El enemigo - 04

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cortinaje oscuro, semejando personaje de dibujo fantástico. Sorpendida
al ver que don Luis no estaba solo, se detuvo un instante sin soltar el
tirador de la puerta, dudando si adelantar o volverse.
--¿Estorbo?
--No, hija, entra.
Pepe, que se disponía a marcharse, la saludo; contestole ella, y
cogiendo de sobre la mesa un periódico, se puso a leer. La escena fue
rápida, casi muda: el aparecer ella y el despedirse él, ocurrió en un
momento. «¡Qué bonita es!»--se decía luego Pepe al echar a andar, ya
fuera de la verja del jardinillo de la casa.
Durante las mañanas sucesivas, don Luis entró en varias ocasiones a ver
cómo llevaba el muchacho su trabajo, que cundía poco, porque el rato que
pasaba allí era corto. Los armarios se iban llenando, sin embargo, y don
Luis observó que, al mismo tiempo de guardar los libros, Pepe tomaba
nota de ellos en unas tarjetas grandes, para formar un índice. Esto le
gustó: el chico debía ser listo. Paz entró también alguna vez a buscar a
su padre, y llegó a cambiar con Pepe frases triviales. Un día hablaron
del tiempo, otro de un reciente y criminal atentado contra los Reyes. El
lenguaje de ella era el propio de una señorita bien educada que no se
desdeña de conversar con aquellos a quienes la fortuna no espropicia: el
de Pepe era respetuoso, casi tímido, de hombre no hecho a pisar casas
tan bien puestas ni a tratar con señoras de aspecto tan aristocrático.
Un día Paz, ya vestida para salir con su padre, estaba esperándole en el
despacho, mientras Pepe, con la puerta de comunicación abierta,
escribía en el cuarto de los libros papeletas para el índice. Paz leía
un periódico, en pie junto a un balcón; Pepe, aprovechando la ocasión,
la miraba disimuladamente, entre plumada y plumada. La muchacha era
preciosa. Su talle sin artificio que la oprimiera exageradamente, tenía
al cambiar de postura movimientos que acusaban formas esbeltas de curvas
admirables. El pelo, casi negro, recogido y alisado con extremada
modestia, avaloraba la blancura mate y dorada de la tez, vivificada por
venas finísimas y azuladas. Las facciones muy graciosas y menudas, sin
mezquindad, formaban una fisonomía móvil y animada, como la de aquellos
serafines de Goya, inspirados en los rostros picarescos de las hijas del
pueblo. Los ojos, de un azul oscuro y limpio, traían a la memoria el
cielo de las noches serenas de Granada, y los labios, que a veces
esmaltaba de blanco mordiéndoselos ligeramente con un movimiento
involuntario, parecían una flor de matiz encendido. La boca, roja como
herida reciente, y el azul límpido de los ojos, inspiraban ideas
distintas, siendo la severidad de su mirada, guarda puesta en defensa de
la dulzura de los labios.
No sintiendo Paz ningún ruido en el cuarto donde estaba Pepe, ni
siquiera chocar de libros contra tablas, ni el resbalar de la pluma
sobre el papel, dirigió la vista hacia el muchacho y le sorprendió
mirándola; él bajó la cabeza y prosiguió escribiendo, disgustado,
temeroso de que aquello la pareciese mal, y Paz se desvió un poco del
sitio donde leía, pero naturalmente, sin ademán de enojo. Al cabo de un
rato, al colocar Pepe unos libros en su sitio, volvió a mirarla sin que
ella entonces pudiera verle. En cambio él la contempló a su gusto; mas
de pronto se oyó la voz de don Luis que llamaba a su hija, y al soltar
ésta el periódico, por muy presto que quiso Pepe apartar los ojos, le
sorprendió Paz por vez segunda en flagrante delito de admiración, a
pesar de lo cual, al verle marchar poco después, no mostró enfado en
gesto ni en palabras, despidiéndose de él afablemente.
Pocos días después ocurrió casi lo mismo. Pepe, sólo por disfrutar de
aquél regalo de la vista, que la fortuna le ofrecía, miró varias veces a
Paz, y ella lo notó, sin dar señal de desagrado, antes al contrario,
sintiendo cierta tranquila complacencia con aquel homenaje mudo que la
rendía un hombre imposibilitado por su posición para adularla con
esperanza de lograr favores. Ella le miró también alguna vez a
hurtadillas, advirtiendo que el muchacho, no sólo no tenía mala figura,
sino que era lo que se llama un hombre guapo. Su fisonomía acusaba
inteligencia, sus ojos lealtad; es decir, reunía los dos rasgos
principales de la hermosura masculina. Entonces se despertó en Paz algo
de coquetería, no le parecieron mal aquellas miradas, y agradecida al
culto que empezaba a recibir, permaneció en el sitio donde estaba. En
días sucesivos entró varias veces al cuarto de los libros sin necesidad,
sólo por saborear aquel placer desconocido de aceptar un tributo que
halagaba su vanidad de niña bonita. Pero esta coquetería se le entró al
alma, sin que ella lo advirtiera, del mismo modo que Pepe se daba el
gusto de contemplarla sin segunda intención. Paz decía algunas veces
para sus adentros: «¡Pobre muchacho!» Pepe pensaba: «¡Parezco tonto!»
Ninguno advertía que aquel juego era peligroso. ¿Cómo había él de
imaginar que Paz estuviese al alcance de su deseo, ni quién se atrevería
a despertar en ella recelo de aquel desdichado?
Mas fue Dios servido--como decían los místicos--que comenzase a suceder
con las palabras lo mismo que con las miradas. Hablaron unas cuantas
veces de cosas indiferentes, y él, aun conteniéndose, por temor a
parecer atrevido, siempre halló ocasión de mostrar cortesía, ingenio y
gracia. Sus maneras carecían de atildamiento rebuscado y enfadoso, y sus
frases estaban exentas de esa vulgaridad que hace el lenguaje de un
hombre igual al de los demás: en lo que hablaba había siempre algo
original; su tristeza parecía sincera, su gracia tenía un dejo amargo.
Paz no podía analizar en qué estribaba ello, pero le gustaba hablar con
Pepe, quien siempre la llamaba señorita, expresándose mucho mejor que la
mayor parte de los caballeretes que por haberla visto una noche en un
baile la llamaban por su nombre de pila.
* * * * *
El arreglo de la librería tocaba a su término: unas cuantas mañanas más,
y todo quedaría en orden. Pudo haberse concluido antes, pero lo
estorbaron dos causas: la primera, que don Luis, cayendo en la cuenta de
que podía escribir al distrito por mano ajena, ni más ni menos que un
ministro, empleó a Pepe como amanuense; y la segunda, que las
conversaciones de éste con Paz fueron adquiriendo mayor desarrollo y
duración cada día. Oyéndole, se olvidaba ella de que era sólo algo más
que un criado: hablándola perdía él la noción de la distancia que les
separaba. Algunos de estos diálogos tomaron giro extraño.
--Hoy no le quitaré a Vd. tiempo. ¡Estoy más aburrida!... Voy de
tiendas, a escoger un regalo para una amiga que se casa, y no sé qué
comprar. Tiene diez y ocho años: fue compañera mía de colegio.
--Esa edad tiene precisamente mi hermana.
--No sabía que tuviera Vd. hermanos.
--Además, tengo otro hermano mayor, que es cura. Pero de fijo no me veré
yo en el apuro de comprar a Leocadia regalo de boda.
--¿Por qué?
--Las muchachas de la condición de mi hermana no hallan fácilmente quien
las ame.
--Pues ¿de qué condición es su hermana de Vd.?
--La vida de mi padre nos ha colocado en una situación muy modesta,
señorita, pero superior a la de los infelices que necesitan ganar un
jornal. Pertenecemos a esas últimas capas de la clase media que tocan de
cerca la pobreza, y las mujeres de esta clase son muy difíciles de
casar.
--No se me alcanza la razón.
--Es muy sencilla. No pueden casarse con un obrero, porque lo estorba la
diferencia de vida y de gustos, y es raro que lleguen a enamorar a un
rico. En cuanto a los hombres de posición análoga a la suya... a esos
les está vedado el matrimonio.
--¡Qué ideas tan raras!
--No; es frialdad para considerar las cosas. ¿Qué hogar puede crear, ni
qué existencia ofrecer a su novia un hombre que gana, por ejemplo, lo
que yo? Desengáñese Vd., señorita, el matrimonio no está al alcance de
todas las fortunas.
--¡Cuando digo que piensa Vd. cosas muy raras! ¿De modo que una muchacha
pobre no puede enamorar a un hombre rico, y viceversa?
--Lo primero no es tan difícil; pero el viceversa es punto menos que
imposible.
--Explíquese Vd.
--Los encantos de la mujer no necesitan la ayuda del dinero. Las
cualidades morales y la belleza lo pueden todo. La misión del hombre es
más difícil: primero, tiene que saber agradar, luego debe disponer de
medios para sostener una familia.
--¿Y si esos medios los lleva la mujer? ¿O es que Vd. no cree que deba
casarse el pobre con mujer rica? Pues lo estamos viendo a cada paso.
--Hay algo de eso. El amor y el oro hacen juntos grandes cosas; pero
¡que pocas veces se unen! Además, créame Vd., señorita, siempre resulta
sospechoso el hombre pobre que enamora a una rica. Las beldades
adineradas son para nosotros como los brillantes para las modistillas,
que cuando los lucen nadie los imagina honradamente ganados.
--Es decir, que hablando clarito, y sin dulcificar las cosas, en
nosotras la fortuna puede ser un obstáculo a la felicidad.
--Ha acertado Vd. mi modo de pensar. Nunca debe el hombre pedir amor a
la que puede enriquecerle. ¿Cómo creerá ella en su sinceridad? ¿Cómo
adquirirá la certeza de que es ella, ella misma, el objeto de la
adoración? A una divinidad que nada concede, le es dado creer en la
sinceridad de los que la rezan; pero un dios que pagara con oro las
oraciones, ¿cómo estaría cierto del amor que le ofrecieran?
--¡Qué sutilezas y qué modo de entender las cosas! Entonces, según Vd.,
la mujer rica no puede hallar sino marido rico. Pues no es así. Todos
los días se casan ricas con pobres.
--No: ocurre que señoritas más o menos acaudaladas se unen a pillos bien
vestidos, elegantes, instruidos y hasta bien educados; pero no habrá Vd.
visto nunca que una señorita rica se case con un hombre digno y
verdaderamente pobre.
--Según... Con un pobre, pobre, vamos, que no tenga donde caerse muerto,
no.
--Es natural. El oro inspira a la mujer desconfianza de la buena fe del
hombre. ¿Quién es capaz de descubrir la verdad en corazón ajeno? Por eso
no debe nunca exponerse nadie a que le culpen de ambicioso cuando sólo
pretende ser amado.
--Tristes verdades, si lo son, para las ricas.
Quizá nada tuvieran de extraordinario las frases de Pepe, pero ella no
había oído nunca hablar así.
Otro día compró Paz para su gabinete un espejo antiguo con marco de
talla, una verdadera obra de arte. Hojas de vid, tallos de yedra,
flores, acantos, cintas y volutas encerraban la luna de ancho bisel: fue
preciso restaurarlo, y cuando acabada la obra lo entregaron, mandó
dejarlo en el despacho para que lo viese su padre, y allí lo vio también
Pepe al descargarlo los mozos. Ella, con esa alegría infantil de quien
ostenta una adquisición nueva, le dijo:
--Mire Vd. mi compra. En todo Madrid no hay otro igual. Y barato. Cinco
mil reales.
Pepe, al examinar el espejo, hizo un gesto involuntario.
--¡Qué! ¿Es feo? Luis XV, barroco puro... ¿O le parece a Vd. caro?
--No; es precioso.
--Entonces... ¡Vamos, hombre, hable Vd.! ¿Vale menos de lo que me ha
costado?
--Señorita, y ¿con qué título puedo yo permitirme comentar sus actos ni
aquilatar sus gustos?
--No se trata de eso. ¿Es que le parece a usted mucho dinero? Cuando yo
tengo confianza con Vd., debía Vd. tenerla conmigo.
--El marco es hermoso y vale lo que cuesta.
--No es Vd. sincero.
--¿Por qué, señorita?
--Se lo conozco a Vd. en la cara; sea usted franco, hombre, sea Vd.
franco. Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad?
--¿Y con qué derecho podría yo pensar así?
--Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca para
que hable, vaya, que quiero que hable Vd.
Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo que
a ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.
--Lo que me ha dicho mi pensamiento--repuso Pepe tímidamente--es que el
dinero no tiene igual valor para todos.
--¡Qué modo tan delicado tiene Vd. de decir las cosas!; pero cinco mil
reales no son para nadie más que doscientos cincuenta duros.
--Que representan para una familia pobre doscientos cincuenta días de
vida.
--En eso tiene Vd. razón. No se debían comprar ciertas cosas mientras
hay quien se muere de hambre... pero así está el mundo. Sí, ya lo veo:
una locura como esta representa el bienestar de muchos.
--Y a veces, la vida de algunos.
--De modo--siguió Paz--que Vd. es de esos que dicen que todo debía
repartirse entre todos.
--No, señorita. Hay males que no tienen remedio. Habría también que
repartir el entendimiento y la virtud, y eso es imposible. Yo no he
hecho sino pensar que, si a veces la fortuna escoge bien aquellos a
quienes favorece, otras, en fuerza de ser ciega, raya en cruel.
--Perdóneme Vd. Conozco que he cometido una torpeza. Pero no toda la
culpa es mía.
--¿Por qué, señorita?
--No he debido enseñar a Vd. ese trasto. Por lo que otras veces he oído,
su situación, de Vd., dicho sea sin ofenderle, pues en ello no hay
injuria, no es nada lisonjera. He hecho mal, he sido indiscreta,
¿verdad?
--Señorita, ¡no se ensañe Vd. conmigo! mis palabras no encerraban la
menor censura.
--No, si la mitad de la culpa es de Vd.
--No entiendo.
--La cosa es clara. Usted ha hecho por su ingenio y con su conversación
que yo le trate como a un amigo, y me he tomado la libertad de enseñar a
Vd. lo que no debía.
--¿Quiere Vd. decir que ha enseñado joyas a un mendigo?
--No, Pepe; eso me lastima.
Paz se dolió de aquella respuesta, y desviando de él la mirada, guardó
silencio; mas su actitud y la expresión de su semblante no indicaron
enojo, sino amargura. Parecía que quien la había hablado de tal modo
tenía autoridad para hacerlo. Pepe dijo sorprendido:
--Perdóneme Vd.; pero el error no es mío. Ha tomado Vd. como grito de la
pobreza escarnecida, acaso de una envidia inconsciente lo que ha sido
una observación sencillísima. ¿Cómo ha podido Vd. creer que yo me
atreviera a tanto? ¿Qué soy para Vd., señorita? Sólo dirigiéndome la
palabra me honra Vd. ¿Había de pagarla con descortesía o ligereza?
--No se hable más del caso. Lo que quiero, es saber que no le he
ofendido a Vd.--Y le tendió amistosamente la mano.
Ambos quedaron perplejos, y desde entonces fueron más reservados uno
para con otro. Paz se reconvino mentalmente, pareciéndole que hiriendo a
Pepe en el pudor de la pobreza había cometido una acción muy fea. Pepe
no acertó a definir lo que sentía.
Sus vidas comenzaban a unirse como en el lecho del río suelen juntarse,
arrastrados por la corriente, el grano de arena y la partícula de oro.


VI

Cuando Pepe terminó el trabajo para que fue llamado, dejó de ir a casa
de don Luis: algo parecido al miedo le alejaba de allí. La última mañana
que estuvo, se marchó aprovechando un momento en que no podían
observarle. Preguntáronle sus padres si le habían pagado, y
repuso:--«No estaba don Luis; ya le veré en el Senado.» Lo cierto era
que, como en casa del señor de Ágreda quien satisfacía todo gasto era
Paz, a Pepe le repugnó la idea de que fuese ella quien le pusiera en la
mano el puñado de duros ofrecido por su padre. Por primera vez sentía
brotar en el fondo del alma la soberbia: un mal impulso era precursor
del más noble sentimiento; que así a veces, en el espíritu del hombre,
como en la vida de la Naturaleza, precede la sombra al esplendor del
día.
Trascurrida una semana sin que Pepe volviese a la casa, Paz se acusó de
ello, ya preocupada con aquella desaparición, y pensó en el _pobre
muchacho_ cual si fuese un amigo ofendido: se acordó también de que no
le había pagado, pero no se le ocurría modo discreto de enviarle el
dinero. ¿Por un criado? No acertaba a explicarse la causa, mas por nada
del mundo se hubiera valido de tal medio. ¿Escribirle? Al imaginarlo, no
fue temor de herirle lo que cruzó por su imaginación, sino algo como
miedo vago, pudor mortificado por sí mismo.
Al fin no hizo nada, ni aun se atrevió a hablar a su padre; pero no dejó
de pensar en ello, y hubo día en que, al cruzar por el cuarto de los
libros, experimentó hastío y tristeza.
Poco a poco la luz se hizo en su alma. Sus oídos, hechos a la lisonja,
no escucharon nunca frases que la turbaran; nada la hicieron sentir
aquellos hombres que podían desearla como joya colocada al alcance de
sus manos, y ahora ella ponía espontáneo y terco empeño en recordar los
dichos más sencillos, las más insignificantes galanterías de un pobrete,
a quien aterraba un gasto de cinco mil reales. Aquello le parecía unas
veces romántico hasta la ridiculez, otros ratos sentía ganas de llorar.
* * * * *
Una mañana de la primavera de 1872--ocho o nueve meses antes de aquella
cena en que los padres de Pepe hablaron de la próxima llegada de
Tirso--estaban en San Pascual, de Recoletos, tocando a misa de once. El
sol iluminaba el césped de los jardinillos, abrillantado por la humedad
y oscurecido a trechos por las sombras de las acacias, cuyo aroma
embalsamaba el aire. Sobre el azul intenso del cielo destacaban las
copas verdinegras de algunos pinos; el ramaje, entre morado y carminoso,
de los árboles del amor, fingía detalles de fondo japonés, y de los
recuadros encharcados se alzaba el olor penetrante de la tierra mojada.
Los niños jugaban en el suelo, esmaltando la arena amarillenta con sus
trajecitos de colores claros, o se caían llorando en las socavas de los
árboles, mientras las niñeras reían en coro desvergüenzas de algún
lacayo. En los bancos, y cada cual con su periódico en la mano, había
algunos señores viejos, tipos de militares retirados, de ancianos
achacosos que, sacudiendo el entumecimiento del invierno, salían en
busca de un rayo de sol tibio. En el aguaducho, cargado de vasos,
descollaban el fanal de los azucarillos y la botija con espita, tras
cuya gruesa panza se ocultaban el tarro de las guindas y la bandeja de
los bollos, en tanto que la aguadora, dando conversación a un guarda,
fregaba en el lebrillo las cucharillas de latón. Por el centro del paseo
circulaban rápidamente algunos carruajes de caballos briosos y,
siguiendo la línea de las sillas de hierro, se veían parados unos
cuantos simones con el jamelgo caído el cuello y el cochero tumbado en
el pescante deletreando _El Cencerro_. Al otro lado, los tranvías
corrían sobre los railes, obstruidos por carros y camiones, que sus
conductores apartaban de la vía renegando al oír el pito de los
mayorales, y por la larga acera de piedra, en silencio, paso a paso de
arriba a abajo, se aburría autoritariamente la pareja de guardias de
orden público, entonces llamados _amarillos_, sin otro consuelo que
echar miradas subversivas a las criadas de buen ver. De las calles
vecinas iban llegando recién peinadas y coquetas las señoritas deseosas
de que el novio se hiciera el encontradizo, las niñas ávidas de jugar y
las mamás cargadas de devocionarios sujetos con gomas encarnadas. Unas
caminaban de prisa con la ligereza de la impaciencia, otras cansadas con
la gordura de los años; luciendo, según su gusto, primores de elegancia,
arreglos de taller casero, rarezas del capricho, exageraciones de la
moda, algunas calculada sencillez y todas empeño de agradar. A la misma
puerta del templo parábase de cuando en cuando una berlina blasonada, y
lentamente se apeaba de ella una dama; cuanto más poderosa menos
engalanada, mostrando en los ojos la soñolencia que deja el trasnochar,
y en el rostro marchito las huellas ardorosas de la atmósfera de las
fiestas. A pasitos rápidos y cortos, inclinado el cuerpo hacia la
tierra, con la cabeza baja y la conciencia temerosa del retraso, venían
pegadas a las fachadas de las casas las viejecillas de zapatos de cabra
y mantón negro, y adelantándose a ellas iban las muchachas devotas que,
como ignorando el poder de la juventud, piden incesantemente al cielo
dichas que puede darles el mundo. La campana seguía llamándolas con su
tañer monótono, y todas entraban como manada al redil: feas, bonitas,
ricas, miserables, virtuosas, perdidas, santas, pecadoras, madres,
cortesanas, vestales del hogar o sacerdotisas del amor, todas,
codeándose, juntas, desaparecían sorbidas por la puerta de la iglesia,
levantando al entrar un cortinón más pesado que una losa y dejando
entrever rápidamente una atmósfera cargada, sucia, humosa y salpicada
por el resplandor amarillo de las velas.
Durante toda la mañana se estaba renovando aquel público, femenino en su
mayoría, y la puerta seguía tragando mujeres para arrojarlas luego a la
calle pasados veinte o treinta minutos, al cabo de los cuales se las
veía salir abriendo sombrillas o desplegando abanicos, porque la luz del
sol las ofendía, acostumbrada ya su retina a la oscuridad de la sagrada
cueva.
También entraban algunos hombres; pero el mayor número de ellos
permanecía en los jardinillos formando corros, comentando noticias del
día acabadas de leer en los periódicos que los vendedores voceaban en
torno suyo con los _últimos partes del Norte_. Hacia la calle de Alcalá
se oía el cascabeleo de los ómnibus que iban al apartado de los toros, y
andando despacito por el paseo, inundado de sol, venía el borriquillo
con sus serones llenos de macetas, escuchándose gritar de rato en rato
al mocetón que lo guiaba: _el tieestóo de claaveles doobles_... Quien se
acercase a los corros podía oír fragmentos de conversaciones y notar,
tal vez, que algunos de los que hasta allí acompañaron a su mujer o su
hija defendían las ideas del siglo con palabras impregnadas de impiedad
moderna.
--Las partidas van en aumento.
--Dicen que el Rey se marcha al ejército del Norte.
--Si esto no se sostiene, vamos derechos a Don Carlos.
--Pues crea Vd. que el fanatismo religioso nos envilece ante la Europa
culta.
--Yo a quienes tengo miedo es a los republicanos. Vamos derechos a un
noventa y tres espantoso.
--Todas las malas pasiones se han abierto camino.
--¡Hasta que se forme una liga de _los que tienen que perder_!
--¡Cada día un _meeting_! Estoy de manifestaciones pacíficas hasta por
cima de los pelos.
--¡Calle Vd., hombre, por Dios! Eso no es compatible con el gobierno.
¡En tiempo de don Ramón y don Leopoldo no había _mitins_! Esto se va.
--Pues yo creo que el Rey gana simpatías.
--¿Qué ha de ganar, hombre? ¡Si es extranjero!
--Está Vd. en un error, señor mío: eso no significa nada. La historia
demuestra que Carlos I y Felipe V eran también extranjeros.
De un grupo de señoras salían voces atipladas y chillonas: trataban de
trapos, modas, chismes y criados.
--Chica, no sabe una qué ponerse: este es del año pasado.
--Pues te sienta muy bien. Mira, mira, allí va la de Rodete. La otra
tarde fue de las que estuvieron en la Castellana con mantilla blanca y
peineta para hacer rabiar a los Reyes.
--¡Qué porquería! A mí la Reina me da lástima.
--Hija, ¿qué quieres? ¡como la de Rodete fue azafata de doña Isabel!
Pues yo he oído que los alfonsinos se mueven mucho:--Y la que esto
decía miraba de reojo a un caballero que, sentado en una butaca de
hierro, seguía con la vista al grupo de las damas.
Dos pollitas apartadas de sus mamás sostenían, haciendo dengues y
mohínes, un diálogo muy vivo.
--¿No entráis?
--No: el padre Enrique dice la misa muy despacio. Además, quiero dar
tiempo a que llegue _ese_. Mamá le deja ya entrar en casa. Está el pobre
muchacho que bebe los vientos.
--¿Y el tuyo?
--Este Junio acaba.
--Hija, lo mismo decías hace un año. ¡La carrera que tenga ese!...
--Pues a mí me gusta. ¡Está más cariñoso!
--Chica, con esos trajes de rayas parecen zebras.
--Adiós, que se va mamá con las de Zangolotino!
--Abur, remononísima.
Los _sietemesinos_, echando humo por la boca y luciendo americanas del
verano anterior, parodiaban a don Juan Tenorio.
--Te digo que esa señora no es tal señora, y me han dicho que _torea_.
--Vamos, chico, ¡que te calles! Yo la he seguido dos tardes, y ni
siquiera me ha mirado.
--Pues me consta que va a citas.
--¡Sí! Las ganas.
--Ya salen... adiós.
La campana sonaba con más fuerza; los mendigos de la puerta del templo
entristecían la voz cuanto les era posible; las amas de cría comenzaban
a desfilar como burras de leche; las señoras entraban o salían de la
iglesia, lanzándose miradas envidiosas; el calor arreciaba, y el paseo
se iba quedando poco menos que desierto, oyéndose por la acera de piedra
el firme taconear de las muchachas que pasaban, medio ocultas por las
anchas sombrillas de colores chillones, mientras las madres llamaban a
los niños, que corrían como perrillos jugando a las mulas o se detenían
a mirar las estampas que veían al paso en mano de los vendedores de
periódicos. Lentamente se fue marchando todo el mundo, y la campana cesó
de tocar: sólo quedaron allí el estanquero, sentado junto a su cajón, la
mujer del aguaducho volcando sobre un plato muy cóncavo el puchero del
cocido que acababa de traerla un chico, y la pareja de _amarillos_ que,
paseo arriba, paseo abajo, llegaba desde la Cibeles hasta la Casa de la
Moneda.
Al mismo tiempo que el sacristán, con su manojo de llaves y su sotana
manchada de cera, salió a cerrar la puerta del templo, salieron también
dos señoras: una, modestamente vestida de negro, canoso el pelo, rugoso
el rostro, con aspecto de dueña modernizada, mitones de encaje y zapatos
de rusel; la segunda, elegantísimamente puesta y en extremo sencilla,
sin adornos ni joyas. Eran Paz y su aya.
--No ha venido el coche--dijo aquélla--Vamos a sentarnos un rato, que ya
no tardará.--Y se puso a hacer dibujos en la arena con el palo de la
sombrilla.
La vieja miraba al aire, como quien piensa en las musarañas. La fuerza
del sol iba en aumento; las sombras de las acacias dibujaban ya
enérgicamente en el suelo contornos muy negros, y por los jardinillos no
pasaba sino algún transeúnte aguijoneado por la esperanza del almuerzo,
o algún señor viejo arrastrando penosamente los pies sobre la arena. La
aguadora estaba saboreando su frugal comida, y el estanquero dormitaba
echado de bruces sobre la piedra de probar la moneda. De repente llegó
el coche de Paz y se detuvo junto al paseo ancho.
--Vámonos--dijo ésta viendo tirarse al lacayo del pescante.
Al poner Paz el pie en el estribo se volvió de pronto para fijarse en el
traje de una señora que pasaba, y notó que, a pocos pasos de ella, iba
un hombre; Pepe. La niña vaciló un instante: su primer impulso fue
llamarle, pero sintió en el rostro una oleada de calor y, avergonzada de
su propia idea, tomó asiento junto a la vieja. Entonces la vio Pepe y se
quitó el sombrero: ella le saludó con una inclinación de cabeza, dando a
su mirada cierta expresión de afectuosa confianza, y después, durante
unos segundos, se quedó inclinada hacia la ventanilla: Pepe permaneció
inmóvil. Al arrancar los caballos tornó Paz a mirarle, y entonces, sin
darse cuenta de ello, sus ojos se clavaron con tristeza en el muchacho,
dejando luego caer los párpados lentamente, como si en aquella mirada
pretendiera enviarle una expresión de simpatía y una queja. Pepe, que no
se había movido aún, quedó suspenso, confuso, con la admiración que
produce una impresión nunca sentida. No fue presuntuosidad de vanidoso
la que se le entró al alma, ni vanagloria súbita de aventuras absurdas,
sino una sorpresa grandísima. ¿De qué nacían aquellas muestras de
agrado, comedidas, pero clarísimas? El instante de vacilación al subir
al coche, y luego la mirada dulce y triste, ¿qué querían decir? Aquella
expresión afectuosa impregnada de modestia, pero ostensible, ¿a qué
obedecía? Quizá no fuese todo sino un poco de esa simpatía que, a modo
de limosna, dispensa el poderoso al miserable. El pesimismo, compañero
eterno de la desgracia, le dijo que acertaba. ¿Qué otra cosa podía ser?
Pero luego la imaginación venció a la cordura y el desvarío del
pensamiento se sobrepuso a la mentida frialdad de que Pepe quiso hacer
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