El enemigo - 05

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alarde ante sí propio. Su ánimo fue pasando rápidamente del mayor
desaliento a la más caprichosa esperanza, y por fin, tras muchas
alternativas de animación y desfallecimiento, temiendo que lo novelesco
degenerase en ridículo, decidió no volver a poner nunca los pies en casa
del señor de Ágreda, ni a pasar jamás por Recoletos a las horas de misa.
Efectivamente... al otro domingo fue a Recoletos con el intento de
_verla_ sin que ella lo notase y, al divisar el coche, entró en la
iglesia, quedándose en sombra, junto al mamparón de ingreso. Un momento
después entraron Paz y el aya, confundidas en un grupo con otras
mujeres: dejolas pasar, y cuando se arrodillaron, avanzó hasta colocarse
en lugar propicio para poder mirarla a su sabor, sin ser visto.
La iglesia estaba envuelta en una semisombra gris y sucia: la luz que
caía de las altas ventanas de la cupulilla, ocultas por gruesas cortinas
azules, no bastaba a esclarecer el ambiente. De rato en rato sonaban
campanillazos, y otras veces el chocar de los cuartos dentro del cepillo
que un monago presentaba a los fieles pidiendo, _para el cultooo de esta
santa iglesiaaa_. Pepe sentía una zozobra inexplicable: cada dos minutos
formaba resolución de irse; pero sus pies no se movían... De cuando en
cuando el remover de las sillas producía un estrépito entrecortado y
seco, tras el cual sólo se oía un ruido bajo y sordo, semejante al que
producen las culebras arrastrándose entre hojarasca seca. Todo el mundo
rezaba... El humo de los cirios y ese olor humano y acre de gente
aglomerada en espacio cerrado, viciaban la atmósfera. Delante, y a la
derecha del altar mayor, había otro portátil que sustentaba una Virgen
de túnica blanca y manto azul, figurando salir de una gruta hecha, como
peñasco de nacimiento, con corcho y cartón piedra. Este era el punto más
luminoso del templo. Media docena de velas altas y delgadas, de pábilo
muy fino, porque fuese mayor su duración, alumbraban a la santa imagen,
que era de rostro aniñado y yesoso, excepto en los pómulos, donde tenía
fuertes rosetas carminosas.
Las manos, en que el artista se había esmerado, eran excesivamente
pequeñas, y a lo largo del cuerpo caían los pliegues de la túnica,
tallada en pliegues rectos, pero duros, mal imitados de las esculturas
paganas. Pepe miraba alternativamente a Paz y a la Virgen. ¡Qué
diferencia! La verdadera divinidad era aquélla. En sus ojos resplandecía
toda la vida que faltaba en los de la imagen. ¡Qué hermosa era la obra
de Dios! ¡Qué risible la labrada por el hombre!
Paz oía misa con recogimiento, volviendo tranquilamente las hojas del
devocionario, que a veces dejaba sobre la falda, pero sin alardes de
unción religiosa: su rostro no se entristecía con compunción exagerada,
ni tenía ese lento parpadear que es a los ojos lo que el estertor a la
respiración.
La misa pasó en un soplo; el cura volvió hacia la sacristía, haciendo
pausadas genuflexiones ante los altares, y cuando Pepe quiso salir halló
obstruida la puerta por un grupo de gente que se le había adelantado,
obligándole a detenerse. Ellas dos se dirigieron también a la salida. La
vieja no le vio; iba pugnando porque no la estrujaran, sin preocuparse
de otra cosa; pero Paz le sorprendió en el momento de levantar el seboso
cortinón de la puerta. Él, en cuanto puso el pie en la calle, se alejó
algo, siguiendo la línea de la acera; ellas salieron en seguida, y la
muchacha miró a derecha e izquierda, hasta que, al tropezar su vista con
Pepe, le saludó turbada en el instante de subir al coche. Después, Pepe
creyó notar que se levantaba la ventanilla trasera, y luego, igual que
la vez pasada, vio a Paz sacar la cabeza para volver a decirle adiós con
la mano.
El muchacho se fue a su casa como loco. Al ir a tirar del cordón de la
campanilla, tuvo que detenerse un momento y hacer propósito de que sus
padres no le conocieran en el rostro que le ocurría algo extraordinario.
Leocadia le dijo al verle entrar:
--¡Chico, vaya un capricho! ¿Te has puesto la mejor ropa que tienes para
salir tan temprano?


VII

En los corrillos del Senado se susurró por centésima vez que don Luis
María de Ágreda terciaría en la discusión de cierto proyecto de ley. El
pobre señor lo deseaba con toda su alma, pero no se atrevía.
Todo el valor lo malgastaba en casa, unos ratos dando vueltas por el
despacho como fiera enjaulada, y otros apoyado de codos en el respaldo
de una butaca, que su imaginación convertía en tribuna. ¡Entonces sí que
se le venían a los labios períodos redondos, argumentos irrebatibles,
frases enérgicas, preguntas de las que no tienen respuesta, todo género
de arranques oratorios, hasta que, agotadas las ideas y sin saber
enlazar las palabras, tenía que callarse! Tal era la disposición de su
ánimo cuando una tarde entró en la biblioteca del Senado, huyendo de un
noticiero que quería saber si era cierto que tuviese intención de
hablar. Pepe, al verle entrar, se fue derecho a él, afectando mostrarse
servicial, pero en realidad con propósito decidido de buscar manera de
frecuentar su casa. El pretexto ya lo tenía pensado, y no era malo.
--¡Pero, hombre--le dijo cariñosamente don Luis--es Vd. famoso! Cumplió
Vd. bien conmigo, me arregló Vd. la biblioteca, y ¡abur! no ha vuelto
Vd. a parecer; de modo que quien está en falta soy yo.
--No hablemos de eso, señor de Ágreda, ya tendré yo el gusto de ir a
saludarle y a recibir sus órdenes.
Después comenzó a poner en práctica un plan que días atrás se le había
ocurrido, diciéndole:
--¿Conque va Vd. a consumir un turno con motivo de ese proyecto de
Fomento? ¿Desea Vd. que le busque antecedentes? Ya es público que
intervendrá Vd. en el debate.
--Gracias, gracias; aún no estoy decidido.
Aquel hombre, discreto y cuerdo en todos los actos de su vida íntima,
sintió una turbación indefinible. Era, como don Quijote, razonable,
sensato para todo, menos para aquella maldita manía oratoria que hacía
en su cerebro oficio de libros de caballería, llenándole el magín de
extravagancias y ambiciones.
--¿Conque se dice que hablaré?
--Sí, señor. Se da por seguro. Y, a propósito, voy a permitirme decir a
Vd. que acerca de la materia del debate hay aquí datos importantes. En
tiempos anteriores a la Revolución, se trató de eso. Si Vd. no quiere
molestarse, o sus ocupaciones se lo impiden, podría yo tomar algunas
notas y dárselas.
Al señor de Ágreda un sudor se le iba y otro se le venía: aquello era
como si en las calles se esperase ya su discurso. Las palabras de Pepe
tenían algo de aura popular y mucho de tentación. Le faltó energía para
confesar la verdad y contestar: «No señor, no hablo, ni soy capaz de
hablar, ni me pasará la voz de la garganta.» Lejos de esto, repuso
débilmente, como luchando consigo mismo:
--Bueno, bueno; pues si en los _Diarios de Sesiones_ hay algo de eso, ya
me lo indicará Vd., aunque yo tengo un arsenal de apuntes... La cuestión
es antigua... Ya, hacia el año cincuenta y siete...
Salió de allí verdaderamente aterrado, sin querer pararse con nadie,
temeroso de que le preguntaran: «¿Habla Vd.?» Se marchó a pie sin
esperar el coche, y por las calles se dijo a sí propio el más elocuente
discurso que han oído Cámaras en el mundo. Pepe, al verle partir no pudo
reprimir el gozo:
--¡Ya lo creo que volveré a verla!
Durante varios días se dedicó a rebuscar antecedentes relativos a aquel
proyecto de reformas en Fomento, y en unas cuantas cuartillas anotó todo
lo pertinente al caso: disposiciones análogas, decretos contrarios,
intentos parecidos, opiniones de hombres políticos, contradicciones de
unos, disidencias de otros, y ordenándolo formó un conjunto heterogéneo,
especie de historia de la cuestión tratada, lista de elogios, censuras,
inconvenientes y ventajas de lo proyectado, que parecía fruto de una
laboriosidad constante, signo de larga atención y gran conocimiento de
la materia; lo que se llama un trabajo concienzudo. No faltaba sino
estudiarlo primero y aprovecharlo luego, decidiéndose a defender las
disposiciones hechas en unas u otras épocas. Después, todo era cuestión
de atrevimiento y desparpajo para hilvanar cuatro párrafos sobre la
buena fe o la malicia del gobierno, según el punto de vista que se
tomara.
Al quinto día de haber estado don Luis en la biblioteca del Senado, le
esperó Pepe en un pasillo.
--¡Señor de Ágreda!
--¡Ah! caramba, ¡ya no me acordaba! (Esta era la más desenfadada mentira
que salió de sus labios.)
--He reunido infinidad de datos que pueden ser a Vd. de gran utilidad.
--Poco hay que yo no conozca; pero en fin, lo agradezco mucho... ¿Tiene
Vd. ahí los apuntes?
Pepe llevaba las cuartillas en el bolsillo, mas no le convenía dárselas
allí.
--No, señor, no las he traído. ¿Qué necesidad tiene nadie de enterarse?
Además, para ahorrar a Vd. trabajo material, que es lo único que yo
puedo hacer, bueno será que, con los papeles en la mano, le indique el
origen de ciertas cosas, para que Vd. no se mortifique.--Dicho esto,
esperó impaciente la respuesta.
--Vaya, vaya... Pues mañana por la mañana, a la hora que solía Vd. ir
antes, le espero en casa. Tiene Vd. razón, no hace falta que se sepa...
Por su gusto, le hubiese citado para aquella noche, o se le hubiera
llevado en seguida a un café, a cualquier parte. Cuando, de allí a poco,
entró en el salón de sesiones, no podía coordinar las ideas. Lo que
había hecho Pepe le indicaba que las gentes contaban con un discurso
suyo. No era ilusión; no estaba representando un papel de comedia, sino
dentro de la realidad. Se sentó en su escaño habitual, y sin oír nada de
lo que sus compañeros discutieron aquella tarde, se preguntó con el
pensamiento más de cien veces:--«¿Qué habrá hecho ese muchacho?»
A la hora de comer dijo a su hija:
--Creo que me van a comprometer para que hable. Por supuesto, que no me
cogerán desprevenido. Mañana puede que venga a traerme unos datos que he
tomado en la biblioteca aquel muchacho que arregló los libros.
Paz le oyó entre turbada y contenta, pero su alegría fue mayor que su
inquietud.
* * * * *
A la hora fijada estaba allí Pepe, con su línea de conducta trazada de
antemano, como general que, tras madurar un plan de batalla, se decide a
realizarlo. Le era preciso extremar la astucia puesta en juego para
frecuentar la casa hasta obtener dos cosas: primera, ver a Paz y
estudiar en su rostro la impresión que produjera su presencia; y
segunda, si la muchacha no mostraba enojo, procurar por todos los medios
imaginables que le quedara franca la entrada. Harto sabía que a título
de amigo, como visita, de igual a igual, nunca le admitirían; pero ¿qué
le importaba si conseguía ver a Paz y salir de dudas? Don Luis le
recibió en el despacho. Sobre una de las butacas se veían un periódico
de modas y un cestito de labor.--«Esto es de ella»--imaginó Pepe, y este
_ella_ que subrayó con el pensamiento, le pareció ambiciosamente
ridículo.
--Vamos a ver--dijo don Luis entrando--ante todo, agradezco muy de veras
su atención; pero dudo que hayamos encontrado algo nuevo. ¡He estudiado
tanto el asunto!
--Aquí tiene Vd.--contestó Pepe entregándole las cuartillas.
--Siéntese Vd. un momento.
El senador comenzó a leer para sí, y su fisonomía fue tomando una
expresión indefinible: pugnaba por disimular la emoción y no podía.
Debió sentir que los ojos se le animaban y, para disfrazar aquel signo
de agrado, frunció el entrecejo, aunque murmurando: «sí, sí, aquí veo
algo nuevo.» Luego prosiguió devorando renglones; pero cada instante le
era más imposible sofocar el gozo y, temiendo que se lo conocieran en la
cara, dejó de leer.
--Basta, tengo bastante; lo agradezco muchísimo; aprovecharé algo, si
señor; ¡vaya si aprovecharé!
Pepe casi no le oía. ¿Se perdería su astucia? ¿No aparecería Paz por
allí?
--Quisiera que observase Vd.--dijo, por alargar la entrevista--que he
procurado reunir todo lo que se habló al iniciarse hace años el
proyecto: aquí está lo que propuso González Brabo... esto es de Bravo
Murillo, estas notas de Calvo Asensio...
Don Luis tuvo que suspender la lectura: cada cuartilla se le antojaba un
billete de entrada a la inmortalidad. ¡Vaya si hablaría! Del hombre
estimado sólo por consecuente, iba a surgir el orador.
Oyose en esto ruido de pasos, y se asomó Paz a la puerta del despacho, a
tiempo que su padre repetía:
--Gracias, muchas gracias.
--No sé de qué se trata--dijo ella entonces a Pepe;--pero yo también se
las doy a Vd.
Don Luis cogió de nuevo los papeles, que parecían tener imán para sus
manos y, entre tanto, los muchachos se miraron en silencio. Pepe
arrostró con franqueza la mirada de Paz. ¡Cuánto hubiera dado en aquel
instante por poder decirla con los ojos todo el tropel de ideas
vanidosas, de ambiciones absurdas que habían anidado en su pensamiento,
sin callarla nada, miedo, esperanza ni pobreza! Paz tuvo que disimular
su alegría, por no aparecer desapudorada; mas no hizo mohín de disgusto
ni frunció siquiera el lindo entrecejo. Para ninguno de ambos era ya
secreto la atracción que habían ejercido uno sobre otro.
--Sí, señor; de esto se puede sacar partido--murmuraba don Luis.
Pepe, que se resistía a marcharse sin dar cima a sus propósitos, trató
de prolongar la visita y, mirando hacia el cuarto de los libros, repuso:
--Quisiera concluir de arreglar aquí algo que olvidé días pasados.
--Haga Vd. lo que guste.
Pepe pasó a la pieza contigua, y don Luis, sin poderse contener, hojeó
de nuevo las cuartillas. Paz dejó trascurrir unos minutos, y en seguida
entró también a la estancia inmediata. Pepe, sin vacilar, se acercó a
ella y, en voz baja, con acento de sinceridad, la dijo:
--Señorita, esta vez no me ha traído la casualidad, sino la astucia;
pero, si mi presencia la enoja, no volveré jamás a verla a Vd. No
necesita Vd. decir una sola palabra: me bastará su silencio... No nos
volveremos a ver nunca.
Paz no desplegó los labios y, sin embargo, a los ojos de Pepe se asomó
toda la dicha de su alma. La señorita, la muchacha rica, escuchó
aquello sin el menor movimiento de enfado, presa de una turbación
deliciosa: él, entonces, la ofreció la mano y ella la estrechó
rápidamente entre las suyas, sintiendo al mismo tiempo que se la
enrojecía el rostro. Ninguna frase de todos los idiomas de la tierra
hubiera podido ser tan elocuente como aquel sonrojo. En seguida salieron
al despacho, sin hablarse. Cuando él se marchó, Paz corrió hacia su
cuarto, se acercó a un balcón y, levantando un poco el visillo, le vio
desaparecer tras los troncos de los árboles del paseo.
La partícula de oro se había adherido al grano de arena: la corriente de
la vida debía arrastrarlos juntos desde aquel día.
Don Luis permaneció en el despacho contemplando las cuartillas: «¡Si
esto es un discurso!--murmuraba.--¡Si no hay más que añadir al
principio: _Señores_, y al final: _He dicho!_ ¡Ah! sí, y algo de
relleno; unos párrafos... mi consecuencia, la lealtad al gobierno, la
libertad, el amor a las instituciones!»
Era cosa resuelta; los taquígrafos tendrían que trabajar por causa
suya.


VIII

Por fin habló don Luis. Al cabo de muchos años de silenciosa vida
parlamentaria, el _Diario de Sesiones_ imprimió su nombre, no sólo en el
tipo común empleado para las votaciones, sino también en letras
negrillas que saltaban a la vista, diciendo: EL SEÑOR ÁGREDA: _Pido la
palabra_. Cuando leyó su nombre en los extractos de los periódicos,
todavía sintió escalofríos de miedo. Al comenzar su discurso el salón
estaba casi lleno, por la novedad de escuchar a un senador que dejaba de
ser _monosílabo_: luego muchos oyentes se salieron a los pasillos; mas
como la peroración fue corta, aún quedó número bastante para que no
hiciera mal papel. En el banco azul permanecieron dos ministros. Pepe le
escuchó desde el fondo de una tribuna: los datos, apuntes y citas de sus
cuartillas salieron íntegros de los labios de don Luis, quien únicamente
puso al principio un parrafito de su cosecha para pedir benevolencia,
imitado de los doscientos mil análogos que había oído hasta entonces,
añadiendo también alguna que otra frase para enaltecer la importancia
de lo que iba diciendo. Cuando se le olvidaba algo de lo mucho que
confió a la memoria, echaba mano de las cuartillas que traía copiadas de
su puño y letra. Hacia la conclusión quiso extenderse en consideraciones
originales; pero se le atravesaron en la garganta y terminó declarando
que no proseguía por no molestar más la atención de la Cámara. Un buen
orador hubiera podido fundar un verdadero triunfo sobre los materiales
reunidos por Pepe: don Luis quedó bien y nada más. Al acabar sonaron
algunos aplausos en los bancos de la mayoría, y todo el mundo dijo que
había estado discreto y que aquello representaba gran conocimiento del
asunto. Un ministro felicitó al orador y esto le compensó el disgusto
que le dieron los periódicos de oposición limitándose a decir que el
señor Ágreda había consumido un turno en pro. En cambio, a la hora de
comer fueron a verle muchos amigos y después estuvo con su hija en el
concierto del Retiro, dando vueltas y más vueltas, como torero que por
la tarde ha metido el brazo con fortuna en una buena estocada.
Al retirarse a casa le decía Paz:
--Di, papaíto, ¿te han servido los papeles que te trajo aquel muchacho
del Senado?
--Algo, algo: el chico no es tonto... tiene buena voluntad y parece
listo.
--Sí, ¿eh?
Paz no sabía cómo sugerir a su padre la idea de que utilizara de algún
modo los servicios de Pepe, pues comprendía que don Luis no necesitaba
secretario ni escribiente. En realidad, su malicia llegaba tarde; la
vanidad satisfecha se había adelantado al amor impaciente. El orador iba
ya pensando en abordar otro asunto antes de la clausura de las Cortes.
Además, la fortuna favoreció a los enamorados, porque los electores de
don Luis, acostumbrados a su largo mutismo, le dispararon una nube de
telegramas de felicitación, tras del telégrafo usaron del correo y, como
fue preciso contestar a tanta enhorabuena, el senador determinó emplear
a Pepe como escribiente.
Una mañana llegó éste no hallándose don Luis en casa, y pasó a la pieza
de los libros, inmediata al despacho: poco después apareció Paz,
disimulando su turbación y haciéndose la distraída. Hasta entonces sólo
habían cambiado unas cuantas frases, pero sin tener una conversación
formal: por lo tanto, la primera vez que hablasen a sus anchas, la
entrevista tendría importancia, dada la grata complicidad establecida
entre ambos. Paz, después de saludarle, no se atrevió a desplegar los
labios: carecía de experiencia en tales achaques; pero su instinto
femenino le decía que no era ella quien debía hablar primero, y
apoyándose en el marco del balcón dejó pasar unos instantes. Pepe se
levantó de su asiento, y acercándose a ella, a distancia que acusaba
mayor respeto que impaciencia, la dijo:
--Señorita, mi primer deber es suplicarla que me perdone. Confieso que
me ha cegado la vanidad. No espero una indulgencia que no merezco. Lo
que he hecho está mal, lo sé, y, sin embargo, no he podido contenerme.
¿A qué mentir, si Vd. debe comprender lo que pasa en mi alma?
Ella quiso hablar y Pepe hizo ademán de que le dejase proseguir.
--Antes de que Vd. me diga una sola palabra, quiero yo ser enteramente
franco con usted. Mi posición, mi vida, mi pobreza, y quién sabe si mi
educación también, me separan de Vd. He cometido la imprudencia de dejar
asomar a los ojos lo que sentí al conocer a Vd... Luego creí ver que Vd.
no mostraba enojo, porque quizá el desprecio le parecería demasiado
cruel, y así ha llegado esta situación, en que no hay más que un
culpable: mi vanidad. Debo reparar mi error a fuerza de franqueza.
Este lenguaje dio alas al carácter vivo de Paz.
--Sí, tiene Vd. razón; comprendo que hago mal; no he debido venir hoy a
este cuarto; pero es que yo soy tan leal como usted. Usted quiere que
crea en su sinceridad; yo también tengo derecho a exigir que no me tache
Vd. de coqueta ni piense Vd. que soy capaz de divertirme en humillarle.
--Reflexione Vd. lo que dice, señorita. Es Vd. demasiado buena para
pagar con burla y desprecio el sentimiento que ha despertado en mí; pero
no se inspire Vd. en la lástima que de mí sienta, sino en los impulsos
de su propio corazón; no olvide Vd. que seguir escuchándome ahora es
contraer... Lo que con otro hombre sería un juego, conmigo sería un
escarnio.
Ella, desasosegada, sonrió, mirándole como quien da a entender que acaso
no esperaba oír tanto, y le atajó la frase.
--¡Jesús, Dios mío! ¡Cuánto pide Vd! ¡Antes tan humilde, y ahora tan
exigente!
--¿Exigente?
--Sí; apuesto a que iba Vd. a decir _contraer compromiso_.
Él calló: Paz, haciéndose la distraída, se alejó dos o tres pasos y,
mirando de nuevo a Pepe, continuó:
--Debía bastarle a Vd. ver que no estoy enfadada...
--Luego, ¿aun sabiendo Vd. lo que pasa en mi corazón permite Vd. que yo
siga viniendo a esta casa?
--¿No volverá Vd. a hablarme de su pobreza? No sé en qué consiste; pero
cuando usted dice algo que puede humillarle, parece que yo soy la
humillada.--Y quiso marcharse.
--No, señorita; oígame Vd. un momento. ¡Si Vd. supiera comprender lo que
es para mí su indulgencia!
Sin dejarle acabar, se dirigió a la puerta del despacho, y en voz muy
baja, con un mohín encantador, volvió a repetirle:
--Exigente, exigente.
¿Qué más podía desear? «No estoy enfadada»--le había dicho--«no vuelva
Vd. a hablarme de su pobreza.» Pretender mayor claridad sería
insensatez.
* * * * *
Al cabo de dos meses sus diálogos eran ya muy distintos; que cuando la
estimación abre vereda, el amor ensancha y allana pronto el camino. Ni
Paz sentía ya cortedad, ni Pepe manifestaba aquella desconfianza
fundada en lo distinto que se le ofrecía el porvenir de cada uno: las
frases que cambiaban eran protestas de cariño, promesas de firmeza, todo
el repertorio monótono y vulgar de los enamorados, siempre romántico y
exagerado, pero eternamente delicioso.
Una circunstancia mediaba, sin embargo, entre ambos, modificando sus
caracteres. Ella, a pesar de su viveza, temerosa de mortificar la
susceptibilidad de Pepe, le trataba con una consideración que a ninguno
otro hubiera guardado; y él, frío, descreído, burlón, dispuesto siempre
a endulzar la realidad con su buen humor, era ante Paz reflexivo y
serio, cual si le infundiese miedo aquella intimidad amorosa, que, a
juicio suyo, no podría resistir al tiempo o habría de estrellarse contra
las asperezas de la vida.
No siéndoles fácil verse con tanta frecuencia como ellos desearan,
acabaron por establecer, para su uso particular, un servicio de correos.
La iniciativa fue de Pepe: el cartero merece capítulo aparte.


IX

En la imprenta de Millán había un chico, mezcla de aprendiz y ordenanza,
a quien apodaban _Pateta_. Él decía llamarse Pepe Maldonadas, pero no
conservaba memoria de su familia. Nadie sabía su origen; ni él mismo.
Sólo recordaba haber vivido en Puerta de Moros, recogido en casa de una
verdulera, tía suya, que, por considerarle muy niño, no le habló jamás
de sus padres.
Una mañana la pobre vieja, que solía retrasarse en el pago de la
licencia municipal del puesto de legumbres, fue llevada a la prevención
y, de resultas, tomó tal sofocón, que murió a las pocas horas, viniendo
el chico a quedar en la calle, sin más amparo que Dios, con la travesura
por instinto y la ignorancia por guía. Un matrimonio de la vecindad le
dio albergue durante cinco semanas, mas esta caridad antes fue deseo de
tener ayudante que propósito de favorecerle; pues cuando la mujer no le
obligaba a subir del río un talego de ropa, superior a sus fuerzas, el
marido, que era sillero, le ponía verde o morado hasta los hombros,
forzándole a teñir espadañas en un patio que parecía cisterna. Cuando
ellos comían, si sobraba, era para Pepe; si no había restos, gracias que
le dieran pan con que rebañar la cazuela del cocido; así que las hambres
y una felpa con que le obsequiaron por meter en la tina de lo verde lo
que había de ser morado, acabaron con la paciencia del muchacho. Se
escapó, y entonces fue la época más conturbada de su vida. Fregar en
tabernas, donde tenía las propinas por salario; ayudar a un chulo a
vocear quincalla; recoger y vender colillas; dormir en los quicios de
las puertas: esta existencia llevó por espacio de unos cuantos meses,
sucio, descalzo, desarrapado, hambriento y ostentando por entre los
desgarrones de la camiseja el pecho dorado y fuerte como un bronce
antiguo. Sólo dos cosas hubo que no ensayase para buscarse el sustento:
no pidió limosna ni robó.
Acertó a pasar una mañana por la calle de las Maldonadas, donde tenía
fábrica de buñuelos un conocido de la verdulera difunta; le preguntó el
buñolero que cómo vivía; repuso el chico que _peor_; y tanta lástima
supo inspirar, que allí se quedó cuidando de la venta al menudeo, sin
promesa de recibir otro pago que la comida y lugar donde dormir. El
sillero no volvió a saber de él. Los chicos que antes tuvo el buñolero
de dependientes, cual más, cual menos, todos le robaron; Pepe Maldonadas
fue de fidelidad intachable. Antes que amaneciera, su amo y un aprendiz
sobaban la masa dispuesta en el lebrillo, y luego freían con rara
rapidez bolas, tortas y cohombros: Pepe, mientras tanto, arreglaba los
veladores, mezclaba algo de harina al azúcar de espolvorear, fregaba
vasos, ponía cada cosa en su puesto y, cuando se abría la tienda,
colocado de pie en la puerta, despachaba buñuelos a grandes y chicos,
formando en la grasienta superficie de zinc que cubría la mesa un montón
de cuartos y _ochavos del moro_, cuyo sucio contacto le dejaba los dedos
manchados de verdín. Ni se comía un buñuelo ni escamoteaba un ochavo.
Nadie le enseñó matemáticas y, sin embargo, para dar las vueltas de la
moneda era más listo que un cambista. Si quedaban buñuelos de la
víspera, los despachaba los primeros; al servir _medias_ de aguardiente,
cuando presumía que el gaznate del parroquiano estaba insensible, daba
lo barato al precio de lo caro, y para los favorecedores constantes de
la casa iba a buscar la pasta recién frita, humeante, en que aún no se
habían bajado las burbujas del aceite hirviendo. El amo se encariñó con
él en tal grado, que comenzó a tratarle como a hijo, y hasta determinó
que fuese por las tardes a la escuela, donde, en unos cuantos meses,
aprendió a leer, escribir y contar. Al año de estar en la buñolería, la
hija del amo, que era una chiquilla saladísima de catorce años, enfermó
de viruelas y, cosa rara en la gente del pueblo, dotada en tales casos
de tanto valor como ignorancia, los vecinos, conocidos y amigos dejaron
a la enfermita y sus padres en completo abandono. La moza que iba a
barrer y fregar desapareció sin pedir un pico que le debían del salario,
y el chulo que ayudaba a amasar y freír se despidió cobardemente: sólo
Pepe permaneció allí día y noche, sin ir a jugar con los chicos del
barrio ni ocuparse en otra cosa que cuidar a la muchacha. Guiado de
clarísimo entendimiento, se fijaba bien en cuantas alteraciones sufría,
para decírselas al médico, y luego le daba las tomas que la recetaban,
con los intervalos debidos, arropándola en seguida como una niña a su
muñeca. Cuando, por haber entrado la enfermedad en el período de
descamación era más fácil el contagio, Pepe, que no lo ignoraba, redobló
sus cuidados y, durante la convalecencia, se estuvo constantemente
haciendo compañía a la muchacha, satisfaciendo sus caprichos y tolerando
sus impertinencias, hasta que, dada ya de alta, tornó a su puesto de
antes y siguió vendiendo cohombros a los chicos y ensartando buñuelos
toda la mañana en los juncos, lo cual, con el manejo de los ochavos,
acababa por dejarle los dedos sucios y pringosos: luego, de cuatro
brincos, se plantaba a ver a la chica. Así pagaba Pepe su deuda de
gratitud para con aquella gente; mas su principal se portó también como
bueno.
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