El enemigo - 16

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--Entregarte todo lo que me reste, y rogarte que te lleves a mi padre a
casa de Engracia. Durante tu ausencia he visto lo limpia, dulce y
trabajadora que es. Estoy seguro de que le cuidaría bien. Por de pronto,
ya digo, de esa cantidad te daría todo lo que pudiera, y en adelante, lo
que conviniéramos con arreglo a lo que yo tuviese.
Millán guardó silencio.
Pepe, casi temeroso de una nueva decepción, añadió:
--Chico, no sabes lo harto que estoy de sufrir: hasta he pensado en
llevarle a _los incurables_; pero me harían falta recomendaciones que
no tengo, y no podría ver a mi padre cuando quisiera... mientras que en
casa de Engracia...
--¿Querrá ella?--dijo el impresor.
--La he hablado, y dice que sí; pero que nada resolverá sin tu
consentimiento.
--Pues por mí... hecho--repuso Millán, sin valor para negar.
La expresión con que Pepe le miró, fue señal de su agradecimiento.
--Un gran inconveniente veo,--continuó Millán:--advierte cómo está todo;
la guerra arrecia por momentos, dicen que hay partidas hasta por
Andalucía. ¿Has pensado que estás expuesto a tener que salir a que te
rompan el alma por esos campos en cuanto te agreguen a un regimiento?
Reflexiónalo despacio.
--Todo lo he pensado.
--¿Y qué dirá tu novia?
--¿No tengo que renunciar a mi madre? Después de esto, ¿qué desengaño he
de temer? A pesar de todo, tengo confianza en ella.
--¿Estás resuelto?
--Si vosotros me hacéis el favor que os pido, sí.
--Cuenta con nosotros y, sin embargo, créeme: antes trata de ablandar a
tu madre.
--No tengo esperanza de lograr nada, pero lo intentaré.
--Falta un cabo por atar. Supones, y desgraciadamente no te equivocas,
que tu hermana y tu madre irán a parar a la maldita cofradía: pero, ¿vas
tú a quedarte en medio de la calle?
--He pensado en todo. Cuando el buñolero con quien vivía Pateta supo que
tenía amores con su hija, no se opuso a las relaciones, pero dijo al
chico que no le parecía bien que siendo novios siguieran bajo el mismo
techo, y el muchacho está hoy en una casa de huéspedes que le cuesta muy
poco: con él pienso irme.
--Poco te durará la compañía, porque Pateta entra en quinta estos días.
--¡Quién sabe si la suerte nos juntará por esos mundos!
--Pues no hay más que hablar: ya lo sabes; y si desgraciadamente llega
el caso...
--Me llevo a mi padre a tu casa... quiero decir, a la de ella.
--Es lo mismo--añadió Millán sonriendo.
* * * * *
No quiso Pepe que su padre se enterase del triste proyecto que fraguaba
hasta tener que llevarlo a cabo, y para evitar que le oyese hablar con
la madre, al otro día de la conversación con Millán se fue a buscarla al
convento de las _Hijas de la Salve_, donde tenía su centro la hermandad
llamada _Limosna de la luz_.
Hallábase situado el tal convento entre los cementerios viejos y el
depósito de aguas del Lozoya, destacando su oscura mole de ladrillo
rojizo sobre la terrosa campiña a que ponían término las cumbres del
Guadarrama. Cuando Pepe divisó el sombrío edificio, que con sus muros
llenos de ventanas chatas y con rejas, antes parecía cárcel moderna que
asilo religioso, las lágrimas se le vinieron a los ojos. Era un caserón
enorme, ancho y bajo, como ávido de extenderse sobre el suelo que lo
soportaba, sin torrecilla esbelta que realzase su construcción, sin
huerto que lo sombreara ni campanario que elevase al cielo la cruz de su
veleta: la puerta, claveteada de hierro, parecía de castillo, y a muy
larga distancia no había en torno de los recios paredones árbol, planta,
ni enramada alguna, cual si los jugos de la tierra se negaran a
hermosear con su verdor la obra del egoísmo humano... Era la hora de
salir las educandas externas: cerca de las tapias se veían parados
varios carruajes, y otros, a cuyas ventanillas se asomaban cabezas de
muchachas ávidas de aire libre, corrían en dirección a Madrid, donde,
según lo lejano de aquel sitio, llegarían al cerrar la noche. Pepe pensó
con rabia en el fanatismo que hacía a su madre volver desde allí sola y
a pie cuando en la casa gruñía por no ir a la botica, que distaba
cincuenta pasos... Aguardó impaciente a que se fueran los últimos
coches, esperando que doña Manuela saliera presto; mas trascurrido un
buen rato, se resolvió a llamar y adelantó hacia la puerta. Aún se
detuvo unos segundos: sentía repugnancia de entrar. Por fin llamó, oyose
dentro el sonido de la campana y abrió una mujer vestida de suerte que,
sin ser el traje religioso, quería parecerlo.
--¿Hace Vd. el favor de decirme si es aquí donde está establecida la
_Limosna de la luz?_--preguntó--y como le respondiesen afirmativamente,
añadió:
--¿Se ha marchado ya doña Manuela Resmilla, una señora que es vigilanta?
--¿Qué deseaba Vd?
--Vengo a buscarla. Tenga Vd. la bondad de decirla que está aquí su
hijo.
--¡Ah! ¿es Vd. hermano del padre Tirso? Pase, pase Vd.
Hiciéronle atravesar un ancho corredor dado de cal, con alto zócalo de
azulejos, y entró en un cuarto espacioso, donde todo el mueblaje
consistía en un par de docenas de sillas de Vitoria, y en uno de cuyos
muros se veía una estatuilla de la Virgen de Lourdes con las manos
cruzadas sobre el pecho, túnica blanca y faja azul. Al tiempo de llegar
Pepe, se marchaban dos señoras con una niña: era la última educanda que
salía. Allí permaneció solo unos minutos, nervioso, contrariado, sin
poder estarse quieto y mirando hacia las ventanas, donde los barrotes de
hierro cortaban con cruces negras la claridad del espacio, en que la luz
iba faltando. Como oyera de pronto a su espalda ruido de pasos, se
volvió; mas no era su madre la que llegaba, sino una monja. Traía la
cabeza metida en una cofia blanca, bajo la cual resaltaba un rostro
brillante, hasta parecer erisipeloso, de facciones menudas y redondas.
El hábito era de un gris ratonesco, y pendiente de la cintura llevaba un
enorme rosario con cuentas como nueces, gran cruz de cobre y medallas de
santos. Su voz era falsamente suave; el acento y giros que empleaba, muy
franceses.
--¿_Está_ Vd.--dijo--quien pregunta por la _mamán_ del padre Tirso?
--Sí, señora; soy su hijo y vengo a buscarla.
--El caso es que... es _lastima_ que haya usted dado un paseo tan largo;
pero ya hoy doña Manuela no saldrá... _hase su_ guardia... es su día...
_que le toca_ hoy.
--No importa, señora. Suplico a Vd. que la pase recado: ya he dicho a
Vd. que soy su hijo.
--Como Vd. guste, señor; pero _estará inútil_. Una _ves_ que _ya se ha_
entrado en la guardia, _non_ se puede salir.
--Dígala Vd. que he venido yo mismo, que está aquí su hijo.
No le sugería el pensamiento frase más poderosa.
La monja afectaba tranquilidad; pero la entonación que Pepe daba a sus
palabras, no era para inspirar confianza. Tornó ella a salir, quedose él
otra vez esperando más desazonado que antes, y en un abrir y cerrar de
ojos apareció de nuevo la del hábito ratonesco diciendo de mal talante:
--Señor, era _equivocasión_; esa señora ha salido ya; era error _que
cometíamos_; no _estaba_, hoy que _hasía_ su guardia. _Elle est partie_.
Era indudable el engaño: doña Manuela allí debía estar y se negaba, o
aquellas gentes, de acuerdo con ella, evitaban que saliera, lo cual
indicaba claramente su propósito de pasar la noche sin volver a casa,
como había hecho ya una vez.
La resistencia hubiera sido inútil. Por fortuna, Pepe lo comprendió así,
y, aunque acibarada el alma, rebosando hiel el pensamiento, resolvió
aguantarse. ¿Qué podía hacer? ¿Dejarse llevar por la cólera, promover un
escándalo, y tras no conseguir nada ser llevado a la cárcel, si aquellas
mujeres requerían el auxilio de las autoridades? ¿Con qué derecho iba a
turbar la paz del santo asilo? ¿Por sacar de allí a su madre? Años tenía
la buena señora para obrar por su propia cuenta. Sus reflexiones fueron
tan amargas como exactas.--«Todo es en balde: armo un alboroto, grito,
insulto a estas mujeres, llamo a mi madre... cierran la puerta, mandan
venir una pareja... y mi padre se queda solo, sabe Dios hasta cuándo.»
--Está bien, señora--dijo;--pero no es fácil engañarme. ¡Mi madre está
ahí dentro! Dígala Vd., de parte de su hijo, que, si quiere, pronto
podrá quedarse aquí para siempre.
--Adiós, señor--repuso secamente la del hábito.
Salió Pepe al corredor que comunicaba con el zaguán, y al atravesar el
cruce de dos pasillos vio claridad de luz artificial en una puerta
entornada: atraídos sus ojos por el resplandor, miró, y tras aquella
puerta vio a su madre, que estaba espiando su salida. Sin poderse
contener, avanzó para entrar; mas cerraron por dentro, y al cerrar, la
falda de doña Manuela quedó presa entre las hojas de la puerta: ella
entonces tiró con violencia del vestido, y en seguida se oyeron pasos
como de cuerpo viejo que huía trabajosamente.
--¡Mamá! ¡Mamá!
Su voz robusta pareció grito de niño abandonado.
Oyose un violento portazo, dado ya en habitación lejana, y aquella
horrible respuesta resonó en sus oídos más triste que caer de tierra
sobre féretro.
Un instante después estaba fuera: el portón de las _Hijas de la Salve_
giró sin ruido sobre sus goznes; Pepe permaneció unos instantes junto a
la misma entrada del convento, inmóvil, vencido del dolor, queriendo y
sin poder llorar... Anduvo unos cuantos pasos... Miraba y no veía lo que
tenía delante... El eco del portazo no se apagaba nunca en sus oídos. De
pronto, acordándose de su padre, apretó el paso, y de allí a poco se
internó en las calles de Madrid.


XXIX

En veinte días quedó realizado el proyecto de Pepe. Un agente de los
llamados _corredores de quintos_ tomó a su cargo el asunto, y como el
interesado se hallaba dentro de todas las condiciones exigidas por la
legislación de aquel tiempo, no hubo entorpecimientos; que a veces la
suerte facilita los intentos tristes tanto como suele estorbar los
halagüeños. Gracias a la escasez de sustitutos, los que por entonces se
prestaban a serlo eran relativamente bien retribuidos. Quedó pactado
que, aparte la ganancia del mediador, recibiría Pepe cerca de cinco mil
reales. Un caballero, amigo de Millán, prometió después interesarse para
que fuese destinado al batallón de escribientes o a la imprenta del
Ministerio de la Guerra, pues lo principal era evitar que saliera de
Madrid, propósito difícil de conseguir durante aquellos días, en que los
poderes públicos se veían obligados a echar mano de todos los cuerpos e
institutos militares para combatir la insurrección carlista, que ya
merecía el maldito nombre de guerra civil. Pepe entró en caja, siendo
destinado a un regimiento; pero las recomendaciones buscadas por Millán
fueron tan eficaces que, merced a ellas, pudo hacerse a favor de su
amigo una de esas combinaciones en que la interpretación de las leyes se
amolda a los antojos de la influencia. Primero ingresó en una de las
oficinas de la Dirección de Infantería, con permiso para dormir en su
casa, y a las pocas semanas, como era bachiller, previo cierto examen
que exigía la legislación vigente, fue ascendido a alférez y destinado a
prestar servicio en el mismo centro militar. Con esto y los cinco mil
reales, la situación de la familia mejoró bastante. En don José, que con
los años y el dolor iba haciéndose egoísta, pudo más el orgullo de tener
hijo de tales arranques que el miedo a las consecuencias de su hermoso
rasgo. Por otra parte, el temor de que le destinaran al ejército de
operaciones le parecía amenaza de un mal lejano y demasiado horrible
para ser fácilmente admitido como inmediato.
Lo que no corrigieron los 5.000 reales, ni era remediable con todos los
tesoros de la tierra, fue la conducta de doña Manuela, que desde la
tarde en que Pepe estuvo en el convento acentuó su actitud, fundada en
el silencio y el alejamiento del hogar. A semejanza de estudiante
calavera que está en su casa lo menos que puede, ella iba a la suya a
las horas en que Pepe trabajaba, temerosa de tropezar con él, y cada
cuatro o seis días se quedaba una noche a dormir en la hermandad.
Leocadia se hizo cargo de la asistencia del padre, pero de mala gana,
sin renunciar a las visitas a la sala de ventas ni dejar de frecuentar
la capilla. Desde por la mañana conocía Pepe cuándo tenía intención de
salir, viéndola dar cien vueltas a los pocos trapos que tenía y peinarse
como dama que va de baile: algunos días lo evitaba, otros transigía,
recelando que una disputa lo empeorase todo. Ya imaginaba que iba
haciéndose llevadero su infortunio, y tal vez no fuese necesario
recurrir al extremo de trasladar a don José a casa de Engracia, cuando
simultáneamente se le echaron encima dos contrariedades de tal magnitud,
que cada una por sí sola era bastante a precipitar aquella resolución.
Ambos golpes se anunciaron con amagos.
Una tarde, la encajera del portal, destinada a darle malas nuevas, le
detuvo y le habló así:
--Tengo que _icirle_ a Vd. una cosa, señorito... pero no se va Vd. a
enfurruñar conmigo.
Hizo él al oírla un gesto, que equivalía a un _¿por qué?_, y prosiguió
la vieja:
--_Misté_, don Pepito, _la verdá_, me han _dao_ intenciones de callarme,
porque... Vd. ya lo sabe, en _deciocho_ años que _yevo_ aquí,
_mayormente_ nunca me he _metió_ en _ná_. Pero... en fin, que me da
lástima de Vd.
--¿Qué ocurre? ¡Hable Vd!
--Permita Dios que me equivoque; pero _me se_ figura que el día menos
_pensao_ le van a dejar a Vd. _plantao_, sin tener quien haga _tan
siquiera_ la cama al papá.
--¿Mi hermana...
--Dio Vd. con ello: la señorita me _paece_ que se va a torcer. Unas
veces viene un mozo de cordel a traerle cartas; otros días baja ella y,
ahí arriba, en los soportales de la calle Imperial, _enonde_ está la
cubería, se ponen a hablar: él no es _mu_ jovencito; es un _cabayero_ ya
formal, ¿entiende Vd.? _pá_ una joven lo peor.
--¿Está Vd. segura?
--Como de que estos pelos fueron negros--repuso, mostrándole el moño
encanecido.--Yo, la verdad... si _hubiá_ sido otra cosa, vamos al
decir... novio _toas_ las chicas lo tienen; pero que _se hable_ con un
_cabayero_... _ma parecío mu_ feo, porque los señores, cuando buscan
mocitas... ya _sabusté pa_ lo que las quieren...
Pepe, avergonzado y mohíno, esquivó la mirada: la ira y el rubor le
sellaron los labios.
--¡Me está Vd. dando lástima! Vamos, don Pepito, que no sé como _tié_
Vd. _pacencia_. La _señá_ Manuela, con los años, es más vieja que yo, no
sabe ya lo que se pesca; pero esa chica, si no la ata Vd. corto, se va a
hacer una _estrozona_... de esas que andan por ahí.
--Descuide Vd., que yo pondré remedio. A ella no le diga Vd. nada, y
muchas gracias por el aviso.
El segundo disgusto fue adquirir el convencimiento de que, tal vez muy
pronto, le agregarían a un cuerpo y que, en cuanto esto sucediera,
tendría que salir de Madrid el día menos pensado.
La guerra, extendiéndose y encarnizándose, obligaba al Gobierno a
emplear recursos extraordinarios: a cada noticia del levantamiento de
partidas o del engrosamiento de las que ya existían, era necesario
enviar nuevos refuerzos a las Provincias Vascas, a Cataluña, a Navarra y
al Maestrazgo. El Ministerio de la Guerra, las Direcciones de las Armas
y otros centros militares, estaban llenos de soldados y oficiales que,
protegidos por recomendaciones, habían encontrado medio de burlar su
mala suerte, librándose de incorporarse a sus batallones; y el abuso
adquirió tales proporciones, que fue preciso evitarlo.
Cuando más tranquilos estaban los interesados, se dio la orden de que,
en el plazo de tres días, todos los individuos colocados en las
dependencias del Ministerio en los seis últimos meses ingresaran en sus
respectivos cuerpos, cualquiera que fuese su procedencia; y como esto
significaba la ineludible precisión de salir a operaciones de la noche a
la mañana, Pepe decidió llevar a término su propósito. Respecto a su
padre, todo lo tenía previsto: lo que había de hacerse era tan sencillo
como triste; trasladarle en una camilla a casa de Engracia, y llevar
luego su cama, sus ropas y algunos muebles, más útiles para conservados
que para vendidos. La dificultad estaba en la determinación que tomaran
doña Manuela y Leocadia. ¿Qué harían? De obstinarse en seguir viviendo
en la calle de Botoneras, ¿con qué recursos? Y para buscar otra
habitación, ¿de qué medios dispondrían? No se ocultaba al claro
entendimiento de Pepe que, aun estando harto de razón, no debía arrojar
a la calle a su madre y su hermana; mas también veía que el fanatismo
de doña Manuela y la ulterior conducta de Leocadia podían dar por
resultado durante su ausencia el total abandono del pobre viejo.
--Habla tú con ellas--dijo Pepe a Millán, tratando de esto. A mí me
falta valor, y puede también que me falte calma.
--Veré a tu madre... Con Leo no hablo.
--Como quieras.
--¿Cuándo te parece que dispongamos el trasladar a tu padre?
--Eso se hace en una mañana. Lo principal es que las hables. ¡Si las
tocara Dios en el corazón! ¿Y qué hago yo si no quieren irse de la
casa?... y aunque se presten a ello, ¿dónde se van a meter y cómo van a
vivir? ¡Parece mentira que hayamos llegado a tener que pensar en esto!
No quiso Millán buscar a doña Manuela en su casa, por no ver a Leocadia;
mas deseoso de cumplir el difícil encargo de Pepe, fue a la _Limosna de
la luz_. El primer viaje lo hizo en balde: doña Manuela se negó a
recibirle. A la segunda tentativa, le dijeron que no podía salir porque
estaba _en adoración_, pero que rogaba dijera al capellán, su hijo, lo
que tuviese por conveniente.
Entró Millán en el mismo cuarto de visitas donde días antes fue
recibido Pepe, cuando pretendió ver a su madre, y a los pocos minutos se
presentó Tirso. A pesar de lo muerto que, por obra del cariño de
Engracia, estaba el amor de Millán a Leocadia, la presencia del cura le
impresionó desagradablemente, recrudeciéndose en su corazón el enojo
hacia aquel hombre, que dio al traste con sus primeros amores. No se
resistió por ello a habérselas con el cura: la ocasión venía rodada para
tratarle sin miramientos y, además, siempre era mejor entenderse con él
que con su madre, cuya bondad pasada no existía, y cuya cortedad de
entendimiento no se habría, de fijo, corregido. Prefirió el riesgo de
tener una escena violenta con el hombre, a la perspectiva de luchar con
la debilidad o la resistencia pasiva de la anciana.
--¿En qué puedo servirle?--le preguntó Tirso.
--Vengo de parte de Pepe. _(Sentándose)_.
--¿Qué quiere ese desdichado?
No era necesario tanto para acibarar el diálogo.
--Pues ese desdichado ha tenido un rasgo, para salvar a su padre de la
miseria, que no sé si Vd. sabrá apreciar, ocupado, como aquí está, en
cosas más serias...
--Supongo que no habrá Vd. venido a ofenderme ni a profanar esta santa
casa--repuso el cura, poniéndose en pie.
Millán continuó imperturbable, hablando sin levantarse de su asiento.
--En pocas palabras pondré a Vd.. al corriente de lo que ocurre. Pepe no
podía ver con indiferencia que la miseria se le iba entrando por las
puertas de la casa y que sus esfuerzos eran inútiles para evitarlo. El
aseo, el orden, el arreglo y la economía de doña Manuela y de Leocadia,
ayudaban antes a que la familia viviera en paz y desahogadamente; él,
con su trabajo, buscaba lo que hacía falta, y ellas, con sus habilidades
y cuidados, suplían lo que el dinero no lograba.
--Vivían desdichadamente sin Religión...
--Vivían felices sin reñir nunca por nada, sin que hubiese entre ellos
la menor desavenencia, hasta que Vd. llegó a Madrid. A los quince días
varió la decoración.
--Repito que no toleraré...
--Un poco de paciencia y acabaremos pronto. Traigo propósito de que me
oiga usted. En unos cuantos meses, no sólo han llegado a escasear todos
los recursos, sino que la actitud de doña Manuela y de Leocadia
esteriliza los pocos de que se puede echar mano. Un hecho hay que
refleja lo que sucede: esa pobre señora ha llegado al extremo de faltar
a su casa por la noche. En cuanto a Leocadia, ¡sabe Dios como acabará!
pero se me figura que no se inclina al amor místico. La jubilación de
don José está empeñada no sé por cuántas mensualidades, y lo mismo
sucede con todo lo que a esa familia le quedaba de algún valor. Pepe no
podía sostener la casa sin ayuda de su madre y su hermana; el jornal que
gana en mi establecimiento era insuficiente... No ignora Vd. los gastos
que ocasiona la enfermedad de su padre. Para terminar, Pepe ha adoptado
una resolución propia de su carácter: ha entrado en el ejército como
sustituto, para poder disponer de una cantidad de alguna consideración
que le permita hacer frente al conflicto; y en vista de que ya no tiene,
o como si no tuviera, madre ni hermana, ha resuelto que don José viva en
compañía de quien le cuide y atienda. Hemos procurado que Pepe no
saliera de Madrid; pero las circunstancias pueden más que nosotros, y ha
sido destinado a un cuerpo que quizá de un momento a otro reciba orden
de marchar...
--Y ¿qué tengo yo que ver con todo eso?
--En una palabra, Pepe se hace cargo de su padre, porque comprende que
dejarle con doña Manuela sería peor que dejarle solo. En cuanto a esa
señora y su hija, mi amigo no puede tomar igual determinación, y, aunque
la adoptase, sería en balde. ¿Ella no quiere recibirme? Pues Vd. verá lo
que deciden.
--Yo, ¿qué he de decidir? Nada.
--¿No entiende Vd., o no quiere entender? Don José va a ser trasladado
en breve a la casa elegida por su hijo. Esas señoras resolverán lo que
estimen oportuno.
--En plata; que su amigo de Vd. arroja a la calle a su madre y a su
hermana.
--Quien se hace cargo de don José, para que al menos muera tranquilo y
entre sábanas limpias, soy yo; ¿se entera Vd.? y a mí no me acomoda
cargar con más gente.
--¿Sabe Vd. la responsabilidad que contrae?
--No he venido a pedirle a Vd. consejo, sino a decirle que, tan pronto
como sea necesario, sacaremos a don José de la casa de la calle de
Botoneras, y que, a partir de ese momento, Pepe renunciará a cuanto hay
allí, excepto la cama de su padre y algunos otros trastos. De todo lo
demás, que disponga doña Manuela.
Calló Millán, esperanzado con que el cura, viéndose en la obligación de
amparar a las dos mujeres, se brindase a darlas consejos de prudencia;
pero lejos de esto, sonrió, fingiendo calma, para exasperar a su
interlocutor, y dijo:
--De modo que Vd. ha venido a notificarme la expulsión de mi madre y de
Leocadia. ¡Cómo ha de ser! ¡No imaginé que ese infeliz se atreviese a
tanto! ¡Dios le perdone! Yo me hago cargo de ellas. Es decir, a mi
madre, que ya es vigilanta de los talleres de esta hermandad, haremos
que se le disponga aquí el cuarto a que tiene derecho. La Religión acoge
a los maltratados por la impiedad. En cuanto a Leocadia, veré si consigo
la protección de estas santas mujeres... El Señor no nos abandonará...
Diga Vd. a mi hermano que lo que hace no tiene perdón de Dios. ¡Este es
el resultado de sus ideas y de su falta de creencias!
--Dejémonos de recriminaciones, y vamos a ver si la buena voluntad de
todos enmienda los yerros pasados. ¿Cree Vd. que pueda ponerse aún
remedio al mal?
--¿No viene Vd. a decirme que mi hermano se desentiende de mi madre y de
Leocadia?
--Ya que ha sido Vd. autor del daño, intente Vd. algo para aminorarlo.
¿Quiere usted aconsejar seriamente a doña Manuela que no olvide los
deberes de su situación, que cuide de su casa y su marido, en fin, que
vuelva a ser la buenísima mujer que fue siempre? Reflexiónelo Vd... y
evitará grandes desgracias.
--Sí, y de paso evitaré que tenga Vd. que cargar con el enfermo.
Enfadado Millán con tal grosería, sólo atendió a mortificar al cura.
--No hablemos más--le dijo--es Vd. incapaz de comprender el rasgo de su
hermano, ni el deseo que me ha traído aquí. Ha hecho Vd. en su familia
el papel de la zizaña en el sembrado.
--¡Parece mentira que se atreva Vd. a hablar así trayendo el mensaje que
acabo de oír! ¡Y aún tienen ustedes valor para acusarme! Este es el
fruto que han dado el infame ateismo de mi hermano y la punible
tolerancia de mi padre. Vea Vd. cuán fundados eran mis temores. Ni
siquiera ha tenido valor para venir él mismo.
--Dé Vd. gracias a Dios de que no lo haya hecho, que no hubiese Vd.
salido bien librado. Pepe está seguro, y con razón, de que usted es el
responsable de cuanto está ocurriendo. La irritación de su ánimo es tal
que, la verdad, más vale que no se vean ustedes.
--Obré como me aconsejaba mi conciencia. No tengo la culpa de que, por
haber comprendido mi madre y mi hermana que debían variar de conducta,
hayan llegado las cosas a este punto. En fin, esto se acabó; mas tenga
Vd. presente que yo no he sido quien ha causado la ruina de la casa: yo
no hice sino recomendar la observancia de los deberes religiosos. En
cuanto a lo de que mi hermano pudiera propasarse conmigo,--añadió
sonriendo como guapo amenazado--mire Vd., tampoco a mí me faltan bríos.
La descarada sonrisa del cura y su ademán de amenaza, sacaron de quicio
a Millán.
--No necesita Vd. insistir en ello: conozco esa mansedumbre
perfectamente sacerdotal.
--¡Caballero!
--Hombre, casi me alegro de que me haya usted dado ocasión de
desahogarme. Con los santos, mucha humildad; con los hombres, todo
soberbia. Por dar lustre al altar, sería usted capaz de lavarlo con
sangre, y robar para adornarlo. Aquí concluyó nuestra entrevista. Ahora,
recomiende Vd. a su madre que haga penitencia, o que bese alguna
reliquia, para que Dios la perdone el mal causado.
Tirso tuvo miedo, no al hombre, al escándalo, y sin desplegar los labios
siguió a Millán con la vista, hasta que se cerró tras él la puerta.


XXX

Pepe aguardó el resultado de la entrevista en un cafetín de las afueras
cercano al convento. Allí esperó largo rato de codos sobre el mármol de
la mesa, con la garganta seca por el mucho fumar, mortificada la
imaginación por la impaciencia y mirando sin cesar a un reloj colocado
en la parte alta del mostrador y cuyas lentas manecillas le parecían
pegadas a la esfera.
El local estaba casi desierto: los parroquianos de por la tarde se
habían ido, y para los de la noche era temprano. Sólo quedaban, junto a
una ventana, un corredor del matute paladeando medias copas en compañía
de un tendero de ultramarinos, y al extremo opuesto, en lo más oscuro
del local, una chula y su novio, que en voz baja se decían ternezas
envueltas en desvergüenzas.
Iba faltando la claridad del día: muros, banquetas, espejos, baquetones
dorados, todo se borraba, sorbido por las sombras, percibiéndose sólo,
entre la oscuridad creciente, las superficies brillantes y rectangulares
del mármol de las mesas. El matutero y el ultramarino se despidieron
amistosamente, tal vez pensando cada cual haber engañado al otro.
Después, un mozo que dormitaba sentado en un diván, se levantó a
encender las lámparas de petróleo sobrepuestas a los aparatos de gas, y
entonces, la pareja chula, disgustada con la iluminación, pagó y se fue.
Pepe, poseído de una tristeza rayana en la desesperación, carecía de
calma para coordinar las ideas: esforzábase por adivinar lo que hubiera
ocurrido; pero sus suposiciones y conjeturas quedaban suspensas, como
truncadas por la inacción del pensamiento, que no podía fijarse ni
insistir en nada. En vano quería, ahondando con la memoria en lo pasado,
recordar algún rasgo, alguna acción de su madre que permitiera suponerla
capaz de ocasionar fríamente la dispersión de la familia: todo esfuerzo
era inútil, nada podía recordar que arguyese en contra de la que siempre
fue buena y cariñosa. La doña Manuela posterior a la llegada de Tirso,
parecía borrada de la imaginación de Pepe, surgiendo en su lugar la
madre amantísima, _la de antes_, como si le repugnase considerar nada
que aminorase la grandeza del bien que iba a perder. Los errores, las
culpas y faltas de aquellos últimos meses, se desvanecían ante el
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