El enemigo - 07

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hombre que ha comenzado a estudiar: al cabo de un año, la santificación
de las fiestas, la Inmaculada Concepción, los carceleros del Papa, los
milagros modernos, las impiedades del matrimonio civil, la infamia
llamada libertad de cultos, fueron sus temas favoritos; y los
campesinos, que al principio no le entendían, empezaron a entusiasmarse
con su palabra, de la que no fue avaro, sino que la prodigó,
experimentando algo semejante al orgullo de la misión cumplida. Cuando
desde lo alto del púlpito miraba congregado el rebaño de fieles que le
oía con devoto silencio, imaginaba estar realizando el más alto y noble
de los destinos humanos.
En su conducta nada había censurable. Llenaba con tanto celo su deber,
que apenas, muy de tarde en tarde, escribía una carta, sobria y breve, a
sus padres, ya habituados a aquel alejamiento, como padres de hijo
marino que navega al otro lado del mundo. Su vida era reposada,
monótona, sin emociones que le agitaran ni cavilaciones que le
desvelasen; existencia plácida, quizá egoísta, de una tranquilidad
análoga al silencio del campo.
Desde las ventanas de su cuarto abarcaba con la vista ancho espacio,
extensos plantíos de nabos, frondosos maizales, hondonadas de donde
subía rumor de agua corriente, casas pequeñas y dispersas, medio ocultas
entre la frondosidad de enormes castaños acopados, y allá, en lo alto de
algún cerro, una ermita con la cruz del tejadillo tronchada por el
viento. En las laderas de los montes, la tierra parecía a trechos
ingrata a todo esfuerzo humano, las cumbres estaban coronadas de peñas
calvas con los ángulos roídos por los siglos, y los picachos de granito
se erguían enhiestos en desprecio del tiempo. El cielo de aquella
región casi nunca estaba sereno: a la mañana y a la tarde, en toda época
del año, el suelo se cubría de neblinas que, lamiendo las vertientes y
los altos, se alzaban poco a poco hasta formar nubes que, apoyándose en
las crestas de la sierra, tendían el vuelo por los aires,
confundiéndose, hacia el confín del horizonte, con otras nubes que
venían de montes más lejanos. Lo diseminado del caserío contribuía a la
soledad de Tirso; así que tenía poco roce con sus feligreses, casi las
precisas relaciones, dada su posición; de suerte que, ni el respeto se
mermaba con la confianza, ni la frecuencia del trato podía engendrar
intimidad. Hacía muchos años que en aquellos contornos no se recordaba
un cura tan reservado y poco comunicativo.
Tirso era de carácter rudo; su aspereza parecía fruto de cierto orgullo
íntimo por el cumplimiento del deber, y con los campesinos guardaba
siempre una reserva calculada, cual si pensase que convenía a su
prestigio de sacerdote el apartamiento de las miserias humanas. Lo que
más contribuyó a su buena fama, fue la indiferencia que manifestó hacia
las mujeres desde que tomó posesión del curato. Hablando con los hombres
era frío, de pocas y secas palabras; pero esta frialdad y aspereza
subían de punto al tratar con las mujeres: para ellas sólo tenía en los
labios acritud y en el pensamiento recelo. Su juventud y la vida libre
del clero en aquellas tierras, hacían resaltar más esta antipatía a la
mujer. Los familiares que en las oficinas del obispado manejaban el
registro secreto de la conducta de los clérigos de la diócesis, tardaron
muchos meses en convencerse de que no era mujeriego, y el espionaje, de
que no se vio exento por ser ahijado de don Tadeo, sólo logró averiguar
que, valiéndose de lo cercano que estaba su curato a la ciudad, Tirso
solía irse a la población un par de veces al mes, permaneciendo en ella
algunas horas, sin que nadie supiera dónde ni a qué iba. Sobre esto hizo
mil conjeturas la malicia; pero nada se llegó a saber con certeza.
Tal fue la vida de Tirso durante los primeros años de su estancia en
aquellos campos, donde seguramente no era fácil que se realizasen todas
las promesas de dignidades y grandezas que le hicieron su propia
imaginación y los que le consagraron al sacerdocio. Luego, de pronto, y
en muy pocas semanas, su vida mudó por completo de rumbo.
* * * * *
En pueblos y aldeas comenzó a notarse extraña inquietud y desusado
movimiento, sustituyendo, a las conversaciones sobre el estado del campo
o el cuidado de las haciendas, diálogos que expresaban, no temor, sino
esperanza de próximos trastornos.
Se sabían con indignación cosas irritantes, y se comentaban con ira. La
Revolución, que había hecho jurar a los sacerdotes una Constitución
sacrílega, y que ciñó la corona de San Fernando a un hijo del carcelero
del Papa, parecía lanzada a nuevos y execrables excesos; los gobiernos
que se sucedían en Madrid estaban compuestos de enemigos de la Iglesia;
de algunos de los ministros se dijo que eran protestantes, y se añadía
que en la corte se fraguaba una conspiración para suprimir el sueldo a
los párrocos y arrojar de sus conventos a las pobres monjitas que
escaparon a la _persecución_ del año 68. A estas noticias, esparcidas
primero cautelosamente, y luego en violentos impresos, respondió la
comarca con intenso desasosiego. Las gentes se hablaban ávidas de
recibir y comunicarse nuevas que justificaran la exaltación de los
ánimos; los que no sabían leer, es decir, el mayor número, se reunían en
corros a oír las relaciones que en cartas o periódicos se hacían del
estado de España, que semejaba haber caído en poder de moros;
comenzaron a pronunciarse con respeto nombres de cabecillas olvidados; y
personas que jamás hicieron alarde de su opinión, manifestaron sin
rebozo que, si en aquellos valles volvía a resonar el grito de _Dios,
Patria y Rey_, contestarían a él con entusiasmo. En los pueblos, cada
púlpito era una tribuna; cada sacerdote, un orador que, poseído de santa
indignación, se olvidaba de alabar a Dios por señalar a sus enemigos con
el dedo; recordábanse en las tertulias hazañas de la _otra guerra_,
narradas con carácter de leyenda, y de continuo atravesaban el país
viajeros que, deteniéndose a guisa de emisarios en los caseríos,
repetían palabras que eran consignas, o frases de esperanza en el
alzamiento, ya cercano. Hasta las mujeres atizaban el fuego, como si
anhelasen la lucha, teniendo en poco la vida de sus hijos.
Una tarde, ya puesto el sol, llegó a casa de Tirso un hombre, y tras
conferenciar con él breve rato, partió en dirección a otro pueblo
cercano. Al día siguiente, Tirso metió en una balija y un baúl pequeño
parte de sus ropas, y cuando cerró la noche, acompañado de un labriego
de su confianza, se encaminó a la ciudad, en cuyas afueras le esperaba
un criado, que cargó con el equipaje. Pocas horas más tarde, don Tadeo
y dos caballeros amigos suyos celebraron ante él una entrevista, le
dieron algún dinero, instrucciones y orden de marchar a Madrid. El
curato quedó abandonado; mas ¿qué importaba descuidar la salud de unos
cuantos por el servicio de todos? Era necesario un agente discreto,
seguro, desconocido por ser nuevo, y de quien nadie pudiese sospechar:
don Tadeo designó a Tirso, y éste tomó el tren para la corte.
Por eso no escribió ni dijo nunca a sus padres cuál era el objeto de su
viaje.


XII

El día anterior a la llegada de Tirso a Madrid, mientras don José, doña
Manuela y Leocadia le esperaban con la satisfacción que consentía la
larga separación sufrida, Pepe se entretuvo en arreglar para su hermano
su propio cuarto, trasladando de la habitación que él ocupaba a otra más
chica y de peores condiciones un armarito, dos perchas, el aguamanil y
dos sillas, todo lo que componía su mobiliario, diciendo que él paraba
poco en casa y, además, en cualquier parte estaría bien. Salió
perdiendo en el cambio, pero sabía que aquello agradaría al padre.
Leocadia barrió el suelo y fregó los cristales del cuarto cedido, y la
madre preparó ropa para el lecho. Con destino a Tirso se compró un
catre; pero Pepe lo tomó para sí y cedió también para su hermano la
cama, que era de hierro. La víspera de que el viajero llegase, cuando
todo estaba dispuesto para recibirle, don José, mientras le acostaban,
decía a Pepe:
--Hijo mío, por más que discurro, no puedo adivinar cuál sea el motivo
de su venida.
--Ya nos lo dirá él.
--¿Y por qué no explicarlo antes? Te confieso que me preocupa esto
mucho. ¿De donde habrá sacado el dinero del viaje? Lo que yo pienso no
tiene vuelta de hoja. Si antes ha tenido cuartos, ¿cómo no se le ha
ocurrido nunca enviar un céntimo ni venir a vernos? y si los tiene
ahora, de repente, ¿cómo se los ha procurado?
--Lo mismo he pensado yo; pero no te devanes los sesos, que mañana
sabremos a qué atenernos. Lo principal es que viene y que estás
contento. Yo también me alegro más de lo que parece, y eso que la
situación es rara ¿verdad? Porque lo cierto es que ni ésta (_por
Leocadia_) ni yo le hemos visto desde que éramos chicos.
--No hablemos, no hablemos de eso, que se me amarga la alegría. Tú
bajarás a la estación, ¿eh?
--Sí, pero... no sé como me las arreglaré... A quien se le contara el
caso, se echaría a reír. ¿Cómo diablos le conoceré?
--Hombre, él vendrá con hábitos. Le llamas, y con darle una voz...
--El tren llega a las siete y veinticinco; de modo que, si no trae
retraso, a las ocho y cuarto u ocho y media podemos estar aquí.
Nadie en la casa concilió el sueño aquella noche. Pepe se levantó a las
seis, y poco después bajó a la estación del Norte.
Hacía fresco, y para entrar en calor comenzó a pasear por el andén,
presa de una impaciencia en que acaso era curiosidad la mayor parte:
cada dos minutos miraba al reloj, y constantemente tenía el oído atento,
esperando escuchar un timbre eléctrico, una campanada, un silbido,
cualquier señal que anunciase la llegada del tren.
La falta de movimiento hacía que los ruidos fueran escasos: sólo se oían
el penetrante sonido de una banda de cornetas que aprendía a tocar
llamada por bajo del cuartel de la Montaña y el cansado grito con que
se animaban varios mozos que, arrimando el hombro a un furgón, iban
empujándolo hacia el muelle de descarga. En el andén no había casi
nadie. Veíanse a lo lejos los cobertizos que resguardan las mercancías,
las largas filas de vagones polvorientos, la arena de las vías
ennegrecida por las escorias del carbón, las líneas paralelas de los
railes abrillantados por el roze, y el arbolado de la cuesta de
Areneros, cuyo ramaje comenzaba a ponerse amarillo con los ardores del
verano. Poco a poco fue llegando gente; empleados que venían
desperezándose, mozos que sacaban de junto a las básculas los carretones
de los equipajes, otros ocupados en recoger lamparillas de los coches, y
algunos que traían grandes atados de cántaras vacías, devueltas por los
lecheros a su punto le origen. Después aparecieron las autoridades de
menor cuantía, dos _parejas_ y un inspector que hacía molinetes con el
bastón para que se viesen las borlas mugrientas. De pronto sonó un
timbre, y luego una campana: el tren había salido de la estación
inmediata. Trascurrieron veinte minutos, y de repente, en la curva de la
Moncloa, asomó la locomotora arrastrando con sus últimos esfuerzos el
tren, que produjo al pasar sobre las placas giratorias un ruido
estrepitoso de hierro golpeado contra hierro. Cuando se detuvo la larga
fila de vagones y comenzaron los viajeros a bajarse, Pepe fue
registrando con la vista los departamentos uno por uno, mas no vio salir
de ellos ningún cura. Miró a las gentes que ya se habían apeado, y
tampoco. Entre los recién llegados que se agolpaban a la puerta de
salida, no había clérigo alguno. Pasaron unos instantes y, disminuida ya
la confusión, se fijó en un hombre que quedó en medio del andén, solo,
mirando desorientado a todas partes, sin soltar una cesta y un saco de
alfombra que llevaba en las manos, dudosamente limpias.
Vestía traje oscuro, cuyo chaquetón, muy abrochado, sólo dejaba ver el
cuello de la camisa: la pechera desaparecía tras una corbata negra y
ancha hecha dos nudos; toda su ropa era ordinaria, pero nueva; llevaba
las botas blancuzcas por el poco betún o el mucho roze, y de uno de los
bolsillos del chaquetón pendía la borlita de un gorrito de pana. Pepe
clavó los ojos en aquél hombre, y luego, poniéndose a pocos pasos y a su
espalda, le llamó en voz baja, casi con timidez:
--¡Tirso!
Volviose de pronto el recién llegado, y entonces el muchacho le abrió
los brazos, diciendo:
--Soy Pepe.
El abrazo que se dieron fue largo y apretado, sincero tal vez, pero de
fijo nadie lo sabrá nunca.
De tan extraño modo se conocieron dos hombres a quienes la Naturaleza
había hecho hermanos.
--¿Y los padres?--preguntó Tirso con más interés en la entonación que
calor en la mirada.
--Buenos... esperándote.
Parecía que ambos empleaban el tú con trabajo.
--Vamos allá.
Reclamaron juntos el equipaje, confiáronselo a un mozo, a quien dieron
las señas de la casa donde lo había de llevar, y salieron de la
estación.
--Vamos a tomar un coche: ¡hoy es día de gastar dinero!--dijo Pepe.
--¿Para qué? ¿Está lejos la casa?
--Lejos, no; pero tienen mucha gana de verte. Todo está preparado... tu
cuarto dispuesto... ¡Verás qué guapa es Leo y como te reciben todos!
--No, no: vamos a pie.
--Anda, no seas niño; un _pesetero_ nos lleva en seguida.
--¡No!: quiero ir a pie.
Y pronunció el _no_ firme, rotundo, seco, como quien suele dar a la
palabra la energía de una voluntad terca.
--Entonces, vamos deprisa, que estarán impacientes.
Echaron a andar. La mañana era fresca y agradable. Madrid recibía a su
huésped con un cielo azul, limpio y hermoso. Subieron por la Cuesta de
San Vicente, y poco antes de llegar a la puerta, Tirso, mirando frente a
ella un edificio pequeño en cuyos muros exteriores había escritos dos
versículos de la Biblia, preguntó, torciendo el gesto:
--¿Es una capilla protestante?
--No: es un asilo que ha hecho la Reina María Victoria, la mujer de
Amadeo, para que estén recogidos los hijos de las lavanderas mientras
ellas trabajan.
Tirso desvió la vista sin contestar.
Siguiendo a buen paso su camino, continuaron por la calle de Bailén
cambiando frases indiferentes, sin atinar con lo que mutuamente debían
decirse, ambos cohibidos, como extraños a quienes la casualidad ha
puesto en contacto. Lo familiar se les antojaba osado, y cada cual temía
que el interés pareciese curiosidad. Querían dar a las palabras
entonación cariñosa, y no acertaban a decirse sino cosas que les eran
ajenas. Desembocaron en la plaza de Oriente.
--Mira, Tirso, estamos en Palacio.
El forastero contempló un instante el soberbio edificio sin poder
contener una expresión de disgusto, cual si allí viviera alguien a quien
personalmente aborreciese. En esto Pepe se arriesgó, por fin, a
preguntar algo que satisficiera la espectativa que en sus padres y en él
mismo había despertado el viaje.
--Vamos, hombre, ¿y cómo ha sido esto? ¿Qué te trae a Madrid?
--Ya te contaré, ya te contaré: ahora no... ¡Qué lástima que viva ahí
dentro un extranjero!--añadió, mirando con saña hacia Palacio.
Más adelante, en la entrada de la calle Mayor, se detuvo para ver la
fachada del convento del Sacramento.
--¿Qué iglesia es esa? ¿Es parroquia?
--Hombre, la verdad... con certeza no te lo puedo decir; pero creo que
ahora está ahí la parroquia de Santa María.
--Poco enterado estás. Anda, vamos a entrar un momento.
--Hombre, ¡si nos están aguardando!
--No importa, dos minutos.
Pepe no comprendía que su hermano dilatara ni tan corto espacio de
tiempo el abrazar a sus padres. Por disculparle instintivamente, se
dijo, sin embargo, que aquella era la primera iglesia de Madrid que
Tirso había encontrado al paso y que, siendo cura, el hecho no tenía
nada de sorprendente. Bajaron la escalinata que conduce a la fuente, y
en la puerta del templo, Pepe, que iba fumando, dijo:
--Aquí te espero, no tardes; déjame los sacos.
--¡Ah! ¿no entras?
Tirso penetró solo en la iglesia y Pepe se quedó mirando cómo los
aguadores llenaban las cubas en la fuente. Pasó entretenido unos cuantos
minutos, luego volvió los ojos hacia la portada, pareciéndole
inexplicable que su hermano no saliera en seguida; pero trascurrió un
buen rato, y nada, Tirso no volvía. Miró el reloj, dio dos o tres paseos
por delante de la fachada, sin soltar los sacos, y volviendo a subir las
escaleras, dirigió otra vez la vista hacia la iglesia. Salieron dos
viejas y un señor muy gordo, encasquetándose un gorro negro antes de
ponerse el sombrero; mas Tirso dentro permanecía.--«¡Qué calma!--pensaba
Pepe--¡Sabiendo cómo estarán en casa!»--De pronto sacó otra vez el
reloj y, notando que había pasado casi un cuarto de hora, se le acabó la
paciencia y bajó la escalerilla: aún se detuvo unos instantes en la
puerta, mas en balde. Al fin entró por su hermano.
La nave del templo era toda sombras, en cuyo fondo ardían unas cuantas
velas, sin que las llamas lograran disipar la oscuridad. A la izquierda,
al pie de un altar, estaba Tirso hincado de rodillas, juntas las manos
sobre el pecho y muy humillada la cabeza. Como Pepe no tenía costumbre
de verle, le fue preciso adelantar bastante para cerciorarse de que era
él. Cuando iba ya a tocarle en un hombro, Tirso se puso en pie, hizo
ante el altar una lenta genuflexión, se persignó y salió despacito. Al
verle llegar a la puerta, Pepe, que había vuelto a salir, le dijo,
procurando no dar acritud a sus palabras:
--Pero, ¿tú sabes la impaciencia con que estarán en casa?
Tirso, imperturbable, se detuvo un momento a leer un cartel de fiestas
religiosas, y luego contestó con severa y pausada entonación:
--Lo primero, es lo primero.
Desde allí anduvieron deprisa, pero yendo siempre Tirso con retraso de
un par de pasos.
«Vaya--pensaba Pepe--este es cura hasta los tuétanos.»
* * * * *
En uno de los balcones del piso segundo de su casa de la calle de
Botoneras estaban esperándoles doña Manuela, Leocadia, y tras ellas,
hundido en una butaca sin poder incorporarse, por la debilidad de las
piernas, don José, que a cada minuto preguntaba:
--¿No vienen? ¿No les veis?
Al fin desembocaron los dos hermanos por el arco de la Plaza Mayor.
--¡Allí están!--gritó Leocadia y, dirigiéndose hacia la puerta, bajó la
escalera rápidamente hasta el portal, donde abrazó a Tirso, mientras
Pepe decía:
--Ya le tenemos aquí: vamos, vamos arriba.
Doña Manuela les recibió con los brazos abiertos en el descansillo del
principal; y como don José se hubiese quedado solo, con las puertas
abiertas, se le oía gritar, alterada la voz:
--¡Tirso, Tirso!
La madre se le estaba comiendo a besos.
Pepe y Leocadia, llevando cada uno un saco, entraron en el comedor:
detrás venían Tirso y su madre.
En vano pretendió el pobre viejo levantarse: pudo incorporarse apoyando
fuertemente las palmas en los brazos del sillón; mas, al intentar
sostenerse sobre las piernas, tuvo que dejarse caer en el asiento.
Tirso, entonces, llegó hasta la butaca y abrazó a su padre, quien,
cogiéndole la cabeza entre las manos y oprimiéndosela contra su pecho,
permaneció unos instantes sin proferir palabra, presa de una emoción
honda y callada. Hubo un momento de profundo silencio. Tirso sintió caer
una lágrima sobre su cuello; doña Manuela y Leocadia les miraban, sin
atreverse a separarlos, ambas impacientes por acercarse; Pepe, temeroso
de que aquella impresión dañara a su padre, se adelantó hasta la butaca
y, apartando suavemente a Tirso, dijo:
--Que haya para todos; los demás, ¿no somos nadie?
--¡Ya ves, hijo mío, cómo estoy!
--Paciencia, padre: la misericordia de Dios es infinita.
--Yoduro de potasio, cueste lo que cueste; mucho yoduro--añadió Pepe.
Durante la mañana toda la familia, menos Pepe, que tuvo que ir a casa
del señor de Ágreda, permaneció reunida en el comedor entregada a la
alegría del suceso; pero había en aquella situación algo anormal que
ponía trabas al contento. El hijo que por primera vez pisaba el hogar
de sus padres, a los treinta y cuatro años, revestido del carácter
sacerdotal, parecía un extraño recibido con afectuosos extremos; la
franqueza que con él empleaban resultaba tímida, como si a sus padres y
su hermana les fuera difícil tratarle con verdadera intimidad.
Especialmente doña Manuela, no sabía qué hacerse: las preguntas
cariñosas, las frases regocijadas se le paraban en los labios, atajadas
por un respeto vago; quería bromear, y le era imposible; las palabras no
respondían a las ideas que ansiaba expresar. Diríase que su cariño hacia
Tirso, privado por largos años de dar muestra de vida, surgía
repentinamente, pero entorpecido por lo anómalo de las circunstancias.
Había ratos en que ninguno sabía de qué conversar con él. Quien parecía
más dueño de sí era don José, sin tener tampoco realmente con su hijo la
libertad que debiera. Leocadia experimentaba una fuerte impresión de
curiosidad. Se había sentado en uno de los brazos de la butaca de su
padre y, como Tirso ocupaba una silla baja, ella le veía de alto a bajo,
mirándole y remirándole la coronilla, muy sorprendida de que un hermano
suyo tuviese aquello en la cabeza.
A las doce volvió Pepe y almorzaron, ocupando cada cual su puesto en
torno de la mesa. Tirso, entonces, permaneció un momento en pie; tomó
una libreta, marcó sobre ella ligeramente con el cuchillo una cruz antes
de partirla y, al dejar los pedazos sobre el mantel, extendió las manos,
murmurando con los ojos medio cerrados:
--_Benedice Domine nos, et hec tua dona quæ de tua largitate sumus
sumpturi_...
Ninguno respondió a la oración. Todos, entre sorprendidos y
contrariados, guardaron silencio unos instantes: doña Manuela fue la
única que, no por hipocresía, sino por docilidad, movió los labios, como
si rezara en voz baja. El primero que se atrevió a hablar, fue Pepe:
--A ver, chico, a qué te sabe el pan de tu casa.
--Lo que da el Señor, es bueno, donde quiera que lo dé.
Pepe añadió:
--Menos las enfermedades, escaseces, disgustos y otros obsequios...
--Con todo lo cual se prueba el temple del alma y se depura la virtud.
La desgracia es el crisol de la fe.
--Y pasa uno la vida que es un gozo: aunque yo creo que eso de
someternos a pruebas es calumnia que levantáis al Ser Supremo.
--¡Ah! ¿Llamas a Dios el Ser Supremo? ¿Eres libre pensador?
--¡Quién sabe lo que uno es? Pero como no me gusta la comedia que
estamos representando aquí bajo, chicheo en algunas escenas.
--Ya te mostraré yo remedio a todo. Rezando, implorando el favor divino,
no queda en el pensamiento espacio a la impiedad.
--¡Cuántas oraciones resultarán impías a los ojos de Dios! ¡Con qué
frecuencia se confundirán en la plegaria del devoto la esperanza del
beneficio propio y la avidez del mal ajeno!
--Esa no será oración, sino blasfemia. El mal y la oración son
incompatibles. Oración es _aptisima arma, thesaurus prepotens, divitias
inexhaustas pariens, fons et radix omnium bonorum_. Virtud, misa,
predicación, sacramentos, austeridad, limosna... todo puede subsistir
con el pecado menos la oración, que es al espíritu del hombre como el
aire al pulmón. Por eso dijo Orígenes: _Horrendum est diem sine oratione
transigere_, y el Profeta: _Desolatione, desolata est terra, quia nullus
est qui recogitet corde_.
--Mal se hermanan esa bondad divina, eternamente importunada por la
súplica humana, y la existencia del mal sobre la tierra.
--¿Qué te extraña? ¿No brotan en el mismo prado la flor que recrea, la
fécula que nutre y la ponzoña que mata?
--¿Y que falta hacía crear la ponzoña?
--El mal es en la tierra como piedra de toque para el alma. ¿Piensas que
en prosperidad imperturbable sería mejor el hombre?
--Mira, Tirso, no me gusta probar ideas propias con testimonios ajenos;
pero contesta a este raciocinio de Epicuro: ya ves si lo tomo de
antiguo.
--A ver qué herejías paganas te han enseñado en la Universidad.
--O Dios quiere evitar el mal y no puede, o puede y no quiere, o ni
quiere ni puede, o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente;
si puede y no quiere, es malo, y, por consiguiente, no es Dios; si no
puede ni quiere, es impotente y malo; y, por último, si quiere y puede,
¿de dónde diablos procede el mal, que no lo evita?
--Discutir no es creer: la razón agobia al pensamiento, la fe lo dilata.
Quédate con tus dudas y déjame con mis consuelos. Para tí, la soberbia
humana: para mí, la gracia divina.
--¿Y qué es eso? ¿Qué es la gracia?
--¿Crees en el progreso moderno?
--Sí.
--¿Sabes fijamente cómo, por qué y con arreglo a qué leyes late, palpita
y vuela el fluido eléctrico? No, y, sin embargo, crees en el telegrama
que te llena de gozo. Pues así es la gracia: maravilloso su origen,
secreto su camino; su fin, dulcísimo. Créeme, hermano, el hombre sin la
idea de Dios, es aspa de molino sin viento que lo mueva, fuego sin aire
que lo sople. Inteligencia en que no haya fe, sea aniquilada: es como
aquel árbol oriental de sombra dañina que, aun hecho leña y consumido
por las llamas, envenena el ambiente con las cenizas aventadas.
--Con lo cual venimos nada menos que a justificar el Santo Oficio.
--¡No vas descaminado!--exclamó Tirso trémula la voz.
Doña Manuela y Leocadia no entendían bien todo aquello: don José, ya
inquieto, golpeaba una copa con el recazo del cuchillo, cual si quisiera
que el timbre del cristal ahogara las frases de sus hijos.
Pepe no quiso contestar lo que se le ocurrió en respuesta a las últimas
palabras de su hermano.
El diálogo recayó luego sobre el viaje y sus molestias; después hablaron
de lo caro que cuesta todo en Madrid; de la agitación de la vida
cortesana; de lo mucho que hay que andar para ir a cualquier parte, y de
otras cosas, que asemejaron la conversación a la que pudieran haber
sostenido con un amigo forastero.
--¿Y qué iglesias hay por aquí cerca?--preguntó Tirso.
Tuvieron que hacer memoria para contestar: sólo doña Manuela quiso
responder en seguida.
--San Justo... y la Concepción Jerónima... y...
--Más cerca está San Isidro--decía Leocadia.
--¿En cuál de ellas oís misa?
Nadie repuso.
--Vais indistintamente a cualquiera, ¿eh? Pues eso no es bueno. La misa
debe oírse siempre en el mismo templo, y si es posible en el mismo altar
y dicha por el mismo sacerdote.
--Yo te diré lo que pasa, hijo mío--respondió don José.--En primer
lugar, ya ves, yo no me puedo mover, y tu madre no se aparta de mí un
momento. ¡Si vieses cuánto da que hacer en una casa un hombre como yo,
imposibilitado! Pepe no tiene tiempo para nada... y esa pobre, ni
siquiera pasea: no tiene quien la acompañe...
--La verdad es que vivimos muy sujetos, chico; ya lo irás viendo. Ésta y
mamá no se mueven de aquí, casi nunca salen: yo, entre unas cosas y
otras, trabajo de diez a doce horas diarias...
Tirso comprendió que todas eran disculpas: frunció el entrecejo, y su
mirada tuvo un destello frío y duro como el brillo del acero. Le costó
violentarse, pero se contuvo y calló.
Al caer la tarde se vistió de hábitos y esperó impaciente a que
anocheciese por completo, sin cesar de mirar hacia el balcón, donde la
luz iba faltando.
--Si te vas--le dijo su padre--espera. Pepe ha salido, pero vendrá
pronto y te acompañará.
Tirso esquivó la respuesta cuanto pudo, y al fin, apremiado por la
insistencia de don José repuso:
--No, no hace falta que nadie se moleste: no quiero sino dar una vuelta
por cualquier parte, tomar el aire un rato.
Al cerrar la noche se fue sin preguntar nombre alguno de calle, como
quien ya sabe dónde se propone ir y se obstina en ocultarlo. Doña
Manuela y Leocadia se asomaron al balcón, y la última, al verle pasar
bajo un farol y desaparecer por el arco hacia la Plaza Mayor, tuvo una
frase, que era la abreviatura de la situación por que atravesaba la
familia.
--¡Qué raro se me hace esto! ¡Parece mentira que sea de casa!
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