha cómo le quita el sueño la emoción de estar en su
casa.
--Adiós, Pepito, hasta mañana.
--Abur, monigota, fea.
--Tonto, pareces un chiquillo.
--A los pies de Vd., señora; fea, espantosa.
Durante los días siguientes, Tirso guardó idéntica reserva: no salía,
hablaba de cosas indiferentes, rehuyendo toda conversación sobre su
pasado, esquivando rasgos de intimidad y haciendo como que no oía lo que
le disgustaba. Al comer, se sentaba el último en la mesa, murmurando el
_benedicite_ entre dientes, porque sabía que no habían de rezarlo los
demás, y al ir por la noche a recogerse sacaba del bolsillo el rosario,
yéndose con él en la mano hacia su cuarto.
El primer domingo que pasó en la casa, madrugó más de lo ordinario y
estuvo en oración largo rato, pero no salió ni a misa. Leocadia,
aprovechando unos instantes en que le vio ir al comedor en busca de un
breviario, llamó a Pepe:
--Ven, ven y verás lo que ha puesto ese en la alcoba. He entrado a
hacerle la cama, y mira cómo me encuentro esto. Está bonito, ¿verdad?
Tirso había cubierto los cristales de la ventana que daba al patio con
pedacitos de papeles de colores chillones, casados con muy mal gusto y
formando caprichosas figuras geométricas. La luz del sol, teñida y
desvirtuada por el improvisado trasparente, daba al cuarto una
entonación abigarrada. Aquello parecía la caricatura de una vidriera
gótica. Además, sobre la cabecera del lecho había pegado a la pared con
pan mascado una estampa de un San José muy bonito, con el pelo rizado a
fuego lento, las mejillas sonrosadas y sosteniendo sobre la palma de una
mano un niño en pie, como si le enseñase a hacer títeres, mientras
enarbolaba en la otra un palo con más flores que moño de sevillana. En
la pared de enfrente había puesto un cromo: _El último Concilio
Ecuménico_, reunión de viejos vestidos de rojo, sentados en semicírculo
como los obispos en el primer acto de _La Africana_, entre los cuales
resaltaba, por su blanco ropaje, un señor a quien venía a decir secretos
al oído una paloma que entraba por una ventana, semejando estar envuelta
en un rayo de luz. Pepe lo abarcó todo de una sola mirada e hizo un
gesto, entre risa y desprecio, diciendo a su hermana:
--Pues estos mamarrachos ha debido comprarlos en la salida que hizo el
día que llegó, porque luego no ha puesto los pies en la calle.
--Indudablemente.
Por la tarde, mientras don José estaba dormitando, la madre en la cocina
y Pepe vistiéndose para ir a ver a Paz de lejos en paseo, Tirso habló a
su hermana cariñosamente, pero violentándose por parecer sereno.
--Tampoco hoy habéis ido a misa...
--He hecho el chocolate para todos, me he peinado y he peinado a mamá,
te he compuesto un descosido en un manteo que había en tu cuarto;
¡Jesús, qué paño tan duro! he barrido el comedor y he bajado por la
compra...
--Es decir, que aquí todo, absolutamente todo, es antes que Dios.
De pronto, tomando un periódico que había encima de una silla, leyó el
título: _La Libertad Española_.
--¿Qué es esto?--y tocándolo sólo con las puntas de los dedos, como si
temiera ensuciarse, lo dejó caer al suelo murmurando:
--¡Papeluchos ateos!
--¡No lo tires, que después lo pide Pepe y arma una marimorena!
Tirso se metió en su cuarto y Leocadia fue a ayudar a su madre; pero el
cura salió en seguida otra vez al comedor con la faz demudada, y
cogiendo el periódico, lo arrugó con fuerza y, hecho una bola, lo tiró a
un rincón. Como el pasillo era muy corto, Leocadia oyó el crujido del
papel estrujado y volvió corriendo, a tiempo que su hermano tornaba a
encerrarse en su habitación. La muchacha adivinó lo que acababa de
pasar. Tirso contuvo ante ella su enojo al ver el periódico, pero luego,
al quedarse sólo, la ira se sobrepuso a la prudencia.
La perspectiva de una disputa entre los dos hermanos, que pudiera
agriarse, asustó a Leocadia, pareciéndole lo sucedido una amenaza a la
tranquilidad de la casa. Su buen juicio le decía que era forzoso
ocultárselo a Pepe. Pero, ¿cómo?
Tras pensarlo mucho, después de haber intentado en vano desarrugar el
periódico con las manos, se lo llevó a la cocina y lo alisó con una
plancha caliente, dejándolo luego donde su hermano lo encontrara, sin
que Tirso lo viese. Al caer la tarde volvió Pepe con Millán, que
acostumbraba a comer allí los domingos, quedándose gran parte de la
noche acompañando a don José, por estar cerca de Leocadia. Hízole el
padre la presentación de su hijo mayor, comieron todos alegremente y de
sobremesa hablaron de política, única conversación que tenía el
privilegio de distraer al pobre viejo, quien a cada instante hallaba
medio de relacionar los sucesos de entonces con los de su juventud,
estableciendo comparaciones entre hombres y épocas distintas.
Pepe se había puesto a leer _La Libertad Española_, que pidió a Leocadia
y que ella le trajo sin una sola arruga, con gran sorpresa de Tirso; mas
este permaneció callado, deseoso de escuchar a Millán que, mirando de
vez en cuando a la chica, sostenía el diálogo con don José. Decía el
viejo:
--Aquí no se hacen más que torpezas; si el partido liberal se divide,
vamos a ver cosas muy tristes.
--Ya las estamos viendo. ¿Le parece a usted poco el desarrollo que dejan
tomar a la guerra?
--¡Si hubieran hecho ahora lo que Prim el 69!... Por supuesto que, tarde
o temprano, tendrán que hacerlo: con los convenios no se adelanta nada.
Yo recuerdo que, cuando el de Vergara, en realidad quienes perdimos
fuimos nosotros: luego que el partido liberal aseguró la corona a la
Reina, le trataron como a un negro; a Espartero le arrinconaron en
seguida; a los oficiales carlistas les favorecieron mucho; decían que
todos éramos hermanos, y los nuestros, que se habían batido en invierno
con pantalón de dril... iban a Filipinas o a Fernando Póo en cuanto
parecían sospechosos.
--Por eso y por cosas análogas hay tantos republicanos en la generación
nueva; porque nos hemos convencido de que no queda otro remedio.
--Eso es muy peligroso: el pueblo no está preparado.
--Y como nadie le enseña nada, tiene él que aprenderlo a su costa.
--Es que hoy no hay virtudes cívicas. Si hubierais conocido vosotros a
Mendizábal, y luego a Olózaga, que ahora está tan caído...: él fue quien
llamó progresistas a los que decían antes _exaltados_. Siempre ha habido
más entusiasmo liberal que ahora. ¡Si vierais qué indignación se
desencadenó el año 40 contra Toreno y Martínez de la Rosa, porque
pidieron la prórroga del medio diezmo, y aun el diezmo entero y la
primicia! Pues ¡y cuando Espartero no quiso aprobar la famosa Ley de
Ayuntamientos!
--Entusiasmos estériles, y que muchas veces han sido ahogados en sangre.
--En eso tenéis razón. Se condenaba a muerte por cualquier cosa. Desde
el fusilamiento de los sesenta compañeros de Manzanares y los
veinticuatro de Alicante, el 8 de Mayo, hasta el de los sargentos del 22
de Junio, no ha pasado año sin alguna brutalidad semejante: exceptuando
a los Zurbanos, y la muerte de Mariana de Pineda, para quien fue preciso
hacer un garrote nuevo, porque tenía el cuello muy delgadito...
--A pesar de lo cual--interrumpió Pepe--hay quien mira con buenos ojos a
la Restauración y quien se bate por don Carlos. Si en España quedan
monárquicos, y sobre todo borbónicos, es porque nadie lee historia
contemporánea.
--En fin, hijos míos, ya sabéis que yo tengo buena memoria: pues bien,
desde Diciembre del 43 hasta la Noche Buena del 44, fueron fusiladas
doscientas catorce personas, la mayor parte por liberales.
--Tiene Vd. razón, don José; así pagó la corona al partido liberal que,
primero por el padre y luego por la hija, había hecho tantos
sacrificios...
--Pues si llega a tener espíritu santo la familia--añadió Pepe--nos
quedamos sin una gota de sangre.
Al oír este chiste impío, Tirso no pudo aguantar más. El elogio a
Mendizábal, la alusión al diezmo y la primicia, el horror a los
fusilamientos de revolucionarios, el espíritu liberal que palpitaba en
la conversación, le hicieron daño; pero aquello de explotar para una
gracia la tercera persona de la Santísima Trinidad, puso el colmo a su
indignación. Entonces, levantándose de su asiento, se acercó al grupo
que formaban Pepe y Millán junto a don José y, puesto delante del
balcón, sobre cuyo hueco claro se destacó su figura negra y espigada,
dijo severamente:
--¡Parece mentira que hombres de juicio hablen así!
Millán calló por deferencia a su amigo, y don José porque se arrepintió
de haber dicho tales cosas, dando margen al enojo de Tirso: Pepe, más
fogoso, se encaró con éste y, aunque hablando moderadamente, le repuso:
--Es natural que tengas simpatías por los partidos reaccionarios; son
los que os protegen; pero, ¿negarás que nosotros no podemos mirar bien
a la Iglesia? Siempre, y renegando de su origen, ha sido enemiga de la
libertad y de la democracia.
--¡La libertad! ¡la libertad! ¿y para qué sirve? Y ¿qué es la
democracia? el permitir que manden los pillos. ¡La democracia! ¿Cuántas
libras de patatas se compran con eso?
--¡No! la libertad es lo que os mandó Cristo que predicarais; la
democracia es _eso_ que os ha permitido a vosotros, clérigos y frailes,
nacidos entre los más humildes, escalar los puestos más altos del mundo.
--Pues Mendizábal fue un ladrón.
--Esa es una majadería que no tiene nada que ver con lo que hablamos. Y,
mira, no te irrites; pero por lo que me gusta Mendizábal, es por haber
sido quien ha hecho más daño a la Iglesia.
--¡Callad, hijos míos, callad!--gritó don José:--¿Vais a reñir ahora? Yo
no diré tanto; pero Mendizábal fue un gran hombre. ¡Cuidado si tuvo
mérito sacar la quinta de los 100.000 hombres!
Tirso hacía inútiles esfuerzos por disimular su disgusto. En vano
afectaba oír en calma aquellas cosas. Su desagrado no era pena, sino
ira, viendo que no se había equivocado cuando, a poco de poner el pie
en la casa, imaginó que allí no había devoción ni creencias.
Su padre era un progresista ridículo, que se entusiasmaba hablando de
Espartero; su hermano un demagogo ateo, de los que hacen burla de Dios y
la Divina Providencia; su madre una pobre señora, a quien se le figuraba
ser santa porque era hacendosa, y Leocadia una chicuela presumida, que
se pasaba la mañana embandolinándose el pelo. Allí nadie iba a misa, ni
ayunaba, ni rezaba; no había bula, se comía carne los viernes y el padre
toleraba los chistes impíos de Pepe. Estuvo a punto de descargar su
indignación en apóstrofes violentos, de los que tantas veces oyó a los
señores que frecuentaban la casa de don Tadeo; pero se limitó a mirar a
su hermano con lástima, diciéndole:
--¡Parecéis judíos!
No concebía mayor insulto.
Las mujeres se miraron al oír las últimas palabras del diálogo, dichas
ásperamente, sorprendiéndoles la novedad de que allí se riñese por cosas
de política; Millán fue a ponerse al lado de Leocadia; don José calló,
tratando de hallar medio de variar la conversación, y Tirso permaneció
de pie ante el balcón, como desafiándoles a todos y dispuesto a
reanudar la disputa. Su figura resultaba arrogante: más parecía soldado
pronto a pelear, que hombre ansioso de convencer Al cabo de un rato,
como paladín que ha esperado en vano a su adversario, salió
tranquilamente del comedor. Pepe y Millán se fueron a dar una vuelta por
las calles. En el portal, aquél preguntó a éste, aludiendo a la escena
pasada:
--¿Has oído?
--Vais a tener muchos disgustos.
--¿Creerás que esta es la hora en que no sabemos a qué ha venido?
--¿Tenía él en el pueblo relaciones con gente carlista?
--¿Por qué lo preguntas?
--Mucho cuidado... no sea que haya venido con algún encargo. Ahora se
revuelven mucho. A ver si os da un susto la policía. Para tu padre sería
una impresión desastrosa.
* * * * *
A la tarde siguiente se presentó en la casa un caballero de aspecto muy
respetable, preguntando por Tirso. Leocadia le acompañó hasta el comedor
y avisó a su hermano; pero éste, apenas oyó el nombre del recién
llegado, se le llevó a su cuarto, permaneciendo largo rato encerrado con
él. La visita fue larga, y Tirso despidió al desconocido con grandes
muestras de respeto.
A partir de aquella entrevista, el cura salió a la calle casi todas las
noches, pero sin decir nunca dónde ni a qué iba.


XIV

Menudeaban tanto por aquel tiempo los presbíteros que, fugados de sus
curatos, aparecían luego como cabecillas en el campo o eran sorprendidos
en las ciudades sirviendo de auxiliares y emisarios cerca de las juntas
del partido faccioso, que nada tenía de absurdo la sospecha de Millán:
justificábala, además, el empeño de Tirso en callar el objeto de su
viaje. ¿No podían haber convertido el fanatismo de aquel hombre en
instrumento suyo las mismas gentes que le hicieron clérigo a espaldas de
sus padres? La probabilidad de que en el momento menos pensado se
presentara la policía en la casa buscando a su hermano, asustó a Pepe,
temeroso de la impresión que tal lance pudiera causar en el ánimo del
pobre viejo. Respecto a que Tirso diese margen a disgustos de otra
índole, por proponerse la _conversión_ de la familia o emprender campaña
para despertar su fervor religioso, nada receló: antes era de temer,
según el carácter que el cura demostraba, algún rasgo de intolerancia,
exceso de celo o frase áspera que turbara la tranquilidad del hogar,
porque la falsa circunspección que Tirso observaba oyendo comentar
noticias de la guerra se parecía mucho al disimulo.
Desde el día de la disputa en que llamó ladrón a Mendizábal, hacía la
vista gorda tocante al indiferentismo religioso que le rodeaba; pero
claramente se notaba que en él no era todo prudencia, sino falta de
arrojo. Pepe, deseoso de no dar pábulo a la irritabilidad de su hermano,
se abstenía de chistes impíos y frases burlescas, aunque a veces se le
venían a los labios, oyéndole desplegar ingenuamente la más arraigada
superstición; de suerte que ambos comenzaron a fingir cierto
comedimiento, a pesar del cual Pepe comprendía que la situación no era
para prolongada y que la menor cosa que proporcionase a Tirso ocasión de
mostrar su enojo bastaría a desencadenar una tormenta. Por su parte, el
cura iba convenciéndose de que había venido a ser entre sus padres y
hermanos como árbol trasplantado de pronto a distinta tierra de la en
que nació. Difícil era que él arraigase allí ni pudiera vivir en paz con
los suyos. Si fueran tibios en la devoción o sólo tardos en cumplir las
prácticas religiosas, aún habría remedio; pero no se trataba de gente en
cuyo pecho se hubiera amortiguado la fe, sino de individuos que, a
juzgar por lo que Tirso veía, no la sintieron nunca. El padre carecía de
creencias, tal vez a consecuencia de su simpatía hacia aquel partido
progresista que siempre mintió respeto a la religión, sin ocultar mala
voluntad al clero; Leocadia y doña Manuela eran mujeres mal dirigidas, o
mejor dicho, descuidadas. En cuanto a Pepe, su incredulidad, su
alejamiento de todo lo divino y sagrado resultaban más graves, por ser
fruto, no del olvido de las santas verdades, sino de un profundo
desprecio de ellas: le empujaban al descreimiento las corrientes de la
época, los estudios modernos, la atmósfera cortesana y una indudable
predisposición personal. En esto no se equivocó Tirso: los padres y la
hermana se ofrecieron a su observación como realmente eran:
indiferentes; Pepe, como un impenitente convencido con quien la lucha
había de ser más trabajosa, porque la lucha era inevitable. No vino él
al hogar con ánimo de provocarla, mas tampoco le parecía razonable ni
conforme a su ministerio mirar en calma aquel estado de honda
perturbación que le hizo prorrumpir en un momento de ira: «parecéis
judíos.» Su entusiasmo religioso era sincero: la conciencia le dijo que,
si los azares de la vida le hubiesen colocado junto a gentes extrañas,
empecatadas como sus padres y hermanos, habría puesto tenaz empeño en
convertirlas, y que mal podía contemplar fríamente la perdición de su
propia viña. Cuando resolvió su viaje a la corte, no imaginó tener que
consagrarse a esta obra: otros eran sus propósitos y él solo los sabía;
mas ya que la Providencia le mostraba la mala yerba en su camino, debía
arrancarla, aunque fuera al paso y sin distraerse de su objeto
principal. ¡Deber juntamente grato y penoso el salvar a sus padres y
hermanos de la condenación eterna! Algo análogo leyó en sus libros
devotos, pero no tan en grande. Tal santo convirtió a su cónyuge, otro a
su padre, alguno a su hermano: él tenía que habérselas con toda su
familia, en la cual antes jamás pensó, de la que vivió apartado
voluntariamente, pero que de pronto se le antojaba rebaño disperso al
borde de un abismo, y al cual había de guiar hasta recogerlo en el
redil bendito de la Iglesia. Trájole a la corte el servir a empresa más
alta, por tratarse de la patria entera y no de unos cuantos individuos;
mas ya que Dios ponía la llaga al alcance de sus manos y la herida
estaba como en su mismo cuerpo, justo era que la sanara.
Comenzó en esto a agravarse la enfermedad del padre, fueron precisos
mayores gastos, vinieron para la familia días tristes y afligiose
sobremanera doña Manuela; por todo lo cual determinó Tirso empezar a
cumplir su propósito, imaginando que en medio de la tribulación es
cuando más fácilmente se avasallan los corazones. Su madre y su hermana
fueron las primeras a quienes pensó atraerse. No alcanzó a más su
sagacidad, y aun esto le repugnó sobremanera, pues toda tardanza se le
antojaba complicidad en el mal y todo fingimiento le parecía indigno del
noble fin a que enderezó la voluntad. Era fogoso, arriscado; mas
adivinando en su hermano un terrible adversario, comprendió que las
circunstancias ponían trabas a su celo. Hubiera preferido combatir cara
a cara los obstáculos, congregar repentinamente la familia y convencerla
de su error; pero no se aventuró a tanto y, mal de su grado, como no
pudo ser violento, se hizo astuto: soñó con desempeñar papel de apóstol
batallador, y hubo de limitarse a obrar como jesuita de novela, pero de
buena fe, con limpia intención, seguro de poner el ánimo en una empresa
honrada.
Resuelto a extirpar la impiedad que se había enseñoreado de su casa, no
quiso demorarlo, y una mañana, como observase que doña Manuela estaba
desdoblando el mantón para ir a comprar unos medicamentos, se anticipó a
ella y la esperó en una esquina próxima: luego la fue siguiendo por la
calle Imperial abajo, y cuando iba a entrar en una botica de la de
Toledo, la llamó de cerca:
--¡Madre, madre!
--Hijo, ¿cómo tú por aquí?
--Quiero hablar con Vd. ¿Tiene Vd. que esperar en la botica?
--Un ratito.
--Pues vamos primero por las drogas; luego aguardaremos juntos, y le
diré a usted lo que deseo.
Tirso hablaba con acento severo: su madre le oía con una curiosidad
mezclada de temor.
--Pero hombre, ¿qué es ello? ¿Pasa algo malo en casa?
--No: ¡si he salido yo casi al mismo tiempo que Vd.! Nada ocurre; pero
quiero que hablemos.
Entró doña Manuela en la botica, esperola él a la puerta, y apenas la
vio salir, continuó de este modo, mientras ella le seguía dócilmente:
--Vámonos ahí al lado, al pórtico de San Isidro.--Y subieron las
escaleras de la iglesia.
--Mire Vd., madre, yo no quiero callarme: estoy disgustadísimo. Desde
que llegué a Madrid tengo el alma llena de tristeza...
--Lo comprendo, hijo: nuestra situación no es para menos. ¡Si vieras la
crujía que hemos pasado!... ¡Y lo que queda!...
--No es nada de eso.
--Pues no te entiendo.
--Ahora me comprenderá Vd. Mi obligación era decir a mi padre lo que voy
a decirle a Vd., pero creo que con Vd. me entenderé mejor: además, su
carácter y su estado... Más adelante veré lo que he de hacer.
--¿Carácter, dices? ¡Si el pobre no molesta a nadie ni se enfada
nunca!...
--Quizá por esa bondad tengamos mucho que llorar.
--¡Explícate, por Dios, hijo mío!
--Sí, madre; mucho que llorar y que sentir. Vaya, clarito; en casa no
hay religión, y donde falta la religión todo está perdido. Así les
castiga a ustedes Dios.
--¡Castigarnos Dios!
--¡Le parecen a Vd. pocas penas esa enfermedad, esa escasez, esos
sufrimientos!...
--¿Y qué le hemos de hacer? Todos trabajamos. ¿No has visto la vida que
llevan tus hermanos y lo que yo me afano?
--¡Pregunta Vd. lo que pueden hacer! ¡Parece mentira! Es imposible que
Dios ayude a ustedes.
En vano pretendía dar dulzura a sus frases: la extraordinaria viveza de
los ojos acusaba una resolución enérgica.
--No, madre; no esperen ustedes alivio ni amparo. En casa no hay
religión, no se reza, no se practica una sola devoción... Da grima
pensarlo. Desde hace cerca de un mes que estoy en Madrid, ¡cuántas cosas
tristes he visto! ¡Ni una oración, ni un acto de piedad! Comprendo que
padre no vaya a misa, aunque bien pudiera sustituirla con algunos actos
de recogimiento y penitencia; pero, ¿y Vd.? ¿y Leocadia? ¿y Pepe? ¡Vivís
como herejes! Lo confieso, madre; he dudado mucho antes de dar este
paso, pero mi deber es antes que todo. ¿No siente usted miedo...
vergüenza por vivir así?
--Y ¿qué quieres que haga? Yo no mando... yo cuido de la casa... y nada
más: la limpieza... trabajar y más trabajar... ¡qué sé yo!
--¡Limpieza y trabajo! ¡Con eso piensa usted que ha cumplido! Cuando el
Señor la lleve de este mundo, que la llevará... desgraciadamente, ¿se
salvará Vd. con haber tenido aseada la casa? ¡La casa limpia y el alma
negra por el pecado! ¡Toda la pulcritud para uno mismo, todo el trabajo
para lo propio, y ni una visita a la casa de Dios, ni un pensamiento
para su divina Madre! ¡Da ira el verlo!
Doña Manuela oía en silencio, sobrecogida con aquel inesperado disgusto,
que aun para su escasa inteligencia era señal de otros mayores. La
vehemencia de Tirso llegó a exacerbarse tanto, que la pobre vieja no
pudo menos de decirle, casi con enojo:
--¡Hijo, no manotees, que nos ve la gente!
Él estaba ya poseído de su papel, y no hacía caso.
--¡Aquí no hay hijo! No hay sino un sacerdote que ha visto esa lepra
asquerosa del ateismo y quiere curarla. ¿Lo oye Vd., madre? Si Vd. no me
ayuda, lo haré yo solo... lo intentaré yo solo; y si no puedo lograrlo,
se lo diré a todos ustedes, cara a cara, sacudiré en la puerta el polvo
de mis zapatos, como los patriarcas de Israel cuando salían de la casa
de los impíos, y no volverán ustedes a verme nunca.
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