El enemigo - 09

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--Y del escándalo y del disgusto se morirá tu padre.
--¿Qué más muerte que la que tenemos encima? El corazón cerrado a la
piedad... ¡Si basta entrar allí para convencerse!... Estampas de reos
liberales en las paredes, periódicos perversos de los que venden por las
calles, comedias o noveluchas que lleva ese Millán de la imprenta y que
permitís leer a Leocadia, libros malos... y en toda la casa no hay una
imagen de la Virgen ni una cruz de palo...
--Yo no mando...
--Pues es necesario que mande Vd. A falta de padre, y estamos como si
faltara, usted es quien debe gobernar: yo la ayudaré... y elija Vd.,
madre: poner remedio al mal, o dejar que lo remedie yo solo, contra mi
padre, contra Pepe, contra todos.
--¡No, hijo de mi alma, por Dios, eso no, a Pepe no le hables de estas
cosas!
--¡Ah! ¿Tiene Vd. miedo? Pues yo no.
Hablaban en voz baja, solos en un rincón del atrio de la iglesia,
mientras les miraba curiosamente una mujer que en la escalinata vendía
estampas, caras de Dios con marco de estaño, chufas, majuelas y
_torraos_. Tirso intimidaba a su madre accionando con ademanes
descompuestos: ella, ya ansiosa de cortar el diálogo, miraba
alternativamente hacia el suelo y hacia la acera opuesta, donde estaba
la botica. Las acusaciones de impiedad no la hicieron en un principio
gran efecto; pero cuando Tirso las presentó como causa de los males
sufridos y promesa de castigos eternos, su debilidad mujeril cedió al
empuje del creyente. Lo que peor la sentó, fue la amenaza de que
hablaría con Pepe.
Guardaron silencio unos instantes: él, dudoso del éxito de su empresa;
ella, turbada, deseosa de sustraerse al influjo violento de aquel hijo
que, para sojuzgarla mejor, acababa de decirla: «no soy sino sacerdote.»
--¿Vamos a la botica?--se atrevió por fin a preguntar la madre.
--Espere Vd.; no quiero que nos separemos así. Tiene Vd. que prometerme
antes su auxilio. ¿Trabajará Vd. conmigo para que seamos todos
cristianos, o me entiendo yo con Pepe y con mi padre? ¿Imagina usted
vivir santamente no haciendo daño al prójimo? ¡Qué ceguedad! ¿Y Vd.
misma? ¿Y su salvación? Rece Vd., madre, esto es lo primero, y Dios la
iluminará y borrará de su alma esa apatía; venga Vd. a misa, y a poco
que despierten los buenos sentimientos, cesará Vd. de reír las bufonadas
sacrílegas de mi hermano, y arderá Vd. en deseo de auxiliarme. ¿Lo
promete Vd.?
--Sí, hijo--contestó azorada--pero a Pepe no le cuentes nada de esto.
--¡Ya comprendía yo que él es quien tiene la culpa de lo que ocurre!
Quedamos en que Vd. es mía, es decir, de Dios; si no, me marcharé para
siempre, después de declarar francamente ante todos que no quiero vivir
entre judíos.
Bajaron lentamente las escaleras del atrio, esperó Tirso a la puerta de
la botica y, al ver salir a su madre con un frasquito en la mano, dijo:
--¡Tanto esmero, tanta solicitud para buscar remedio a los males del
cuerpo, que no importan nada, y ni un pensamiento para la salud del
alma! Acuérdese Vd. de lo que acabamos de hablar.
En seguida se separó de ella, dejándola confusa y asustada, como mujer a
quien acaban de sorprender cometiendo un delito. El pecado, la
condenación, la impiedad, habían sonado en sus oídos a modo de palabras
vacías de sentido; las amonestaciones de un Bossuet no hubiesen
ejercido en ella más imperio. Lo que la dejó amilanada fue la amenaza de
hablar a su marido y a Pepe, segura de que la menor reconvención de
Tirso provocaría una escena agria, quizá un rompimiento y un disgusto
gravísimo. ¿Qué podía hacer ella para evitarlo? Nada. Sentía impulsos de
contarlo todo al llegar a casa; pero, ¿y luego? Don José tal vez cediese
en algo, por agradar al hijo de cuya presencia vivió privado tantos
años; más, ¿qué haría Pepe viendo que sus mimos, sus cuidados, sus
trabajos por evitar toda desazón a su padre quedaban esterilizados con
la ingerencia de Tirso en la vida de la casa? No era doña Manuela capaz
de analizar el conflicto, ni su voluntad fuerte para arrostrarlo. La
poca energía de su alma la aplicó toda a entrar en casa con los ojos
secos.
* * * * *
Llegado el domingo, Tirso salió muy de mañana; Leocadia, después de
disponer los desayunos, ayudó a levantar a su padre y, cuando tuvo que
sentarle en la butaca, llamó a Pepe, que se estaba vistiendo para ir a
ver a Paz.
--¡Pepe, Pepe!--gritaba desde la alcoba de don José--ven, que sola no
puedo poner a papá en el sillón.
Acudió él en mangas de camisa, besó a su padre, que esperaba apoyado en
el borde de la cama y, levantándole vigorosamente, le acomodó en la
butaca: entre él y Leocadia le empujaron luego hasta el comedor, y le
sirvieron el chocolate con buñuelos, que todos los domingos tempranito
llevaba Pateta de casa de su protector.
Cuando Pepe fue a concluir de vestirse, preguntó a su hermana:
--¿Y mamá?
--En misa.
--¿En misa?--repitió Pepe, sorprendido, pero sin mostrar enfado.
--Sí, como está aquí Tirso, ¿comprendes? será por no disgustarle.
--Eso debe de ser.
No añadió una palabra, mas no le pasó inadvertida la novedad. La madre
había ido a misa. ¿Sería realmente sólo por deferencia a su hijo, o
habría habido por parte de éste alguna instigación? Ambas cosas eran
creíbles. «Si lo primero--pensaba Pepe--nada hay en ello de particular:
si lo segundo, malo será que mi hermano empiece así, poquito a poco, y
acabe pretendiendo que nos hundamos la tabla del pecho a puñetazos. Sea
lo que fuere, no estoy desprevenido: ello dirá.»


XV

Doña Manuela era incapaz de aquilatar la importancia que tenía aquella
brusca ingerencia de su hijo mayor en la vida de la casa, pero se
acobardó ante la idea de que entre ambos hermanos pudieran surgir
desavenencias graves que desazonaran al padre. En cuanto a poner
remedio, sólo se le ocurrió impedir toda explicación entre Tirso y Pepe.
Para esto era forzoso prestar asentimiento a los deseos de aquél, ir a
misa, someterse a prácticas devotas y ceder a su voluntad, como antes
había cedido y se había plegado a la carencia de espíritu religioso que
siempre demostraron el marido y el hijo menor. Doblegóse, pues, deseosa
de evitar contrariedades, y su primer acto de sumisión fue ir a misa el
domingo siguiente. Al volver de la iglesia, Tirso la recibió con una
cariñosísima sonrisa y ella consideró pagada su molestia; porque tal le
pareció, sobre madrugar más de lo ordinario, vestirse algo mejor que de
costumbre, abandonar los cuidados de la casa y pasar media hora en el
templo rezando _Ave Marías_ y _Padres nuestros_, que tenía casi
olvidados. Algún recelo abrigó de que Pepe la hiciese burla; mas nada
dijo éste que hiciese sospechar desagrado: en cambio Tirso, aunque con
gesto bondadoso, la preguntó:
--¿Por qué no ha llevado Vd. a Leocadia?
--¿Y quién había de hacer las cosas de la casa?
--Todo se debe dejar para después de cumplir con el Señor.
Doña Manuela había pensado en ello; pero tuvo en cuenta que era preciso
levantar del lecho a don José, disponer la comida y arreglar los
cuartos: además consideró que, como Millán trabajaba durante la semana y
aprovechaba los domingos para ver a Leocadia, tal vez ésta perdiese la
visita del novio, si se le ocurría venir temprano. Lo grave era que, el
callar doña Manuela a su hijo el clérigo esta última consideración, era
ya prueba de excesiva docilidad.
Pepe aguardó impaciente hasta el miércoles de aquella semana, que era
día festivo, y mientras se vestía estuvo en su cuarto atento a los
ruidos que escuchaba, deseoso de colegir, por el rumor de los pasos y el
abrir y cerrar de puertas, si iría también a misa su madre. No le duró
mucho la incertidumbre: su hermana le llamó presto para levantar a don
José; y como éste le preguntara por la madre, Leocadia dijo que había
ido a la iglesia.
--Aunque me lo ocultéis--repuso Pepe--veo que aquí anda la mano de
Tirso.
--No sé, pero, hazte cargo; estando él aquí, parece feo que nadie oiga
misa.
--Eres lista y comprenderás mi temor. Sabes que en estas cuestiones hace
entre nosotros cada uno lo que quiere. Papá y yo no creemos en ciertas
cosas, y nunca hemos _practicado_, como dicen los devotos: vosotras no
lo habéis hecho porque no habéis querido, pero nadie os ha obligado a
ser _judías_.
--¡Hombre, judías no somos!
--Bueno; supongamos que ahora os da por ahí, en esto no me meto. Lo
triste sería que las advertencias, los consejos, acaso las amenazas de
Tirso, lograran que cayeseis en exageraciones: en cuanto a papá, y a mí,
no hay quien nos haga, por ejemplo, ayunar, comer de viernes, ni cometer
tonterías por el estilo.
--No creo que se meta en eso.
--Conviene precaverlo todo. Si esto ha sido cosa de Tirso y ha empezado
por hacerla ir a misa, luego querrá que confiese, vele al Santísimo y
vaya a las Cuarenta Horas, con todo lo cual verás cómo anda la casa y
se descuida el atender a papá.
--Ya estás creyendo que se nos ha entrado la Inquisición por la puerta.
--Milagro será que no pretenda hacernos a todos beatos.
En aquel momento sonó la campanilla y Leocadia corrió a abrir. Era doña
Manuela, que al hallarse frente a Pepe se sintió inmutada.
--¿De qué color era la casulla?--le preguntó él bromeando.--¿Y por qué
te quedas así, mamá? ¡Ni que fuera yo un guardia civil!
--¡Como tienes esas ideas!
--No vayas a pensar que me enfado: ni tengo derecho, ni hay por qué.
Pero sentiría, si anda en ello la mano de Tirso, que acabe por sorberte
el seso y te convierta en una de esas devotas que se comen los santos.
--Tanto, no; pero un poco de religión, no viene mal.
--¿Como de cuando en cuando una purga?
--Que te oiga tu hermano, y disputa al canto.
--Tienes razón: más vale que no me oiga, porque acabaríamos riñendo.
--Mira, hijo, no tengamos algún disgusto por vosotros.
--Por mí, no, mamá; puedes estar segura. Con tal que él no extreme las
cosas y pretenda que nos demos duchas de agua de Lourdes.
--¡Te advierto que a mí no me ha dicho nada! He ido a misa porque,
estando aquí él, me parecía feo...
Esta disculpa no exigida, ni siquiera rogada, fue para Pepe un rayo de
luz: ya no le cupo duda de que las idas a la iglesia eran obra del otro.
Propúsose desde entonces tener mucha paciencia, observar, exagerando la
prudencia, y prepararse a contrarrestar enérgicamente el influjo de su
hermano cuando fuese necesario. ¿Qué determinaría esta necesidad? No era
fácil adivinarlo. Si los manejos de Tirso quedaban reducidos a
imposición de misas y rosarios, el caso no valdría la pena de intervenir
en ello: lo malo sería que lentamente, sorbida la madre por la devoción,
pretendiera luego variar la vida de la casa, que llevase a mal las ideas
de su marido, que surgieran las exigencias, la intolerancia, el enojo
por la falta de piedad y cuanto el fanatismo religioso trae consigo.
Pepe sabía que la religión es, con respecto del incrédulo, lo que la
seducción respecto a la mujer: el primer favor, la primera
condescendencia, es prenda de vencimiento inevitable. Hasta dónde puede
llegar el triunfo, nadie lo sabe; que así como la virtud, rendida por la
pasión, pierde su albedrío, así el alma, avasallada por la fe, reniega
de su propio criterio. Y como el de doña Manuela era escaso, y Pepe, a
pesar del cariño que la profesaba, no lo desconocía, si el fanatismo se
enseñoreaba de su espíritu, aquel hogar, siempre tranquilo, se trocaría
de pronto en una sucursal del infierno. «Es natural--pensó tratando de
bucear en la intención de su hermano--con papá y conmigo no se atreve:
si emprende campaña para _moralizarnos_, procurará primero conquistarlas
a ellas. Que las haga rezar cuanto quiera; por mí, hasta que chupen las
cuentas del rosario, pero armar aquí peleas por defender a los curas
trabucaires, malgastar dinero en novenas y desatender a papá por vestir
al niño Jesús, lo que es eso... ¡de ningún modo!»
Trascurrieron unas cuantas semanas sin que la situación variase
notablemente, pero sin que a Pepe le pasara inadvertido el menor detalle
de lo que ocurría. Las novedades más salientes fueron poner la madre los
viernes un pucherito aparte para Tirso, que no quería comer _de carne_;
colocar a la cabecera de la cama de matrimonio una cruz de madera;
detenerse los domingos en misa un ratito más que los primeros días, y
comprar un devocionario impreso en caracteres gruesos, propios para
persona a quien los años han fatigado la vista. Además, Leocadia comenzó
también a ir a la iglesia y ambas dieron en repetir la oración que decía
Tirso antes de las comidas.--«¿Dónde diablos habrán aprendido este
rezo?»--se preguntaba Pepe.
Poco le duró la duda. Una mañana, buscando unas tijeras en el costurero
de su hermana, halló en él, entre los hilos y cintas, un librito, en
cuya portada se leía este título: _Oraciones nuevas para todos los actos
de la vida, que son otros tantos escudos contra las malas tentaciones_.
Lo abrió sonriendo, y vio era el más completo repertorio de peticiones y
acciones de gracias que imaginarse puede. Habíalas, hechas como de
encargo, para antes y después de comer, para las horas del sueño y el
trabajo, y hasta para torpes casos a que no sospechó Pepe pudieran estar
sujetas su madre y hermana, como uno que llevaba este epígrafe: _Para
cuando sintamos deseos lascivos_.
Después, en unas páginas a manera de prólogo, leyó entre otros párrafos,
el siguiente:
«Los esfuerzos que hagan los padres por convertir a sus hijos, las
tentativas de éstos para inculcar la piedad en el corazón de sus
mayores, las instigaciones de los amos para despertar la devoción en el
inculto natural de sus criados y las piadosas mañas de los sirvientes
para someter la mente de los señores al temor de Dios, serán por Él
premiadas y bendecidas. No hay paz en la casa del impío, ni es justo el
que tolera impíos a su lado. Cuanto con mayor vínculo estemos unidos al
impío, más imperioso es el deber de convertirle, hasta humillándole, si
es preciso. Mejor es quedar mal con nuestros padres de la tierra, que
perder el amor del Padre que está en los cielos. Acordémonos, hermanos
míos, del glorioso San Agustín, que decía: _Ni mi madre ni las amas que
me criaron se llenaban a sí mismas los pechos de leche, sino que vos,
Dios mío, erais quien se los llenaba_. Bueno es el amor a los padres,
pero mejor es el temor de Dios, y no le teme quien soporta a su lado
padres ateos, hijos herejes, criados blasfemos o amigos descreídos. Con
hierro ardiendo se cauteriza la mordedura del perro hidrófobo: con el
divino fuego de la fe debe quemarse el miembro podrido en la familia
donde lo hubiere.»
--¡Qué brutos!--exclamó Pepe sin leer más, y dejando el librito donde
estaba.
Aquella noche Pepe y Millán, terminado su trabajo, salieron juntos de la
imprenta.
Las calles de los barrios bajos estaban solitarias y sombrías: apenas de
cuando en cuando encontraban los dos amigos una pareja enamorada, que
iba acortando el paso por prolongar el diálogo, algún sereno sentado en
el escalón de un portal, o un mancebo de tienda de comestibles con la
puerta entreabierta en espera del matute. El aire, gratamente fresco,
parecía limpiar de impurezas el ambiente; y, a ratos, el rodar de un
coche interrumpía el silencio, perdiéndose luego rápidamente el ruido en
la distancia. Millán iba callado: Pepe, a más de silencioso, triste y
pensativo, como ensimismado.
--¿Te pasa algo? Parece que te han dado cañazo--le dijo Millán.
--Estoy de muy mal humor.
--¿Por qué?
--A tí te lo puedo decir.
--¿Necesitas dinero? ¿Quieres la semana o el mes adelantado?
--No; muchas gracias, chico. En esto el dinero no puede nada.
--¿Estás de monos con la _señorita_? Temo que el noviazgo ese te va a
dar mucho que sentir.
--Te equivocas: Paz está conmigo más cariñosa que nunca; parece que hay
así como un recrudecimiento en su cariño, y por cierto no sé a qué
atribuirlo... no me lo puedo explicar.
--Entonces, ¿qué tienes?
--Lo de mi casa.
--Tu hermano...
--Sí: aquello va tomando mal aspecto.
Pepe puso a su amigo al corriente de todo, explicándole cómo Tirso había
logrado que doña Manuela y Leocadia fueran a misa, que recitaran con él
las oraciones a la hora de comer, la compra del devocionario y el
hallazgo del librito, sin omitir el piadoso espíritu que avaloraba sus
páginas, y terminó preguntando con acento irritado:
--¿Qué te parece?
--Lo primero, debes tener mucha cachaza y muy mala intención. Esos no
son más que síntomas; pero tienes que andarte con cuidado.
--Tirso me dirige la palabra lo menos que puede: no sé de qué modo se
las compone; pero lo arregla de suerte que, cuando yo entro, él sale, y
viceversa; me habla poco, con cortesía, y sin entrar nunca en
conversación larga. Con papá hace casi lo mismo: a mamá y a Leo es a
quienes él quiere ser simpático.
--Lo de siempre: apoderarse de las mujeres para hacer guerra a los
hombres.
--Temo que no te falte razón.
--Pues chico, mucho ánimo, y a evitar lo que pueda sobrevenir. Estás
expuesto a que se convierta la casa en un reñidero de gallos.
--¡Primero le tiro por la ventana!
--Créeme; nada de violencia. Lo que debes evitar, ante todo, es que tu
padre sufra las consecuencias; y figúrate la pena que le ocasionarías
disputando con Tirso.
--Entonces, ¿voy a cruzarme de brazos?
--No: debes reflexionar mucho lo que hagas; y... vaya, chico, no pensaba
contarte nada; pero ya que hablamos de esto, allá va: estoy seguro de
que te harás cargo de mi situación.
Calló Millán un instante, como dudando si decidirse a hablar, y viendo
reflejada la impaciencia en el rostro de Pepe, continuó de este modo:
--Me parece que no vuelvo a poner los pies en tu casa, al menos por
ahora.
--¿Por qué, si allí nadie te ha ofendido?
--Vamos por partes. No es nueva para tí la noticia de que yo quiero a tu
hermana.
--Y que mis padres y yo nunca lo hemos llevado a mal. Nuestra
situación...
--No se trata ahora de eso: sé como vivís, y no me ofenderás suponiendo
que yo me haya podido fijar en si tenéis o no tenéis. Leocadia, puedo
decirlo sin vanagloriarme... yo la quiero, ¿eh? pero ella, vamos, me
parece a mí que también daba señales de quererme; y digo _daba_...
--Tú me decías que si estaba yo de monos con la otra, y ahora resulta...
Esas son cosas vuestras. A tí y a ella os sé de memoria: total, cuatro
días de enfado. Ninguno de vosotros es capaz de portarse mal... y si
reñís... ¿yo qué le voy a hacer?
--Escucha y ten calma. Mucho me equivoco, o lo que me sucede está
relacionado con tu hermano.
Pepe, al oír esto, se paró en medio de la acera, mirando a su amigo con
la mayor curiosidad.
--Sí, con tu señor hermano. Leocadia no se muestra conmigo igual que
antes, ni tan expresiva, ni tan cariñosa... ha variado mucho, y la
mudanza coincide con la llegada de Tirso, mejor dicho, con las idas de
tu madre a misa. En una palabra, temo que, así como ha influido en doña
Manuela para que rece, trata de conseguir que tu hermana no me quiera...
Le seré antipático... ¡qué sé yo por qué!
--Eso a él ¿qué le importa? ¿Y por qué has de serle antipático?
--¡Pareces bobo! ¿No me ha oído hablar? ¿No sabe que pienso como tú y tu
padre? ¿No viste la cara que puso el día de la discusión sobre las
iluminaciones origen de las pedreas a los retratos del Papa? Me parece
que siendo cura, y con su vehemencia, tiene bastante. Lo menos creerá
que la chica está en amores con Pedro Botero el de las calderas.
--¿Supones que ha hablado a Leo en contra tuya?
--No lo sospecho: estoy seguro, como si lo hubiese oído.
--¿Y te fundas?...
--Un libro te ha puesto de mal humor: otro me ha hecho a mí comprender
lo que sucede. Ya sabes que tu hermana siempre me está pidiendo libros
que leer; y que yo la llevo novelas; a una mujer no le vamos a dar la
colección legislativa. Pues bien; el domingo pasado, al devolverme el
penúltimo tomo de _Nuestra Señora de París_ y otro de _Ivanhoe_, me
dijo:--«No me traigas más, Millán; ahora no puedo distraerme, tengo
mucho que trabajar.»
--No es verdad: hace dos semanas que no le dan labor.
--Por eso advertí lo que ocurría. Al poco rato, tu padre, sin saber que
Leocadia se resistía a que yo la llevara lo que faltaba de _Nuestra
Señora_, me dijo delante de tu hermana que no tenía trabajo, y ella se
marchó del comedor en seguida. Cuando nos despedimos en el pasillo la
pregunté a qué obedecía aquello y respondió con evasivas. En esto salió
Tirso de su cuarto y, como quien está enterado de lo que oye tratar, me
dijo:--«¿A qué insistir? ¿No ve Vd. que no quiere leer indecencias?»
--¿Y qué le contestaste?
--¡A tu hermano y en tu casa! Callar y marcharme; pero, lo confieso, me
dieron ganas de meterle un tomo por los hocicos. ¡Lo menos se ha
figurado el hombre que llevo a la chica libros de mal género!
--¡Qué burro!
--Falta lo mejor. Era la primera vez que Leo y yo nos separábamos así,
poco menos que incomodados, y me faltó tiempo para volver el lunes. ¿Te
acuerdas de que fui por la tarde con el pretexto de las pruebas y estuve
hablando con ella?
--Sigue, sigue: ¿y qué te dijo?
--Hombre, hay cosas que no se pueden explicar punto por punto. Ya
comprendes tú la diferencia que hay de estar una mujer cariñosa, que le
rebose la satisfacción de verse querida, a estar fría, esquiva, como a
quien no se le importa nada del hombre que tiene al lado.
--Pues una de dos: o estás equivocado, y no hay nada de lo que
sospechas, o Tirso tiene la culpa; y en este caso, no cabe duda, en mi
casa va a haber más guerra civil que en el Norte.
--Mucho lo temo; y respecto a lo que veníamos hablando, creo que Leo no
está ya por mí.
--Vamos con tiento. ¿Tienes algún lío, algún trapicheo que sabido por
ella la haya enojado?
--No: palabra de honor.
--Bueno; pues yo pondré las cosas en claro.
--Te advierto una cosa. No pensaba formalizar aún la cuestión por... por
falta de cuartos; pero puesto que han venido rodadas las cosas, conste
que tu padre y tú podéis considerarme, si queréis, como de la casa;
¿entiendes?--Y tendió a Pepe la mano, que él estrechó cariñosamente.--Ya
lo sabéis, como acostumbran los títulos: os pido la mano...
--Yo te prometo que saldremos de dudas.
--¿Qué vas a hacer?
--Poco he de poder, o despejo la situación. En la primer conversación
que tenga con Tirso, le quito la careta. ¡Veremos quién lleva el gato al
agua!
En seguida avivaron el paso, separándose al llegar cerca de la calle de
Botoneras, donde se despidieron, quedando Millán algo esperanzado con la
intervención ofrecida. Pepe entró en su casa de puntillas, abrió
despacito, por no despertar a los que dormían, encendió la vela que a
prevención dejaba Leocadia en una palomilla del pasillo, se entró a su
cuarto y se acostó, pensando en los sucesos e ideas que le interesaban,
en aquel recelo que le inspiraba su hermano, en el cariño que tenía a
sus padres y en las complicaciones que temía. Luego, serenándose su
ánimo, se acordó de Paz y del recrudecimiento que imaginó notar en su
amor. ¿Cuál sería la causa? ¿Por qué la niña criada en el regalo, lejos
de convencerse de que _aquello_ era una locura, daba a sus promesas más
firmeza y mayor expresión de simpatía a sus miradas?


XVI

Viendo Tirso que la madre atendía sus exhortaciones, no solamente
insistió en ellas, sino que trató de conquistar el ánimo de Leocadia,
siéndole necesario para ello aguzar la astucia, pues la diferencia de
caracteres entre doña Manuela y su hija pedía táctica diversa. La
primera cedió por bondad y mansedumbre: en ella era hábito plegarse a la
voluntad ajena. Cuando joven, obedeció a su marido; erigido después Pepe
en jefe de la familia por la fuerza de las circunstancias, se acostumbró
a mirarle como tal, y en las menudencias caseras seguía el parecer de su
hija, mostrando en todo ser nacida para obedecer. Las condiciones de
Leocadia eran distintas: tenía genio voluntarioso y, aunque sin
faltarles al respeto, respondía a sus padres con entereza; en sus
caprichos de muchacha pobre, había siempre cierta obstinación; si se
empeñaba en reformarse un traje, no cesaba de dar vueltas a los trozos
de tela, hasta lograr lo que se proponía; gustándole un peinado, no
hallaban paz sus manos hasta que conseguía aprender modo de hacérselo,
y hasta en estos pequeños detalles, por la tenacidad de sus
resoluciones, delataba una firmeza muy difícil de dominar desplegando
energía. Tirso notó también que, a pesar de lo humilde de su situación,
la chica era algo vanidosa y estaba pagada de su persona, acusando de
distintos modos el afán de agradar, y como un cierto deseo latente, pero
inmoderado, de imitar prendas y costumbres de muchachas más favorecidas
por la suerte. Jamás consintió, por ejemplo, en hacer a su hermano
blusas para trabajar en la imprenta, ni bajó nunca a la tienda de la
esquina próxima con pañuelo a la cabeza; a Pepe quería verle lo mejor
vestido que fuera posible; y en sus trajes propios, aun luchando con la
falta de dinero para adornos y perifollos, procuraba siempre imitar
cortes elegantes. Por no tenerlos de oro, llevaba sin pendientes las
orejas y los dedos sin anillos. No era exigente en pedir lo muy costoso
al esfuerzo de sus padres; pero sólo aceptaba la pobreza como un
accidente de su vida, no como condición de su origen. Admitió de buen
grado el amor de Millán, al tiempo que éste cursaba con Pepe la carrera;
mas el ver que su novio tuvo que abandonar los libros y dedicarse a un
oficio, fue para ella contrariedad grandísima. De continuar su hermano
en la Universidad, acaso hubiese procurado romper pronto sus relaciones
con el impresor; mas viéndose Pepe obligado a hacer lo mismo al poco
tiempo, Leocadia comprendió que no podía por esto rechazar a Millán, y
continuó aceptando su cariño, sin que la correspondencia con que lo
pagaba mereciese en realidad nombre de amor. Quizá, por falta de
antecedentes, no estuviera Tirso en situación de apreciar todo esto;
pero alcanzó lo bastante para convencerse de que, ni Leocadia estaba
verdaderamente enamorada, ni desecharía por Millán lo que el
desvergonzado lenguaje de la codicia llama una _proporción_; lo cual le
autorizaba a imaginar que, si la madre había cedido por docilidad, la
vanidad y el amor propio serían buenos medios para subyugar a la hija.
Mejor quisiera él llevar la piedad a sus corazones con la vehemencia del
celo que le inflamaba, pero comprendió que le era forzoso seguir la
máxima de plegarse a la índole y carácter de cada pecador, para
convertirlo más seguramente. Por fin, muchos días después de haber
hablado con doña Manuela, determinó sondear a Leocadia; y hallándola
una tarde leyendo en el comedor, mientras don José reposaba y la madre
había salido, se acercó, llevando él otro libro en la mano.
--¡Sabe Dios!--la dijo entre severo y sonriente--qué libraco será ese!
¿Es de los que te trae el novio?
--Sí.
--¡Bonito papel para un joven el de procurar lecturas nocivas a la mujer
a quien quiere, y buen modo de amar... suponiendo que te ame!
--¿Por qué dices eso?
--Cálmate, hija, cálmate; no quiero decir, ¡Dios me libre! que ese joven
no te estime: lo que me choca, es que tú le quieras a él.
--¡Ya lo creo que me quiere!
--No parece de mala índole; pero le sucede lo que a _tu_ hermano: debe
estar plagadito de las ideas de ahora y ser de esos que no creen ni en
la luz del día. Listo, sí será; ¡lástima que tenga oficio tan feo!
--El de su padre... Empezó a estudiar para abogado; pero luego le
sucedió lo mismo que a Pepe.
La palabra _oficio_ sonó en los oídos de Leocadia como Tirso había
previsto.
--Tendrá que estar siempre metido entre gente ordinaria, trabajadores y
jornaleros: luego le afinarás tú... aunque mala tarea es.
--Pero, ¿imaginas que Millán es mozo de cuerda o sereno?--repuso ella,
riéndose forzadamente.--Te equivocas: es un muchacho decente, igual a
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