El enemigo - 03

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José la enfermedad de las piernas. Ello fue que, al cabo de tres meses,
estando un domingo de paseo, y solos, Millán le dijo:
--Tengo que proponerte una cosa. Creo que te conviene, pero no he podido
resolver nada sin contar contigo.
--Habla, chico.
--Desde hace más de tres meses que arreció el trabajo, vienes casi
todas las noches a buscarme, y para una vez que consigo acabar temprano
y podemos ir un rato al café o a dar vueltas charlando por las calles,
lo general es que tengas que quedarte allí conmigo corrigiendo
galeradas. Al principio no sabías lo que te pescabas, lo que tú
corregías tenía yo que volver a mirarlo. Hoy, la verdad, lo que para un
cajista cualquiera ofrecía ciertas dificultades, lo has aprendido tú en
seguida y bien. Por otra parte, me parece una primada que a lo mejor te
pases allí horas enteras sin sacar nada en limpio... En fin, chico, ayer
se ha marchado uno de los correctores, el que iba de noche... ¿quieres
la plaza? Si se lo digo al amo, te la da. Tú le convendrías a él con
pedirle dos reales menos que otro cualquiera, y a tí, como son pocas
horas, de noche, y yo te taparé cuando faltes... vamos, que puedes ganar
eso... si no te repugna... Díselo a tu padre.
--Y ¿por qué me ha de repugnar? ¿Qué tengo que decírselo a mi padre?
Acepto desde ahora... y te lo agradezco de veras. Puedes creerme: ya ves
cómo estamos en casa.
--Siempre serán diez y ocho o veinte reales más al día.
No era posible aumentar la amistad que les unía; pero este rasgo
contribuyó mucho a afianzarla y, además, hizo que fuera su trato más
frecuente, por la índole del trabajo que les ocupaba. Así, los que de
muchachos comenzaron juntos a corretear por las calles y pisar las aulas
del Instituto; los que juntos pensaron seguir una carrera de las
reservadas a gente, si no poderosa, al menos acomodada, juntos también,
forzados a renunciar a ella, emprendieron la pendiente áspera, y a veces
sin fin, que suben en la vida los que se mantienen por sus manos.
Menudearon con esto las idas de Millán a casa de Pepe, y aquél, que
cuando chico no paró ojos en la hermana de su amigo, fue luego
encariñándose con ella hasta que, insensiblemente, como a veces quiere
el amor que sean estas cosas, se fijó en lo bonita que era, consideró
las pocas exigencias que había de tener mujer tan hecha a batallar con
la necesidad, y pensó que le convenía para propia. Como esta idea fue
resultado de mucho mirar a Leocadia, hablar con ella y observarla,
buscando ocasiones en que estudiarla el genio, lo notaron los padres y
el mismo Pepe; de suerte que casi antes de que Millán demostrara su amor
con atenciones y cuidados, ya ellos lo habían sorprendido sin enojo en
sus impaciencias y miradas. Leocadia empezó a recibir las pruebas del
afecto de Millán con el agrado natural que tiene la mujer para acoger
las primeras palabras dulces que escucha; contenta, satisfecha, casi
agradecida, mas sin que el querer produjera en ella impresión tan honda
como la que estaba haciendo en Millán. Éste, si no se sentía aún
verdaderamente enamorado, estaba en camino: a ella, más que el novio
mismo, le gustaba la sensación moral, nunca experimentada, de saber que
había un hombre que gozaba mirándola. Sus corazones no estaban, sin
embargo, verdaderamente unidos. A veces, cuando sentados todos, de
noche, en torno de la camilla, leían periódicos o jugaban al tute por
distraer a don José, Millán, espiando a Leocadia con el rabillo del ojo,
creía descubrir en su fisonomía de madrileña vivaracha un gesto
indefinible, un nublarse repentino de las pupilas, una ligera sombra de
tristeza, en medio de la risa, que delataban incompletamente cierto afán
de aspiraciones vagas o impulsos latentes de ambición mal entendida.
Doña Manuela y don José dieron a los chicos por novios apenas hubo
indicio para ello: Pepe, más listo, adivinó que Millán quería a su
hermana, pero que ella no estaba tan enamorada como él.


III

En su primera época de estudiante, casi niño, no fue Pepe de esos
muchachos que se sientan lo más cerca posible del maestro, aprendiendo
de memoria, como loros, cuanto se les manda, antes por obediencia y
aplicación irreflexiva que por verdadero amor a estudios que aún no
entienden; pero tenía inteligencia sobrada para comprender que había de
llegar un día en que de todas aquellas asignaturas y materias, que
juntas querían meterle por fuerza de golpe en la cabeza, tendría que
fijarse en alguna, decidirse y estudiarla, confiando a la perseverancia
en el trabajo su porvenir y el amparo de los suyos. Durante esos años,
en que el hombre ignora la realidad de sus tendencias y la índole de
aquello a que debe dedicarse, él, entre dudas y vacilaciones, pugnaba
por determinar _lo que sería_, como si a todos permitiera la fortuna
marcar el rumbo de su vida. Por fin, la afición a la historia y el
interés que, apenas comenzó a hombrear, mostró para seguir en
conversaciones o lecturas la marcha de los sucesos políticos--tan
agitados en aquel tiempo--le hicieron inclinarse a la abogacía, carrera
en que la antigüedad de los pueblos, la política, el derecho y las
letras, aparecían a sus ojos formando, no un camino más o menos ancho,
sino un conjunto de senderos que podían llevarle a suertes prósperas y
varias. Su existencia tenía un fin doble, y así lo comprendía él: ser
obrero de su propia fortuna y sostén de sus padres. Pero estas ideas no
despertaban en su ánimo temor de lucha ni necesidad de abnegación.
Llegar a _ser algo_, le parecía cosa natural. ¿No llegaban otros?
Propósito de desinterés en aras de su familia, nunca lo hizo su
pensamiento. Se dijo sencilla y espontáneamente que era necesario en su
casa, que allí quien debía trabajar era él, sin imaginar jamás que sus
más penosos esfuerzos por lograrlo pudieran llamarse abnegación o
sacrificio, ni siquiera deber: lo haría porque sí, porque era el hermano
mayor, el único hombre de la casa. En sus cálculos no entraba Tirso para
nada. Si no, ¿quién lo haría?
El cambio que la desgracia ocasionó en la vida material de Pepe, fue en
un principio apenas sensible: al pronto, todo se redujo a que los pocos
libros de texto que había comprado anduviesen rodando de la mesa del
comedor a la de su cuarto, hasta que él los guardó por no verlos.
Aparentemente, con ocultar aquellos libros se borró en la familia la
idea de que Pepe había tenido que renunciar a la carrera: doña Manuela,
que era buena, pero poco avisada, sintió cierta amargura; la resolución
de su hijo la entristeció, por ser señal inequívoca de grandes
privaciones:--«El pobre ha tenido que dejar los estudios»--decía, sin
poder profundizar todo lo que en esta frase iba envuelto. A Leocadia le
mortificó el suceso más que a su madre, pero de otro modo. Mientras Pepe
se limitó a trocar la clase por el destino del Senado, decía:--«A mi
hermano le han empleado»--y en el tono con que lo pronunciaba descubría
algo de amor propio satisfecho. El verdadero disgusto lo tuvo cuando, a
consecuencia de la proposición de Millán, entró Pepe de corrector en la
imprenta: aquello de que su hermano ganara un jornal la impresionó
amargamente, en parte por lo que significaba tal determinación, y más
aún por vanidad herida. Su gran temor era que Pepe llegara a ponerse
blusa para trabajar, como si en este detalle fuese envuelta toda la
ruina de la casa. Transigía con la pobreza, con la miseria, con todo;
pero a lo vergonzante, no enterando al prójimo de humillaciones que no
le importaban. La mayor pesadumbre fue para don José. Los tres años de
Derecho que cursó Pepe, le habían acostumbrado a pensar en su educación
como en un esfuerzo costosísimo, mas para él lleno de encantos. El
humilde empleado que pasó la vida a salto de mata, de oficina en
oficina, de centro en centro, sin apoyo ni valimiento, había logrado
adquirir tales hábitos de orden y economía, que iba a serle posible dar
carrera a este hijo, y dársela a su gusto, no como se la dieron al otro.
El pobre viejo no alcanzaba por qué medio sería ello; pero con los ojos
de la imaginación veía al chico ya vestida la toga de vuelillos blancos,
con el birrete puesto, la placa en el pecho y sentado en un sillón de
alto respaldo, escuchando informes de abogados que, al dirigirse a él,
hablarían con profundísimo respeto... y, de repente, vinieron el
descuento, las pérdidas, los atrasos, la jubilación, reduciéndose el
futuro juez a empleadillo colocado por el favor de un amigo, y a merced
de quien tuviese influjo para quitarle cualquier día la plaza en
provecho de otro. La resolución adoptada por Pepe de ir a trabajar con
Millán, hirió dolorosamente el ánimo de don José: pero hubiera sido
difícil precisar qué impresión le hizo más mella, si el dolor de ver a
su hijo llevado a tal extremo, o el orgullo de considerarle tan fuerte
ante la adversidad. Las lágrimas de ternura se secaron pronto en sus
ojos: el engreimiento no se le borró del alma.
El más duro para resistir a la desgracia, fue quien más perdía con ella:
el mismo Pepe, que, así como no dio importancia al sacrificio, no se
entregó tampoco a esa resignación callada y triste, cuyo silencio sofoca
el dolor sin mitigarlo. Su carácter varió algo, sin que él se diera
cuenta, mas no llegó a sufrir una verdadera trasformación. Las fibras de
su corazón eran tales, que no podían bastardearse al ser azotadas por la
desgracia, como no hubieran cambiado tampoco acariciadas por la fortuna.
Aquella incredulidad burlona con que siempre acogió cuanto no podía
aclarar razonándolo, se acentuó y se hizo más amarga; su gracia para
zaherir cobró acritud, sus chistes tomaron tono de quejas dichas en
broma; pero la propensión cómica quedó dominando siempre en sus labios,
pronta a ridiculizar cuanto sus ideas y aficiones le señalaban digno de
vituperio. Los reveses no le arrancaron el entusiasmo por lo que amaba,
ni exacerbaron su escepticismo; pero, al convencerse de que las
condiciones de la vida habían variado por completo para él, adquirió una
serenidad que, contrastando con los pocos años, daba a sus frases un
dejo amargo y melancólico. Aun las sátiras más enérgicas parecían brotar
tristemente de su boca.
Pasadas las primeras semanas de aquella existencia nueva, dividida entre
la biblioteca del Senado, donde su trabajo consistía en dar libros a
quien raza vez se los pedía, y las tareas de la imprenta, donde bajo la
inspección de Millán iba siendo cada día más útil, comenzó a
experimentar cierto reposo que él comprendía no ser definitivo, pero que
le halagaba por verlo reflejado en la casa. Su vida de empleadillo y
jornalero le producía un puñado de duros, con los cuales había para ir a
la compra y casi con igual frecuencia a la botica. De la abogacía no se
volvió a hablar: lo de seguir carrera fue un sueño, y, sin embargo, el
haber tenido que renunciar a ella era la pesadumbre de toda la familia.
Cada cual la sentía a su manera: doña Manuela no decía sino:--«¡Hijo
mío, cuánto trabaja!» El padre no se recataba para confesar a voces aun
delante de gentes:--«Estará en la imprenta.» Leocadia, sin disimular la
repugnancia a lo que en su hermano había de obrero, hablaba del
_destino_ o el _empleo_, y cuando le veía volver a casa, instintivamente
le miraba a las manos, temiendo que trajera en ellas alguna señal sucia
de su honrosa labor. No lo podía evitar: tenía esa vanidad madrileña que
pretende cubrir con perifollos de seda la falta de ropa blanca, y que
prefiere el adorno de la sala al cuidado de la alcoba.
Pepe participó también, en cierto modo, de ese sentimiento que tiende a
ocultar al prójimo la propia miseria. Hubo una persona a quien no tuvo
el valor de confesar que trabajaba en la imprenta de Millán, y esa
persona fue su novia, la señorita de coche, como la llamaba Leocadia.
Pepe había dicho claramente a Paz la situación de su familia; que su
padre era un antiguo y modesto funcionario de Hacienda; que él tuvo que
abandonar la carrera por falta de recursos para seguirla, ateniéndose a
un empleo concedido casi por caridad; pero no pasó adelante: nada dijo
de la imprenta, del apoyo de Millán, de las galeradas, ni de sus tareas
de jornalero. En un principio no fue completamente franco por aquella
misma pícara vanidad de Leocadia, y después por falta de valor: aun
conociendo a Paz como llegó a conocerla, tuvo miedo a decirla:--«El
hombre a quien amas, tú, la señorita rica, mimada por la fortuna, va por
las noches a ganarse un jornal que cobra los sábados como los herreros
y los albañiles.» Imaginó que la perdería: era a sus ojos enteramente
absurdo que Paz, después de saber esto, siguiera enamorada de él. La
vida moderna le ofrecía a cada paso ejemplos de hijas de familias
poderosas a quienes por un capricho amoroso había que casar con un mal
periodista, con un abogadillo, con un cualquiera, aún de lo más pobre de
la clase media; pero, ¿quién vio jamás en estos tiempos que una señorita
hecha a pisar alfombras y ceñirse el talle con sedas, entregara la mano
a un jornalero? Pepe calló, sin temor a que ella supiera toda la verdad,
pero sin valor para decirla con sus propios labios. Al oírla exclamar
con frecuencia entre apasionada y mimosa: «¡Pepe mío, cuánto te quiero!»
le acometían impulsos de revelarla aquello que él ocultaba como una
infamia; pero luego, contemplándola vestida con todos los primores del
lujo, retiraba las manos o se las examinaba al descuido, temeroso, como
su hermana, de hallar impresa en ellas la sucia mancha del trabajo.


IV

Don Luis María de Ágreda, senador electivo, gracias al patrimonio e
influencia que tenía en su pueblo, era uno de los antiguos progresistas
obstinados en sobrevivir a su partido; de aquellos que ponían sobre todo
la Soberanía Nacional, y para quienes la España contemporánea no produjo
sino cuatro hombres de gran valer: Mendizábal, por la desamortización;
Espartero, por haber vencido al carlismo; Olózaga, por haber hablado
antes que nadie de los _obstáculos tradicionales_; y Prim, por seguir
sus huellas.
La fortuna de don Luis, con ser respetable, no era sino resto de lo
mucho que gastó su padre en conspirar contra Sartorius y Narváez; pero
lo que mejor heredó fue un grande amor al partido progresista, mucha
antipatía a la demagogia, que se le antojaba cosa pagada con el oro de
la reacción, y una repulsión invencible a moderados y carlistas. Los
trabajos de don Luis en juntas y comisiones del partido; los artículos,
proyectos y dictámenes que escribió, serían incalculables, e infinitas
las veces que proyectó terciar en los debates; pero jamás tuvo ánimo
para romper a hablar en público ni para enviar dos cuartillas a un
periódico. No era tonto y lo parecía, porque sin tener realmente
influencia entre los suyos, imaginaba que su consecuencia y lealtad
debían darle mayor importancia de la que gozaba, resultando algo
vanidoso. Como la palabra obedecía mal a su pensamiento, huía los
diálogos largos y las conversaciones en corro, limitándose a hacer
signos de afirmación o negación con la cabeza, y cuando más, a decir
frases concisas, que tomaban en sus labios tono de sentencias
pretenciosas. Muchos le consideraban como hombre formal, pero de cortos
alcances, y algunos le trataban de burro serio. Aquéllos andaban más
cerca de lo cierto; porque sin ser don Luis una inteligencia
privilegiada, era honrado y de carácter firme, aunque algo agriado, por
imaginar que debía brillar y bullir más en su partido.
Lo que constituía su verdadero título de gloria, para quien llegase a
saberlo, era la educación que dio a su hija. A los treinta y dos años
enviudó y se propuso que Paz, cuando él faltara, estuviese en
condiciones de vivir por sí, sin ajeno auxilio, que supiera manejar su
fortuna y aprendiese a conocer su corazón, para no dejarla expuesta a
rapacidades tutorescas ni a errores de su inexperiencia. Muchas veces la
dijo:--«Has de saber cuánto tienes, duro por duro; y has de pensar
siempre en lo que vayas a hacer, para que ni el prójimo te robe ni tú te
engañes.»
Paz estuvo una temporada de tres años en un colegio dirigido por monjas,
lo cual no era muy del agrado de su padre; pero ¿qué hacer, si no había
en Madrid otro linaje de casas de educación? Allí aprendió a escribir
con bonita letra, a hablar bastante bien en francés y rudimentos
incompletos de muchas cosas: de coser poco, de bordar algo y de rezar
mucho. Sin salir del colegio sabía también cuanto ocurría en Madrid,
hasta interioridades de familias que a nadie importaban; pero, por lo
visto, para _las madres_ no había secretos; así que, los domingos de
salida, don Luis se maravillaba escuchando a su hija cosas que él no oía
ni a los murmuradores del Casino. Esto, y un tantico de vanidad que se
fue despertando en el alma de Paz, indujeron a su padre a sacarla del
colegio-convento; mas aunque quiso hacerlo con gran tiento y
circunspección, tuvo por fin que ser enérgico, porque las santas mujeres
habían procurado atraerse la voluntad de la niña. ¿Les indujo a ello la
bondad de Paz? ¿Ambicionaron la conquista de su preciosa voz para la
capilla? ¿Prendáronse quizá del entusiasmo con que era de las primeras
en gastar sus ahorros de colegiala rica comprando, ya la sabanilla del
Cristo, ya la toca de la Virgen, ya el encaje para el paño del altar?
Ello fue que un día de fiesta, no pudiendo don Luis ir a buscarla, envió
con el carruaje a una parienta, quien a la hora del almuerzo volvió
sola, refiriendo que la _buena madre_ había dicho que _mademoiselle_ Paz
no salía. Don Luis, pensando que su hija estaba mala, fue inmediatamente
a verla y, a disgusto de la superiora, hubo que traer la niña a
presencia del padre, quien pasó un rato muy malo observando que su Paz,
sin estar castigada, ni enferma, se allanaba de buen grado a permanecer
allí, en vez de irse a pasar el día con él. Por fin consiguió que su
hija le siguiese, y aquella noche no la permitió volver al colegio.
«Aquí no hay más _madres_ que yo»--dijo don Luis--y desde entonces se
consagró al cuidado y educación de su hija, sin perder por eso su
desmedida afición a la cosa pública. Las cartas de la superiora y las
embajadas del capellán, hicieron en vano esfuerzos por recobrar la oveja
descarriada, mas no lograron que tornase al redil. De allí en adelante,
don Luis toleró que Paz, de tarde en tarde, gastara algo en sabanillas,
mantos y encajes, pero no la dejó volver a poner los pies en el
convento. La mansedumbre, que es gran virtud, evitó que las monjas se
ofendieran: no salió de sus labios palabra de reproche, nada intentaron
para exacerbar la devoción naciente, quizá la vocación frustrada de Paz;
pero tampoco se olvidaron de recordarla en días determinados y
festividades solemnes que en un extremo de Madrid había una santa casa
que se honraba con haberla tenido por discípula y a la cual debía enviar
de cuando en cuando alguna limosna para obras de caridad, algún ramo de
flores para aquel altar, en cuyas gradas se arrodilló tantas veces.
Como Paz era buena, el tesoro de cariño que halló en su casa la hizo
olvidarse pronto del colegio, y aquella afición mongil se apagó como con
la mano. La libertad de acción, el sano orgullo de mandar en su casa
como dueña y, sobre todo, el habilidoso amor de padre, ahogaron a tiempo
el piadoso secuestro que pudo haber sobrevenido. Bastaron unas cuantas
semanas de esta vida, y el colegio, antes impregnado de cierta poesía
plácida, quedó reducido en la imaginación de Paz a un conjunto de
recuerdos fríos e incoloros. Al cabo de un año don Luis, escogiendo con
cautela las casas donde la llevaba, comenzó a presentarla en la titulada
buena sociedad, con lo cual sus galas y tocados la preocuparon mucho más
que antes la ropa de las santas imágenes: el gabinete lleno de primores
y el lecho mullido le fueron más gratos que el frío dormitorio y la
estrecha cama de colegiala; las flores que se ponía en el pelo cortadas
por su mano en el jardincito de la casa, destronaron a los ramilletes de
trapo de los altares; y para colmo de impiedad, la primer sinfonía de
Mozart que oyó tocar sonó en sus oídos más grata que las letanías,
salves y motetes.
La serie de impresiones que Paz experimentó pisando salones de casas
extrañas, no fue, sin embargo, tan agradable como la que sintió entrando
a reinar en su propio hogar. A poco de vivir con su padre, la enteró
éste de sus negocios, explicándola en qué consistía su fortuna,
ayudándose de ella para el manejo de intereses, con lo cual Paz llegó a
persuadirse de que don Luis era un hombre honrado, y el origen de cuanto
tenía decente y limpio. En cambio, comenzó a ver que ni todas las casas
ni todos los hombres eran como su casa y su padre. Aunque incompleto y
velado por la educación y la hipocresía, el mal llegó claro a sus ojos,
causándola una sensación parecida a la que sufriría quien, hecho sólo a
respirar aire puro, entrara de pronto en una atmósfera viciada. El
instinto suplió a la picardía, el ingenio a la malicia: no pudo la
imaginación desentrañar las causas de las cosas, pero vio los efectos y
fue bastante para que se le entrase al alma un miedo sano.
En su espíritu hubo dos impulsos simultáneos: el despertar a la
inquietud moral de la vida y la desconfianza de hacer a nadie partícipe
de sus emociones. Con su padre tenía toda la sinceridad posible; mas
esos misteriosos deseos, esas dudas ingenuas que la mujer reserva para
dichas en voz baja al elegido de su corazón, no salieron de sus labios.
Las frases galantes y las lisonjas la infundían una previsión
desasosegada, un terror vago que la impedía mostrarse complacida: era
semejante a un pájaro que tuviese miedo a la red. Cuando algún hombre
halagaba su oído con ternezas o la pedía esperanzas, ella,
involuntariamente, se acordaba de tantas infelices mal casadas y parejas
desavenidas, de los hogares que parecían fondas, donde marido y mujer
acusaban indiferencia, desvío, cuando no repugnancia. El amor propio no
la dejó renegar de su hermosura; pero su instinto la señaló un peligro
en su riqueza. Ser querida por sí, le pareció fácil: saber cuál amor
sería sincero, lo juzgó imposible. Hubiera querido disimular el
bienestar de su casa, y a veces sentía impulsos de extravagantes
humoradas, ansia de ocultar su facilidad de logro, a semejanza de esos
príncipes que viajan de riguroso incógnito para agradecer la simpatía
que inspiren y oír el lenguaje de la franqueza. «El mejor traje--solía
decir--es el que más disimula lo que cuesta.»
* * * * *
Una tarde vio Pepe entrar en la biblioteca del Senado un caballero como
de cincuenta años, alto, canoso, con el rostro enteramente afeitado y de
aspecto excesivamente limpio, que dirigiéndose al principal encargado,
le dijo:
--Vengo a pedir a Vd. un favor. ¿Podrá Vd. recomendarme uno de estos
muchachos que tiene Vd. aquí, a sus órdenes, para que venga unas cuantas
mañanas a mi casa y me ayude a poner en orden mi librería? Me han hecho
los estantes nuevos, y hay que trasladar los libros de sitio. Un chico
juicioso, ¿eh?
--¿Oye Vd. esto?--preguntó el jefe a Pepe, y dirigiéndose al caballero,
añadió.--Nadie más a propósito: su formalidad y su ilustración le
servirán a Vd. mucho. Casi es abogado...
El que hizo la petición miró a Pepe, y con la autoridad que le daban sus
años, le habló así:
--Vamos a ver, joven. A un muchacho, aunque no lo necesite, nunca le
viene mal un puñadillo de duros. ¿Ha oído Vd. lo que hemos hablado?
¿Quiere Vd. venir a mi casa unas cuantas mañanas?
--Sí señor, y haré lo posible por complacerle.
--Bueno, pues cuento con Vd. ¿Cuándo empezaremos? porque yo lo tengo
allí todo revuelto.
--Cuando Vd. quiera.
--Mañana mismo. Le espero por la mañana a las once.
Cuando se hubo marchado, Pepe dio las gracias al bibliotecario y le
preguntó quién era aquel señor.
--Es don Luis María de Ágreda, senador, muy buena persona. De estos que
no hablan nunca, y progresista a la antigua, pero muy rico. No hace más
que asistir a las votaciones, aunque está diciendo siempre que va a
hablar... y nunca habla.
Después le dio las señas de la casa de don Luis y se separaron.


V

Acudiendo a la cita del señor de Ágreda, a las diez y media de la mañana
siguiente entraba Pepe en el _hôtel_ que aquél habitaba, situado al
final de la Castellana. Atravesó el jardín, pequeño y bien cuidado,
subió las escalerillas, llenas de macetas, que parecían estar
custodiando dos magníficos perros de bronce, y entró en el despacho, que
formaba parte de la planta baja.
El piso era de maderas ensambladas, las colgaduras magníficas, cómodo y
lujoso el mueblaje; todo acusaba mucho dinero. La mesa indicaba orden,
gran pulcritud y poca labor: cuanto había sobre ella estaba bien
colocado; pero sin que se notase en nada la confusión, propia del
trabajo continuo. Los libros eran pocos, ricamente encuadernados, y sin
señales de manejo frecuente: no debían ser aquellos los que era preciso
ordenar. En dos testeros de pared cubierta de un papel muy oscuro
rameado de oro, había dos retratos de mujer. En uno, el traje y el
peinado a la moda de 1850, pero, sobre todo, la pintura, lamida como
rebuscando finezas, delataban la mano de uno de aquellos artistas que
conservaron reminiscencias del estilo elegante de don Vicente López, sin
haber adquirido el vigor de los buenos pintores contemporáneos nuestros.
La dama estaba peinada con el pelo hecho dos grandes ondas, muy
alisadas, y tenía las facciones parecidísimas a la retratada en el otro
lienzo; pero resultaba la belleza de la primera más completa y armónica.
A pesar de esta diferencia, se parecían tanto, que era fácil adivinar su
parentesco. Debían ser madre e hija, a juzgar por la edad que
representaba cada una y por la diferencia de los trajes. El retrato de
la más joven era una doble maravilla, por el modelo y la factura. Un
trozo de impalpable gasa la cubría los hombros, a modo de gola antigua;
tenía el rostro casi en sombra, los ojos ceñidos de un livor oscuro,
ligeramente inclinada hacia adelante la cabeza y puesta entre el pelo
una pluma de color de rosa, ingrávida, suelta, que parecía pronta a
moverse al más ligero soplo.
Los dos balcones del despacho daban al jardín y, a través de los
listones de las persianas caídas, se veía una pequeña estufa con plantas
de flores costosas, destinadas a morir en los búcaros de un gabinete o
prendidas en el pecho de una mujer bonita. Completaban el adorno de los
muros unos cuantos grabados ingleses, un retrato de Olózaga, en
litografía, con dedicatoria autógrafa, y un título de coronel honorario
de la Milicia Nacional del 54, encerrado en rica moldura y expedido a
favor del padre de Paz.
De pronto entró don Luis.
--Me gusta la puntualidad. Venga usted conmigo, y verá Vd. si hay aquí
para rato.
Penetraron en una habitación contigua, enteramente llena de libros,
donde tres estantes de roble nuevos y vacíos ocupaban otras tantas
paredes, mostrando sus enormes huecos de madera limpia, recién labrada e
impregnada del olor al barniz. En el centro había una gran mesa, también
llena de libros, y además libros por todas partes: en el suelo, encima
de las sillas y amontonados en los rincones, todos revueltos como en
casa donde anduvieran de mudanza.
Aquel día no ocurrió más sino que don Luis dio algunas instrucciones a
Pepe y éste comenzó a poner en orden los volúmenes, marchándose
enseguida con el tiempo preciso para almorzar antes de ir al Senado. Al
salir de la casa, tranquila la imaginación, sólo se hacía una pregunta:
«¿Qué gente será ésta?»
* * * * *
Tres mañanas llevaba Pepe de buscar tomos para juntar los de distintas
obras, colocando éstas luego lo mejor posible, cuando al cuarto día,
estando en el despacho despidiéndose de don Luis, oyó de pronto abrir
cautelosamente una puerta a su espalda y una voz de mujer preguntó:
--¿Puedo entrar?
Era la señorita del retrato, la de la pluma color de rosa. Llevaba
puesto un traje casero muy sencillo, blanco, corto, huérfano de adornos
y cuyas mangas descubrían los brazos: mostraba el cuello desahogado y
libre; el pelo húmedo hacia las sienes, y la tez algo encendida, como
azotada por el frescor del agua. La figura se destacó por claro sobre el
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