El enemigo - 10

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Pepe, que tiene que vivir así, trabajando, como Pepe.
--No, hija, como Pepe, no: nuestro hermano es hijo de un funcionario
público; el padre de ese joven, si no he oído mal, era cajista,
jornalero.
--Impresor.
--Llámalo como quieras. Siendo ya viejo, llegó a dueño de la imprenta;
pero su origen no puede ser más humilde. Eso no quiere decir que sea
mala persona; pero, en fin, ¿por qué te disgusta que nosotros
ambicionemos para tí lo mejor?
Leocadia miró a su hermano, sorprendida de que así se preocupara por su
porvenir.
--Lo que quiero decirte--prosiguió el cura--es que, tan joven, y
reuniendo condiciones que son para la mujer llave de sana prosperidad,
no debes contraer compromisos formales con un hombre inferior a tí;
porque esto no me lo negarás. Acaso tenga posición más desahogada que la
nuestra; pero, una cosa es el bienestar, y otra la esfera de cada uno.
Hoy por hoy, no tenemos dinero; pero ni nuestros padres ni nuestros
abuelos han sido menestrales. Créeme, Leocadia, no te comprometas con
nadie; no renuncies a tu libertad de acción. No has nacido tú para mujer
de un jornalero.
--¡Dale con lo de jornalero! tiene una industria; vamos, una imprenta;
pero no es un gañán.
--¡Bah! hija mía: llamemos a las cosas por sus nombres. Trabajador, no
es más que trabajador; y, si te casas con él, sabe Dios si tendrás que
ir algún día a llevarle la comida en cesta, como a un albañil.
--De modo que, según tú, debo esperar a que venga a pedir mi mano un
título de Castilla.
--Nada de eso: me parece que, aunque sea un buen chico, no está
justificado que renuncies por él a lo que te reserve el porvenir. Nadie
sabe lo que es el porvenir para una doncella.
Harto conoció Leocadia que, tras aquella problemática esperanza de
grandezas futuras, lo que verdaderamente impulsaba a Tirso era la
antipatía que sentía contra Millán, desde que conoció que en política y
en falta de religión coincidía con Pepe; mas como estos mismos
argumentos se los hizo a sí propia alguna vez, no dejaron de ejercer
presión en su ánimo. Parecíale innegable la bondad de Millán, pero Tirso
tenía, en parte, razón. El roce con la gente de la imprenta había dado
a su franqueza cierto tinte rudo, a veces rayano en la grosería; a sus
sentimientos honrados servía de intérprete un lenguaje tosco; para verle
algo aseado y compuesto, era preciso aguardar al domingo: acaso no
anduviese descaminado Tirso y, andando el tiempo, tuviera ella que
llevarle en cesta la comida, resignándose a ser una menestrala, es
decir, el tipo contrario al de las señoritas, cuyos modales y trajes
procuraba imitar.
En ocasiones diferentes hizo Tirso a su hermana análogos razonamientos
y, como el terreno estaba bien preparado, la semilla comenzó a germinar.
Iniciado en ella el desvío, lo primero que hizo fue evitar que
menudearan las visitas de Millán entre semana, fundadas en el préstamo
de libros: luego ocurrió la escena narrada a Pepe por el amante
desdeñado, en la cual intervino Tirso, y, por último, la muchacha
acentuó tan enérgicamente su desamor, que el novio casi dejó de merecer
tal nombre. A ser el afecto de Millán pasión hondamente arraigada,
hubiese puesto empeño en recobrar lo que perdía; mas también en él
palpitaba un fondo de propia y exagerada estimación, en que era de mayor
cuenta el orgullo que el cariño.--«No hables de esto a tu
hermana--había dicho a su amigo--porque el querer no se impone ni es
cosa para recibida de limosna.»
Aquello produjo a Pepe malísima impresión, pero aún le desagradó más ver
demostrada la intervención del cura. La cosa estaba ya fuera de duda:
tras intentar apoderarse del ánimo de la madre, comenzaba por distintos
medios a explorar el de la hija para los mismos fines. ¿Cuáles serían
sus propósitos ulteriores? Motivos de conveniencia personal, al parecer
ninguno. Lo único verosímil, era que obrase impulsado no más que por
proselitismo religioso, y en este caso, para comprometer en la empresa
la paz y la dicha de la familia, su fanatismo debía ser grande. ¿Cómo
arriesgarse, de otra suerte, a promover una escisión entre padres e
hijos, aventurando la tranquilidad del hogar y la poca salud de don
José, por sólo la falta de cumplimiento en los deberes piadosos? Tanto
repugnaba esto a Pepe, dadas sus ideas, que no le era posible atribuir a
su hermano tamaña obcecación, suponiendo que, si únicamente el celo le
impulsara, debía moderarlo con afectos más terrenales, pero no menos
puros. Su entendimiento rechazaba la posibilidad de que existiera
hombre capaz de apenar a sus padres por dar lustre a la religión. La
displicencia con que Millán y Leocadia comenzaron a mirarse, perdió con
esto importancia a los ojos de Pepe: su verdadera preocupación fue la
conducta de Tirso, y llegó a disgustarse tanto, que su amada Paz lo echó
de ver en seguida.
* * * * *
Primero, cierto espíritu novelesco, propio de niña libremente educada,
hizo que Paz se encaprichara con el amor de Pepe: después, cuando llegó
a comprender lo mucho que él valía, aquella inclinación se acentuó
insensiblemente y, lo que al comienzo fue juego de la imaginación, vino
a ser, del modo más natural y sencillo, sincero y bien arraigado amor.
El _empleadillo_, como ella imaginaba que sus amigas le llamarían si
llegaran a conocerle, se le había entrado al alma, persuadiéndose de que
le quería porque empezó a temer la cara que al saberlo pondría su padre,
a pesar de los alardes democráticos que solía hacer en el Parlamento.
Pero no era esto lo que más la desazonaba. Su inquietud nacía de ver
disgustado continuamente a Pepe, y el convencimiento de estar enamorada
brotó de aquella relación que estableció su inteligencia entre la pena
que ella sentía y la inquietud que él mostraba. Cuando Paz se hizo cargo
de que, aun ignorando la causa, el pesar de su novio la entristecía;
cuando, sin poder aquilatarlo, sintió como propio un dolor ajeno,
entonces advirtió que en su corazón comenzaba a reinar una voluntad
distinta de la suya, y que aquel hombre, sólo con lealtad y buena fe,
iba apoderándose de su albedrío lenta, pero seguramente, como río
caudaloso que profundiza el cauce en que se sustenta. Paz, en apariencia
frívola, a semejanza de todo el que no ha sufrido, pero muy lista, se
persuadió pronto de que amaba, porque su pensamiento, lejos de
amedrentarse ante las contrariedades que podía el amor ocasionarla, se
fijó exclusivamente en el dolor del hombre a quien quería. La primer
muestra de pasión verdadera, fue la sinceridad con que le habló.
Una mañana, estando en la biblioteca de su padre, que era donde se veían
en los ratos que aquél faltaba de allí, dijo a Pepe, empleando su
lenguaje ligero y franco, entonces más franco que nunca:
--Tengo que decirte una cosa muy grave.
--¿Qué?
--He hecho un descubrimiento: que tú no me quieres y que yo te quiero
mucho más de lo que me figuraba.
--No te entiendo.
--Clarito, hijo; que tu amor--emplearemos esta palabra, para mayor
solemnidad, aunque ya sabes que a mí me gusta más decir cariño--pues
bien, que tu amor es mucho más tibio que el mío.
--Veamos cómo se demuestra ese grandísimo embuste.
--De un modo muy sencillo. Pase que siempre me estés aburriendo con lo
de ser yo rica y tú pobre, por supuesto, que no me ofendo; pase la manía
de los celitos, que no tienen sentido común; pase el estarte sin venir
tres y cuatro días seguidos, para que te espere con más deseo...
--No: por miedo a que tu padre adivine lo que ocurre.
--Déjame acabar: lo que no pasa, es que tengas disgustos, que estés
apesadumbrado y me lo calles. ¿Tan tonta soy, que no sirvo para decirte
ni una palabra de consuelo?
--¿Y qué tiene que ver esta ternura, alma mía, con el descubrimiento?
--Pues no puede estar más a la vista. Que tú, sufriendo y ocultándomelo,
revelas una falta grande de confianza, que es falta de cariño; y yo,
_aquejerándome_, como dicen en Andalucía, por tu reserva, demuestro
quererte mil veces más.
--Pero, ¿de dónde has sacado tú que tengo disgustos?
--Eso te faltaba, añadir el disimulo a la falta de confianza. ¿No
quieres decirme lo que te pasa?
Pepe, que prefería hablar sólo de su amor, o que se había propuesto
callar interioridades de su casa, contestó negando, y Paz acabó por
decirle:
--Si crees que es mera curiosidad, no despliegues los labios; pero
conste: quedo en libertad para averiguarlo.
--Averigua lo que se te antoje, pero quiéreme mucho.
La entrada de don Luis cortó el diálogo. Paz se había propuesto saber a
qué atenerse respecto al origen de la tristeza de Pepe, y cuando una
mujer enamorada forma resolución semejante, el secreto puede darse por
descubierto. La obstinación de Pepe en callar fue inútil: Paz puso tanto
empeño en saber los disgustos de su amante, como éste en seguir paso a
paso los incomprensibles manejos del cura.


XVII

Cuando Pepe dejaba de ir a ver a Paz, por miedo a infundir sospechas o
parecer pegajoso a don Luis, entraba Pateta en funciones de correo: ya
sabía ella que cada tercer día de ausencia el chico rondaba al oscurecer
los alrededores del _hôtel_ y, espiando momento oportuno, metía el brazo
por la verja y dejaba la carta bajo los ladrillos levantados del horno,
situado junto al invernadero.
Una tarde en que don Luis tuvo que asistir a un banquete político, Paz,
después de verle partir y tras alejar con distintos pretextos a los
criados, bajó al jardín entre dos luces y aguardó a Pateta. Al cuarto de
hora vio al muchacho que venía aproximándose disimuladamente a la verja,
dando puntapiés a un bote de hoja de lata que encontró allí cerca:
entonces ella se ocultó tras uno de los pilares de mampostería que había
en los ángulos del invernáculo y, cuando el chico se acercó a meter la
mano por entre los barrotes de la verja, salió de su escondite,
diciendo:
--Oye, Pateta.
--Guárdese Vd. esta carta no la vean.
--No hay nadie.
Pateta, gorra en mano, arrimando el rostro a los hierros, como mono
enjaulado, prestó atención.
Lo apartado del sitio y lo desapacible de la tarde, hacían que reinara
en torno del _hôtel_ completa soledad. En la atmósfera flotaban los
últimos resplandores del sol ya puesto, y la árida campiña aparecía
envuelta en una claridad medrosa, mientras al lado opuesto se iba
extendiendo una ancha faja oscura, que se dilataba lentamente por el
cielo. El traje de Paz formaba una mancha clara cortada por los hierros
de la verja: Pateta se comía con los ojos a la _señorita_, sin adivinar
lo que querría decirle.
--Pues a estas horas, estando esto tan solitario--dijo de pronto--ya
podía el señor Pepe venir aquí y hablar con usted.
--Cállate y escucha. Con quien quiero hablar ahora, es contigo.
--Mande Vd.
--¿Eres capaz de hacerme un favor? La verdad, y sin que nadie se entere.
--¿Ni el señor Pepe?
--Menos que nadie.
El chico la lanzó una mirada que no pudo ser más expresiva. Paz
comprendió que quizá hacía mal; pero ya no era posible retroceder.
--Te advierto que se trata de algo que nos interesa mucho a él y a mí.
--No hay más que hablar.
Pero esta sumisión fue acompañada del firme propósito de contárselo todo
a Pepe.
--Vamos a ver: ¿Qué le pasa? ¿Qué disgusto es el que tiene? ¿Sabes algo?
--Nada, ni jota.
--Es necesario que lo averigües. Temo que le quiten el destino que tiene
en la biblioteca del Senado, y quisiera estar prevenida para parar el
golpe. ¿Sabes tú si es esa la razón de que esté hace ya muchos días tan
tristón? ¿De veras no puedes decirme nada?
Pateta cayó en la red.
--Yo, de eso del destino, no sé _ná_: preguntaré. Por lo demás, no sé
qué le _pué_ haber _pasao_. En la imprenta todo anda como siempre...
Como no sea por lo del cura...
--¿Qué dices de imprenta? ¿Qué imprenta es esa?
--¡Toma! ¿Cuál ha de ser? La nuestra, es decir, la del señor Millán.
--¿De modo que el señorito trabaja también en la imprenta?
--Como que es el primer _corretor_ y le dan _deciocho riales_, y eso que
no va más que por las noches. ¿No lo sabía Vd.?
Paz, temerosa de que Pateta se escamara, le dijo, mintiendo:
--Sí, hombre, ¿no he de saberlo? Pero creía que se llevaba el trabajo a
su casa.
--¡Quiá, no señora! _tié_ que hacerlo allí.
--Y eso del cura, ¿qué es?
--Su hermano, ¿está Vd.? es cura y ha _venío_ hace cosa de dos meses; y
como es cura y muy _carca_, les está _golviendo tarumba_, y trae la casa
patas arriba; _quié_ que vayan a misa, que recen más que un ciego; en
fin, que no le _puén_ aguantar... ni yo tampoco.
--¿Por qué?
--Hasta conmigo se ha _metío_ el muy _lioso_. El domingo _pasao_ tuve yo
que ir a trabajar medio día, porque había prisas, y luego le _yevé_ al
señor Pepe unas pruebas a su casa; y como era domingo, y yo, aunque me
esté mal el decirlo, soy corneta del batallón de Voluntarios de la
Libertad de mi barrio, fui de uniforme, _pá_ no tener que andar dos
veces el camino. El cura estaba en la puerta, quiso que le dejara las
pruebas y, como yo no le conocía y tenía orden de ver al mismo señor
Pepe, ¿está Vd.? no me dio la gana. Mire Vd., señorita, se puso hecho
una fiera, y lo que me dio rabia fue que _me se_ rió del uniforme: me
llamó mamarracho, y dijo que me fuera a estudiar la _dotrina_. Yo, la
verdad, como aún no sabía que era hermano del señor Pepe... Vamos, que
me despaché a mi gusto: le llamé _cucaracha_, _carca_, _tóo_ lo que _me
se_ ocurrió.
--¿Y dices que ese hermano trae revuelta la familia?
--¡Ya lo creo! Si no fuera por miedo a dar una pesadumbre al señor
viejo, ya le había don Pepe _plantao_ en _mitá el_ arroyo. Figúrese Vd.,
señorita, que una de las cosas que más rabia le han _dao_ al señor Pepe,
ha sido que ha hecho reñir... Verá Vd.: la señorita Leocadia _se
hablaba_ con el señor Millán, mi amo; vamos, que eran novios, como quien
dice, y el cura ha _metío_ zizaña y los ha _desapartao_. Por supuesto,
que no estarían muy _encariñaos_, porque no hubieran reñido así... tan
fácilmente, ¿verdad?
--Pero tu amo y el señorito Pepe no han reñido.
--¡Quiá! ¿No ve Vd. que los dos están _convencíos_ de que la culpa es
del cura? A la madre la _tié_ tonta a fuerza de rezos... ¡Ya sabe el
señor Pepe a qué atenerse!
--¡Sí que son motivos de disgusto!
--Fuera de eso--continuó Pateta--siempre ha estado de buen humor: hasta
cuando tuvo que dejar la carrera, que a poco entró en la imprenta... y
como si _ná_: él, en trabajando, ya está contento. No sabe Vd. la vida
que _yeva_: él aquí con su papá de Vd., él en la imprenta, él en el
destino que _ice_ Vd. que le _quién_ quitar. Es una fiera _pá_ el
trabajo, y cuanto gana, a su casita. No gasta más que en tabaco y algún
realejo que me da _pá_ mí.
--Vaya, adiós; vete, no sea que nos vean--añadió Paz, alargándole en la
mano una monedita de dos duros.
Pateta, sin desasirse de la verja, repuso sonriendo, y con entonación
muy achulada:
--¡Quiá!
--¡No seas niño, toma!
--¡Quiá, no, señorita!; ¡si yo hago lo que hago por el señor Pepe; pero
a mí no me da Vd. ni eso, ni tan siquiera un _chavo_!
Paz seguía con la moneda en la mano, más avergonzada que el chico.
--¿Me haces un feo?
--Eso no: y _pá_ que vea Vd., deme usted esa rosa que tiene Vd. prendida
en el pecho: luego yo se la doy a mi novia: Vd. tendrá muchas así, y de
esas no se venden en la calle.
Paz, movida de un sentimiento de mujeril delicadeza, corrió a la
estufa, cortó dos magníficas rosas y, dándoselas al chico, además de la
que llevaba prendida, le dijo:
--Estas dos, las mayores, para tu novia: esta otra pequeña, la que yo
tenía puesta, para Pepe: ¿entiendes? ¿Conque tienes novia?
--Pues, ¿qué cree Vd., señorita, que soy de palo? Entendido: las mayores
_pá_ mi _chiquiya_, y la otra _pá_ el señor Pepe.
--Adiós, y de lo que hemos hablado antes, ni una palabra... chitito.
--Corriente: quede Vd. con Dios, señorita, y gracias.
Ella se entró en el _hôtel_ y él desapareció tras las tapias de unos
corralones cercanos.
Paz supo más de lo que esperaba averiguar. El origen de las cavilaciones
de Pepe por la conducta de su hermano la disgustó sobremanera; pero lo
que hizo en su pensamiento más mella, fue saber que Pepe trabajaba de
corrector en la imprenta. El dueño de su albedrío era algo menos que un
empleadillo.
Por causa análoga, Leocadia, la muchacha de condición humilde, sin
esperanza de fortuna, se mostró esquiva con su novio: Paz, en cambio,
sintió entonces hacia su amante una simpatía firme y serena, en que
había algo de respeto. A medida que su diferente posición tendía a
separarles, más se aferraba ella a su cariño.
* * * * *
Un suceso ignoraba Pateta, y también Pepe lo ignoró durante algún
tiempo, que contado por aquél a Paz, hubiese podido sumarse al capítulo
de culpas hecho contra Tirso: el rompimiento de Leocadia con Millán.
Despreciado por ella, puso él los ojos en otra. Había entre los cajistas
de la imprenta uno casado dos años antes con una muchacha llamada
Engracia, sastra, muy guapa, modosa, de dulce condición y digna de mejor
trato que el que le daba su marido. Era el tal, jugador, holgazán,
pendenciero, pero, sobre todo, borracho, y con tan mal vino, que su
desdichada compañera podía contar las copas que empinaba por los
guantazos y empellones que ella recibía luego. Escatimarla la comida,
empeñar las ropas, trampear en la taberna y volver el sábado a casa con
el jornal mermado por el vicio, eran sus principales hazañas, amén de
mirar a la pobre muchacha con el mayor despego. A Engracia la casó su
madrastra, prendera, que, según voz pública en el barrio, tenía _gato_,
con propósito de quitársela de encima, y ella admitió los primeros
requiebros del cajista por salir del poder de tan mala pécora. Mientras
confió el mozo, y la prendera supo hacerle esperar, en que la boda le
proporcionaría cuartos, ocultó sus mañas; pero verificado el matrimonio,
libre la madrastra, sujeta Engracia y chasqueado el novio, comenzó éste
a dar mala vida a la muchacha. Afortunadamente, sus brutalidades duraron
poco. Cierta noche, al cerrar la taberna en que se había emborrachado,
el dueño de la tienda le arrojó a torniscones, y él se quedó tumbado en
la acera, sin abrigo ni gorra. Cuando llegó a su casa, de madrugada,
tosía más que un asmático, y a los quince días murió en el hospital,
dejando a Engracia un niño de pocos meses. Sus compañeros, como todos
los de tan noble oficio, en que tales casos son raros, tenían formada
una a modo de sociedad de socorros para auxiliarse en los trances duros
de la vida, y acordaron entregar a la madre viuda una cantidad de
dinero. Millán puso algo de su bolsillo y mandó a Engracia recado para
que fuese a recoger el total. Poco después, con ánimo de socorrerla
indirectamente, y sabiendo cuál había sido de soltera su oficio, la dio
alguna ropa que arreglar, y, hoy un viaje de él a su casa, mañana una
visita de ella a la imprenta, al cabo de algunas semanas, como esto
coincidiese con el acentuado desvío de Leocadia, comenzó a fijarse en
Engracia, requebrándola entre rudo y amartelado con una delicadeza a que
ella no estaba acostumbrada. La hermosura de la viuda, su desamparo y la
juventud de Millán hicieron lo demás. La mujer se manifestó luego cada
día más cariñosa, medio agradecida medio amante; él instintivamente
apreció sus cuidados, quizá fijándose en el contraste que formaban con
la arisca condición de su antigua novia, y sus existencias se unieron,
formando el hermoso maridaje de la desgracia y el consuelo bendecido por
el amor. Lo que más cautivó el corazón de Engracia, fue la dulzura con
que Millán trató a su chico. Acaso el tierno afecto de la madre no fue
sino el premio espontáneo de las caricias que el niño recibía.
De todo esto no tuvo Pepe conocimiento hasta mucho tiempo después, y
Pateta tampoco lo sabía cuando habló con Paz: de suerte que ésta lo
ignoró por completo.


XVIII

Doña Manuela iba entre tanto sometiéndose mansamente a la influencia de
Tirso: su carácter débil aceptó la inclinación que éste quiso darle,
como hubiera tolerado cualquier otra. Nadie hasta entonces la dijo lo
que su pensamiento había de acoger o rechazar, y fue indiferente en
religión por serlo los que la rodeaban, que a ser fanáticos en cualquier
sentido, fuéralo ella también. Tirso acertó antes que otro a encauzar su
docilidad, y la buena mujer no ofreció resistencia, porque no hubo lucha
en su espíritu ni asomo de contradicción entre las creencias propias y
los consejos que escuchaba: el hijo cura no tuvo que desarraigar otra
planta para sembrar en aquella tierra virgen; bastó que dejase caer la
semilla: doña Manuela empezó a manifestarse devota con esa religiosidad
externa que se ciñe a fórmulas preconcebidas y rezos como estereotipados
para que las generaciones los repitan inconscientemente. La extraña
poesía de la religión, compuesta de misterios ininteligibles,
esperanzas mal definidas y amenazas tremendas, la sedujo con el encanto
de lo extraordinario y, rechazando instintivamente las abstracciones,
que tampoco Tirso hubiera podido explicarla, acogió de buen grado lo que
hiere la imaginación. No entendió nada de la perfección humana en el
seno de Dios, ni del vino que engendra vírgenes, ni del divorcio de la
carne y el espíritu, ni del himeneo místico del alma y el Señor; pero,
en cambio, la epopeya de la Pasión, narrada día por día, detalle por
detalle, como vista de cerca, la impresionó mucho. Los suplicios de los
primeros mártires, la mansedumbre de las vírgenes, la magia de los
milagros, ejercieron en ella influjo análogo al que produce en cabezas
infantiles la relación de cuentos maravillosos, y la admiración por todo
esto engendrada sirvió para aumentar sus devociones, que cumplía con
mayor facilidad según iba descifrando algo de lo que significaban. La
misa, que en un principio juzgó ceremonia cansada y larga, fue pronto
para ella representación de lo que sufrió el hijo de Dios, que por
nuestras culpas se dio, y sigue dándose en cuerpo y sangre como precio
de la redención humana; las letanías, antes enojosas, sartas de frases
que no entendía, adquirieron carácter de plegarias gratas a sus labios,
dulces al oído de aquéllos a quienes iban dirigidas; el rosario, que
consideró retahíla de inútiles repeticiones, acabó por parecerle saludo
de palabras augustas, recuerdo de las mayores penas y dichas que sufrió
la Madre del Salvador del mundo. La interpretación de ciertos
simbolismos y la sorpresa de ver explicadas cosas que antes no
comprendiera, derramaron en su alma una satisfacción tranquila, un goce
exento de egoísmo, pero que llegaba a producirla cierta excitación,
haciéndola experimentar aquella complacencia propia de los cerebros
débiles que, al descubrir algo nuevo para ellos, piensan haber hallado
lo verdaderamente extraordinario. Las vidas de los santos, sus martirios
y milagros, que Tirso solía leerla en el _Año Cristiano_, traducido del
P. Croisset, eran para su imaginación como novelas de interés
grandísimo, y la relación de aquellos gloriosos dolores y
glorificaciones se le antojaban impregnadas de encantadora poesía. Si en
la existencia de los que corrieron al martirio había algo ridículo o
absurdo, ella no lo notaba, dispuesta y preparada por Tirso a percibir
sólo el aroma de las virtudes que aquellas narraciones exhalaban. El
beato Bernardo de Corleón, que bebía agua de fregar; Santa Senorina,
que imponía silencio a las ranas; Santiago el Menor, que a fuerza de
hincarse de rodillas crió en ellas callos como los camellos; San Toribio
Mogrobejo, que nadaba entre caimanes como quien se baña con amigos;
Santa Catalina de Sena, que una vez pasó desde el principio de Cuaresma
a la Ascensión sin más alimento que la comunión; Santa Inés de
Montepoliciano, que viendo imágenes de Cristo brincaba en la cuna de
alegría; y la beata María Ana de Jesús, que dormía desnuda sobre manojos
de zarzas y cambrones, eran figuras que desaparecían ante otras
aureoladas de admirable grandeza; vírgenes con los pechos cortados a
cercén, doncellas que desafiaban a los pretores romanos, niños
cruelmente perseguidos y hombres que, ofreciendo a Dios el espíritu,
entregaban la materia al dolor, como amada que se rinde a su amante.
La piedad de doña Manuela fue manifestándose por diversos síntomas.
Comenzó a frecuentar asiduamente la iglesia, y se cuidó poco de ocultar
a su marido y a su hijo menor la trasformación que en ella se operaba.
Una noche, como Pepe llegase a casa más temprano de lo acostumbrado,
entró, abriendo cautelosamente con su llave, por no despertar a los que
reposaran y, oyendo rumor de voces apagadas, se detuvo a escuchar en el
pasillo: halló entornada la puerta del comedor, y miró. Doña Manuela y
Leocadia, terminado ya el rosario, estaban haciendo _acto de expiación_
por las culpas propias y ajenas.
Tirso decía las frases expiatorias y ellas contestaban a una.
--Por mis pecados, por los de mis padres, hermanos y amigos; por los del
mundo entero, perdón, Señor:--y ellas repetían:
--Perdón, Señor.
--Por las blasfemias, por la profanación de los días santos, perdón,
Señor...
--Perdón, Señor.
--Por la desobediencia a la Santa Iglesia, por la violación del ayuno.
--Perdón, Señor.
--Por los crímenes de los esposos, por las negligencias de los padres,
por las faltas de los hijos.
--Perdón, Señor.
--Por los atentados contra el Romano Pontífice.
--Perdón, Señor.
--Por las persecuciones levantadas contra los obispos, sacerdotes,
religiosos y sagradas vírgenes.
--Perdón, Señor.
--Por los insultos hechos a vuestras imágenes, la profanación de los
templos, el escarnio de los Sacramentos y los ultrajes al augusto
Tabernáculo.
--Perdón, Señor.
--Por los crímenes de la prensa impía y blasfema, por las horrendas
maquinaciones de tenebrosas sectas.
--Perdón, Señor.
--Basta por esta noche--dijo Tirso levantándose.--Mañana, el rosario y
_paráfrasis_ de un mandamiento.
--¿Llevamos cinco, verdad?--preguntó Leocadia.
--Sí: mañana toca el sexto.
Entráronse en seguida ellas, cada cual en su cuarto, y Tirso se quedó
leyendo en el breviario. Pepe aguardó a que se recogieran las mujeres y
luego volvió al comedor, resuelto a tener una explicación con su
hermano.
La lámpara, casi agonizante, parecía negar su luz a aquella escena:
Tirso, no esperando tan pronto el ataque, tuvo un instante de flaqueza
y, levantándose del asiento, quiso refugiarse en su cuarto: Pepe,
extendiendo hacia él la mano, le hizo señal de que esperase. La escasa
claridad, reflejándose en los cristales del aparador y de los cuadros,
dejaba en sombra los ángulos de la habitación; tras los visillos rojos
de la puerta del gabinete dormían los padres y, al fondo del pasillo,
estaba el cuarto de Leocadia: en torno de ambos hermanos todo era sombra
y silencio. Sobre el hule que cubría la camilla estaba el rosario de
Tirso y un librito de lecturas devotas, con las tapas abarquilladas y
mugrientas.
--Hablemos bajo--comenzó diciendo Pepe.
Y el diálogo prosiguió en frases mortecinas, cobrando, en cambio, los
rostros toda la energía que faltaba a la expresión de las palabras.
Después continuó:
--Al entrar he oído, sin querer, que erais rezando: en eso no me meto,
aunque a mamá, sobre todo, más valiera que la dejases acostarse a su
hora. Lo que quiero rogarte es que mañana no expliques a Leocadia
mandamiento ninguno, y mucho menos el sexto.
--¿Por qué?
--Porque no.
--Esa no es razón.
--¿A qué decirte lo que te has de resistir a entender? Sólo te pido que
te abstengas de explicar a Leocadia, como vosotros soléis hacerlo, ideas
y conceptos de que no se debe hablar a las muchachas.
--Vamos, ya encontraste pretexto para contrarrestar la obra de santa
perfección que he emprendido.
--Aquí no hacía falta santidad alguna: ¿qué mayor perfección que la
tranquilidad y la paz?
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