El enemigo - 02

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fuese por la jubilación, ignoro cómo viviríamos. En fin, para concluir,
cuando don Tadeo nos escribió que Tirso quería ser cura, ya le había
metido en el Seminario. ¿Qué íbamos a hacer? Aunque tuviera yo más
energía que un león... pues: ¡aguantarme! ¡Cualquiera se arrisca a
luchar con gente de iglesia!...
Al llegar aquí calló, temeroso de que se le fuera la lengua.
--¿Pero él tenía vocación?
Pepe, que hacía ya rato daba señales de impaciencia, no pudo aguantar
más, y rompió diciendo entre burlón y enojado:
--¡Vocación! ¡Vocación! ¿Quién sabe lo que es eso? Podrá sentirla el
hombre harto de vivir y pensar; pero un chico de diez y seis años, como
era Tirso entonces, cuando entró en el Seminario, ¿qué entendería de
consagrarse a Dios? ¡Fue una verdadera infamia, un engaño, un robo, un
secuestro _ad mayorem Dei gloriam!_
--Sí--respondió Millán--como cuando se meten los jesuitas en familia
donde hay niña con dinero, y al poco tiempo cátatela monjita.
--Exactamente lo mismo, chico. Pero es preciso ser justo. En este caso
hubo una notable diferencia a favor de don Tadeo, que era un fanático
exageradísimo, y sin embargo, un hombre muy bueno. Él debió
indudablemente encargarse de mi hermano por pagar a papá el favor aquel
de la causa que ya te hemos contado; luego sus ideas, sus amistades con
gente de iglesia, la influencia que sobre él ejercían sus amigotes, su
horror a que el muchacho aprendiera lo que se aprende en los libros
contra esa pillería, el no querer enviarle, siendo su ahijado, a un
centro de enseñanza donde los realistas de la provincia no querían
enviar a sus hijos, todo esto contribuyó al pecado. No hubo en él, al
principio, maldad de intención: don Tadeo creyó hacer una acción
meritoria, casi una obra de caridad. No se fijó en que robaba un hijo a
sus padres; su propósito fue poner una voluntad al servicia de Dios.
--Vamos, una calamidad hecha hombre.
Doña Manuela callaba porque, aun disgustándole la forma en que su hijo
se expresaba, comprendía que no le faltaba razón: Leocadia, acostumbrada
a escenas parecidas, casi no escuchaba, por tener todo aquello oído
hasta la saciedad. Además, lo que absorbía su atención, por el momento,
era andar lista para que Muían no la cogiese un pie entre los suyos
debajo de la mesa, excesillo disculpado por el amor del novio y
favorecido por la clásica camilla, con su largo refajo de bayeta verde
que caía hasta tocar en el suelo. Don José estuvo haciendo con la cabeza
signos de asentimiento mientras habló Pepe.
--Tienes razón en todo, hijo mío; don Tadeo quiso hacer un bien y nos
fastidió. Porque, la verdad, quien es de la Iglesia, sólo es de ella.
Hay días en que me parece que no tengo tal hijo.
Doña Manuela, sin ser devota, pues el echar criaturas al mundo no la
dejó tiempo para ello, profesaba cierto respeto inexplicable e
inconsciente a las cosas y personas sagradas: sobre todo, desde que su
hijo mayor se hizo cura, comenzó a tener una como sombra de veneración
indeterminada y vaga a la clase sacerdotal; así que, cuantas veces
asistía a semejantes diálogos, pasaba un mal rato. Su falta de
ilustración y su escaso sentimiento religioso, no podían prestarle armas
para luchar; pero le dolía que siendo Tirso clérigo, y habiendo por el
mundo tanta gente que les guarda consideración, su otro hijo les mirase
con tan malos ojos.
--¿Qué edad tiene ahora?--preguntó Millán.
--Echa la cuenta: de los tres hijos que nos quedan, es el mayor; nació
el año de 38, tiene ahora treinta y cuatro; luego va éste _(por Pepe)_,
que tiene veinticuatro, y esa _(por Leocadia)_, que cumplirá pronto diez
y nueve.
--Si hubieran vivido los otros, serían siete, y a todos los he criado
yo--añadió con cierto orgullo la madre--menos a Tirso. Ahora, por vez
primera, vamos a vivir juntos.
--¡Ojalá vivamos en paz!--dijo Pepe.
--¡Ave-María Purísima! ¡Qué cosas tiene este hermanito que Dios me ha
dado!
--Lo digo en serio, y no me importa que lo sepáis. Tengo miedo a la
venida de Tirso; la deseo y la temo.
Don José callaba tristemente; aquello no le agradaba; pero desde que se
supo la próxima llegada a Madrid de su hijo mayor, tenía el alma
combatida por los mismos presentimientos que agitaban a Pepe, y
escuchándole hablar, le parecía oírse a sí propio.
--Por nuestra parte--prosiguió Pepe--nadie ha de turbar esta armonía.
Aquí, lo has visto desde que nos conoces, Millán, mis padres viven para
ésta y para mí; nosotros para ellos. Estos muebles, que tienen más años
que yo, no han oído nunca una disputa ni la menor falta de respeto.
Leocadia y yo tratamos a los viejecitos con más mimo que chico a juguete
nuevo. ¿Sabes por qué? Porque no nos hemos separado nunca, ni nos hemos
acostado una sola noche sin besarnos, ni ha tenido uno dolor que no lo
sea de los demás, ni ha callado ninguno una alegría, ni ha comido nadie
un bollo sin guardar a los otros, ni se ha hecho un traje sin pensar
cuánta ropa tenía cada uno; en una palabra, chico, nuestras ideas, en mí
por convicción, en mis padres y en ésta por bondad, lo han supeditado
todo al cariño, atesorándolo día por día y hora por hora, sin mezcla de
egoísmo, sin compartirlo con nadie... (A don José se le humedecían los
ojos de gusto.) Y ahora vendrá Tirso, educado lejos de nosotros, hecho
un hombre... y le recibiremos con los brazos abiertos. Por mi parte,
estoy deseando que llegue: a más cuidados tocará papá cuantos más seamos
en casa. Pero... ¡sabe Dios!
--No hay pero que valga; parece que se te queda algo dentro del cuerpo;
pues es tan hermano tuyo como ésta, que yo misma os he parido a todos.
--No entiendes lo que he querido decir, mamá. Para nosotros todas las
dichas de la tierra están dentro de estas paredes; podemos, o procuramos
dárnoslas unos a otros. Cuando venga Tirso le oirás hablar de distinto
modo, y verás cómo hay en él alguna aspiración, alguna idea que
sobrepuja al cariño que nos tenga.
--Vaya, ¡ya pareció aquello! las ideas de ahora; calla, hijo, calla.
--Al tiempo, madre, al tiempo.
Habían concluido de cenar. Los ruidos de la calle inmediata iban cesando
poco a poco; percibíase más claro el lejano campaneo de alguna iglesia,
que anunciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petróleo
seguían pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros
pisos de la casa subían, a intervalos desiguales, cantares, villancicos,
carcajadas, gritos y algún maullido de gato que estaba toda la noche
oliendo besugo sin comerlo.
--Quitaremos la mesa--dijo doña Manuela, y comenzó por guardar para don
José lo poco que quedara de la perada y del turrón.
--¿Quiere Vd. que le acostemos entre ese y yo?--preguntó Millán al
enfermo.--Van a dar las doce; en vilo le llevaremos a Vd. a la cama.
Como antes hicieron doña Manuela y Leocadia, Pepe y Millán fueron
empujando la butaca desde el comedor al gabinete en cuya alcoba dormía
don José; Leocadia se quedó doblando el mantel y las servilletas. Un
momento después, don José se despedía desde dentro diciendo a Millán,
que había vuelto a salir al comedor:
--Si hay noticias, ven mañana, ¿eh? y tráeme algún periódico, que es la
única distracción que tengo.
--Descuide Vd., no faltaré. Adiós, doña Manuela; que pasen ustedes
buenas noches, y de hoy en un año. Adiós, Leo. ¿Quién hace el favor de
bajar a abrirme?
La muchacha, que dormitaba en la cocina, acompañó a Millán. Cuando subió
de abrirle la puerta de la calle, estaban los dos hermanos sentados en
el comedor junto a doña Manuela.
--Esperemos a que papá se duerma--decía Leocadia--no sea que nos oiga.
Dejaron pasar un rato; Leocadia destrenzó mientras tanto el escaso pelo
a su madre, recogiéndoselo con un par de horquillas, y luego hizo lo
mismo con sus largos rizos castaños. Pepe encendió un pitillo y examinó
la lámpara, como quien ha de utilizarla hasta tarde, para que luego no
faltara petróleo.
--Mucho escribes, hermano.
--Yo, cuando quiero a alguien, no soy como tú, que apenas haces caso de
Millán. Pues mira: sus intenciones no pueden ser más claras. Esta noche
he dicho yo eso de que bajabas pronto a abrirme cuando imaginabas que él
venía; pero, en fin, allá tú. A mí me parece que no estás muy expresiva
con él.
--¡Tiene gracia! ¿Quieres que me le coma con la vista? ¡Ni que fuera una
estampa!
--No vayas a pensar que quiero meterte el novio por los ojos. Lo que te
digo es que, aunque vivieras cien años, no encontrarías uno mejor.
--¿Es príncipe?
--Sí; como tú princesa.
--Pues hijo, tú bien haces el amor a una señorita de coche.
En esto se asomó al gabinete doña Manuela.
--Hijos, ya está medio dormido: vamos a hablar pronto cuatro palabras,
que estoy rendida y quiero también acostarme.
--Pues mira, mamá, lo que hay que hablar es poco; pero no queda más
medio que decidir algo. La botica se lleva un dineral; es necesario
gastar menos en todo lo demás. Yo voy a hacer un trabajo para don Luis,
que de fijo me pagará bien; pero con lo que esto produzca no hay que
contar hasta el mes que viene.
--Bueno; lo primero es despedir a la chica: aunque no son más que
treinta reales, algo es algo. Mañana llevará ésta a empeñar la colcha de
Filipinas y los candeleritos de plata.
--Lo que debíamos hacer es suprimir parte del gasto diario--dijo
Leo.--Que no traigan carne más que para papá, y con decirle que coma en
su cuarto para moverse menos, luego nosotros nos venimos al comedor, y
así no se entera.
--Yo, con tres cajetillas a la semana tengo bastante. Además, don Luis
me da algunos puros y los guardaré para picarlos. ¿Os han dicho algo de
la tienda?
--Si--repuso Leocadia--por cada docena de pañuelos pagan, según el
dibujo, de veinticuatro a treinta y seis reales, y tengo yo que poner lo
que haga falta.
--En resumen--dijo Pepe haciendo números con un lápiz al margen de _La
Correspondencia_, y murmurando entre dientes las cifras del
cálculo--tenemos veintisiete duros de la paga de papá, con diez y ocho
de mi sueldo, son cuarenta y cinco, y unos ocho o diez que le den a ésta
por los bordados... de cincuenta y tres a cincuenta y cuatro duros al
mes: quitando los veinte, lo menos, que hay que dar a la lonja por los
plazos, y el pico que falta del sastre, quedarán unos treinta y cuatro
duros... pongamos a duro diario para el gasto de la casa... la botica es
la que nos pierde.
--Pues hijo, de algún lado hay que sacarlo; ni un cuarto se malgasta...
¿Qué haríamos?
--Ahora, acostarnos; cada cual a su cama. Dejadme a mí: creo que don
Luis nos ha de sacar de apuros. Al menos yo he de hacerle un favor
que... en fin, ¿quién sabe? Adiós mamá; y tú, fea, cara de mona, hasta
mañana.--Y dando un beso a cada una, las echó suavemente del comedor.
Cogió luego la candileja que había en la cocina, fue con ella a su
cuarto, volvió trayendo sobre un cartapacio grande tintero, plumas,
papeles, sobres y tres o cuatro libros, y colocándose lo mejor que pudo,
se sentó ante la camilla.
Hasta cerca de la madrugada estuvo tomando apuntes de varios libros,
escribiendo en las cuartillas párrafos muy cortitos, como extractos,
cifras seguidas de referencias y citas. Aquello parecía trabajo
preparado para que lo aprovechara otro. Cuando en el reloj cercano
sonaron las tres, el pobre muchacho tenía ya la cabeza pesada, la vista
insegura, y su hermoso busto, inclinado aún hacia la mesa, aparecía
envuelto en una nube de humo que habían dejado en la atmósfera del
cuarto los pitillos consumidos, cuya ceniza, movida por la respiración,
revoloteaba sobre las hojas de los libros. Todavía continuó llenando
cuartillas un rato, hasta que, yertos los pies y ardorosa la frente,
recogió los papeles y los guardó en uno de los volúmenes. En seguida
sacó un plieguecillo para una carta, y quedándose un instante como
ensimismado, pensó: «La escribiré, por si no nos vemos mañana.» Luego,
al buscar los sobres, como hubiese entre ellos uno mayor y más pesado,
lo abrió, sacando de él dos o tres cartas y un retrato de mujer, el de
la señorita de coche que mentó Leocadia, y contemplándolo un momento,
murmuró: «¡Qué bonita es!» En seguida, sin que ningún ruido le
distrajese, entregado con alma y vida a sus ideas, tomó el plieguecillo
y comenzó a escribir:
«Adorada Paz:...»

II

Pepe y Millán se conocieron en 1862, cuando a los catorce o quince años
cursaban en el Instituto del Noviciado _primero de latín_.
Eran ambos entonces de escaso desarrollo físico, pero inteligentes,
guapos, listos sin exceso de picardía, y avisados sin sobra de malicia.
En su organismo endeble de madrileños criados en casas pobres,
prevalecía su entendimiento de niños educados junto a personas mayores
que, sin velar nada, hablan de todo libremente. Pepe era delgado, alto,
larguirucho, con el pelo rubio, rizoso y arremolinado, que dicen ser
indicación de genio vivo. El mirar penetrante de sus ojos parecía, al
fijarse en las cosas, querer arrancarlas la enseñanza que de ellas
brota; nunca se le cansaba la boca de preguntas, ni los oídos de
respuestas: en cambio, la impaciencia que demostraba para interrogar se
le trocaba en calma para oír. Desde pequeño, una incredulidad instintiva
le hizo regocijarse menos que otros chicos con los cuentos de brujas, y
siendo mayorcito, siempre tuvo en los labios el _¿cómo?_ y el _¿por
qué?_ A semejanza de los niños que rompen los juguetes para ver lo que
tienen dentro, él, obedeciendo quizá a una predisposición poco vulgar,
pretendía que se le diese explicación de todo; así que, para negarle lo
que pedía, era preciso, al menos, simular un razonamiento, convencerle,
con lo cual quedaba tranquilo y obediente. Su precocidad no era la que
consiste en el temprano desarrollo de algunas facultades, sino en cierta
serenidad de juicio que, dominando sobre las impresiones, le impulsaba a
rechazar lo que su entendimiento no alcanzaba. Había que explicárselo
todo, y la señal de que lo comprendía era una docilidad encantadora.
Jamás consiguió una criada divertirle con gigantes de los que tragan
carne cruda, hazañas de ladrones ni aventuras maravillosas de princesas
encantadas; pero si escuchaba a sus padres sucesos reales, casos
vívidos, algo en que hubiera verdad, entonces, con los ojitos muy
abiertos, como perrillo a quien enseñan golosina, se estaba quieto,
esperando que la relación terminara, para hacer luego preguntas y más
preguntas acerca de lo que no podía entender. Con una sonrisa muy
burlona rechazaba lo que repugnaba a sus ideas aniñadas, y a veces, las
frases que se le ocurrían, si no por el propósito, tenían por la
entonación algo de sátira.
Millán era más inocentón, más chico; había menos dificultad para
engañarle, y era también de mayor robustez y dado a juegos más
arriscados. La savia de la vida, que el primero tenía como reconcentrada
en el cerebro, había tomado en el segundo forma de energía física. Uno
era de la estirpe de los que piensan, otro de la raza de los que
obedecen. Viéndoles jugar juntos, resultaba Pepe voluntarioso, porque
Millán parecía plegarse a sus caprichos; pero, a poco que se les
observase, era fácil notar que la pasividad de éste no era sino el
reconocimiento implícito e instintivo de la superioridad de aquél.
Además, Millán tenía buenísima índole y, como complaciéndose en ello,
dejaba ver que, si en cosas de fuerza estaba la ventaja de su parte, en
todo lo restante era de Pepe la primacía. En hacer espadas de palo,
cortar tablas, correr al marro, saltar al paso, trepar por rejas y
encaramarse a tapias, no hallaba Millán competidor: para lograr premios,
disculpar travesuras y evitar regaños, tenía Pepe especial ingenio.
Sabía esperar para pedir a tiempo, dejar pasar los primeros instantes de
un enfado, no irritar el disgusto con respuestas y evocar, en ocasión
propicia, el recuerdo de lo ofrecido.
Los comienzos de su amistad fueron una especie de pacto contra el latín
y contra aquel modo de enseñar la lengua del Lacio que hacía
aborrecibles a Virgilio y a Cicerón. Formaron una sociedad de socorros
mutuos para apuntarse la lección, ahorrarse trabajo al traducir,
buscando juntos los significados en el diccionario y responder, al pasar
lista, uno por otro: hasta llegaron a reunir en común la colección de
sellos de franqueo que por entonces hacía todo chiquillo madrileño. Al
principio sólo se veían en el aula o en el claustro del Instituto, que
tiene entrada por la calle de los Reyes; luego se encontraron en el
camino al venir de sus casas, y lo anduvieron juntos, esperándose
recíprocamente en la plaza de Santo Domingo, donde llegaban casi a la
misma hora. Millán vivía en la plazuela del Biombo; Pepe en la calle de
Botoneras: aquél venía por la Costanilla de los Ángeles; éste por la
calle de las Veneras, y después seguían juntos hasta el Noviciado,
haciendo escala en cuantos escaparates hubiera algo que les llamara la
atención. Las mañanas de invierno compraban buñuelos, las tardes de
verano chufas, y en todo tiempo alfeñique, mojama, garrofa o caramelos
de a ochavo; pero su verdadera delicia consistía en repartirse una
cajetilla de pitillos, sin que jamás llegasen a reñir sobre quién
gastaba un cuarto más o menos. Durante el primer curso conservaron el
aspecto algo encogido de chicos criados entre faldas y limpios de
lenguaje, no hechos a la libertad de andar solos por la calle; mas al
poco tiempo fueron abriendo oídos a la malicia y teniendo la lengua
pronta para la desvergüenza: entróseles la picardía al pensamiento como
ciencia infusa, aprendieron a decir palabrotas, pegóseles algo de ese
impudor que se recoge al paso, y aumentaron su vocabulario con frases
soeces y giros achulados, cuyo sentido acaso no entendían, repitiendo
tales cosas por imaginar que hablando gordo harían viso de hombres
bragados. No por esto se malearon, y aquellas obscenidades y ternos que
empleaban entre sí, pero que ante nadie repetían, fueron como un cieno
que, si les ensució la boca, no les llegó a manchar el alma.
Una mañana que faltó a su clase un catedrático, se marcharon con otros
chicos a jugar a la Era del Mico, y esta escapatoria fue para ellos una
revelación. De entonces en adelante, cuando calculaban que podían
preguntarles la lección, iban a clase; pero los más de los días, luego
de pasada lista, se escurrían, o pinchándose las encías y manchándose el
pañuelo, fingían echar sangre por las narices para que les dejaran
salir, renegando de la declinación y el hipérbaton latino como de las
mayores infamias que inventaron hombres. De esta época data en la
historia de su vida la larga serie de correrías que hicieron por Madrid,
evitando siempre ir por calles céntricas donde pudieran hallarse de
manos a boca con quien diera en sus casas noticia del encuentro. Así
llegaron a conocer palmo a palmo cuantos paseos, carreteras y cuestas
rodean a la Corte, yéndose a pies que queréis por esas rondas, como
hidalgos de leyenda que marchan a ver tierras, y por entonces debió ser
cuando en casa de Millán el padre de éste, y en la de Pepe su madre,
notaron que los chicos rompían zapatos como si lo hicieran a porfía. El
famoso Marco Polo en lo antiguo, y Livingstone o Stanley en estos
tiempos, fueron junto a ellos exploradores de poco más o menos. ¿Qué
mayor expedición que ir desde el Noviciado a la Puerta de Hierro
haciendo escala en el Puente Verde para llamar _¡todas! ¡todas!_ a las
lavanderas del río? ¿Pues y el viaje a Moratalaz o Amaniel para ver
hacer el ejercicio a la tropa? ¿Y el ir a extasiarse ante los puestos de
San Isidro, en vísperas de romería, o marcharse en invierno a ver si se
había helado el Canal del Lozoya? Lo que nunca se les ocurrió fue tomar
partido en pedrea de las Peñuelas, ver ajusticiado en el Campo de
Guardias ni tratar con los barquilleros que, al juego de la cinta,
robaban dinero a los provincianos en la Montaña del Príncipe Pío. En
cambio, les divertía mucho ver en Palacio la parada o estarse en Santa
Cruz oyendo a los charlatanes perorar desde el pescante de un simón
vendiendo _grasa de león para quitar manchas_ o diciendo que tenían
polvos para matar los _insetos solitarios del estómago, que es el
intestino donde se mete la comida_. ¿Y el caudal de conocimientos que
adquirieron? Por algún tiempo se aficionaron a la mecánica, y todos los
días iban a ver desde un desmonte poner placas giratorias en las
cercanías de la estación del Norte; otra temporada se dieron a la
construcción, entreteniéndose en ver levantar piedras en edificios
nuevos; después mostraron afición a la industria, contemplando en los
balcones de la calle del Peñón las tripas de las mondonguerías, y hasta
hicieron observaciones de carácter fabril en la Ronda de Toledo con las
tiras de fósforos de cartón puestos a secar al sol. No quedó rincón
madrileño que no vieran, desde el Campo de Guardias hasta la Pradera del
Canal, y desde la Fuente de la Teja hasta las Ventas del Espíritu Santo,
ni encrucijada por donde no pasaran, siendo uno de sus placeres
favoritos examinar los lugares del Madrid antiguo descritos en novelas
de capa y espada a cuarto la entrega, en las cuales aprendieron a
retazos y malamente episodios que les hacían mirar ciertos sitios con un
respeto entre ridículo y poético, dando como seguro que Felipe II
presenció el asesinato de Escobedo desde un portal de la calle de la
Almudena, y comentando, como si hubieran asistido a ellas, la muerte de
Villamediana junto a San Ginés o aquella aventura en que Quevedo desafió
a un hidalgo que había pegado un bofetón a una señora. ¡Qué diferencia
había entre el entusiasmo con que iban adquiriendo aquella dislocada
erudición de lances madrileños y el desprecio con que miraban las
biografías latinas de Cornelio Nepote y los _Trozos escogidos_, que a
ellos les parecían la pura esencia de lo inaguantable! A clase de
Geografía y de Historia de España les gustaba ir; pero en las de Latín y
Religión no les echaban la vista encima sino en días de lluvia, cuando
no sabían dónde llevar el cuerpo. En Abril y Mayo _apretaban_, y a
primeros de Junio volvían a casa examinados, ovantes, con buena nota y
con el susto fuera del cuerpo. De esta suerte, paseando mucho y
estudiando algo, pero asimilándose su inteligencia fácilmente lo que
aprendían, llegaron a ser un término medio entre el estudiante sorbedor
de textos, que suele al fin no servir para nada, y el pigre holgazán,
que degenera en pillastre.
Hacia 1868 se graduaron de bachiller, siendo ya dos mocitos que echaban
requiebros a las modistas, y poco después sus familias determinaron
darles carrera. Ambos padres decidieron que estudiaran leyes. En don
José, que era un español a la antigua y para quien no había profesión
seria sino refrendada por un título académico, influyó mucho el recuerdo
de la respetabilidad que a sus ojos tuvieron los oidores y magistrados
de chancillerías y audiencias mientras él andaba de provincia en
provincia como humilde empleado. No se le ocultó que había de costarle
muchos sacrificios, pero cedió a la tentación de ver a su hijo hecho
personaje de toga con vuelillos. Para él la abogacía era lo de menos: al
decir abogado, no concebía al chico defendiendo pleitos sino
administrando justicia. Millán siguió el ejemplo de Pepe, porque
estimaba bueno cuanto éste hacía.
La vida de verdaderos estudiantes les duró poco. Ambos tuvieron que
abandonar la carrera apenas empezada. El infortunio se cebó en sus
hogares de modo parecido, y aquella amistad de niños, fundada en juegos
y paseos, fue lazo que vino a estrechar la desgracia.
El padre de Millán tenía en los barrios bajos una modesta imprenta
donde, por hacer favor a un amigo, tiró varios números de cierto
periódico clandestino. Una noche le sorprendió la policía, y cerrando
la imprenta se llevó al dueño al Saladero, donde permaneció, gastándose
los ahorros en un cuarto de pago, hasta que el 29 de Setiembre las
turbas le sacaron poco menos que en triunfo con otros presos políticos.
Lo que no pudo devolverle la justicia popular, enérgica pero tardía, fue
el dinero prodigado a carceleros y guardianes para que no le molestaran,
y al escribano para que activara la causa, ni tampoco la parroquia
perdida con la clausura de la imprenta. Cuando el pobre hombre salió de
la cárcel, consumida su fortuna, tuvo que resignarse a ser oficial de
cajista. A sus años el golpe era demasiado duro, y una afección crónica
que tenía en los ojos se le agravó tanto, que le fue imposible continuar
trabajando. Millán no dudó un instante respecto a la determinación que
debía seguir:«--Padre--dijo--como me he criado en la imprenta, conozco
el oficio y todo lo que en él se hace. Búsqueme Vd. trabajo, que con mi
jornal habrá para los dos, al menos para Vd., que yo necesito poco.» Los
libros de Derecho, apenas manejados, cedieron el puesto a las cuartillas
de original: Millán entró de corrector de pruebas en uno de los primeros
establecimientos tipográficos de Madrid, cuyo principal al poco tiempo
le encomendó gran parte de la dirección de la imprenta: soñó con ser
letrado y quedó reducido a la condición de obrero, en lo más noble que
puede producir la inteligencia humana, pero obrero al fin, sujeto a un
jornal que merma con la fiebre de un día y acaso falta en la ocasión en
que es más necesario. Cuando tomó aquella resolución, dijo a Pepe,
dándole cuenta de su situación:--«¡Cómo ha de ser! Vamos a seguir rumbo
distinto: tú llegarás donde te lleve la suerte; en cuanto a mí... soy
hombre al agua.» Pepe demostró a su amigo que la desgracia no era fuerza
bastante a quebrantar la ley que le tenía. A veces iba por la tarde a
hacerle compañía a la imprenta; al anochecer solía buscarle para pasear
juntos, y si le encontraba en la calle, cuanto más derrotado y pobre de
ropa le veía, mayor afecto le mostraba, cuidando de no darle ni aun
aquellas bromas que, si antes le parecían lícitas, ahora se le antojaban
ofensivas.
Dentro de aquel año les igualó la desgracia. La exigua cantidad de renta
del Estado, en que don José tenía invertidas sus economías, quedó, con
los préstamos que sobre ella tomó y por el retraso de los pagos,
reducida casi a la nada; la jubilación sufrió considerable descuento,
las modestas alhajas de doña Manuela presto aprendieron el camino del
_Monte_, y hasta las ropas hubo que empeñar. En la casa de la calle de
Botoneras penetró al fin la escasez, con su cortejo de tristezas, como
antes había penetrado en la pobre imprenta de los barrios bajos; pero si
Millán sabía un oficio, Pepe carecía de conocimiento alguno que pudiera
serle útil contra el infortunio. Entonces se pensó en buscar para él una
colocación o destino. Las cartas que escribió don José, las visitas que
hizo hasta que se lo impidió su dolencia, las antesalas que cruzó, no
son para contadas. Por fin, un antiguo amigo suyo _metió_ al chico, con
un empleo de 5.000 reales, en la Biblioteca del Senado. Pepe, como
funcionario público, iba a ganar casi la mitad de lo que daban a Millán
por regentar la imprenta.
Si cuando chicos no les maleó el exceso de libertad, de grandes no les
doblegó la desgracia; ni tampoco intentaron, por salir de apuros, vadear
malamente aquella torcida corriente de su vida que comenzaba a
encresparse. Juntos nadaron a pecho abierto contra ella; y sin pensar
que podían por malas artes vivir a lo perdido, o abandonar a sus
familias, comenzaron a trabajar, Millán en la imprenta que le
confiaron, y Pepe en su humilde empleo de la Biblioteca del Senado. Como
éste tenía más horas libres que aquél, y se iba muchos ratos a hacerle
compañía, Millán le rogaba con frecuencia que le ayudase, de donde se
originó que, durante una larga temporada en que hubo prisas en la
imprenta, Pepe se pasó noches enteras corrigiendo pruebas; lo cual su
amigo le enseñó con pocas advertencias, y él perfeccionó en algunas
semanas. Una alteración de personal que hubo por entonces en la
imprenta, inspiró a Millán la idea de que aquel favor, que su amigo
frecuentemente le hacía, sólo para ganar tiempo y anticipar la hora de
salir juntos, podía redundar para Pepe en una ganancia, no grande, pero
sí oportuna, dada la situación de su casa, donde la necesidad se iba
entrando a banderas desplegadas desde que comenzó a agravársele a don
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