El enemigo - 13

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tribulación_, del P. Rivadeneyra. Sólo tres obras de arte adornaban la
estancia: una admirable copia del _Cristo_ de Velázquez; otra de la
_Dolorosa_ de Tiziano, y ante uno de los balcones, destacando sobre el
claror del hueco, una escultura fiel reproducción del _San Francisco_
de Alonso Cano. Cuanto allí había acusaba extraña mezcla de elegancia y
piedad.
Alzose de pronto una cortina y entró la Condesa, a quien Tirso saludó
respetuosamente: ella se sentó en una butaca pequeña, de espaldas a la
luz, y el cura, obedeciendo a una indicación, ocupó un asiento cercano
puesto frente al balcón; de suerte que la fisonomía de Tirso quedó a
merced de las miradas de la dama, y el rostro de ésta no tan visible
para él, que estaba como irresoluto y cortado. El traje de la de
Astorgüela era sencillo y negro, de un negro brillante y nuevo, junto al
cual pardeaban la sotana y el manteo de Tirso.
--Lo primero--comenzó ella--pido a usted mil perdones por mi
atrevimiento: debía haber procurado esta entrevista de otro modo, pero
deseaba que honrase Vd. mi casa y quería que hablásemos a solas; ante
todo, para felicitarle por su elocuencia y su rasgo de valor...
--Señora, yo agradezco tanto... pero la verdad, no creo merecer...
--Sí; merece Vd. que le feliciten todos los corazones cristianos.
Alcanzamos tiempos en que la energía en defender lo bueno y lo santo
debe alentarse; y yo, aunque valgo poco, he tenido empeño en conocer a
usted para apreciarle mejor.
Estaba asombrado, sin adivinar a qué venían tal llamada y tan afable
recibimiento.
--¿Le sorprende a Vd. mi osadía,--prosiguió adivinándolo la
Condesa--verdad? pues aún va a extrañarle más otra cosa que voy a
decirle, y sobre la cual le encargo la más absoluta reserva.
--Aseguro a Vd. que me desviviré por servirla, si juzga que puedo serla
útil.
--No se trata de servirme, señor Resmilla, sino de servir a la Religión.
Pero, ante todo, debo advertirle que no me era Vd. enteramente
desconocido. Mi posición, mis buenas relaciones, mi influencia, puedo
decirlo sin vanidad, me tienen al corriente de muchas cosas... y no
ignoro el objeto de su venida de Vd. a Madrid.
--Yo, señora, mi viaje...
--Esté Vd. tranquilo. Soy de las que animan y alientan cuanto se
proponen _ustedes_. Está Vd. en casa de una amiga. Y ahora diré a Vd.
que nada de _eso_ me es ajeno, y que tengo costumbre de honrarme con la
amistad de los que se consagran a tan glorioso servicio, es decir, que
aunque sólo fuera por esto, le hubiera llamado a Vd.; pero es el caso
que, además, vamos a tratar de otro asunto.
--Mande Vd.
--Usted tiene un hermano que está en relaciones amorosas, honradas, por
supuesto, con una señorita, casi parienta mía, que se llama María Paz de
Ágreda...
--No lo sabía... o, mejor dicho, ignoraba quién era ella.
--Yo, en cambio, sé mucho más. El padre de esa señorita es un caballero
bastante rico, que, por cierto, no ha educado a la niña como debiera;
pero esto no hace al caso. Lo importante es que Vd. va a prestar un buen
servicio a intereses sagrados.
--Pero, ¿qué tiene esto que ver con mi hermano?
--El padre de esa señorita Paz posee cerca de los Cuatro Caminos, fuera
de la puerta de Fuencarral, unos solares, lindando con los cuales está
edificando su nueva casa una comunidad, que acaso todavía no conozca
usted, y que el vulgo ha comenzado a llamar las _Hijas de la Salve_.
Pues bien; esta hermandad desea comprar parte de la tierra que es
propiedad de don Luis, a lo cual se niega él resueltamente: todos los
esfuerzos, todos los ofrecimientos han sido inútiles.
--¿Y qué puedo yo en el asunto?
--Mucho: piense Vd. que se trata del servicio de una fundación
religiosa... Vamos a concretarnos a lo esencial. ¿Está Vd. dispuesto a
favorecer los deseos de los que protegen a esa comunidad? Responda Vd.
francamente.
--Sí, señora, si realmente se trata de una comunidad religiosa.
--Hace Vd. bien; las cosas claras. Vamos a otro punto. ¿Tiene Vd. medios
de hacer que su señor hermano influya en el ánimo de la niña, para que
ésta a su vez procure que su padre deje de ser hostil al
engrandecimiento de la comunidad?
--No, señora; no tengo medio alguno para lograrlo; y ya que Vd. me honra
buscándome para una cosa tan de mi gusto, quiero ser leal con Vd. Mi
hermano y yo estamos medio reñidos: es liberal, ateo, en fin, está
dejado de la mano de Dios. Cuando yo llegué a Madrid a vivir con mis
padres, encontré la casa en un estado... impiedad, olvido de lo más
sagrado... Yo quise...
--No se moleste Vd. en contármelo: estoy enterada de todo.
Tirso, con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, preguntó:
--¿Entonces?...
--Se trata de saber si, a pesar de todo eso y contra los obstáculos que
se presenten, se decide Vd. a servirnos.
--¡Eso sí! pero ignoro cómo.
--Si su hermano de Vd. se casara con esa señorita..... si nosotros lo
facilitáramos.....
--No hay que pensar en ello, señora. Mi hermano es un fanático
descreído; a su falta de fe llama convicción honrada: sería capaz de
echárselas de mártir de sus ideas y renunciar a la chica antes que
aceptar el trato.
--¿Está Vd. seguro de esa energía?
--¡Ojalá no lo estuviera!
--Piense Vd. que nos sobrarán medios, toda clase de protección.
--Imposible.
--Entonces habrá que tomar otro camino. Es preciso averiguar si esa
señorita está realmente enamorada de su hermano de usted, y necesitamos
poder calcular lo que ella haría viéndose abandonada por él.
--No entiendo lo que Vd. se propone.
--Hablaré sin rodeos, señor Resmilla. Si el novio se allanara, y sería
lo mejor para todos, a vender en buenas condiciones a la comunidad el
terreno que ésta desea cuando entrara en posesión de la dote, _nosotros_
haríamos la boda.
--Ya he dicho a Vd., y perdone que insista, que eso es imposible.
--En tal caso, hay que colocar a la pareja en condiciones de ruptura y
conseguir una de estas dos cosas: que ella imponga a su padre su
voluntad, es decir, la _nuestra_, o que, desengañada del amor, piense en
dichas más puras, en vida más tranquila.
--Comprendo.
--Con lo cual, señor Resmilla, lograríamos doble resultado: para el
Señor la conquista de un alma; y para nuestro propósito la posesión de
una voluntad, dueña, en plazo más o menos breve, de lo que desean poseer
las _Hijas de la Salve_.
--Perfectamente.
--Considerado así el asunto, Vd., ¿qué cree que debamos hacer?
--Que mi hermano riña lo antes posible con la novia, y luego manejarla a
ella.
--Eso es expuesto. Si está enamorada de veras, corremos dos peligros muy
grandes: primero, la dificultad de separarles; y segundo, que si su
pasión no es verdadera, al perder éste se arroje en brazos de otro amor.
El cura no pudo contenerse.
--Señora, ¡cuánto sabe Vd.!
--Crea Vd., señor Resmilla, que para servir a Dios hay que pensar en
todo. Vamos, ¿qué le parece a Vd.?
--En mi opinión, lo esencial es que riñan; y después dirigir bien a esa
criatura.
--¿Quiere Vd. encargarse de ello? Piense usted que se trata de una
verdadera obra de caridad y que, además, las _Hijas de la Salve_ no
olvidarán lo que Vd. haga por ellas.
--Yo no hago nada interesadamente.
--Me lo figuro; pero toda buena obra trae consigo su recompensa. En fin,
piénselo usted.
--¿Puedo estar seguro de que obraremos sólo por favorecer a esa
comunidad, sin ninguna otra mira bastarda? No se ofenda Vd., señora; yo
soy así.
--No nos anima más deseo que el de contribuir al engrandecimiento de una
institución piadosa. Usted la conocerá y juzgará luego.
--Pues delo Vd. por pensado: acepto.
--¿Quiere Vd. que yo le facilite ocasión de hablar a la novia de su
hermano?
--Avisaré cuando lo considere oportuno; pero me parece que yo me lo
trabajaré todo.
--No olvide Vd. que lo esencial es la ruptura.
--Espero que la conseguiré.
Al llegar aquí Tirso creyó oportuno poner gesto triste, y dando a la
voz acentos de amargura, dijo:
--¡Ah, señora! ¡Si Vd. pudiera apreciar la pena de mi corazón al
comprender que las ideas de mi hermano disculpan... hasta justifican,
que yo tome cartas en este asunto!
La Condesa, ya en pie, como despidiéndole, sonrió ante aquel inesperado
afán de atenuar la índole del pacto, y repuso:
--Es doloroso que no se pueda hacer el bien sin estos rodeos; pero, ¿qué
remedio? señor Resmilla, así lo quieren los tiempos. Quedamos en que
convencerá Vd. a esa señorita; después, en fin... allá Vd.
Despidiéronse en seguida, y salió Tirso a la calle hondamente
preocupado, por muchas razones. Aquella señora fue para él un enigma
vivo: sabía el motivo de su viaje, alardeaba de influyente, habitaba un
palacio y tenía aspecto de reina. ¡Qué maridaje tan extraño formaban en
ella el trato mundanal y la piedad! Parecía la encarnación de lo profano
puesta al servicio de lo divino. Por supuesto, estaba decidido a
servirla contra su propio hermano, contando con la ayuda de Dios. ¿Acaso
no triunfaba en los demás propósitos que formó? Su madre había entrado
de lleno en el buen camino, y su hermana había renunciado al devaneo
con Millán.
Tirso recordaba las palabras de la Escritura: _Desaparecerá el impío
como la tempestad que pasa; mas el justo es como cimiento durable por
siempre. La esperanza de los justos es alegría; mas la esperanza de los
impíos perecerá._


XXIII

Desde que Tirso despreció a Pateta por verle con uniforme de corneta de
milicianos, según él contó a Paz, no pudo el chico refrenar la antipatía
que le inspiraba el cura. Pateta era madrileño, legítimo descendiente de
aquellos liberales que cuando niños rodeaban en apretada turba las
charangas militares para oír el _Himno de Riego_, y que de hombres
alzaban barricadas contra la tropa, fraternizando con ella después de
batirse unos y otros como fieras. Sólo dos bienes poseía: juventud y
valor, y ambos los puso al servicio de la libertad, porque
instintivamente le pareció buena aquella aspiración que tanto entusiasmo
despertaba: vio alistarse como milicianos a sus compañeros de imprenta,
les imitó, y de aquí el vistoso uniforme con leopoldina de plumero que
parecía un gallo desmayado, el pecho lleno de trencillas y la corneta
presa entre cordones rojos, con los cuales arreos rechazaba en formación
o revista al más amigo gritando: «¡atrás paisano!» Su indignación cuando
Tirso le dijo: «¡quita de ahí, mamarracho!» fue espantosa; mas como
Pateta no era malo, su propósito de venganza no pasó del deseo de
jugarle una mala partida: no ambicionó causarle daño, sino rabia; no
sería la suya venganza, sino truhanada. Los sucesos facilitaron su
intento.
Por aquellos días se temía un movimiento de los absolutistas sobre
Estella, y Pateta, al salir una mañana de la imprenta, estando ya cerca
de la calle de Botoneras, oyó pregonar _el extraordinario, con la
derrota de los carlistas_, grito que acto continuo le sugirió la forma
de su proyectada desazón al cura. Todo consistía en gastarse dos cuartos
en el papel y subir a dar la grata nueva a don José: era la hora del
almuerzo, y Tirso, que estaría allí, tendría que tragar la píldora.
A los cinco minutos de imaginarlo entraba Pateta en el comedor, donde,
terminado el almuerzo, conversaba la familia tranquilamente antes de que
Pepe marchase a su trabajo; doña Manuela y Leocadia estaban doblando el
mantel, don José haciendo pitillos y Tirso hojeando un libro. En la
pared, por bajo de la estampa religiosa que compró Tirso, se veía el
mapa de las Provincias Vascongadas y Navarra, en que don José iba
marcando la situación de las tropas. Cuando quería ver por dónde andaba
tal o cual columna, hacia dónde estaba situado este o aquel pueblo, le
descolgaban el cartón del mapa y le daban una cajita con las banderitas
que el pobre señor se hizo, por vía de entretenimiento, con alfileres y
papelitos de colores: las había blancas para los carlistas y moradas
para el ejército, por decir don José que este era el color de las
antiguas libertades castellanas.
--¿Qué hay, Pateta?--preguntó el viejo.
--Pues nada, señor; que como hace tantos días que no venía y pasaba por
ahí cerca, dije: vaya, voy a subir a ver si se les ofrece algo, o si
_quién_ ustedes que haga cualquier _recao_.
--Nada, hombre, gracias: sigo lo mismo, yo lo mismo.
--Y como sé que le gusta a Vd. leer los papeles que salen, y he oído
pregonar el que van vendiendo ahora, lo he _comprao_.
--Trae, trae, a ver.
Pepe tomó el extraordinario, y después de pasar por él rápidamente la
vista, dijo:
--Esto no tiene relación con lo que se esperaba sobre Estella; pero les
han pegado una buena zurra. Verá Vd. (leyó):
«Extracto de los partes oficiales recibidos hasta la una de la madrugada
de hoy en el Ministerio de la Guerra:
_Provincias Vascongadas y Navarra._--El capitán general comuni...»
* * * * *
--Salta, hijo, salta eso. A ver lo importante.
* * * * *
--«Comunica que en Aya fueron cogidos a las facciones de los curas Orio
y Santa Cruz 800 fusiles _remingthon_, 300 de varios sistemas, cajas de
municiones, pólvora, piezas de tela, provisiones y papeles; no pudiendo
detallar las pérdidas del enemigo, que pasan de 50 los muertos y hasta
200 prisioneros y presentados. De nuestras tropas, cinco muertos del
batallón de Barbastro, uno de la Princesa y 14 heridos. Entre los
muertos de los carlistas había un cura, y entre los prisioneros otros
dos curas, uno de ellos herido.»
* * * * *
--Muchos golpes como ese hacen falta--dijo don José--una cosa parecida
ocurrió el año _de_ 48, cuando el brigadier Zapatero y el coronel Damato
desbarataron en Zaldivia y Amezqueta las partidas de Alzáa y Urbiztondo.
--Los han _reventao_--añadió Pateta.
Después el diálogo continuó sólo entre los hermanos.
--¡Bah! ¿qué ha de decir el gobierno? Yo no hago caso de noticias
oficiales--dijo Tirso.
--Yo sí: habrá alguna exageración, pero la paliza debe de haber sido
buena.
--Otra vez me tocará a mí alegrarme.
--Has podido regocijarte hace poco con el fusilamiento de los
carabineros. ¡Hasta chicos de diez y seis años!
--Cosas de la guerra.
--No. Salvajadas del fanatismo.
--A eso dan lugar los enemigos de la fe, los que escarnecen la religión.
--¡Ya salió a plaza la religión de nuestros mayores! No sé en qué
consiste, pero casi siempre que se comete una infamia de ese jaez sale a
relucir la religión.
--Como que su defensa es el origen de la guerra.
--Y así, a trabucazos, se hace propaganda de mansedumbre y caridad.
Ordenadas esas infamias por militares, no tendrían disculpa; ¡conque
figúrate siendo clérigos los autores!
--Se miente mucho.
--¡Desgraciadamente, hijo mío--interrumpió don José--no son
exageraciones! Esos curas de canana y retaco, son iguales a los de la
otra guerra. Aún recuerdo yo lo que hicieron don Basilio y Orejita, que
eran dos cabecillas, el año 36 en la Calzada. Cerca de ciento veinte
personas sacrificaron, hasta mujeres y niños, y ¿sabéis quién sirvió de
ojeador? el prior de la Calzada. Los carlistas atacaron el pueblo, los
nacionales se refugiaron en la torre de la iglesia, y entonces aquéllos
la incendiaron: un nacional que se descolgó por una ventana, pudo correr
al caer a tierra, pero le vio el prior y comenzó a gritar: _¡a ese
conejo que se escapa! ¡cazarle!_ y le mataron. Por supuesto, que el tal
prior era una fiera. Con pretexto de parlamentar se acercó a la torre, y
estuvo dando conversación a los sitiados hasta que los suyos arrimaron a
las puertas astillas y sarmientos: cuando estuvo encendido el fuego,
paró de hablar. Todos los que estaban dentro ardieron como estopa, y
cuando el prior oía el llanto de las mujeres y de los niños, decía el
muy bruto: _¡Bien templado está el órgano!_
--¡Parece mentira que crea Vd. esas paparruchas!
--¿Y lo que está haciendo por ahí ahora ese cura, cuyo nombre es un
escarnio?
--Ya tendrá él cuidado de no matar a buenos cristianos: sobre todo,
¿pensáis que se puede guerrear con _sensiblerías_?
--No digas disparates, hijo; me moriría de pena si supiera que eras de
los clérigos que disculpan esas atrocidades.
--Le gustarán a Vd. más los que se cruzan de brazos y dejan que les
persigan y conviertan las iglesias en cuadras y los altares en pesebres.
--Eso no se ha hecho todavía--dijo Pepe;--pero, no te quepa duda, si los
curas siguen el camino que han emprendido, el pueblo confundirá a los
representantes con la cosa representada, y entonces...
--Entonces lo destruiremos todo y no dejaremos vivo ningún liberal...
¡masones indecentes!
Estaba ya fuera de sí; la ira, contrayendo sus facciones angulosas, dio
a su rostro dureza extraordinaria, y los ojos se le inyectaron en
sangre. Nunca le habían visto tan furioso.
--¿Vais a reñir por política?--gritó doña Manuela.
Pateta estaba arrepentido.
Pepe, por evitar que la cosa pasase adelante, trató de bromear,
diciendo:
--Vaya, hombre, cálmate; otro día puede que entren en Estella o que
asomen por Chamberí.
Tirso, interpretando aquello como befa por la derrota, se enfureció;
levantose de pronto con el rostro desencajado, fue hacia el mapa,
trémulas las manos, y cogiendo tres o cuatro banderizas carlistas, dijo,
clavándolas en el papel con grosera violencia:
--¡Sí! ¡Entrarán aquí, y aquí, y aquí!
Los alfileres marcaron al azar varias poblaciones; Estella, Pamplona y
Madrid quedaron conquistadas. Don José no se atrevió a chistar; Pepe
soltó una carcajada.
--¡Qué fuerte te da!
--¡Esta es una familia podrida!--prosiguió el cura--así estáis, así os
veis, necesitados, pobres, desamparados, dejados de la mano de Dios; tú,
trabajando en esa imprenta como un gañán, y Vd. _(dirigiéndose al
padre)_ ahí clavado en una butaca, con el castigo del Señor encima.
--¡Hijo mío, líbreme Dios de suponerle tan mezquino que sea capaz de
castigarme con reuma por ser progresista!
--¿Reuma?--exclamó Tirso, sonriendo bárbaramente.--¡Reuma! ¡No tiene
Vd. mal reuma! Gota, y de la fina, es lo que tiene usted.
El infeliz escuchó con indecible espanto la brutal revelación. Primero
quiso incorporarse, sin saber a qué; pero no pudiendo sus manos
crispadas sostenerle en los brazos del sillón, cayó de golpe en el
asiento; luego miró estúpidamente en torno, y por sus mejillas
resbalaron dos lágrimas.
A Pepe se le asomó el furor a los ojos; sintió impulsos de abalanzarse a
Tirso y destrozarle la cabeza a puñadas. La presencia de doña Manuela y
Leocadia evitó una cosa horrible; Pepe, conteniéndose al mirarlas, se
limitó a decir a su hermano, con la voz engañosamente tranquila, pero
llena de energía:
--¡Vete! Soy capaz de matarte.
--Lo creo--repuso el cura, procurando aparentar serenidad y dirigiéndose
hacia su cuarto muy despacio.
--¡No!--le gritó Pepe--¡no, infame; a tu cuarto no, a la calle!
Doña Manuela, que sin atreverse a proferir una sola palabra se había
interpuesto entre ambos, miró entonces a Pepe como no le había mirado
nunca, y con un vigor de que jamás dio señales en su vida, le dijo:
--¡Basta!
La expresión que adquirió su rostro desconcertó a Pepe: le repugnaba
creer que su madre hiciera causa común con Tirso.
--Pero, mamá, ¿sabes lo que acaba de hacer?
--¡Basta!--volvió a gritar ella con mayor imperio.
Pepe no contestó a doña Manuela; pero, volviéndose hacia la puerta del
cuarto de Tirso, exclamó rápidamente, como si temiera mancharse los
labios con la palabra:
--¡Víbora!
Después, todos callaron.
El viejo lloraba como un niño; Pepe, abrazado a él, con la boca pegada a
su oído, le decía en voz baja prodigios de cariño; doña Manuela salió
del comedor siguiendo a Tirso, y Leocadia empezó a recoger del suelo el
mapa y las banderitas, mientras Pateta, que estaba en un rincón aterrado
ante el conflicto que había promovido, se despidió de repente y salió
rencoroso contra sí mismo.
--Es mentira, ¿no es verdad, hijo mío? no es gota, ¿verdad, Pepe?--decía
el enfermo.
--No, papá; cálmate, por Dios: ¡ha sido una infamia!
Sólo al cabo de dos o tres horas, seguro ya de que nadie se atrevería a
molestar al viejo, marchó Pepe a su trabajo, observando al salir que
doña Manuela estaba encerrada con Tirso en el cuarto de éste. Al caer la
tarde se le presentó Pateta en la imprenta a pedirle perdón, creyendo
ser el causante de todo.
--No tengo nada que perdonarte: tú no has tenido mala intención: así, o
de otro modo, ello tenía que suceder.
* * * * *
Cuando por la noche volvió a su casa, todo estaba tranquilo; pero don
José, al empezar la cena, sufrió un acceso violento, y fue necesario
acostarle: Tirso hizo ademán de ir a coger uno de los brazos de la
butaca para conducirlo a la alcoba con Pepe, pero éste le contuvo con
sólo una mirada. Después, entre él y Leocadia, empujaron el sillón.
Estando ya en el lecho, don José sujetó a su hijo por el cuello, y le
dijo temblando, con voz apenas perceptible:
--Hijo, por Dios, ¡sé prudente! ¡no hagas nada! tu madre... ha dicho que
si Tirso se marcha, ella también se irá.
Durante la cena, a que el enfermo no asistió, los dos hermanos no se
dirigieron la palabra; Pepe estuvo con su madre y con Leocadia tan
afectuoso como siempre; ellas con él, frías y reservadas. Después se
encerró en su cuarto, sintiendo que el llanto se le agolpaba a los
ojos.
Sus lágrimas fueron jugo del alma, esencia del dolor, La calma de su
hogar era ya como cristal roto y, junto a esta dicha perdida, hasta el
amor de Paz le pareció una felicidad mezquina.


XXIV

Las _Hijas de la Salve_ eran unas monjas que a fuerza de pedir limosnas
y aceptar herencias consiguieron edificar un buen convento en las
cercanías de Madrid, fuera de la puerta de Fuencarral. La piedad
religiosa pareció acuñarse para sus manos: lo más elegante y rico de la
Corte les otorgó su apoyo. No había por aquel tiempo mujer devota ni
dama encopetada que dejara de visitarlas. Dos _hermanitas_ venían
diariamente a Madrid a recoger ofrendas, y como tenían la colecta
admirablemente organizada por distritos y barrios, se presentaban en
palacios y casas a hora conveniente. Sabían que tal señora no se
levantaba hasta la una, que tal otra era más madrugadora, que para
hablar a unas era preciso ir a medio día, y que algunas no recibían
hasta la tarde. La tartanilla en que hacían sus correrías se paraba ante
las casas de la grandeza y la alta banca, con regularidad admirable, en
determinadas fechas y a horas fijas: a poder hablar, el borriquillo que
la arrastraba hubiera dado las señas de los domicilios de _lo mejor_ de
Madrid. También había casas donde un mayordomo, una doncella, y aun el
portero, eran los encargados de entregar la limosna, sin que las
recaudadoras se ofendieran ni dejaran de tomarla. Otra mina de donde
sacaban gran provecho para adornar su casa y acrecer sus rentas--que
eran casa y rentas del Señor--consistía en una hermandad educadora aneja
al convento. Las _Hijas de la Salve_, previa autorización eclesiástica,
habían hecho dos fundaciones que eran como ramas de un mismo y santo
árbol: la primera un colegio establecido en el convento, y la segunda
una asociación devota, calcada en la organización de ciertas cofradías,
pero con perfección suma. La asociación llamada _Limosna de la luz_
tenía por objeto reunir, mediante modestas cuotas mensuales, fondos para
llevar diariamente, en nombre de los hermanos, determinado número de
velas de cera al templo donde se adorase a la Santísima Virgen en
cualquiera de sus advocaciones; pero como los asociados eran muchos y
pocas las velas necesarias, al cabo de cada mes quedaba en caja un
sobrante respetable, que se destinaba a misas por los hermanos difuntos,
funciones de iglesia, novenas, actos de desagravio al Señor por las
injurias de los impíos, ofrendas al Santo Padre y regalos a templos o
capillas pobres, que consistían algunas veces en objetos de metal para
el culto o donaciones para mejoras, pero que generalmente eran de ropas
sagradas. En un principio la hermandad lo compraba todo; mas como las
compras salían caras, la asociación estableció un pequeño obrador donde
recibía a las jóvenes que, hallándose sin trabajo, querían coser a menor
jornal que para tiendas o particulares: el obrador, pequeño, bien
dirigido y mejor administrado, trocose pronto en taller grande, de modo
que al año quedaron enlazados en sabroso nudo la piedad y el lucro,
viniendo a ser aquello una santificación del trabajo. Hacíase allí toda
clase de labores de aguja, desde lo más sencillo a lo más complicado y
primoroso. Se bordaba en blanco, en sedas de colores y en oro; el
planchado era admirable; los roquetes, albas, paños de altar,
sabanillas y almohadones para santos sepulcros, parecían obra de hadas;
los ternos, casullas, mangas y estandartes, eran verdaderos prodigios
artísticos; y como antes ocurrió que solía quedar un remanente de velas,
comenzó también a tener la casa en almacén más de lo que había menester
para sus obsequios. No se había de tirar. La administración dispuso que
pudiera venderse a bajo precio, con sólo cubrir gastos, y de esta suerte
se apretó un poco más el lazo de la Religión y el comercio. Al mismo
tiempo la hermandad _Limosna de la luz_ pensó que su bienhechora
influencia podía hacer algo mejor que poner velas en los altares,
regalar casullas o vender ropa barata para el culto: podía--¡oh
admirable hallazgo! ¡oh inspiración divina!--regalar almas al Señor.
Hasta entonces no se había exigido a las obreras del taller sino buena
conducta y legitimidad de origen--porque no eran dignas de trabajar para
tan santo fin las ovejas descarriadas ni las hijas del pecado;--en
adelante se las exigió someterse a ejercicios piadosos, explicación de
la doctrina cristiana y asistencia a determinadas solemnidades en la
capilla del convento. Un maestro de música formó un coro de primer
orden, siendo cosa de oír--y todo el Madrid elegante se regocijó de
ello--cómo cantaban salves y motetes por las tardes las infelices que
pasaban trabajando todo el día. Algunas, a la larga, convencidas de la
bondad de la continua predicación a que estaban sujetas voluntariamente,
manifestaban deseos de entrar en las _Hijas de la Salve_: si su
habilidad con la aguja podía ser agradable a los divinos ojos y
beneficiosa al caudal común, se las admitía: en caso contrario, no
faltaba medio de negarse, resultando que, a despecho de los errores
humanos, como la casa contaba con la visible protección del cielo, todo
era en ella prosperidad. Los jornales de las que trabajaban nunca
subían; pero, en cambio, ¡qué alegría cuando alguna renunciaba al mundo!
Las señoras que protegían a las _Hijas de la Salve_ solían pagar el no
muy cuantioso dote necesario y el humilde equipo preciso. ¡Santa caridad
que sustraía doncellas a la circulación del pecado, evitando que
llegaran a ser madres de impíos! En vano fue que varios periódicos
revolucionarios y descreídos dieran la voz de alarma. El Madrid devoto
estaba entusiasmado: las _Hijas de la Salve_ y la _Limosna de la luz_
hacían prodigios. Un día profesaba una rica educanda de pocos años,
desengañada del mundo; otro, una hija de familia se negaba a ir a pasar
el domingo con sus padres por adornar un altar; ya una señorita
manifestaba decidido propósito de acogerse al claustro; ya una de
aquellas pobres obreras pedía como favor supremo ser adoptada en
cualquier concepto por las santas Madres, Hermanas, o lo que fueran.
Hubo casos notables. La hija de un caballero, viudo y muy rico, a los
ocho días de sacada del colegio por su padre, se escapó, volviendo a
refugiarse bajo el techo sagrado, sin que el infeliz señor pudiera
verla, porque ella misma le escribió, diciéndole que todo era inútil.
Una señorita recién casada abandonó a su esposo al mes de la boda--con
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