El enemigo - 18

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--_¡Quedrán ustés_ creer--decía--que el hijo _güeno_, el que se ha hecho
_melitar_, _tié_ que _yevárselo en cá_ un amigo, porque la vieja y la
_señoritinga_ no le _quién_ cuidar! ¡Qué sangre más perra _tié_ la
muchacha! _enantes_ ha _venío_ a preguntar si habían _sacao_ ya al
señor, y por no verlo _yevar_ se ha _marchao_. ¡Vaya un pingo que ha
salido la mocita! El _cabayero_ que la pretendía ya no viene, y la muy
sin vergüenza va mucho mejor _vestía_.


XXXII

La amargura del desengaño y la impaciencia por adquirir pruebas que lo
confirmaran, quitaron el sueño a Paz aquella noche. Al amanecer se quedó
adormitada y rendida a la fatiga del insomnio; pero era tal la agitación
de su espíritu que, sacudiendo de súbito aquella falsa soñolencia, se
levantó, y sin llamar a nadie, se lavó y peinó, poniéndose en seguida el
traje más sencillo de cuantos tenía. Los celos lo dominaban todo en su
ánimo con fuerza incontrastable: pensaba que su astucia y el tiempo
pondrían en claro cuanto se refería al cúmulo de infamias atribuidas a
su amante; pero quería saber pronto, inmediatamente, si era verdad que
Pepe amaba a otra mujer: lo demás tenía a sus ojos menor importancia.
Como don Luis estaba acostumbrado a verla salir por las mañanas, ya a
casa de su modista, ya a las tiendas donde se surtía de cuantas
baratijas, chucherías y pequeñas galas necesita una muchacha rica, no
imaginó hallar por este lado tropiezo a la realización de su propósito;
pero, temiendo que cualquier otra eventualidad lo estorbara, al dar las
ocho, se fue con el velo y los guantes puestos al cuarto del aya, y la
dijo:
--Avíese Vd. pronto; vamos a salir. Que enganchen.
Sorprendiose la vieja de verla tan madrugadora; mas obedeció sin
resistencia, y al cabo de media hora se apearon ambas ante el pórtico de
San Isidro el Real.
--Esperad aquí--dijo Paz al lacayo.
--¡Qué capricho!--murmuraba la dueña modernizada.--¡Al demonio se le
ocurre venir tan lejos a misa!
--No vamos a misa. Sígame Vd. y calle: si quiere hacerlo por buenas, se
lo agradeceré; si no... después hablaremos, o podrá usted resolver lo
que guste.
Doña Martina comprendió que convenía ceder. Si se oponía obstinadamente
al capricho de Paz, nada lograría en aquel momento; y si luego contaba
lo sucedido a su padre, de fijo, enemistada ya con la señorita, ésta la
haría saltar pronto de la casa. Tuvo, sin embargo, un instante de
vacilación; le faltó poco para dejarla sola: por fin, la curiosidad
venció sus escrúpulos y echó a andar tras de Paz, que ya la llevaba unos
cuantos pasos de delantera. Iba presa de una emoción indefinible,
murmurando incesantemente:--«calle de la Pasión... una casita baja, de
revoque amarillo... que hace esquina...» Atravesaron la calle de Toledo,
entraron en la de los Estudios, anduvieron toda la del Cuervo y, al
llegar a la Plazuela del Rastro, preguntó Paz a una mujer dónde estaba
la Ribera de Curtidores, con propósito de seguir adelante, hasta
encontrar la esquina de la calle de la Pasión.
Como era domingo y hacía una mañana hermosa, la Ribera de Curtidores
estaba llena de gente: cada puesto de ropas usadas, trastos viejos,
telas, clavos, armas, colillas y herramientas, tenía delante un grupo de
gente que vociferaba y bullía, regateando con indescriptible griterío.
Paz, impresionada con la novedad de aquel Madrid que le era desconocido,
miraba en derredor, asombrada, sintiendo vergüenza, pareciéndole
indignos de ella el sitio y la ocasión. Notando que su traje, a pesar de
lo sencillo, excitaba la curiosidad, se quitó los guantes y,
disimuladamente, se colocó el velo como las mujeres que pasaban a su
lado. En esto, cruzando por entre tenderetes y puestos, llegó frente a
la calle de la Pasión. El letrero que indicaba el nombre de la calle
estaba precisamente colocado en una casa baja, de revoque amarillo. «No
ha mentido»--pensó Paz--y, dirigiéndose al aya, la dijo, con acento que
no admitía réplica:
--Párese Vd. aquí conmigo.
En torno de las dos mujeres se oían los gritos de los vendedores
ambulantes; los hombres decían desvergüenzas que las chulas recogían con
sonrisas, y de aquella aglomeración de cuerpos poco limpios se
desprendía un olor nauseabundo. A Paz le daban impulsos de marcharse sin
averiguar nada; pero, atormentada por los celos, no apartaba la vista de
la casa de Engracia. El aya seguía repitiendo de rato en rato:
--Pero, ¿qué es esto? ¡Cuánta gentuza! ¿A qué hemos venido?
Paz, sin oírla, permanecía inmóvil con la mirada fija en la puerta de la
casa. En la esquina tres chicos jugaban a la toña; pero, como excepto
ellos casi nadie había por allí, era seguro que, si Pepe salía o
entraba, le vería sin dificultad. Según trascurrían los minutos, que a
ella se le antojaban inacabables, como él no parecía, a la muchacha se
le iba desacerbando el alma: sus ojos cobraban animación y vida. No
cesaba de mirar al reloj: cuanto menos tiempo quedara para que Pepe
acudiese al cuartel, más probabilidades había de que no viniera o no
estuviese allí... con aquella mujer. De esta suerte trascurrió largo
rato: el dueño del puesto junto al cual se habían detenido, comenzaba a
fijarse en ellas. Paz, desasosegada, fuera de sí, se mordía los labios,
pugnando por tragarse las lágrimas, y el aya la miraba sin atreverse a
chistar.--«No viene, no viene»--pensaba la pobre niña, en cuyo corazón
arraigaba rápidamente la esperanza.--«¿Estará dentro?»--la decían sus
celos. Marcháronse los chicos que estaban jugando a la toña, y la
esquina de la calle de la Pasión quedó desierta unos instantes: Paz no
miraba ya más que a la puerta, creyendo que era tarde para que viniera.
Pensaba que, si le veía, sería al salir.
De pronto tuvo que apoyarse en uno de los maderos que sostenían el
tenderete junto al cual estaban. Pepe había salido del portal y, parado
en la acera opuesta, miraba hacia los balcones, uno de los cuales se
abrió al mismo tiempo, apareciendo en él Engracia con su chico en
brazos. Pepe dio unos cuantos pasos hacia lo alto de la calle, moviendo
la mano en señal de despedida.
El piso, principal de los antiguos, era muy bajo, y don José tenía
colocada la butaca junto a la vidriera de modo que Pepe, gracias a la
empinada cuesta que allí forma la calle, podía ver a su padre desde la
acera opuesta, sin que Paz se diera cuenta de ello. Engracia levantaba
en los brazos a su hijo que, alegre y sonriente, movía las manitas
correspondiendo a la despedida de Pepe. La vista del niño produjo a Paz
una impresión horrible. Avanzó unos cuantos pasos, tan cegada por la
ira, que el aya, al mirarla en aquel estado de exaltación, la contuvo:
--Señorita, ¡por Dios! pero ¿qué es esto?
Había ya desaparecido Pepe por lo alto de la calle de la Pasión, y aún
continuaba Engracia en el balcón, volviéndose algunas veces a mirar a
don José. El niño, agitando las manitas, gritaba _Pepé, Pepé_, y
aquellos gritos, que Paz oyó clara y distintamente, por lo corto de la
distancia que les separaba, la destrozaron el corazón. Engracia,
tranquila y con la sonrisa en los labios, seguía levantando el niño, sin
señal de tristeza, como era natural que estuviese, no siendo pariente ni
amante suyo el que se iba.
--Vámonos--dijo Paz de pronto, con la voz ahogada por un sollozo; y
dirigiéndose de nuevo hacia arriba, tomó la vuelta a San Isidro.
Al entrar en la calle del Cuervo, vio a Tirso parado ante el escaparate
de una cerería: iba de paisano, y sólo le reconoció al escuchar su voz.
--Estaba seguro--la dijo tristemente--de que vendría Vd.
--¡Era verdad! No había Vd. mentido.
--Adiós, señorita. El Señor la cure de ese amor, indigno de Vd. La
misericordia de Dios es inagotable.
Paz, con el alma acibarada por el despecho, y doña Martina, confusa y
asombrada, llegaron a San Isidro, subiendo al coche sin entrar en la
iglesia.
--Es hermosa--dijo maquinalmente Paz, a quien hostigaba el pensamiento
la belleza de Engracia.
--Sí, pero ordinaria.
--A papá, ni una palabra, ¿estamos? Ya sabe Vd. que soy agradecida.
Luego, violentándose por aparecer serena, murmuró, como quien habla
solo:
--Esto se acabó, esto ha concluido... para siempre.
Tirso, parado al pie de la escalinata de ingreso a San Isidro, vio
tranquilamente alejarse al carruaje de Paz. Estaba seguro de que la
decepción sufrida por la pobre niña provocaría en su ánimo una crisis en
que, tras la desesperación, vendrían, primero el abatimiento, y luego la
resignación. Amando como ella amaba, jamás buscaría lenitivo en el
olvido, consuelo en otra pasión, ni venganza en las sugestiones del
despecho. Cuando esto ocurriera, cuando doblegada por el dolor cayese en
brazos de la resignación, entonces sería llegado el instante oportuno
para dirigir su pensamiento y encauzar sus sentimientos, trasformándolos
de terrenales en piadosos, haciendo que de entre las cenizas del amor
mundano surgiese ese divino fuego místico que abrasa y no consume. Nada
pensó respecto a quién había de ser el pastor que recuperase la oveja
así conquistada para el redil de Cristo; no soñó con vanagloriarse por
tal triunfo, ni paró mientes en las promesas de la Condesa de
Astorgüela. Sólo consideró la ocasión de consagrar a Dios un alma
arrancada a las impurezas del mundo. Que fuese él o fuera otro el que
obtuviera el triunfo, poco importaba: lo esencial era conseguirlo.
Para su hermano Pepe, cuya dicha acababa de extirpar como planta
arrancada de cuajo, no tuvo un solo impulso de rencor. La rivalidad y
antagonismo que de él le separaban, nada eran ni valían ante la alteza y
rectitud de sus propósitos.


XXXIII

La mañana en que Paz creyó ver demostrada la infidelidad de su amante,
llegaron a Madrid noticias de lo mal qué iba la guerra para las armas
liberales. El gobierno, queriendo ocultarlo, publicó en la _Gaceta_ un
parte, que solamente hablaba de pequeñas partidas alzadas en Galicia;
pero los periódicos, suplementos y extraordinarios dieron la voz de
alarma; con lo cual la sorpresa de la corte fue tan grande como
inconcebible estaba siendo su apatía. Cuando la capital se enteró de
que los voluntarios del Pretendiente, organizados en divisiones y
cuerpos, podían hacer frente a las tropas, nadie dejó de convenir en que
era necesario hacer un esfuerzo supremo. En los casinos, cafés y clubs,
hasta en los corros de las calles se notó en el centro del día esa
efervescencia síntoma de la inquietud popular. Todo el mundo estuvo
conforme, se vociferó, se acusó de débil al gobierno, de carencia de
disciplina a los soldados, de falta de pericia a los jefes... y por la
tarde todo Madrid se fue a los toros.
* * * * *
Se lidian ocho del Duque en corrida de beneficencia. Hora y media antes
de la fiesta comienza a romperse la línea de vehículos tendida entre la
Puerta del Sol y las Calatravas. Los mayorales, que han pasado la mañana
reunidos en grupos, liada al braza la tralla, fumando y escupiendo por
el colmillo, mandan noramala a las desharrapadas mozuelas que, con el
décimo de la lotería en la mano y la hez del idioma en los labios, van
de uno en otro ávidas de piropos soeces; cada hombre se coloca en su
puesto, y empieza a oírse el grito tentador:
--¡Eh, arriba! ¡a la plaza!
Al principio los coches se llenan sin grandes apreturas, arrancan
primero los mejores, ómnibus enormes y seguros _breaks_ de forma
extranjera ya españolizados, con suertes del toreo pintadas en
portezuelas y cajas; después, a falta de los buenos, la gente toma por
asalto los que van quedando; jardineras con las ballestas rotas y mal
encordeladas, tartanas quebrantahuesos y ómnibus pequeños, de aquellos
viejos que años antes iban _a dos riales al patíbulo_, todos tirados por
mulas y caballos trasijados que ostentan en el pescuezo collarones a la
jerezana pagados con la escatima del pienso, sin que su pobre costillaje
ponga lástima en el corazón de la chulapería, ávida de empezar a
varazos.
--¡Eh, arriba, _cabayero_!
--¡Señorito, a la plaza!
Un poco más tarde llegan por las bocacalles y pasan rápidamente, tirados
por hermosos brutos, los carruajes de los ricos y sus parásitos,
mostrando la gente adinerada afán de imitar al pueblo en la manera de
vestir. Los hombres van de americana y pavero; las mujeres con flores
puestas en el pelo a lo gitana, luciendo unas la mantilla de blonda
blanca y otras la de casco de color con sedosos madroños negros, que
sombrean dulcemente la cara. Corren los simones, insultándose los
cocheros de pescante a pescante sobre cuál pugna por adelantarse, y a
las ventanillas asoman entre bocanadas de humo, ya el rostro moreno y
bigotudo del madrileño de los barrios bajos, ya la carnicera rumbosa
cargada de joyas anticuadas, que ciñe a sus hombros el rico pañolón de
colores brillantes. Al trote de un rocín miserable, y con el mono sabio
a la grupa, va el picador, cuyas formas atléticas contrastan con el tipo
enclenque de algún señorito que sirve de cochero a su lacayo; y en
potros inquietos que bracean con fuerza van el chalán que deja la bestia
en un merendero durante la corrida, y el alguacilillo vestido como los
que aborreció Quevedo. Entre los de a pie, que continuamente se desvían
de la acera para tomar corriendo los primeros ómnibus que vienen de
retorno, marchan confundidos el _gatera_ que con mil trabajos, ninguno
limpio, reunió el precio del tendido, el hortera _endomingado_, el
estudiantillo que parodia en el vestir al elegante rico, la modistilla
engalanada con el trabajo de sus manos, y algún que otro viejo ávido de
censurarlo todo echando de menos los calesines y las majas del tiempo
del _rey neto_. A pie van también la chula y su amante, ella orgullosa,
él celoso, haciendo ambos mutua ostentación de sus personas: el mozo
con calzado de lo fino, pantalón ajustado, pavero y chaquetilla de
pana: la chica con el cabello ensortijado, un peinecillo en cada rizo,
pañuelo de seda caído sobre la espalda porque no oculte lo primoroso del
peinado, y sobre los hombros el gran mantón de Manila que se empeña en
los apuros, y por entre cuyos largos flecos asoman a cada paso dé su
graciosísimo andar los bajos limpios y los pies chicos. Como ella lleva
los ojos lucientes de malicia y la boca rebosando picardía, los
señoritos la miran con codicia, y entonces el chulo, porque vean que la
muchacha es suya, la requiebra con insolencias que ella estima como
madrigales dulcísimos.
En _landó_ de alquiler va una familia extranjera mirando a todas partes
ansiosa de color local, armada de paraguas y gemelos; y en su
_victoria_, alta la frente y provocativa la mirada, descuella la
hermosura alquiladiza de alguna pecadora que, al sentarse en delantera
de grada, será acogida con expresivo vocerío. De pronto todos miran
hacia un mismo sitio. Entre el confuso tropel de carruajes pasa una
carretela donde lleva un matador a sus peones: en el pescante el criado
muestra con orgullo los estoques y el lío de capotes, los diestros
sonríen serenos, el sol arranca destellos a los bordados de las
chaquetillas, la escolta de granujas forcejea por subirse a la trasera,
y al desaparecer el coche deja tras sí un murmullo de admiración jamás
inspirada por los hombres que mejor sirvieron a la patria... Luego cesan
poco a poco el cascabeleo y los trallazos, hacia la Puerta de Alcalá se
divisa una larga fila de simones que vuelven con el _se alquila_ puesto,
y la calle recobra su aspecto normal. Al anochecer, la gente que sale de
la plaza marcha de prisa, como espoleada por el hambre, y hasta en los
barrios más apartados empieza a oírse el pregonar de los periódicos
taurinos, recién impresos y húmedos, que son un _mentís_ para quien
tache de poco activa a nuestra raza.
* * * * *
El mismo día y a igual hora, la calle de Atocha presentaba distinto
aspecto. Las tiendas estaban cerradas, no había estudiantes en la
entrada de San Carlos, ni corros ante las tabernas, ni chicos jugando en
las socavas de los árboles. En el largo trecho comprendido entre la
plaza de Antón Martín y la fuente de la Alcachofa, apenas transitaba
gente; los balcones estaban cerrados, como si el sol y la fiesta
hubieran arrancado a todo el mundo de su casa; no se oían más ruidos
que el lento campanilleo de algún carro y el silbar entrecortado y
rápido de las locomotoras que maniobraban en la estación del Mediodía.
De pronto se escuchó a lo lejos sonar de cornetas cada instante más
fuerte, y en seguida rumor de música militar que se venía aproximando.
Después, en el repecho que forma la calle ante el Hospital, apareció un
batallón de los acuartelados cerca de los _Doks_, que se dirigía a la
estación del Norte. Primero se distinguieron, desde lo alto de la
cuesta, la escuadra de gastadores y el grupo que formaba la banda, en
cuyos instrumentos de cobre reverberaba la luz reflejos vivísimos: luego
se vio venir la ancha columna formada por la tropa, sobre cuya oscura
masa lucían las bayonetas heridas por el sol.
Iban en traje de marcha y con todos los arreos de campaña: bota al
cinto, ros enfundado, manta liada al cuerpo, y a la espalda morralillo,
en cuya blanca tela destacaba limpia y bruñida la tartera para el
rancho: en los pies alpargatas, levantada en el empeine la polaina para
facilitar el paso, y recogidas en el correaje las puntas del capote,
dejando ver los pantalones rojos, que se movían acompasadamente por
filas como miembros de una máquina viva. Al sonar cercanos los ecos de
la banda se abrieron algunos balcones, asomándose las muchachas privadas
de salir, los ancianos y niños faltos de quien les llevase a paseo, y
por las bocacalles inmediatas vinieron a escape enjambres de chicos, que
con gran algazara y vocerío corrían unos a ponerse junto a la escuadra
de gastadores, otros a rodear la charanga, acompañándola buen trecho,
hasta que al cabo de un rato se volvían hacia sus casas, temerosos de
reprimenda o paliza. Aparte la gritería de los muchachos, el batallón
subió toda la calle sin que se escuchara a su paso murmullo de simpatía
ni rumor de cariño: sin un viva. Sólo un hombre desharrapado dijo,
mirando lo tristes que iban los soldados:
--Van al Norte... ¡Pobrecitos!
Y una criada de servir fresca y guapetona, contemplándolos como si
fueran pedazos de su alma, añadió:
--¡Dios os dé buena muerte!
No sabía el pueblo despedir a los suyos de otro modo.
Luego que el batallón pasó, la calle volvió a quedar casi desierta,
huérfana de animación y ruidos: durante unos minutos continuó oyéndose
cada instante más débil el sonar de las trompetas, se cerraron los
balcones y tornáronse los chicos a sus juegos.
La tropa debía subir toda la calle de Atocha y atravesar la Plaza Mayor,
dirigiéndose por la calle de Bailén y el paseo de San Vicente a la
estación del Norte, pero entre la plaza de la Bolsa y la Concepción
Jerónima halló cortado el paso por una ancha zanja que los braceros de
la villa habían hecho para colocar cañerías. Fue preciso variar el
itinerario y bajar por la calle de Carretas a tomar la del Arenal.
Cuando los soldados atravesaron la Puerta del Sol, nadie les hizo caso.
La escena fue rápida y triste: a una parte alegría, voces, trallazos y
ómnibus tomados por asalto: al otro lado, el batallón desfilando entre
dos hileras de vagos, vendedores y curiosos. El jefe miró con desprecio
a las turbas; y Pepe, que iba como alférez en su puesto, pensó que acaso
tuvieran razón los que dicen que el pueblo es indigno de la libertad.


XXXIV

Había trascurrido un mes desde que salió Pepe de Madrid. Engracia,
conocedora de la estrecha amistad que existía entre él y su amante,
cuidaba cariñosamente a don José, quien viéndose bien atendido se
acordaba poco de los suyos. En la _Limosna de la luz_, doña Manuela fue
ascendida de vigilanta a inspectora, gozando más sueldo y mejor
habitación en el domicilio de la hermandad, y a Leocadia se le adjudicó
la plaza que dejó vacante su madre, favores que ambas recibieron de la
Condesa de Astorgüela, cada día más esperanzada en el éxito de la misión
que confió a Tirso. Éste, lejos de hallar atractivo en la vida
cortesana, iba sintiendo hastío de ocuparse en empresas inferiores a las
que soñó su entusiasmo. Enviado a Madrid como agente de los elementos
que impulsaban la guerra civil--causa que le parecía justísima--cumplió
su misión y recibió orden de esperar: luego, por procurarse recursos, y
al propio tiempo por deseo de contribuir de algún modo al triunfo de
sus ideas, pronunció sermones que le dieron cierta notoriedad y admitió
el cargo que disfrutaba en las _Hijas de la Salve_; pero ni bastaban a
satisfacerle los elogios de las sacristías, ni le sonreía la idea de
haber dejado su curato para ser capellán de monjas. Todo aquello le
parecía mezquino; no había él salido de su retiro para tan miserables
empeños. En un principio le preocupó bastante la impiedad que devoraba a
su familia, pero este mal estaba ya conjurado en gran parte. Respecto a
la negociación que le confió la de Astorgüela, también imaginaba haber
conseguido lo principal, que era provocar el apartamiento entre Paz y su
novio: el resto, otro lo haría. La estancia en Madrid comenzaba a serle
desagradable, pues nunca imaginó servir a la buena causa en pequeñeces y
menudencias, sino en lo más importante y principal, que era agotar todos
los medios capaces de levantar el país contra los gobiernos
revolucionarios, perseguidores de la Iglesia. En tal disposición de
ánimo se hallaba cuando le mandó llamar la de Astorgüela y, recibiéndole
en la misma habitación que la vez primera, celebró con él una
entrevista, en que acaso se dibujaron dos tendencias de un mismo partido
y en que Tirso halló ocasión de manifestar brava y noblemente sus
ideas.
La de Astorgüela, sentada en una gran butaca, vestida con severa
sencillez y expresándose siempre con dulzona amabilidad, recordaba algo
las figuras de aquellas mujeres influyentes en la política francesa del
siglo XVII de quienes cuentan raras cosas las crónicas: diríase la
querida de un cardenal recibiendo a un clérigo provinciano. Tirso estaba
menos cohibido ante ella que en su primera visita, porque ya se habían
hablado algunas veces en las juntas de la hermandad.
--¿Sigue Vd. contento en Madrid?--le preguntó la Condesa, indicándole
que tomara asiento.
--Trabajo no falta, y algo me distrae; pero mi situación va siendo
anómala, y esto me desagrada bastante.
--Estamos, sin embargo, muy satisfechos de Vd.
Aquél _estamos_ sonó mal en los oídos de Tirso: juzgaba que la debía
agradecimiento por el apoyo que le dispensó; pero fuera de lo referente
a la hermandad, no reconocía en ella autoridad para aprobar o condenar
sus actos, molestándole lo que alardeaba de su influencia en asuntos
políticos que se rozaban con la Iglesia.
--Pues, señora, en realidad no tengo grandes motivos para estar
contento, aparte las atenciones que he merecido de Vd. Yo vine a Madrid
para una cosa... y estoy sirviendo para otra. Llegué aquí con una misión
delicada... honrosa por el peligro que entrañaba... y estoy casi
convertido en capellán de monjas. Harto sabe Vd. que mi propósito era
ayudar más eficazmente a lo que todos deseamos.
Ella entonces, por darle a entender que no fue llamado para manifestar
sus deseos, sino para cumplir los ajenos, varió el rumbo de la
conversación.
--He dicho a Vd. que su conducta merece elogio, y así es, efectivamente.
Según mis noticias--y ya sabe Vd. que todo lo _averiguamos_ cuando es
cosa de interés--la señorita de Ágreda ha reñido con su hermano de Vd.,
o mejor dicho; están en absoluto cortadas las relaciones entre ambos, y
esto a Vd. se le debe.
--Hice lo que pude, sin que me costara gran trabajo. Me bastó decirla
que Pepe frecuentaba la casa de otra mujer. Después, su propia
impaciencia... los celos hicieron lo demás. Debe ser una niña
nerviosa...
--Enamorada--le interrumpió la Condesa.--¡Pobre criatura, da
lástima!... Pero lo hecho no basta.
--Cuando pase más tiempo...
--Ni su padre, ni ninguno de los que la rodean, conoce la causa de su
abatimiento: creen que está enferma. Hay que apurar más las cosas, no
despreciar los momentos, influir en su ánimo. De lo contrario, puede
verificarse en ella una reacción y, cuando queramos acudir, tal vez sea
tarde.
--Yo no he vuelto a verla, ni hallo pretexto para ello.
--Hay que buscarlo; porque pasada esta primera impresión de amargura,
quizá sea difícil lo que pretendemos. Está muy triste, muy abatida, pero
no tiene trazas de pensar en religión ni en cosa que lo valga.
--Con el carácter de esa niña, considero expuesto a un fracaso todo lo
que sea querer precipitar los acontecimientos.
--Pues es preciso. Reflexione Vd. despacio sobre el asunto, que es de
gran importancia para _la casa_... y para Vd. Además; ese hermano, que
tan violentamente se ha portado con Vd....
En esto hizo el cura ademán de querer hablar; mas la Condesa,
acostumbrada al trato de gentes tan fanáticas como él, pero menos
honradas, cometió la imprudencia de completar su pensamiento,
diciéndole:
--Piense Vd. también un poco en su propio interés. El asunto es muy
importante para la hermandad, que tiene gran influencia; porque estos
revolucionarios son tontos. Sólo entre las colegiatas de León y Toledo
hay ahora cinco prebendas vacantes. ¡Imagine usted qué puesto tan
hermoso para trabajar en pro de lo que todos deseamos!
Altiveciose entonces Tirso, se puso en pie como si su asiento tuviera un
resorte que le impulsara y, ofendido, trémulo de ira y de vergüenza,
repuso, sin disimular el enojo:
--Señora, ni sabe Vd. lo que dice, ni a quién se lo dice. Yo no soy cura
cortesano, ni clérigo palaciego, ni he venido aquí para medrar de mala
manera...
--¡Señor Resmilla!
--¡Francamente, señora Condesa! No sirvo para tales cosas. Hasta me
arrepiento de lo que he hecho. Disponga Vd. de mi plaza de capellán para
los que aceptan tales ofertas. Aquí todo es mezquino. Estoy de estas
pequeñeces hasta por cima de los pelos. Daré por la fe hasta la última
gota de sangre; pero para pagarme no hay dinero... ¡Ni que me hicieran
Papa! Es cien veces más noble irse al campo a que le rompan a uno la
crisma.
La de Astorgüela, absorta y desconcertada, no desplegó los labios: Tirso
cogió su teja negra de la silla en que la había dejado y añadió
bruscamente:
--Adiós, señora.
Sólo al caer tras el cura el pesado cortinón que cubría la puerta de la
lujosa sala, se sobrepuso la dama a la sorpresa que le causó tamaño
arranque de honrado fanatismo.
--¡Bah! Es un puritano inútil. Otro lo hará...
* * * * *
Dentro de las veinticuatro horas siguientes, las _Hijas de la Salve_
supieron que el más moderno de sus capellanes se había marchado sin
despedirse de nadie, haciendo antes renuncia de la plaza que
desempeñaba. Doña Manuela y Leocadia fueron las últimas en enterarse de
lo ocurrido. La hermana portera no pudo decirlas sino que la víspera vio
hojear a Tirso un indicador de ferrocarriles; que, vestido de paisano,
salió en persona a buscar un coche de punto y que, ayudando al simón a
levantar su baúl, dijo:
--A la estación del Norte.


XXXV

Sobre los campos, devastados por la guerra, comenzó a brillar la luz de
un nuevo día: hacia la parte de Levante el aire se arreboló cual si la
atmósfera se incendiara, y las estrellas, ofuscadas por el sol, se
borraron del cielo. En torno de Ayartiaga no se oía más que el
estridente rodar de alguna carreta mal engrasada y el apacible silbo del
viento, que se complacía en cimbrear suavemente las cañas de los
maizales, fingiendo oleadas entre el verdor de los cerros. El pueblo,
formado por dos líneas de pobrísimas casas tendidas a lo largo de la
carretera, no había despertado aún. La iglesia, que apartándose del
trato de las gentes se elevaba a corta distancia del camino, estaba
cerrada, y en torno de la cruz que servía de coronamiento a su veleta
revoloteaba una bandada de pájaros. En el camino, húmedo y barroso por
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