El enemigo - 12

Total number of words is 4738
Total number of unique words is 1955
33.5 of words are in the 2000 most common words
46.8 of words are in the 5000 most common words
53.7 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
importante, pero indudable. Ya estaba explicada su actitud anterior. Los
primeros días de su estancia en Madrid temió ser descubierto, y no salió
a la calle sino una sola vez y ya de noche; visitole luego un caballero,
y desde entonces se mostró más abierto y franco, como si aquellas
visitas le quitaran peso de encima; por último, perdió el miedo, y
juntamente dio a entender su satisfacción por la marcha de los sucesos
y la influencia ejercida en el ánimo de su madre.
Esto último no pudo permanecer oculto a don José; pero respecto a la
sospecha de ser Tirso agente subalterno de los carlistas, nada quiso
decir Pepe a su padre, convencido del disgusto que había de
experimentar. Harto comprendía él que las luchas políticas, por rara
excepción, tienen hoy el infame privilegio de enconar las divisiones de
familia; mas no se le ocultaba que para el viejo y entusiasta partidario
del progresismo, para el admirador de los que pusieron término a la
primera guerra civil, sería triste pesadumbre saber que un hijo suyo,
hecho clérigo a hurtadillas, era agente y servidor de los _facciosos_.
Don José no lo conjeturaba todavía: su curiosidad estaba despistada por
el empeño de saber cuál había sido el objeto del viaje.
--Tirso es carlista--decía hablando con Pepe--ya no lo oculta: pero, ¿a
qué diablos habrá venido?
--Se me figura que a pretender: querrá ser canónigo, y como parece
vanidoso, no nos dirá nada por si no logra su objeto.
--Lo que más me duele es que está trastornando a tu madre. Esta mañana
han ido las dos a confesarse y han vuelto a las diez: total, que me han
dado la medicina muy tarde y no puedo comer hasta dentro de hora y
media. Y mira, mira, como anda todo.
Pepe miró en torno suyo. Sobre el aparador estaban, aún sucios, los
platos que sirvieron para la cena de la víspera; en el centro de la mesa
veíase el mantel hecho un rebujo, las migajas sobrantes esparcidas en su
derredor, y junto al balcón una canastilla llena de ropa blanca atrasada
y sin repasar.
--En cambio--prosiguió el viejo señalando a la pared--llueven estampas.
Tirso había comprado una cromo-litografía de la Virgen de Lourdes con
marco de moldura dorada, colocándola encima del retrato de Espartero.
--Esto--dijo Pepe--sería sencillamente ridículo si anduviésemos sobrados
de dinero: teniendo tan poco, me parece falta de juicio; pero allá él.
--No, hijo, no; ¡si lo ha pagado tu madre! veintiocho realazos... ¡y
luego vociferan que el agua de Vichy es farsa moderna y que la
hidroterapia sale cara!


XXI

Las gentes a cuyos manejos obedeció el viaje de Tirso a Madrid, le
mandaron que esperase órdenes en la corte, y él entonces pensó en
utilizar algunas de las amistades que, a la sombra de su misión,
contrajo con gente de sotana, logrando entrar en una iglesia, donde, a
título de suplente, ganaba algo, aunque poco. Un obispo y un ecónomo
fueron los protectores, merced a cuyo valimiento pudo actuar en una
parroquia, no sin que algunos capellanes se disgustaran, temerosos de
que, a la larga, les quitara el pan: otros, en cambio, por simpatía, o
conocedores de lo mucho que podía quien le recomendaba, hicieron buenas
migas con él, y uno de éstos, viejo achacoso, que tenía fama de avaro,
le cedía frecuentemente su puesto en ocasiones lucrativas. Malas lenguas
murmuraban que lo hacía reservándose la mitad de la remuneración, a
pesar de lo cual, de cada entierro _de primera_ le quedaban a Tirso
veinte reales y treinta de cada novena. Además, servía de festero en
ciertas solemnidades, y no le olvidaba el ecónomo cuando había que
repartir algunas misas. Pero lo que él ambicionaba era tener sermones,
que uno con otro le salían lo menos a dos o tres duros, suponiendo que
fuera cierta la calumnia antes apuntada. El primer sermón que pronunció
hizo poco efecto a sus nuevos compañeros; todos dijeron que olía a
pueblo: con el segundo le ocurrió lo mismo, y en vista de ello determinó
estudiar los ajenos para perfeccionar los propios. De allí a poco le
tocó uno, y entonces desplegó toda su energía.
Había él notado que, por aquel tiempo de amenazas revolucionarias, no
parecía a los devotos buen sacerdote el que no se aventuraba algo en el
terreno de las alusiones políticas; y como todo era menos tímido, se
lanzó a pisarlo, decidido a no resultar menos celoso defensor de la
Religión. Preparose durante varios días con libros que consideró del
caso, leyó al Padre Larraga y al jesuita Roothaan, consultó varios
sermonarios de Santander, Eguileta y Pantaleón García, hizo acopio de
frases sabias, citas de los Santos Padres y hasta de figuras retóricas,
escogiendo tropos, hipotiposis y apóstrofes que dieran color a sus
períodos, después de lo cual fijó el tema de la oración, fundándola en
aquellas palabras famosas: _Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo
que es del César._
* * * * *
Como la cofradía que pagaba la función era de gente adinerada, la
iglesia estuvo brillante. En el atrio, inmediato al puesto de una
florista, habían colocado el cajón de la rifa piadosa, cuyos premios
eran un canario enjaulado, dos sortijeros de cristal, un castillete de
cartón-piedra para juguete de niños y una Virgen metida en un fanal que
parecía farol: dos viejos coloradotes y rollizos expendían las
papeletas, y una mujer que allí cerca tenía su canastilla de estampas y
escapularios les miraba de reojo, como mercader pobre a traficante rico.
De esta mujer decían lenguas pecadoras que lo que más provecho la dejaba
no era manejar los alicates con que hacía rosarios de alambre y cuentas
de vidrio, sino el servir de cobejera entre damas y galanes. Junto a la
casa de Dios varios mendigos extendían las mugrientas manos, y cuando no
pasaba gente se insultaban con el más desvergonzado vocabulario, que
trocaban en quejumbrosos ayes si alguna señora vieja se detenía a leer
los cartelillos de triduos y novenas.
El altar mayor, en que ardía un bosque de velas simétricamente
colocadas en sus gradillas, semejaba pirámide de llamas temblorosas, y
el talco de los floreros de mano brillaba como plata puesta al sol. Dos
angelotes de talla dorada sostenían el templete donde estaba de
manifiesto el Señor, ceñido por los resplandecientes rayos de la
custodia, envuelto en la neblina del incienso y adorado por la
muchedumbre. En lo más alto del retablo había un astro de oro, y en su
centro un pichón blanco. El altar era todo claridad: la luz del mundo
parecía refugiada en la Santa Mesa. Las capillas laterales, los rincones
quedaban sepultados en sombra. En el medio de la nave brillaba sobre un
grupo de fieles el resplandor azulado que dejaban caer desde la altura
las ventanas del cupulino, y a veces, cuando el viento movía las
cortinas, resplandecía en el aire una ráfaga luminosa, que iba a posarse
en la faz apergaminada de un viejo, o en el rostro de una mujer bonita.
Unos ratos eran de silencio absoluto, otros flotaba sobre la atmósfera
del sagrado recinto un murmullo apagado de rezos rápidamente dichos, y
de cuando en cuando se oía hacia el exterior rodar de carruajes y tañer
de campanas: hubo un momento en que, al levantar los que entraban el
cortinón de la puerta, se oyó la música profana de un organillo que
tocaba en la calle el brindis de _La Traviata_. Desde lo alto de los
retablos churriguerescos, las estatuas de talla, troncos convertidos en
santos por el arte, parecían mirar con lástima a la gente arrodillada,
cuya apretada masa promovía ruidos en que se mezclaban el caer de las
sillas, el crujir de las sedas, la plegaria de unos y el refunfuño de
otros.
Ya se había rezado el Rosario. Al comenzar la Salve rompió el órgano en
formidable trompeteo, y empezaron los cantores. La voz del tiple era
chillona y femenina, la del bajo ronca y apagada; el barítono cantó un
solo que parecía de personaje celoso en ópera italiana. De pronto el
órgano sofocó sus quejas con variadas modulaciones, ya acentos dulces,
ya rugidos estentóreos: unos instantes aquello era regalo del oído,
otros estruendo ensordecedor, hasta que de improviso las notas parecían
quedar flotando en el aire, como aves perdidas, cuyo graznido
desapacible continuaba imitando la canturía ronca de algún cura falto de
aliento. Los muros estaban cubiertos con paños de damasco rojo galoneado
de oro, que, como grandezas deseosas de humillarse, caían casi hasta el
suelo de ladrillos polvorientos, y por bajo de la verja del presbiterio
veíanse hincados de rodillas, con su cirio y escapulario, varios fieles
que de rato en rato se relevaban, formando incesante guardia de honor al
pie de la pirámide de llamas, en tanto que los sacerdotes, dando ejemplo
de piedad, se persignaban rápidamente al pasar ante los altares. Sólo
turbaban el recogimiento de los devotos el llanto de los niños cansados
y las toses de los viejos asmáticos: nadie, por fortuna, se fijaba en el
mirar incesante de las mujeres a los hombres, ni en la postura
irreligiosa de un mozuelo que, apoyado en un confesionario, devoraba con
los ojos a la novia. En la puerta un presbítero, sentado ante una mesa,
golpeaba con una moneda la bandeja de las ofrendas, y aquel choque
metálico, acusador del interés, sonaba mal: los muros sagrados lo
devolvían en apagados ecos, cual si rechazaran la voz de la codicia
humana. El olor de la cera, el aroma del incienso y la aglomeración de
gentes, viciando la atmósfera, promovían inspiraciones largas, suspiros
de desasosiego, movimiento de inquietud. En los bancos de alto respaldo
había algunas personas dormidas. Otros fieles, haciendo abstracción de
la fiesta, se postraban ante altares distintos. En uno de ellos, cuatro
gradas cubiertas de encaje sucio y un pedestal de pintura
descascarillada, adornado con cabezas de angelitos, servían de trono a
una Virgen de tamaño natural, envuelta en rico manto de terciopelo negro
entrapado de polvo, sobre cuyo pecho brillaba un corazón de hojadelata
atravesado por siete espadas de lo mismo: en cambio el rostrejo y la
corona eran de plata. Al lado opuesto estaba Jesús, clavado al leño del
martirio, hermosamente desnudo, caída la cabeza sobre el pecho, manando
sangre la lanzada, rígidas las piernas, sebosas las rodillas, porque en
ellas se apoyaba el monaguillo al subir para encender, y envuelta la
cintura en un paño rojo con lentejuelas de oro, indigno adorno de tan
venerable figura. Una vela torcida goteaba sobre los pies de la
escultura sus lágrimas de cera, y el débil resplandor verdoso de una
lámpara de vidrio, medio apagada, enviaba estertores de luz a la divina
faz. A pesar de la profanadora faldilla, el aspecto de la imagen era
imponente: el cadáver del Dios de la Caridad parecía dominar aquel
conjunto ridículo de flores de trapo, candelabros sucios, estampas
chillonas, tallas barrocas y pantorrillas de cera. Al examinar el
templo, se notaba que todo lo demás estaba vivo o expresaba vida: el
único muerto que había en la Iglesia era Cristo.
Llegado el momento del sermón, salió Tirso lentamente de la sacristía y,
acercándose hasta el altar mayor, oró unos instantes de rodillas,
sosteniendo el bonete entre las manos cruzadas sobre el pecho, que
llevaba cubierto por el blanco y rizado roquete. En seguida subió al
púlpito, que era como una jícara grande pegada a la pared, y después de
arrodillarse nuevamente y pedir otra vez al Altísimo gracia y santidad
de inspiración, empezó persignándose y recitando un Ave María.
El exordio fue breve, y luego, sin cuidarse mucho de reglas ni
preceptos, entró de lleno a narrar, para comentarlo, el episodio en que
Cristo dijo: _Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del
César_.
Su lenguaje era siempre llano: cuando quería elevarse le faltaban
palabras, y al buscar naturalidad, caía en lo vulgar y tosco. Tuvo
instantes en que, olvidándose del plan trazado, las ideas acudieron en
tropel a su imaginación y las palabras se agolparon a sus labios en
frases exentas de unción sagrada, faltas de poesía y desnudas de
belleza. Tenía prisa por llegar a mostrar su ardor en defensa de la fe.
Por fin, en la _recopilación y exhortación_ su piadosa ira tendió las
alas, y entonces le salieron los párrafos a su gusto.
--«Sí, hermanos míos--decía--muchos servicios debemos al país, a la
nación, al Gobierno y las autoridades, porque no exige nuestra Santa
madre la Iglesia que renunciemos en absoluto a la vida social, aunque es
mejor la vida del apartamiento religioso; pero hay que andarse con
cuidado en lo de la obediencia. ¡Bueno fuera que por servir los
intereses de este mundo ofendiéramos al Padre, o al Hijo, o al Espíritu
Santo, a la Santísima Virgen, o a cualquiera de los Apóstoles y Santos
que nos han señalado el camino de la perfección, que es como un sendero
espinoso a cuyo fin hay un gran jardín, que es la gloria! Debemos ser
obedientes al César, pagar contribuciones y gabelas, ser soldados y
marinos para mayor esplendor de esta nación cristiana, que tan mal anda
desde que vaciló en la fe: mas nuestro deber de cristianos es antes que
los demás deberes. Pues qué, amados míos, ¿hemos de contribuir para que
se emplee nuestro dinero contra nuestra conciencia? ¿Pediremos al Señor
ánimo para el trabajo, y su fruto será para escarnecerle? ¿Queréis que
sirvan nuestras riquezas o jornales para que los malos gobernantes
paguen suntuosos embajadores que adulen a los carceleros del Santísimo
Pontífice, que apacienta el rebaño de Cristo desde su lecho hediondo de
paja en un calabozo del Vaticano, antes trono de su preponderante
sabiduría? ¡No, y mil veces no, hermanos míos! Seamos, si es preciso,
como aquellos mártires que desafiaban a los procónsules romanos, y ya
sabéis que estos procónsules eran como ahora los gobernadores civiles.
¿Y hemos de ser soldados para servir de ornato y servidumbre a ministros
impíos, para obedecer a sacrílegas Asambleas que decretan la asquerosa
libertad de conciencia?
¡Ah, y con cuánto dolor de corazón, con qué santa indignación los que
aman a Dios oyen hablar de esas infamias! Mas la paciencia del justo es
luego ira terrible, y el cordero se hace sañudo tigre, que dicen las
famosas palabras del Santo.
¿Quién no teme que baje fuego del cielo sobre esta sociedad moderna? A
la maldad llaman libertad, y luego, ¡ilusos! piensan vencer a los que
luchan por la verdadera libertad, a los que, como nosotros, elevan su
corazón al Señor. ¡Así es todo desolación y espanto por los campos! Las
guerras son obras del demonio: Dios le permite que nos castigue porque
somos malos y nos olvidamos de Él. Y cuando esto pasa, no es
impunemente: que si a la piedad se la escarnece, si a la religión se la
pisotea, ¡ah! entonces ya no hay nada que dar al César, sino que hasta
la sangre debe emplearse en servicio del Señor. ¿No nos da Él la suya
diariamente en el convite celestial, en el manjar eucarístico? ¿Seríamos
capaces de negarle nuestra miserable sangre?
Orad, hermanos míos, orad por los opresores sacrílegos, pero no
maldigáis a los que combaten. Nosotros tenemos sólo fe, quizá fe tibia:
ellos, como quería el Apóstol, juntan las obras a la fe. Supimos los
españoles expulsar al moro, desterrar al judío, vencer al turco;
destruimos al protestante en Flandes; arrojamos de aquí a los franceses
ateos de Napoleón; purificamos, con fuego, de herejes nuestra propia
tierra, y ¿no seremos hoy capaces de sojuzgar a los que traen semilla
del infierno en ese contubernio nefando que llaman matrimonio civil, en
esa crápula moral que llaman libertad religiosa?
¡Qué pena, hermanos míos! ¡qué dolor! Estamos en plena Revolución; es
decir, como Job en el basurero, llenos de toda suciedad. ¡Aquí es el
rechinar de dientes y crujir de huesos!
La libertad de cultos, dicen los impíos, traerá capitales extranjeros,
porque vendrán familias de herejes, ¡que maldita la falta que hacen!
¿Pues sabéis a lo que vendrán? a llevarse vuestro dinero, a poner
fábricas en las casas que ahora se están robando a las pobres monjitas.
Esta es la libertad de cultos. Ya veis, amados oyentes míos, cómo no
siempre es piadoso dar de buen grado al César todo lo que parece suyo.
Sean nuestras almas del Señor para que su cólera no nos parta por la
mitad, y atendámosle a Él antes que a nadie. ¿A quién obedeceríais
primero, a un guardia municipal, o al Rey? al segundo, ¿no es verdad?
Pues el César es el guardia municipal, y el Rey es Dios nuestro Señor,
pero Rey de Reyes y Emperador de Emperadores. Elevad los corazones, que
tiemble la oración en vuestros labios, que se agite, como humo inquieto
la fe en vuestros pechos para que el Señor nos conceda ver acabadas la
podredumbre del liberalismo, la masonería, las persecuciones de la
Iglesia y las desdichas de sus venerables ministros, y para que acaben
las fatigas de los que luchan por la fe en cualquier terreno, porque
entonces podremos gritar: _¡Pueblos esparcidos por el Universo,
palmotead, manifestad con millares de gritos de alegría la parte que
tomáis en la gloria de vuestro Dios en el día de su triunfo!_ Yo diré a
vuestro corazón, con el Profeta: _cuasi tuba exalta vocem tuam, et
anuntia populo meo scelera eorum_. Orad, y ahorraréis lágrimas a la
Esposa del Cordero; haced que todo el mundo rece en vuestras casas por
los que están sepultados en el profundo sueño del pecado, _dormiebat
sopori gravi;_ por los que voluntariamente se han hecho sordos a las
inspiraciones divinas, _sicut aspidis surdæ et obturantis aures suas_.
Sí, amados hermanos míos, orad a María en todas sus advocaciones, tan
buena es una como otra, todas son mejores y dulcísimas; porque si
oramos, _las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia._»
Mientras bajaba lentamente del púlpito estalló en la iglesia rumor de
muchedumbre inquieta, y de los labios de los fieles salió un murmullo de
aprobación. En seguida, todos comenzaron a salir, ansiosos de
sustraerse, a pesar de su devoción, a la pesada y sucia atmósfera del
templo. Las puertas vomitaron negras oleadas de gente que, al
desparramarse por las aceras, respiraba con delicia el aire puro de la
noche, y en pocos momentos la ancha nave quedó vacía. Algunos exaltados
elogiaban el sermón.
--Es un padre nuevo.
--No le conocía.
--Ni yo: ¡qué valiente ha estado!
--Es de los finos.
--¡Ojalá hubiera muchos así en los pueblos!
Varias personas entraron en la sacristía, preguntando cómo se llamaba el
predicador. Los capellanes de la casa comentaron el sermón de distinto
modo.
--¡Muy bien, compañero, eso es poner el dedo en la llaga!
--Ha estado Vd. un poquito fuerte.
--Ándese con cuidado, no sea que los liberalitos cometan con Vd. algún
atropello.
El párroco calificó aquello de imprudencia.
Tirso se marchó solo, contentísimo, pisando recio, llevando alta la
cabeza, como si creyera que las gentes habían de señalarle con el dedo y
mirarle con asombro. En su casa no dijo nada.
Aquella noche, el nombre del Padre Tirso Resmilla era conocido en todos
los centros clericales de Madrid.
A los tres días, Pepe, leyendo un periódico, dio con el siguiente
suelto:
«El púlpito sigue convertido en tribuna por los enemigos de las
instituciones liberales. Hemos oído asegurar que en una de las
principales iglesias de Madrid se ha pronunciado anteayer un
violento sermón, una verdadera excitación a la guerra civil. La
opinión exige que, si el hecho es cierto, las autoridades tomen
cartas en el asunto. El clérigo que se ha propasado esta vez,
parece ser el Padre R..., casi desconocido, por haber llegado a
Madrid hace poco tiempo. Veremos qué resultado ofrece esta milésima
edición de semejante atrevimiento.»
Pepe comprendió que el Padre R... era su hermano, y profundamente
disgustado, hizo que Millán averiguase la verdad del caso preguntándolo
en la imprenta de aquel periódico, y al mismo tiempo revisó
cuidadosamente los demás que había de leer su padre, decidido a evitarle
la desazón que pudiera acarrearle la noticia. No temía que Tirso se
vanagloriase de la hazaña en su propia casa, pero podían ir a prenderle,
o acaso una fracción de la prensa insistiera en pedir su castigo.
El resultado de las gestiones de Millán confirmó la sospecha de Pepe:
el regente de la imprenta donde se tiraba el diario que dio la noticia,
dijo que el predicador de que se trataba era don Tirso Resmilla, quien
abandonando su curato de un pueblo del Norte, había venido a Madrid,
pocos meses atrás, como persona de confianza para los elementos
realistas de la diócesis a que pertenecía.


XXII

Había en Madrid por aquel tiempo, en uno de los barrios extremos, una
casa que rompiendo la línea de fachadas contiguas, parecía apartarse del
trato de las gentes. Tenía por delante un pequeño jardín con verja;
aislábala por detrás un ancho patio con cuadras y cocheras, y a derecha
e izquierda la limitaban una pared medianera y fuertes tapias a una
calle poco frecuentada. Formaban el jardín tres o cuatro mezquinos
recuadros de flores vulgares, las enredaderas enroscadas a la verja, y
varias acacias, cuyas fornidas ramas ocultando casi por completo los
balcones, oponían a la curiosidad una cortina impenetrable. Las
persianas estaban continuamente caídas y las vidrieras se abrían rara
vez, sin que nunca sonase dentro cantar de criada ni piano de señora.
Era una casa falta de voces y de ruidos, triste, callada entre los
clamores vecinos, ajena a cuanto la rodeaba, como hecha adrede para
retiro de dama romántica o escenario de novelescas aventuras. Una
campanilla, colocada en la verja del jardín, daba aviso cuando entraba
alguien y, según quien fuese, lo anunciaba el portero tocando otra
campana en el portal. Un tañido para Hermana de la Caridad o Hermanita
de los Pobres, dos para fraile o clérigo, tres para dignidad
eclesiástica: a los simples mortales les anunciaba de palabra un criado,
y gracias si se quitaba la gorra. Señal de dar limosna los sábados o
fiestas no se veía ninguna, pero por privilegio envidiable tenía la
finca oratorio donde se rezaba misa cuotidianamente y, si acaso pasaban
por la calle alguna Minerva o el Dios chico, lucían los balcones grandes
y blasonadas colgaduras. Durante el día menudeaba el campaneo del
portal, indicando que eran muchas las visitas de gente religiosa: por
las tardes la dueña, ya entrada en años, salía a paseo en coche
modestamente vestida, con aspecto humilde y luciendo en una muñeca, a
modo de pulsera, un pequeñísimo rosario de oro y perlas. El carruaje,
cómodo y anticuado, llevaba en las portezuelas corona condal; el cochero
y el lacayo, como haciendo juego con el portero, tenían facha de
cantores de iglesia, y la dama, siempre enlutada, con trazas de poco
limpia y gesto uraño, semejaba una sacristía hecha mujer. Llegada la
noche, escapábase de alguna ventana rumor de preces dichas en común, y
antes de las diez quedaba todo cerrado, sin que hasta el día siguiente
volvieran a cruzar sombras tras las vidrieras, ni se escuchase ningún
ruido. Para ser tenida por convento, era la casa demasiado mundana; para
morada de seglares, parecía monasterio. De ambos caracteres participaba;
pues la Condesa hacía vida casi monjil y extremadamente rigurosa. En
todo tiempo se levantaba a las cuatro de la mañana para rezar _maitines_
y _oración por los agonizantes_, tornando a acostarse hasta las nueve,
que oía misa, rezada por su capellán; a las doce _angelus_, antes de
almorzar; por la tarde lecturas piadosas, _vísperas, cinco llagas_,
recepción de visitas honestas y paseo en coche; antes de comer un rato
de meditación en la capilla, y después de la comida otro _rosario,
letanía_, y _recomendación del alma_: a las nueve y media se acostaba.
De bailes y reuniones, nada: de teatros muy poco, y sólo a obras cuya
moral nadie hubiese puesto en duda. Confesaba dos veces por semana y
recibía la sagrada comunión todos los domingos.
Una criada, despedida de la casa porque el rigor del ayuno la hizo
blasfemar de Dios y hurtar en viernes de cuaresma restos de solomillo
fiambre, propaló por el barrio noticias muy curiosas, según las cuales
la Condesa de Astorgüela revelaba empeño de rescatar con la penitencia
lo mundano de su vida pasada. Mucho alardeaba de humilde y descuidada
para su persona; mas al decir de la doncella, quedábanla restos de la
más refinada coquetería, si bien ella procuraba ocultarlos. Sus pies
calzaban medias de seda, ceñía su talle corsé de raso, era pródiga en
perfumar el baño, cuidábase con ahínco las manos y, aunque hiciese
ostentación de vestir humildemente, la ropa blanca que gastaba era un
primor en adornos, lienzos y hechuras: bajo vestidos lisos y de lana,
solía ocultar enaguas guarnecidas de costosos encajes. La tal doncella
desmentía, además, ciertos excesos de piedad atribuidos a la dama: sus
actos de penitencia consistían en no tomar nada, aunque lo desease,
fuera de horas, abstenerse de algún bocado sabroso, escoger, por breve
rato, asiento incómodo y hasta estar unos minutos puestos en cruz los
brazos: pero era falso, según la pecadora sirvienta, que la Condesa
usara cilicio bajo el corsé de raso, ni que tuviera costumbre de llevar
por voluntaria molestia alguna china en los zapatos, antes al contrario,
se calzaba exquisitamente; ni que durmiera los viernes con una astilla
entre las sábanas, ni que hiciera en el suelo cruces con la lengua. En
cambio, insistiendo en los restos de coquetería, la Condesa, a solas en
su tocador y alcoba, desplegaba consigo misma aquel mimo y esmero que
sólo observa la mujer cuando se emplea, aunque honestamente, en el dulce
servicio del amor. De modo que, por las señas, la Condesa de Astorgüela,
lo mismo podía ser una gran dama arrojada por el desengaño a los brazos
de la Religión, que una hipócrita de alto rango, o las dos cosas a la
vez.
Su rostro parecía arrancado de un lienzo de Mengs o de Van Lóo. Una
hermosa cabellera rubia, que comenzaba a encanecer, la servía de
diadema; la fisonomía era expresiva, casi picaresca; graciosa la boca,
esbelto el talle y los pies chicos. Así debían ser aquellas damas de la
corte de Versalles que compensaron la virtud que les faltó a fuerza de
elegancia e ingenio. La edad de la Condesa era un misterio, para ella
triste, para los demás engañoso; pero todavía la quedaban encantos que
desplegar cuando al caer la tarde venían a pedirla consejo algunos
amigos devotos y, como ella, dispuestos a la defensa de intereses
sagrados.
Tal era la Condesa de Astorgüela relacionada con el alto clero, bien
quista de la nobleza, influyente en el ánimo de ciertos nobles chapados
a la antigua y deseosa de atraerse a todo aquel que despuntara en el
servicio de la tradición y la piedad, deseo que la inspiró grande afán
de conocer a Tirso apenas supo el valiente celo que demostró en el
sermón famoso. Ella misma le escribió así, de su puño y letra, y en
papel timbrado con su escudo:
_«La Condesa de Astorgüela la Real saluda respetuosamente al
capellán don Tirso Resmilla, rogándole se sirva visitarla para
encomendarle una buena obra.»_
(Y abajo el día y hora de la cita, con las señas de la casa.)
Sorprendido Tirso agradablemente, consultó con el cura que le cedió el
sermón si debía asistir al llamamiento, y la respuesta avivó su
impaciencia.
--No deje Vd. de ir, compañero; esa señora es una potencia.
Con lo cual a la hora marcada se presentó en casa de la Condesa, que le
recibió en un espacioso gabinete seriamente alhajado donde a vueltas de
mucha severidad había detalles que acusaban a la mujer elegante. Cubría
las paredes rico damasco verde con el tono del mirto; los muebles,
tapizados de brocatel algo más claro, eran de hechura antigua; la
alfombra gruesa y casi blanca: del techo pendía una enorme araña de
cristal con muchos colgajillos prismáticos y, bajo ella, sobre una
mesita de mosaico, se veían varios libros ricamente encuadernados,
reflejándose todo en grandes espejos con marcos de hojarasca dorada.
Tirso echó una mirada a los lomos de los libros: eran lo más hermoso y
literario que ha dado de sí en el mundo el sentimiento religioso:
_Imitación de Cristo_, de Kempis; _La perfecta casada_, de Fray Luis de
León; _La vida devota_, de San Francisco de Sales, y el _Tratado de la
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El enemigo - 13
  • Parts
  • El enemigo - 01
    Total number of words is 4695
    Total number of unique words is 1850
    33.8 of words are in the 2000 most common words
    46.4 of words are in the 5000 most common words
    53.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 02
    Total number of words is 4850
    Total number of unique words is 1785
    35.6 of words are in the 2000 most common words
    47.4 of words are in the 5000 most common words
    52.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 03
    Total number of words is 4887
    Total number of unique words is 1740
    37.0 of words are in the 2000 most common words
    51.1 of words are in the 5000 most common words
    57.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 04
    Total number of words is 4799
    Total number of unique words is 1773
    36.2 of words are in the 2000 most common words
    50.9 of words are in the 5000 most common words
    57.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 05
    Total number of words is 4789
    Total number of unique words is 1746
    34.7 of words are in the 2000 most common words
    49.2 of words are in the 5000 most common words
    55.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 06
    Total number of words is 4902
    Total number of unique words is 1764
    35.8 of words are in the 2000 most common words
    48.6 of words are in the 5000 most common words
    54.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 07
    Total number of words is 4761
    Total number of unique words is 1781
    35.7 of words are in the 2000 most common words
    49.1 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 08
    Total number of words is 4775
    Total number of unique words is 1694
    37.2 of words are in the 2000 most common words
    50.2 of words are in the 5000 most common words
    55.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 09
    Total number of words is 4890
    Total number of unique words is 1681
    36.6 of words are in the 2000 most common words
    49.9 of words are in the 5000 most common words
    56.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 10
    Total number of words is 4760
    Total number of unique words is 1717
    34.9 of words are in the 2000 most common words
    48.2 of words are in the 5000 most common words
    53.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 11
    Total number of words is 4864
    Total number of unique words is 1816
    34.5 of words are in the 2000 most common words
    48.4 of words are in the 5000 most common words
    56.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 12
    Total number of words is 4738
    Total number of unique words is 1955
    33.5 of words are in the 2000 most common words
    46.8 of words are in the 5000 most common words
    53.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 13
    Total number of words is 4677
    Total number of unique words is 1769
    36.0 of words are in the 2000 most common words
    48.3 of words are in the 5000 most common words
    54.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 14
    Total number of words is 4789
    Total number of unique words is 1775
    34.4 of words are in the 2000 most common words
    49.5 of words are in the 5000 most common words
    55.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 15
    Total number of words is 4841
    Total number of unique words is 1680
    36.1 of words are in the 2000 most common words
    49.1 of words are in the 5000 most common words
    55.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 16
    Total number of words is 4846
    Total number of unique words is 1701
    36.2 of words are in the 2000 most common words
    49.3 of words are in the 5000 most common words
    55.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 17
    Total number of words is 4869
    Total number of unique words is 1640
    37.9 of words are in the 2000 most common words
    51.3 of words are in the 5000 most common words
    58.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 18
    Total number of words is 4753
    Total number of unique words is 1845
    32.6 of words are in the 2000 most common words
    45.4 of words are in the 5000 most common words
    52.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 19
    Total number of words is 4776
    Total number of unique words is 1813
    33.8 of words are in the 2000 most common words
    45.4 of words are in the 5000 most common words
    52.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El enemigo - 20
    Total number of words is 2742
    Total number of unique words is 1178
    36.5 of words are in the 2000 most common words
    49.1 of words are in the 5000 most common words
    55.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.