El enemigo - 20

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acostumbrándome a la realidad; pero me parece absurdo lo que está
pasando. Dice Millán que al otro día de salir yo de Madrid la mandó
recado al convento, participándola dónde estaba mi padre, por si quería
ir a verle, añadiendo que el pobre no hacía más que preguntar por ella:
mamá repuso que ya se había curado de _cosas terrenales_ y que no tenía
más familia que Cristo y su divina Madre, pero que no se olvidaría de
nosotros en sus oraciones. Ni preguntó cómo seguía papá, ni qué
medicinas tomaba; en fin, nada. Añade Millán que ha enflaquecido mucho y
que está muy desmejorada. ¡Pobre madre mía! No me hago ilusiones; no
abrigo la menor esperanza de que llegue el caso: pero, si fuera preciso;
si a mi madre la tocara Dios en el corazón y resolviera volver al lado
de mi padre, te ruego, por las promesas que me has hecho y por lo que
más quieras en el mundo, que la prestes ayuda, que la ampares y la
protejas. Basta de esto: se me oprime el corazón como si me lo
estrujaran. De mi hermano no sé una palabra: ignoro por completo su
paradero.
¿A quién dirás que tuve el alegrón de abrazar ayer? A nuestro cartero;
al fiel y nunca bien alabado Pateta, que está hecho un veterano. Dos
días ha andado perdido por los montes, con otro compañero, después de
ser sorprendido y derrotado el destacamento de que formaba parte.
Cuentan cosas horribles. Desde el pajar de una casa, donde les escondió
una buena mujer, vieron fusilar a un telegrafista. ¡Figúrate la
impresión que sufrirían! Crueldades tan inútiles y sanguinarias como
ésta, se cometen aquí muchas: en Madrid no tenéis idea de lo que es la
guerra.
No creo que este ejército pueda tener grandes descalabros; pero lo que
está sucediendo en otras partes, causa en nuestras filas un efecto
tristísimo. El triunfo de Oristá, la victoria obtenida por Savalls en
San Quintín de Besora, la muerte de Cabrinety, la toma de Igualada y el
desastre de Albiol, en que nuestros prisioneros perecieron, muertos a
bayonetazos, han envalentonado mucho al enemigo. Lo más irritante es que
la guerra va tomando un carácter de ferocidad que espanta. Hay
guerrilleros que entran a saco en los pueblos como en los tiempos
bárbaros; que incendian, ultrajan a las mujeres y martirizan a los
niños: uno ha rematado a los heridos con picos y azadas, y otro ha
mandado arrancar a los jefes prisioneros tiras de carne en los brazos,
simulando los galones del grado que tenían en el ejército. Asombra el
número de curas que, hechos fieras, recorren los campos: los hay
agregados a cuerpos o divisiones bien organizadas, y otros que, sin
reconocer jefatura, van por donde quieren, cometiendo fechorías.
Ahora dicen que anda por estos contornos una partida con un cabecilla al
frente, también cura, que acaso sea el autor del fusilamiento
presenciado por Pateta. Si le pillamos, se divierte.
Basta de carta; no tengo tiempo para más. Escríbeme siempre que puedas y
dime de mil maneras que me quieres: la última será la que me parezca más
grata. Yo no dejo de pensar en tí, y si no me llamaras romántico, te
diría que con tu amor llevo en el alma un amuleto. No tengo miedo a
perderte. Hasta tu nombre me parece de buen agüero, y pienso, _Paz_ de
mi vida, que por tí se está batiendo media España. Pese a quien pese,
serás mía. Adiós y recibe el cariño de tu amantísimo,
PEPE.»


XXXVIII

Fue una escena suelta que acaso no tenga jamás historiador, un episodio
de aquel espantoso drama de la guerra, olvidado ante la magnitud de
otras proezas.
Amanecía: el sol, como amante presuroso, arrancaba a la tierra su túnica
de nieblas, y de entre las sombras rasgadas por el claror del día iban
surgiendo las formas de las cosas.
Frente a los cerros que ocupaba la columna del ejército liberal
aparecía, en una hondonada, el pueblecillo de Santa Cruz de Urquilezo,
cerradas todas las puertas y ventanas de su miserable caserío de
fachadas blancas, en cuyas vidrieras reverberaba la luz del alba,
fingiendo llamaradas de incendio. Ningún hombre se veía por los pequeños
espacios libres entre casa y casa que hacían el oficio de calles: todos
eran voluntarios y estaban en el monte. En las cañadas cercanas no había
ganado al regalo de la yerba.
Algunas techumbres despedían el humo de los hogares encendidos,
indicando que allí permanecían los viejos, los chicos y las mujeres. Del
río, que regolfando en las riberas serpenteaba entre prados y huertas,
se desprendía un vapor gris, deshecho al menor soplo del aire, y la
corriente mansa y negruzca pasaba silenciosamente por las presas de los
molinos abandonados, como mofándose de las ruedas paradas. No se oían
más ruidos que el rápido rozar del viento contra los penachos de los
maizales, y a ratos sonar estridente de cornetas lejanas.
Como a un cuarto de legua detrás del pueblo se erguía Monte-Dalarza,
impracticable a la derecha por una serie de ásperos peñascales y cortado
a la izquierda por un tajo, con honores de sima, que lo separaba del
resto de la sierra. Toda la ladera que hacía frente a los cerros
aparecía surcada de trabajos de tierra, sin que desde la falda hasta
cerca del picacho que coronaba la cumbre quedara en la vertiente un
trecho de cien pasos en que no hubiera trinchera-abrigo, pozo de tirador
o empalizada de cestones, para disparar a mansalva. En aquella posición,
casi inexpugnable, se habían apostado varias partidas, fuertes de hasta
cuatro mil hombres, decididas a defender el paso. Las quebraduras que
tenían a su derecha eran inaccesibles, y el tajo de la izquierda
absolutamente imposible de salvar. Aquella hendidura, labrada por la
fuerza brutal de la Naturaleza, parecía angosta vista de lejos; mas de
cerca, sus paredes, formadas por las aristas y angulosidades de las
rocas, se apartaban, dejando en medio un vacío ancho y tenebroso, donde
en confuso desorden iba hacinando el tiempo peñas rodadas, troncos
caídos y malezas barridas por los vendavales. Nadie oyó nunca chocar
contra el fondo del barranco la piedra allí lanzada, ni hubo jamás en la
comarca quien se aventurase a explorar aquella cavidad oscura, más
oscura según iba siendo más profunda, y de cuyos bordes el ganado se
apartaba medroso.
No había más remedio que forzar de frente las trincheras de la falda de
la montaña. El plan de ataque consistía en cañonearlas primero, sin
disparar un tiro de fusil, y tomarlas después a la bayoneta cuando
fuera posible calcular que la artillería había destruido las defensas y
desalentado a los combatientes.
A poco de rayar el día comenzó la lucha, cuyos actores permanecían
invisibles, unos tras las desigualdades de los montículos y otros tras
los parapetos, construidos con tierra sacada de las zanjas donde se
ocultaban. Primero se vio hacia la parte de los cerros, ocupados por los
liberales, el humo de un fogonazo que rastreó como una nubecilla, y sonó
un estampido: luego se oyó otro, y luego muchos más, hasta quedar las
colinas cubiertas de un nublado espeso que tardaba largo rato en
disiparse, mientras las cavidades de los montes devolvían en ecos
temblorosos y roncos el tronar de la artillería. Las fuerzas carlistas
contestaban débilmente al cañoneo: debían tener pocas piezas y de escaso
alcance, porque sus tiros iban a estrellarse en un ribazo situado por
bajo de los cerros, casi en la orilla del río, produciendo los cascos de
granadas, al caer en el agua, anchos círculos de ondas que se
estrellaban en las márgenes. Por fin, al cabo de una hora, comenzaron a
notarse en la falda de Monte-Dalarza puntos negros e inquietos que
semejaban hormiguero turbado: eran voluntarios carlistas que, viendo
destruidas las trincheras bajas, subían apresuradamente a refugiarse en
las altas. De pronto, cuando el cañoneo fue más recio, cayeron dos
granadas por bajo de la sima, donde había una batería, y causaron tan
horrible destrozo, que un instante después aquellos puntos negros fueron
innumerables, distinguiéndose los grupos de hombres que ascendían a la
desbandada por la vertiente, como reses perseguidas de cerca, en tanto
que otros, menos, pero más tercos y valientes, arrastraban a brazo los
cañoncejos para emplazarlos más arriba. Al poco rato sucedió lo mismo en
el extremo opuesto, enmudeciendo las tres o cuatro piezas que hacían
fuego desde la línea inferior de las trincheras. Los liberales siguieron
disparando, y así trascurrió una hora. De pronto, de entre las
quebraduras de los cerros, ocupados por el ejército, salieron dos
columnas de tropa, destacándose las filas de pantalones rojos sobre el
gris terroso del suelo. En seguida, dejando a su derecha el caserío de
Urquilezo, bajaron a la carrera hasta la hondonada, y sin detenerse un
momento emprendieron de frente la subida hacia las líneas de defensa,
mientras la banda de cornetas tocaba paso de ataque.
El general había pedido voluntarios; y como el coronel del batallón de
Pepe fuese el primero en ofrecerse con su gente, se le confió la
operación, lanzándose las compañías al peligro, con sus jefes al frente,
sin que la artillería dejara de hostilizar el reducto próximo a la sima.
Cuando los soldados comenzaron a subir la falda de Monte-Dalarza, cesó
el fuego de los carlistas: no querían desperdiciar municiones. El sol,
que ya picaba, el calor, lo áspero del terreno y el cansancio de las
pasadas marchas, entorpecían el acceso; pero, al cabo de media hora, las
dos columnas llegaron casi al mismo tiempo a la primera línea de
trincheras abandonadas, siguiendo el movimiento de avance: nadie tomó
punto de reposo. Continuó la embestida y, ya estaban los más delanteros
a corta distancia del reducto, cuando la línea terrosa que señalaba las
trincheras altas desapareció de pronto tras una nube estrecha y larga,
sonando el estruendoso fragor de una descarga formidable. Más de veinte
hombres quedaron tendidos en las breñas: los demás, volviendo las
espaldas, corrieron precipitadamente a la hondonada. De los caídos nadie
se cuidó. Unos pedían agua, otros murmuraban nombres de mujeres; pero
sus gritos fueron acallados por el rápido pisar de los que huían,
brincando entre las matas y removiendo pedruscos que bajaban rodando
hasta el barranco. Entonces, una batería Plasencia, de las situadas en
los cerros, avanzó hasta emplazarse casi al alcance de los tiros
contrarios, y disparó sin descanso contra las trincheras altas. Los
primeros proyectiles cayeron bajos: luego, rectificada la puntería, su
efecto fue terrible. Al mismo tiempo los fugitivos, rehechos y animados
por sus jefes en la hondonada, dieron principio a la segunda embestida,
siendo tan bravo y rápido esta vez el avance que, a pesar de otras dos
descargas, las compañías, poco mermadas, llegaron cerca del reducto
inmediato a la sima.
Merced a una quebradura del terreno, el ribazo donde estaba construido
el reducto destacaba sobre el azul del cielo, y allí, por cima del
parapeto de la obra de tierra, algunos soldados de los que subían vieron
desde los primeros momentos de la acometida un hombre de elevada
estatura y barba negra que, sable en mano, animaba a los suyos, yendo de
un lado para otro, gesticulando y dando enérgicas voces, como si
quisiera comunicarles su valor heroico. Pepe no le vio; pero Pateta se
fijó en él y hubo un momento en que, interrumpidos los disparos
carlistas, el _gatera_ madrileño, que iba trepando cuesta arriba como
una alimaña del monte, oyó clara y distinta la voz de aquel hombre que,
agitando furiosamente el sable, gritaba a los de la trinchera:
--¡Quietos ahora! ¡quietos, y luego tirar a los oficiales!
Su figura sobresalía del parapeto, destacándose sola y arrogante.
Llevaba zamarra larga con cordonaje negro, faja morada y gorra
pellejera. Pateta, según iba subiendo, le miraba con mayor tenacidad: de
pronto, al reconocerle, soltó una palabrota y murmuró con ira:
--¡El del fusilamiento!
Y rápidamente el pensamiento le señaló su verdadero enemigo. Por aquel y
otros tales estaba él en la guerra, lejos de su novia. Se acordó del
pobre telegrafista, no pudo contenerse y, afirmando bien los pies en
tierra, se echó el _remingthon_ a la cara e hizo fuego: sonó el tiro, y
el cabecilla cayó, doblándose por las rodillas. Convencerse de quién
era, sentir la tentación y disparar, todo fue uno.
--¡Abur, amigo!--gritó al verle caer--y redoblando sus esfuerzos, llegó
al reducto entre los primeros que lo asaltaron.
El carlista estaba tendido encima de un montón de alforjas. Sin duda se
arrastró hasta allí para morir. Tenía el cuello atravesado por el
balazo, y los dos agujeros abiertos por el proyectil manaban sangre: el
sable estaba caído a pocos pasos, y él, con la mano izquierda, crispada
y sucia, conservaba agarrado un trapito rectangular y blanco, sujeto a
una cinta que le salía de entre las ropas del pecho. Pateta se acercó
con medrosa curiosidad; pero al fijar en él los ojos, lanzó un grito de
espanto y tendió en torno la mirada, horrorizado ante la idea de que se
aproximara Pepe.
El muerto era Tirso.
Sus facciones no conservaban contracción de ira ni gesto de dolor; pero
los ojos, vidriados por la muerte, indicaban todavía el tesón indomable
de su alma, sin que bastaran a desfigurarle la barba crecida ni el
semblante pálido por la hemorragia. Las líneas duras y angulosas de su
rostro parecían suavizadas por la muerte, que imprimió en ellas una
serenidad admirable, reflejo acaso de la conciencia satisfecha por el
deber cumplido. No parecía caído entre los escombros de un reducto, sino
sacrificado ante las gradas de un altar...
Lo primero que se le ocurrió a Pateta fue cubrirlo con arena, yerbajos
y cuanto hallase a mano, porque Pepe, si se acercaba, no le conociera;
mas le pareció escasa precaución. Entonces, desconcertado por la prisa,
mientras las cornetas seguían llamándole con sus sonidos estridentes,
soltó el fusil y, agarrando el cadáver por las manos, lo arrastró
penosamente hasta dejarlo en el cercano extremo del reducto que daba
junto al borde del tajo; luego volvió en busca del arma y, empuñándola
por el cañón, empujó con la culata el cuerpo inanimado, que cayó al
barranco arrastrando piedras y rebotando contra las aristas salientes de
las rocas.
Un instante después, Pateta seguía trepando jadeante hacia la última
línea de trincheras, ya vencidas, donde Pepe había entrado con su
compañía.
Al rodear las tropas vencedoras el picacho de Monte-Dalarza, los
facciosos huían cuesta abajo por la vertiente opuesta: ya no se
escuchaban cornetas ni se oían disparos, turbando sólo el augusto
silencio de los campos el triste relincho de un caballo herido y
abandonado en la hondonada.
* * * * *
Por la tarde, mucho después de haber cesado el peligro, cuantos chicos
había en el vecino pueblo de Urquilezo subieron a Monte-Dalarza,
ansiosos de ver el sitio del combate, resonando su vocerío de rapaces
traviesos donde poco antes tronaron los cañones. Los mayores miraban con
semblante serio las huellas de la lucha; los pequeños, riendo
alegremente, triscaban como cabritillos; todos iban buscando vestigios
del paso de la tropa y mostrándose mutuamente las peñas donde chocó una
granada, la tierra removida en el piso de las zanjas y el musgo manchado
por la sangre; pero lo que más les regocijaba era recoger cartuchos
vacíos. Uno se encontró en una trinchera un morralillo con un cantero de
pan y medio chorizo envuelto en una carta. Por último, subieron todos
hasta el reducto inmediato al precipicio, y con grande algazara
inventaron otro juego. Reunidos en grupos, empezaron a tirar cantos a la
sima. Unos escarbaban con palos para arrancar los pedruscos de sus
terrosos alvéolos; otros, a fuerza de empujones, los iban acercando a la
sima y, cuando conseguían dejarlos junto al borde del tajo, los impelían
al abismo, gozándose en verlos desgajar raíces y partirse en mil trozos
contra las paredes de roca. Se divirtieron mucho y, como ignoraban que
en el fondo del barranco había un muerto, estuvieron largo rato
acarreando piedras y terruños, que tiraban al precipicio con inocente
furia. Hasta la puesta del sol no tornaron al pueblo.
Parecían el símbolo del porvenir enterrando el cadáver del pasado.
* * * * *
Cerró la noche, negra como un luto por las tristezas humanas; silbó el
viento entre los maizales del valle, y el río, emblema de la fuerza
inmortal de la Naturaleza, siguió pasando silencioso y lento entre las
ruedas del molino, paradas por la mano de la guerra.

FIN
Madrid, Junio a Diciembre de 1886.
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