El enemigo - 01

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EL ENEMIGO
por
JACINTO OCTAVIO PICÓN
SEGUNDA EDICIÓN



MADRID Est. tip. de EL CORREO, a cargo de F. Fernández, CALLE DE SAN
GREGORIO, NÚM. 8
1887
Es propiedad del autor. Queda hecho el depósito que marca la ley.
_¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas: porque rodeáis la mar
y la tierra por hacer un prosélito: y después de haberle hecho le hacéis
dos veces más digno del infierno que vosotros!_
(SAN MATEO, Cap. XXIII, vers. 15.)


EL ENEMIGO

I

La casa de la calle de Botoneras, donde comienzan a desarrollarse los
sucesos que aquí se narran, tiene planta baja, con encajera a un lado
del portal y al otro tienda de pañolería; tres pisos de dos huecos a la
fachada cada uno, con recio balconaje verde, revoque de imitación a
ladrillo, descolorido por las escurriduras de las lluvias, alero
saliente de robustas vigas y bohardillas a la antigua, completando el
conjunto ciertos detalles madrileños, como varillas de hierro para las
cortinas de lona que en verano se usan, raquíticos tiestos, cestilla
pendiente de una cuerda tendida a la vecindad de enfrente para correo de
niñas o tercera de novios, y alguna jaula de codorniz o mirlo. El portal
es estrecho y largo; la escalera, de peldaños altos y empinados, como
construida adrede para recreo de cabras montaraces. En el principal
vivía, al comenzar este relato, un pañero, contratista de vestuario de
presidios, en cuyos tratos, por quedar clavado, hacía de redentor el
fisco; ocupaba el segundo un sastre de gente chula, que era además
teniente de _Voluntarios de la Libertad_, como entonces se llamaba a los
milicianos nacionales, y se recogía de noche en la bohardilla un
matrimonio, sospechado de no serlo, que pasaba el día en los soportales
de la calle de Toledo labrando cucharas de palo y vigilando un puesto en
que se vendían ligas, bolsillos de punto, castañuelas, navajas y
tinteros de cuerno.
Era la Noche Buena de 1872, y en toda la casa, de alto a bajo, sonaba
alegre vocerío. El pañero, con varios amigos y _Champagne_ de a tres
pesetas, solemnizaba un remate de subasta; el sastre obsequiaba a unos
parientes, a estilo de su tierra, con manzanilla y aceitunas aliñadas
que llamasen el apetito a honrar la cena, y los cuchareros disponían con
gente amiga su modesto festejo, saliendo de rato en rato a la escalera y
dando inútilmente grandes voces por que callasen varios chicos que,
armados de tambores, parecían dispuestos a ensordecer al mundo. Cada
piso y cada puerta dejaba escapar por sus junturas y resquicios el
rumor bullicioso que acusa la alegría; sólo en el cuarto segundo había
silencio. Ante su entrada enmudecía la algazara, como si en el interior,
triste o desierto, faltase quien festejara la santidad del día y el
bienestar de una familia. También allí, sin embargo, se preparaba la
cena, pero con más modestia y menos regocijo.
Dos mujeres, madre e hija, hablaban así, acabando de poner la mesa:
--¿Está todo?
--Falta que venga Pepe con los postres.
--¿Qué le has dicho que traiga?
--Una caja de perada, turrón... la leche de almendras ya está ahí, la
trajo la chica del café donde suele ir Pepe.
--¿Y el besugo?
--Nadando en salsa; ahora le pondrás las rajitas de limón.
--¿Qué falta?
--Aderezar la lombarda y traer a papá.
--Espera, arreglaremos esto un poco.
Doña Manuela colocó ordenadamente las sillas, avivó la luz de la lámpara
y aseguró la falleba del balcón, a través de cuyos vidrios y maderas
venían, traídos por el viento impetuoso de la noche, los ruidos de la
cercana Plaza Mayor. Oíanse, a lo lejos, sonar de tambores, chillar de
chicos, renegar de grandes, gritos, risotadas, y de rato en rato un
estrépito infernal y belicoso movido por una docena de granujas que, a
todo correr, subían y bajaban la calle Imperial, llevando cada uno a
rastra una lata de petróleo: algunas veces se entraban por la calle de
Botoneras, y cuando pasaban ante la puerta de la casa parecía que
estallaba un trueno en la caja de la escalera.
Metiéndose bajo la camilla escarbó doña Manuela el brasero, arropó el
rescoldo y, designando luego el puesto que había de ocupar cada cual en
la cena, dijo:
--Tú aquí, papá donde siempre, a su lado Pepe, luego yo, y Millán junto
a tí; ¿te parece bien?
Leocadia, ocupada en sacar del aparador una botella de tinto y otra de
Rueda, blanco, hizo como si no hubiese oído.
Era doña Manuela alta, seca de carnes, de aspecto severo y tez rugosa,
como pintan a las Parcas, pero sin expresión de dureza en el rostro. A
falta de vivacidad, sus ojos, grandes y garzos, conservaban cierta
dulzura que debió ser durante la juventud grato atractivo, y aún sus
labios, descoloridos por los años, solían entreabrirse como queriendo
recordar sonrisas reveladoras de una dentadura antes blanca y firme, si
ahora descarnada y amarilla. Algunas hebras negrísimas entre muchas
canas, y alguna línea suave en el ajado rostro, restos miserables de
encantos vencidos por el tiempo, atestiguaban de que doña Manuela no fue
fea, mas sin que la fisonomía ni el talle acusasen picardía o donaire.
Debió ser guapa moza, pero sosona y pava, y los muchos hijos que tuvo,
antes que prueba de su amorosa exaltación, fueron fruto de la vehemencia
marital.
--Mira--prosiguió--pon los almohadones en pila para que tu padre pueda
extender las piernas.
Después, con tristeza en el semblante y la voz, añadió:
--¡Otra Noche Buena! es decir, un año menos.--Y se entró al gabinete
inmediato, mientras Leocadia quedó sola mirándose y remirándose en un
espejo pequeño y malo, de esos que hacen visajes.
Las facciones de Leocadia conservaban algo de candor infantil; pero la
mirada ya tenía chispazos de malicia. Para ver mejor quitó la pantalla,
que recogía la luz reflejándola sobre la mesa, y entonces la claridad se
repartió por igual en todo el cuarto.
El aspecto del comedor era pobrísimo: a duras penas disimulaba el aseo
la escasez. El papel de las paredes, antes blanco, estaba pajizo, y sus
dibujos azules, ya tomados del humo, parecían negros. Las patas de las
sillas, nada firmes, se enredaban entre los descosidos de la pleita a
listas blancas y encarnadas; al aparador, huérfano de molduras, que
arrancó el paño de la limpieza, le faltaban tiras del chapeado de caoba;
los pocos enseres que sustentaban las tablas, eran platos ordinarios,
vasos de vidrio, tazas de loza, floreros de cristal, comprados en
banasta de a real y medio la pieza. La mesa estaba cubierta con un
mantel de granillo, con lista roja en el borde, y sobre su dudosa
blancura de lejía casera destacaban cinco platos y otros tantos
cubiertos con sus panes: bizcochada para doña Manuela, que tenía pocos
dientes, panecillos bajos para Pepe, Leocadia y Millán, y para don José
rosca muy cocida, pues el viejo hacía alarde del poder de sus
mandíbulas, única fuerza que le quedaba.
A guisa de adorno veíanse en la pared algunos cuadros; en el testero del
sofá de guttapercha desquebrajada, casi tocando con el respaldo seboso,
había bajo cristal convexo un perro de aguas, bordado a realce en
cañamazo, con una cesta de flores en la boca, y por bajo un letrero con
estambre a punto cruzado, que decía: _A sus queridos papás: lo hizo
Leocadia Resmilla. Año de_ 1864. A cada lado del chucho pendían dos
estampas iluminadas de la novela de _Matilde y Malek-Adel_, y junto a la
puerta que conducía a la cocina una litografía grande, _A la memoria de
los mártires de la Libertad_. En lo alto de la composición estaban
Riego, Torrijos, Mariana Pineda, Zurbano, Lacy, Porlier, y más abajo,
separados de aquéllos por una nube, se abrazaban Bravo, Padilla,
Maldonado y Lanuza, a cuyos pies había, como serpiente vencida, una
cadena enroscada formando caprichosos dibujos. La otra puerta que
separaba el comedor del gabinete, tenía los vidrios tapados con visillos
de algodón rojo, y cuando alguien la dejaba entornada, fácilmente se oía
el _tic-tac_ continuo de un antiguo reloj de pesas, que lanzaba un
quejido metálico antes que sonase el timbre en cada hora.
Segura de estar sola y de que nadie la veía, Leocadia siguió unos
instantes mirándose al espejo, con una horquilla entre los dientes,
atusándose el pelo... Era el tipo de la muchacha madrileña, lista,
vivaracha, de pocas carnes, bien proporcionada, esbelta, de andar firme,
cabeza pequeña y talle airoso. Tenía las facciones delicadas, de un
moreno algo pálido y sin rasgo de notable hermosura; pero en su
semblante campeaba con tal imperio la gracia, que mirándola, nadie
echaba de menos la belleza. La línea de su perfil no era pura, ni sus
ojos pardos eran muy grandes, ni su boca muy chica; pero el conjunto del
rostro resultaba monísimo: las pupilas parecían estrellas adormiladas,
la boca un nido de sonrisas inquietas; el mirar y el sonreír formaban
juntos un mohín delicioso. Sus manos, deformadas por el trajín diario de
la casa, no eran grandes; y los pies, aun mal calzados, parecían
pequeños. Su mayor encanto era el tronco del cuerpo. El pecho, ya
formado, imprimía a la tela del traje una curva preciosa, y el talle
fino solía tener ondulaciones hechas para inspirar deseos; a veces abría
y estiraba los brazos, cerrándolos luego perezosamente, cual si en el
aire hubiese algo que estrechar con amor. Si miraba sonriente, su
fisonomía parecía sensual; cuando sentía enojo, su rostro cobraba
expresión de virgen arisca y desabrida. A ratos dulce, a intervalos
áspera, siempre segura de sí misma, había en ella asomos de energía, que
antes que a la impresión del momento obedecían a la voluntad. En su
continente y su figura tenía combinados en extraña mezcla algo de la
muchacha del pueblo, que tiende a parecer señorita, y mucho de la hija
de la clase media, que recuerda inconscientemente su origen popular: con
pañuelo de seda en la cabeza, parecía menestrala; con sombrero de
flores, daría envidia a una señora. Era un tipo esencialmente madrileño;
masa que el tiempo y la fortuna modelan a su antojo con las suaves
líneas de la dama o con los rasgos graciosamente duros de la chula.
Hasta la voz indicaba en ella el germen de este dualismo: unas veces su
timbre hería desagradablemente el oído, otras lo halagaba con singular
dulzura.
--Ven, Leo, vamos a traer a papá--dijo desde el gabinete doña Manuela.
A los pocos instantes, madre e hija, luego que ésta hubo abierto de par
en par la puerta que daba al gabinete, aparecieron empujando a duras
penas la butaca en que, esforzándose por estirar las piernas, estaba
sentado don José.
--¿Lo veis, lo veis?--decía el viejo--mientras tengo dobladas las
rodillas, todo va bien; en cuanto las estiro, empieza Cristo a padecer.
Hay que decir a Pepe que mañana arregle las ruedas del sillón, si no,
vosotras no podéis conmigo.
--No tienen la culpa las ruedas--decía doña Manuela--es que la estera
está hecha girones. Vamos, ¿qué tal así?
Por fin lograron entre ambas acercarle hasta la mesa dejándole ante su
cubierto; después Leocadia se metió bajo la camilla para arreglar sobre
la banqueta los almohadones medio destripados, con objeto de que pudiera
extender las piernas, y al fin quedó el anciano iluminado de lleno por
la luz de la lámpara, mostrando en el rostro el cansancio de muchos
meses de dolor, aunque no los bastantes para borrar de su fisonomía la
bondad que constituía el fondo de su ser. El pelo y el bigote canos; las
arrugas, cierta tendencia a dejar caer sobre el pecho la cabeza, y,
sobre todo, la mirada débil, como cansada de ver las cosas de este
mundo, permitían suponer que tenía más de los sesenta. Su padre fue
mayordomo de un grande de España, quien, por los tiempos en que aún
llamaban Pepito a don José, le empleó en una oficina pública para que no
anduviera metiendo bulla todo el día en los pasillos del caserón
señorial, y aquel rasgo de caritativo egoísmo determinó el porvenir del
muchacho. Después le enviaron a una provincia, luego a otra y a otra,
hasta que, traslado este año, traslado al siguiente, anduvo Pepe media
monarquía. Siendo todavía joven se casó en una ciudad de Levante con
Manolita, ahora doña Manuela, que al décimo mes de matrimonio comenzó a
tener hijos y más hijos. Uno nació en Andalucía, otro en Castilla, otro
en Cataluña... cada permuta, cada traslado, era señal de un
alumbramiento de Manuela, bondadosa y pacífica mujer de carácter
apático, que parecía venida al mundo para cuidar una casa y poblar un
reino. Donde más tiempo permaneció la honrada pareja fue en una capital
del Norte, en la cual don José trabó amistad estrechísima con el jefe de
una oficina de Hacienda, a quien con su bondad y mucha práctica
oficinesca sacó de un grave apuro.
Fue el caso que, cuando el establecimiento del sistema tributario, el
jefe de don José quedó envuelto en un proceso, no por falta de celo,
sino por interpretar mal las órdenes nuevas. Sus compañeros y
subordinados, progresistas todos, que le aborrecían por ser carlista, le
hicieron tan escaso favor en las declaraciones, y empeoraron tanto su
situación, que a poco le mandan los jueces a presidio: en cambio, don
José puso la verdad en alto con su declaración, buscó en el mismo centro
donde trabajaba pruebas a favor del desgraciado, y sin otra influencia
que la propia hombría de bien, le salvó de la infamia, y quizá de la
muerte; así que, cuando don Tadeo Amezcua salió de la cárcel y el fiscal
de la causa le dijo confidencialmente que don José había sido su ángel
bueno, no halló en su corazón límites el agradecimiento. Repuesto luego
en su destino, tras desempeñarlo cuatro meses por dar satisfacción al
amor propio, hizo dimisión, imaginando que podía ser feliz con la
fortunita que tenía y con amigos como el que tan noblemente le amparó.
Algún tiempo después de este pequeño drama burocrático sentimental,
parió otra vez doña Manuela, y estando convaleciente, llegó de Madrid
para don José uno de los pliegos oficiales que tanto trastorno le
causaban: su traslado a Valladolid, con la orden ineludible de ir
inmediatamente a tomar posesión del nuevo cargo. ¡Aquéllos fueron
apuros! Estuvo a punto de enloquecer; pero su amigo Amezcua le sacó del
trance. Hízose don Tadeo cargo del recién nacido, entregándoselo,
después de apadrinarle, a una honrada mujer, esposa de un colono en
tierras que por allá tenía; dio dinero a don José para el viaje, y
cuando ya restablecida Manuela, les despidió al pie de la diligencia
que había de conducirles a Castilla, les dijo en su lenguaje, algo
anticuado y poco natural, pero realmente sincero:--«Marchen ustedes
tranquilos. No me pesa la gratitud, pero quiero, para acabar de cimentar
nuestro afecto, que ustedes me deban algo. Yo cuidaré del niño al igual
que si fuera mío, y cuando le asciendan a Vd. o salga Vd. de pobre, en
fin, cuando convenga, yo mismo iré a llevarle donde ustedes estén: si es
pequeño, irá bien criado; y si es mayorcito, educado como Dios manda; en
lo físico, hecho fuerte mozo; en lo moral, hecho todo un hombre.»
Triste era la separación, pero la necesidad fue ley. Partiéronse a
Valladolid marido y mujer, durándoles bastante tiempo la amargura de no
llevarse al chiquitín con sus hermanos; pero a los cuatro meses se
consolaron algo, porque doña Manuela volvió a declarar que estaba en
cinta. El cambio de aires debió tener la culpa. Antes del año, don José
era padre de otra criatura.
Aparte tan raro modo de tener que confiar un hijo a manos extrañas, y
exceptuada la fecundidad de Manuela, la existencia de don José no fue
tal que pudiera tejerse con ella una novela.
En cuantas ciudades estuvo, el trabajo consumió sus días, sus noches el
café y sus ocios la lectura de periódicos, a que era muy aficionado,
prefiriendo los progresistas: a la casa, quizá por no considerarla nunca
segura, la tuvo siempre poco o ningún apego. A cada traslado hacía
almoneda, y así pudo referir cuando viejo que en tantos o cuantos años
de servicio había dormido en cuarenta y dos camas, pasado por veintiuna
oficinas y obedecido a más de treinta jefes, ninguno de los cuales pudo
quejarse de él. Don José había nacido para empleado; su escasa
inteligencia no le permitía el lujo de tener ideas propias, y además
carecía de carácter e iniciativa para exponerse a ser mártir por meterse
a reformar rutinas. Sus impresiones, por lo general poco intensas, le
mantenían igualmente alejado del entusiasmo y la apatía: su gran virtud
era amar el trabajo con esa honrada tenacidad de las medianías que
alcanza el envidiable nombre de constancia. Algo había, sin embargo, que
le sacaba de quicio: el carlismo. Para hablar contra el _tigre del
Maestrazgo_, poner a don Luis Fernández de Córdova por cima de
Zumalacárregui y por las nubes a Espartero, se le animaban los ojos, su
lengua cobraba fuerza, sus palabras color, y hacía prodigios con la
memoria. Sabía pormenores de cuantas batallas, combates, encuentros y
marchas hicieron ambos ejércitos desde las primeras intentonas de don
Carlos María Isidro hasta el abrazo de Vergara; así que, por los meses
en que da comienzo la acción de este relato, seguía con interés
grandísimo el segundo importante alzamiento de los absolutistas, a
quienes llamaba siempre _facciosos_, porque esta palabra le parecía
envolver algo ofensivo. Como no salía de casa, su principal afán era que
le compraran periódicos, suplementos, hojas volantes o extraordinarios,
que por aquel año de 1872 se publicaban en prodigioso número, y cuantos
amigos iban a verle sabían que su conversación favorita era el curso de
la guerra, cuyas noticias él comentaba con recuerdos de la campaña del
33 al 40, y de los movimientos militares de entonces, que ahora, en
concepto suyo, debían repetirse. Pero lo que realmente impresionaba
escuchándole era que, al tratar de los curas que mandaban partidas,
hablaba de ellos igual que de los otros cabecillas, haciendo abstracción
completa de su carácter sacerdotal, sin que a pesar de su odio al
carlismo aprovechase la ocasión de condenar la conducta de los clérigos
que tal hacían. Limitábase a juzgarles en cuanto jefes militares de
mayor o menor importancia, pero sin atreverse a descargar su
indignación sobre ellos porque, siendo ministros de paz, salieran al
campo a matar prójimos. Algunas veces, por frases que se le escapaban,
daba a entender que no quería bien al clero, mas nunca salían de sus
labios improperios ni frases agresivas; y si alguien las pronunciaba en
su presencia, no sólo se abstenía de hacerle coro, sino que procuraba
torcer el giro de la conversación. Las personas de su intimidad,
sabedoras del fundamento que esto tenía, eran parcas en adjetivos duros
al hablar de los curas malos, y en cambio no perdonaban ocasión de
elogiar a cualquier capellán que se distinguiera por cosa buena, sin que
con esto lograran tampoco que don José dijese de un modo claro su
parecer sobre la gente de sotana. Respecto a condiciones morales, era lo
que el vulgo llama un bendito. Su fidelidad a Manuela, aun en la época
de su juventud, rayó en lo increíble, y con los hijos se caía de puro
bueno. Uno de sus mayores placeres consistía en que Leocadia le leyera
los periódicos, cuyas noticias de la guerra comentaba, como hablando
consigo mismo, mientras liaba los pitillos que había de fumar al día
siguiente. En estos momentos desplegaba tesoros de erudición,
refiriendo muchas anécdotas de Olózaga, O'Donnell, González Brabo,
Sixto Cámara, Calvo Asensio y Fernández de los Ríos. Otro de sus motivos
favoritos de conversación era explicar la causa de la tirria que tenía a
los Borbones, citando continuamente como uno de los libros que más le
entusiasmaban, un folleto publicado a raíz de la Revolución del 68, en
cuyas páginas figuraba la estadística de las víctimas que aquella
dinastía costó a España desde que Felipe V entró a reinar. Muchas veces
decía: «¡Qué lenguaje el de los números! Desde 1672, cuando aún vivía
Carlos II, hasta 1868, el año en que hubo más ajusticiados por delitos
políticos fue el 66.»
En 1872 don José era ya revolucionario empedernido, y su ídolo don Juan
Prim. «¡Si él viviera--repetía con frecuencia--no tendríamos guerra
civil!»
Cuando estuvo arrellanado en el sillón, pidió _La Correspondencia_.
--Déjate ahora de papelotes, papá; Pepe y Millán traerán noticias.
--Bueno, hija, bueno; pero al menos léeme los partes tomados de la
_Gaceta_, aunque esa no dice nunca la verdad.
Leocadia cogió el periódico y, aproximándose a la luz, leyó así:
«MINISTERIO DE LA GUERRA.--Extracto de los despachos telegráficos
recibidos en este Ministerio hasta la madrugada de hoy:
»_Cataluña_.--El Brigadier Arando sostuvo anteayer una acción con todas
las facciones reunidas de la provincia de Gerona, a las que batió,
causándoles bastantes bajas. El Teniente coronel Pina atacó con su
columna a las facciones reunidas de Cosco, Torres, Baltondra, Ferrer y
Moliné, que, en número de 400 hombres, se hallaban en Olsana exigiendo
la contribución. El enemigo abandonó el pueblo, dejando en poder de la
tropa 13 prisioneros, entre ellos el citado Moliné y otros Oficiales,
causándoles 11 muertos, figurando en este número el cabecilla Cosco, y
apoderándose además de 24 fusiles rayados y otras armas y efectos de
guerra.
»_Provincias Vascongadas_.--Perseguida por la columna Arana la partida
de latro-facciosos capitaneada...
* * * * *
(Don José, interrumpiendo):--¡Eso es! ¿Latro, latro-facciosos!
Leocadia continuó:
* * * * *
».....capitaneada por Soroeta, retrocedió anoche desde Goizueta a unos
caseríos del monte Oyarzun. En la provincia de Vizcaya, según las
últimas noticias, no quedan más que los dispersos de la partida
Maidagan. En el resto de la Península no ocurre novedad extraordinaria.»
* * * * *
De pronto sonaron en la puerta de la casa dos aldabonazos.
--Ahí está tu hermano; baja, hija, baja.
Leocadia cogió la llave de encima del aparador, y salió sin
precipitarse. Oyose a poco en la escalera ruido de pasos sofocados por
risas, y entraron con Leocadia en la habitación dos hombres jóvenes,
pero de tipo distinto. Pepe era en varón lo que su hermana Leocadia en
mujer; un madrileño de pura raza, pálido, de mirada inteligente, mediana
estatura, palabra fácil y movimientos rápidos: el otro era su amigo
Millán, que hacía el amor a Leocadia. Pepe vestía como señorito pobre:
Millán como trabajador a quien siendo limpio le falta tiempo para
acicalarse. El primero, acercándose a su padre, le besó como pudiera
hacerlo un niño; y el segundo, antes de saludar, dirigió una mirada a la
puerta del pasillo por donde había vuelto a marcharse Leocadia con dos o
tres paquetes que trajo su hermano.
--¿Lo ves, papá?--dijo Pepe.--Cuando vengo solo, tarda esa media hora en
abrir; hoy, como sabía que éste venía conmigo, ha bajado la escalera a
saltos.
Millán, interrumpiéndole, se aproximó a la mesa y comenzó a dar
conversación a don José, por esquivar las bromas de su amigo:
--Sabrá Vd. que las partidas de Gerona se han disuelto... Lo grave es
que por el Baztán han entrado dos jefes con cien hombres, y que unidos a
otra partida, cerca de Estella, andan ya por las inmediaciones de
Pamplona.
--La _Gaceta_ no dice nada, al menos _La Correspondencia_ no lo copia.
--Pero el Gobierno lo sabe, y en el Ministerio de la Guerra no se habla
de otra cosa. El hermano de un cajista de casa está de escribiente en la
Dirección de Infantería, y allí lo ha oído.
--Y por el Maestrazgo, ¿no hay nada?
--Todavía...
--Como no tengan mano de hierro, estamos perdidos.
--Eso no; la guerra podrá durar lo que la otra, pero a Madrid no vienen.
--La cena es la que viene ahora--dijo doña Manuela, entrando con una
cazuela entre las manos.
En un papel de cigarrillo pudo haberse hecho el _menú_ de aquella pobre
gente: el clásico besugo, ensalada de lombarda, leche de almendra y los
postres traídos por Pepe; no había más. La botella de Rueda estaba
destinada a don José, que daría un par de copas a Millán. Los demás
acordaron decir que el vino blanco les irritaba mucho. De allí a poco no
quedó del besugo sino la raspa; de la ensalada, ni una hoja.
--Vaya a la salud de esas piernas--decía Millán, apurando un trago y
mirando de reojo a Leocadia.
--¡No volverán a correr como corrieron!
--Todo vuelve, don José, todo; ya ve Vd., hasta los carlistas.
Doña Manuela, picada de no haber escuchado todavía un elogio para su
guiso, comenzó a tronar contra la política.
--No sabéis hablar de otra cosa. Pues dejarles que vengan. Peores que
estos que mandan ahora no serán.
--Calla, mujer. ¡Tú que sabes! Sería un horror. Vosotros--añadió el
viejo, dirigiéndose a los muchachos--no tenéis idea de lo que hicieron
la otra vez. Siete años duró; la gente no podía salir de las ciudades,
fusilaban hasta niños y mujeres... Sería una vergüenza... ahora que el
ejército está bien armado y mejor vestido. En la otra guerra se batieron
con fusiles de pistón y hasta de chispa, y llevaban en invierno
pantalones de hilo.
Leocadia se levantó para ir a buscar la leche de almendras, y volvió en
seguida trayendo la sopera.
--Y todo eso en defensa de la religión--dijo Millán en tono de burla.
--La religión no tiene nada que ver en esto, hijos míos. Cuando se
alzaron en armas contra Fernando VII, nadie había maltratado a la
religión; durante la guerra, los batallones cristinos gastaban más
tiempo en misas que en ranchos; los liberales eran casi más devotos que
los absolutistas; nadie se había metido con la Iglesia; y luego, eso ya
lo habéis alcanzado vosotros, lo de San Carlos de la Rápita tampoco tuvo
que ver nada con la religión. No hay más sino que cuatro provincias
quieren imponer la ley a toda España. ¡Si viviera don Juan! ¡Ese sí que
era hombre! ¡Buena está la leche de almendras! En fin, ya hemos cenado.
¡Otra Noche Buena! ¡Quién sabe de aquí a la que viene!...
--La pasaremos juntos como esta--añadió Millán--quizá más
unidos;--diciendo lo cual miró a Leocadia, que bajó los ojos, entre
esquiva y pudorosa.
--Sobre todo, la pasaremos con Tirso--dijo doña Manuela.--Ya es tiempo
de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a ser como parir de pronto
un hijo de treinta y cuatro años.
--¿Han vivido ustedes siempre separados?
--Casi toda la vida. Ya te hemos contado cómo fue lo de dejarle con don
Tadeo. ¿Qué habíamos de hacer? Hemos corrido más provincias que tiene el
mapa. Don Tadeo le tomó mucho cariño: ¡eso sí! No le hubiese tratado
mejor aunque fuera hijo suyo. Lo único que me supo mal, fue lo de
hacerle cura; pero no pude evitarlo. Si al menos fuera un cura como
Muñoz Torrero o Venegas, o Martín Velasco...
--Calle Vd., por Dios, don José. ¿Curas liberales? ¡Son los peores!
Pepe, Leocadia y la madre callaban, sintiendo que se hablara de aquello,
porque don José en tales casos acababa poniéndose de un humor de todos
los diablos; pero Millán, que desde tiempo atrás tenía deseos de saber
la historia del caso, fue poco a poco obligando al viejo a que la
contara.
--Ese don Tadeo estaría entregado a gente de iglesia...
--Cabalito: era un sujeto buenísimo, pero de los que se comen los
santos, y que hiló el negocio con gran finura. Tomó cariño a Tirso, eso
es indudable. Creo yo que lo primero que se le ocurrió fue darle
carrera, sin fijarse en cuál, hacerle hombre; luego sus ideas, sus
relaciones... Cuando me trasladaron de Granada a Zamora, hizo el viaje
con el chico sólo para que yo le viera; tenía ya doce años; aquello se
lo agradecí mucho, porque únicamente le había visto en dos escapadas
cortísimas que hicimos esa y yo desde Valladolid. Quisimos recoger al
muchacho entonces, en Zamora, pero por un lado, ya comprenderás, las
consideraciones a lo mucho que debíamos a don Tadeo... él insistió en
que no se le quitáramos; decía que Tirso era tan bueno, que le había
tomado tanto cariño... Además, la situación nuestra no era buena, es
decir, nunca lo ha sido, jamás hemos podido ahorrar nada. Ahora, si no
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