Arroz y tartana - 18

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vértigo nada más; pero en tan corto espacio creyó que la habitación
danzaba como una peonza, que el techo descendía hasta apoyar en su
cabeza su peso irresistible; vio obscuridad y luces a un mismo tiempo;
experimentó frío y calor; sintió una bola extraña que se le atascaba en
la garganta, y en un instante pasaron por su imaginación, como
relámpagos lívidos, todas las escenas de novela que había leído, con sus
terribles descubrimientos y sorpresas aplastantes.
Bien conocía aquella chaqueta; era la de su principal, la que tantas
veces le había rozado al descansar paternalmente la manga sobre su
hombro. _Miss_, saliendo de su escondite, frotábase contra sus piernas
gruñendo amistosamente.
Pero, en fin, ¿qué era aquello? Nada significaba el pedazo de tela. Pero
¿dónde estaba el señor Cuadros? Insensiblemente se dejó arrastrar por un
espíritu de desconfianza que acababa de despertarse en él, y dentro de
su casa, por una precaución inexplicable, le hacía andar de puntillas
como si fuese un ladrón.
Sin darse cuenta de ello, se vio junto al cortinaje que cubría la
puertecilla por donde entraba doña Manuela todas las noches a la hora de
acostarse. El mismo instinto que le hacía recatarse fue quien hizo
avanzar su mano levantando levemente un lado de la misteriosa colgadura.
Miró, y sin embargo no sufrió la impresión de momentos antes. Todo era
verdad. Ahora comprendía las palabras de don Eugenio, su sonrisa
triste, la mirada de conmiseración con que había acompañado su rápida
salida de la tienda.
Y abrumado por la sorpresa, permaneció erguido, con los ojos
desmesuradamente abiertos, apoyando su espalda en la pared, como si
temiera desplomarse. Debió lanzar un suspiro; tal vez chocó con
demasiada rudeza contra la pared.
--¿Quién anda ahí?
Y tras larga pausa, contestó a esta voz femenil otra de hombre en tono
más bajo, pero que rasgó los oídos de Juanito:
--Será _Miss_, que juega.
No supo cómo salió de allí. Lo único que pudo recordar fue que el
instinto de precaución le dominaba aún, y que al bajar la escalera lo
hizo de puntillas, evitando roces, como si fuera un delincuente y
temiera ser descubierto.
Cuando se vio en la calle sintió un calor insufrible. Ya sabía quién le
apretaba con tanta crueldad la garganta. Era la vergüenza, que hacía
arder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro y
aceleraba la circulación de su sangre. Creyó que todos le miraban, que
los transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvo
apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su
vergüenza que le perseguía.
Aire... espacio... libertad; se ahogaba en las calles tortuosas, con sus
paredes que parecían aproximarse para cerrarle la marcha; necesitaba
horizontes inmensos, para no creerse aplastado, para poder ensanchar sus
pulmones y arrojar la cruel madeja de suspiros que se apelotonaba en su
garganta.
Una sensación fresca le despertó de aquella pesadilla, que le hacía
caminar como un sonámbulo aterrado. Estaba en las Alamedas de Serranos,
y marchaba con la cabeza inclinada, los brazos a la espalda: la misma
expresión de los tipos casi lúgubres que acostumbraban a pasear allí.
A lo lejos, tras las cortinas de los árboles que circuían el verdoso
estanque, sonaba el canto de un corro de niñas confundiéndose con el
juguetón parloteo de los traviesos gorriones:
/*
_Yo me quería casar_,
_yo me quería casar_
_con un mocito barbero_....
*/
Juanito sentía deseos de llorar como cuando escuchaba las romanzas
italianas de Amparo. Pero ahora no era el amor quien ponía en tensión
sus nervios; eran los recuerdos del pasado, que contrastaban penosamente
con su situación actual.
Le hacía daño la inocente melopea infantil. Se veía con la imaginación
vistiendo el trajecito escocés de su niñez, cuando su madre, con tocas
de viuda, le llevaba a la Glorieta a que jugase con las niñas, pues su
timidez y debilidad no le permitían alternar con los revoltosos
muchachos. ¡Cuan hermosa estaba con sus negras tocas! Juanito la veía al
través de los años como una _Máter dolorosa_, acariciando dulcemente su
cabeza de niño y pensando en el doctor Pajares, a pesar de su reciente
viudez.
Ya no creía en su madre. La fe se había rasgado en él como una
virginidad irreparable. Le nacía daño el canto infantil, y para no
llorar salió rápidamente del paseo, siguiendo el pretil del río.
Caminando junto a la carretera polvorienta, sin ver otras caras que las
de los carreteros que marchaban perezosamente tras sus vehículos, o las
de los guardias de Consumos sentados ante sus garitas, Juanito se
encontraba mejor. No tenía miedo, como el poeta, a encontrarse con su
dolor a solas, y caminaba por aquel lugar poco frecuentado, saboreando
con gozo cruel el hondo pesar que, de vez en cuando, estallaba en
ruidosos suspiros.
Sentía en torno de su persona la imagen invisible de un padre que no
había conocido. El recuerdo del pobre Melchor Peña le inspiraba cierta
conmiseración. Aquél también había vivido engañado. Amó locamente a su
esposa sin conocer su verdadero carácter y murió en el error, como
hubiese muerto él, jurando que su madre era la mejor de las mujeres, a
no haberle conducido la fatalidad al salón de su casa para hacer el más
terrible de los descubrimientos.
Su madre era una tramposa capaz de todos los enredos y vergüenzas para
conservar el falso oropel de su vida; su madre despreciaba las
murmuraciones que herían hondamente el honor de la familia; dejaba a las
hijas que se arrojasen en el peligro, arrastradas por la desesperada
audacia de cazar un novio, y al final se entregaba como una perdida en
brazos de un amigo de su esposo, se vendía infamemente cuando estaba
próxima a la vejez, manchando todo su pasado, por una necesidad del
orgullo. ¿Qué era, pues, lo que quedaba a aquella mujer? Nada
absolutamente. Aquel descubrimiento fatal rasgaba el velo de la
credulidad, desvanecía el optimismo del cariño; la madre aparecía a los
ojos del hijo tal como era, con toda su fealdad moral; y Juanito pensaba
con rabia en su antiguo ídolo como el devoto que pierde la fe, y en la
imagen milagrosa que antes le arrancaba lágrimas de emoción ve sólo un
miserable leño. ¿Por qué había nacido del vientre de aquella mujer? ¿No
podía tener una madre como lo son todas? Y furioso contra la fatalidad,
que le había dado por madre a doña Manuela, cerraba los puños como si
quisiera estrangular a alguien.
Levantó la cabeza y vio que se había separado del pretil, siguiendo por
el camino de ronda. Ante él alzaban sus pesadas moles cilíndricas las
dos torres de la puerta de Cuarte, con la rojiza costra acribillada por
los profundos agujeros de las granadas francesas y las de las
insurrecciones republicanas.
Contemplaba fijamente los tragaluces angostos y enrejados de los
calabozos donde estaban los presos militares. Pensaba con envidia que
allí dentro, en las mazmorras lóbregas y húmedas, se estaría muy bien,
rodeado de absoluto silencio, lejos del mundo, sin pesares que turban
la existencia.
Permaneció mucho tiempo mirando fijamente aquellos colosos de argamasa,
hasta que por fin se dio cuenta de que algunos chicuelos del barrio
formaban círculo en torno de él, contemplándolo con curiosidad,
tomándole, sin duda, por uno de esos viajeros que para el vulgo han de
ser forzosamente ingleses.
Juanito huyó de aquella pillería, cuya mirada insolente y burlona nada
bueno presagiaba, y siguió por el camino de ronda, sumiéndose al poco
rato en sus tristes reflexiones. Volvía a caminar automáticamente, sin
fijarse en las personas que pasaban junto a él. Llevaba abiertos los
ojos, miraba a todas partes, y nada veía. Nada, no; lo real, lo
inmediato a su persona no lograba fijarse en su retina; pero en cambio,
veía siempre, con una tenacidad desesperante, la blanca chaqueta
arrugada brutalmente como la sábana del lecho después de una noche de
placer, y luego... luego veía también la cortina alzada revelando una
parte del atentado vergonzoso, de la degradación maternal, que era para
él un golpe de muerte.
¡Oh, cuán execrable le resultaba ahora su antiguo ídolo! Y sin embargo,
estaba convencido de que todo su odio era una impresión del momento, que
se desvanecería apenas se hallase en presencia de la mamá. Es muy
difícil desarraigar un cariño de tantos años; y este convencimiento era
lo que más desesperaba a Juanito. Sentíase avergonzado por tener tal
madre y adorarla, sin embargo, con la dulce ceguera del cariño.
--¡Eh...! ¡a un lado!
Juanito saltó hacia atrás instintivamente, al sentir en su rostro el
bufido ardoroso de dos caballos. Había llegado a la entrada del camino
del Cementerio, y aquellas bestias que casi le atropellaban eran los
jacos huesosos, antipáticos y enfermizos que tiraban de un coche
fúnebre. El tétrico conductor, con su librea negra y mugrienta, pasó,
rociando de injurias al distraído y amenazándole con su látigo.
Juanito apenas si pudo verle. Sus ojos estaban fijos en el féretro
blanco y dorado que se mecía con el traqueteo de las ruedas, dejando en
su memoria la impresión de una nubecilla surcada por rayos de sol.
También debía estarse bien allí. Mejor que en los calabozos que antes
contemplaba con envidia. El silencio para siempre, la amarga
satisfacción del no ser, la grandiosa monotonía de la eternidad libre de
toda alteración. ¿Por qué no iba él dentro de aquella caja? ¿Por qué no
había caído cuatro años antes, cuando sufrió una pulmonía que puso en
conmoción a toda su familia? Al menos habría muerto creyendo en su
madre, y al partir le hubiera consolado un gesto, una lágrima de aquella
mujer. Pero ahora estaba solo. Moriría aislado; lo único que le
fortalecía era la certeza de la muerte como solución para sus males.
El rostro de una joven asomada a la ventanilla de uno de los carruajes
del cortejo fúnebre pareció cambiar el curso de sus ideas. No; era una
locura buscar la muerte. Si no hubiese conocido a Tónica, podría aceptar
tan desesperada resolución; pero siendo amado por ella, era una locura.
Aún había remedio. Una parte de su capital la había entregado a don
Ramón Morte, no para jugadas de Bolsa, sino para la adquisición de
valores públicos. Vendería, aunque fuese con pérdida, esta parte segura
de su capital; pagaría las deudas importantes que había contraído por
salvar a su madre, y con lo que le quedase se establecería modestamente,
sería el dueño de _Las Tres Rosas_ o de una tienda más pequeña,
casándose en seguida con Tónica. Ésta era la verdadera solución. Nada de
buscar millones; la lección había sido dura. Comerciante rutinario y
cachazudo, buen marido y padre virtuoso; ésta era la felicidad, lo que
él ambicionaba para el porvenir.
Y cuando con más entusiasmo forjábase la ilusión de la tranquilidad
patriarcal, un silbido estridente rasgó los aires, como si Mefistófeles,
desde las nubes, contestase con su carcajada chillona a los hermosos
planes de virtud doméstica. Juanito, sin dejar de andar, despertó del
extraño sonambulismo que le hacía correr en torno de la ciudad, agitado
a cada instante por los más diversos pensamientos. Frente a él
perfilábase sobre el cielo de pálido azul la plaza de Toros, con su
contorno de circo romano. Entre ella y el joven estaba el paso a nivel
de la vía férrea, donde comenzaba a palpitar, lanzando mugidos, una
bestia de hierro.
Juanito viose detenido por la cadena que acababa de tender el guardavía.
Este obstáculo pareció irritarle. Sintió otra vez dentro de sí aquel
compañero misterioso que le había guiado en el salón de su casa al hacer
los terribles descubrimientos. Algo le decía ahora con acento imperioso.
Le empujaba, y él obedecía automáticamente. Olvidaba las ilusiones de
futura felicidad que se había forjado momentos antes, y el ataúd
coquetón, aquel féretro de raso blanco y bordados de oro, parecía
brillar ante él, como un astro que le iluminase con su camino. Abríase
su tapa, mostrando el interior mullido y acolchado como el de una caja
de dulces. Unos cuantos pasos más, y se quedaba dentro para siempre....
De pronto, Juanito se sintió cogido por los brazos, zarandeado y
empujado hacia atrás con tal fuerza, que estuvo próximo a caer.
--Pero ¿adonde va usted? ¿Está usted loco...?
El que le hablaba era el guardavía, un mocetón de blusa azul con
iniciales rojas.
Entonces se dio cuenta de que estaba a pocos pasos de un tren que,
conmoviendo el suelo, dando mugidos, por la chimenea y rugiendo por las
válvulas de escape, salía de la estación, abofeteando a los más próximos
con el viento de su rápido paso.
Juanito lo comprendió todo. Había pasado por debajo de la cadena, y el
empleado acababa de detenerle casi en la misma cabeza del tren que
avanzaba.
El guardavía mirábale con ojos interrogantes, en los que era visible la
sospecha de un intento de suicidio. Los curiosos agolpados a ambos lados
de la vía daban a entender lo mismo con sus palabras.
Juanito, avergonzado, siguió a buen paso el mismo camino de antes, como
si después de lo ocurrido le fuera imposible continuar adelante dando la
vuelta completa a la ciudad.
Pasó por el lugar donde había encontrado el fúnebre cortejo, y no pensó
ya en aquel ataúd blanco que le obsesionaba con la más amarga de las
seducciones. Tampoco levantó la desalentada cabeza para contemplar las
torres de Cuarte, cuyos rojizos muros adquirían en su parte alta un
tinte de incendio reflejando la puesta del sol.
La frescura que sintió siguiendo el pretil del río pareció reanimarle.
Comenzaba el crepúsculo. En el cauce del río, las charcas y riachuelos,
reflejando en su fondo el rojo horizonte, brillaban como si fuesen de
encendida lava. En la ciudad, los vidrios de los altos balcones y de las
esbeltas torrecillas destacábanse sobre la masa obscura de los edificios
como placas de fuego. La calma del crepúsculo, compuesta de murmullos
imperceptibles, de lánguidos suspiros que exhala la Naturaleza próxima a
adormecerse, invadía el ambiente. Desde el pretil veíanse rebaños de
obscuras ovejas, que al compás perezoso de las esquilas iban en busca
del corral, mientras que por la parte de arriba, por la carretera
polvorienta, marchaban también en retirada los rebaños del trabajo,
gentes de espalda encorvada y blusa vieja, con la cara sudorosa y el
saco de herramientas a la espalda.
La melancolía del crepúsculo se apoderaba de Juanito. Cuando entró otra
vez en las Alamedas de Serranos, sus piernas flaqueaban, y sintió la
necesidad de dejarse caer en uno de los bancos.
En aquel paseo silencioso, casi desierto, que lentamente se obscurecía,
podía forjarse la ilusión de que estaba en un jardín de su propiedad,
donde nadie vendría a turbar la pereza dolorosa, el anonadamiento triste
en que iba sumiéndose.
En las charcas del río, las ranas comenzaban a templar sus instrumentos
de dos notas para la interminable sinfonía de la noche; en la inmediata
carretera sonaba el chirrido de los carros.
La humedad del sombrío arbolado empapaba las ropas de Juanito,
adormeciéndole. Hubo momentos en que su imaginación, lanzada en el
camino de la insensatez, hízole pensar que, como en los cuentos
fantásticos, un colosal murciélago le abanicaba con sus alas, para
chuparle la sangre después de dormido.
De pronto, vio plantadas ante él, mascullando palabras ininteligibles y
extendiendo vergonzosamente las manos, dos niñas entecas, dos cabezas
con el pelo revuelto y erizado como espantables Medusas, mostrando las
piernas enflaquecidas y desnudas por debajo de los guiñapos que las
servían de faldas. Una profunda conmiseración invadió el ánimo de
Juanito. Aquéllas eran aún más desgraciadas que él. Tal vez no habían
conocido a sus madres, y esto era mil veces peor que tener una aunque
fuese como la suya. Olvidó repentinamente todas las precauciones de su
carácter económico, y dejó el puñado de pesetas que llevaba en el
chaleco en aquellas manecitas, que, asombradas y faltas de costumbre, no
sabían cómo oprimir la lluvia de plata. Las pesetas caían al suelo, y
Juanito no se arrepentía de su generosidad.
Indudablemente, allá arriba había alguien viéndolo todo: lo mismo lo que
pasaba por las tardes en una alcoba, que lo que ocurría por la noche en
un paseo solitario entre dos mendigas pequeñas y un hombre más niño que
ellas.
La desgracia le perseguía. ¿Quién sabe lo que le estaba reservado? Tal
vez algún día, con más vergüenza que aquellas infelices, tendría que
tender la mano a las gentes, sintiendo calor en el rostro y en el
estómago el cruel arañazo del hambre. Y como para sellar su pacto con la
desgracia futura, cogió entre sus manos las desmelenadas cabecitas,
besándolas en las sucias mejillas, en los labios cubiertos de costras.
Esto asombró a las mendigas más aún que la generosidad de momentos
antes. Sus ojos cándidos y virginales deshonráronse con una viva chispa
de malicia; tras la inocencia infantil asomó la precocidad de la vida
aventurera, las lecciones infames aprendidas sobre el barro de las
calles; y las dos, apretando convulsivamente sus puñados de pesetas,
huyeron como si las amenazase un terrible peligro.
Después pasó una mujer pequeña y enflaquecida, una pobre obrera de las
que habitan en la otra orilla del río. Cansada del trabajo, sostenía en
un brazo la pesada cesta y un chicuelo mofletudo que se agitaba con
nerviosa alegría, mientras tiraba con la otra mano de un galopín de
cinco años que se obstinaba en no andar por habérsele desatado el
zapato.
La mujercita saludó con una dulce sonrisa a Juan, y dejando sobre su
mismo banco el pequeño y la cesta, encorvóse penosamente para atar el
zapato de su hijo mayor. Después de acariciarle su enorme cabeza, volvió
a recuperar lo que había dejado sobre el banco y prosiguió su marcha,
siempre abrumada por la fatiga, poseída por triste desaliento, pero
satisfecha y sonriente al mirar a sus dos pequeñuelos, cruz abrumadora
que arrastraba en el calvario de la miseria.
Juanito creyó despertar ante aquella aparición. Era una verdadera madre
la mujercita de la dulce sonrisa. En aquel grupo de conmovedora miseria
había algo que él no había conocido jamás, y los dos pobres chicuelos,
martirizados por el hambre, destinados a vivir como parias de la
sociedad, gozaban lo que él, criado entre lujo y ostentación, no había
tenido nunca.
Sentía deseos de pedir a Dios que hiciese un milagro, que le convirtiese
en uno de aquellos niños, destinados a ser bestias de carga para el
bienestar de sus semejantes, pero que al menos tenían una madre que los
amaba sin distinguirlos y no se vendía a pesar de su miseria. Sintió de
pronto en sus manos la caída de algo caliente que resbalaba sobre su
epidermis. Lloraba. Al alejarse el tierno grupo, las lágrimas habían
asomado a sus ojos, y no hacía ningún esfuerzo por contenerlas,
sintiendo al llorar una sensación voluptuosa, como si sus pulmones, con
extraordinaria dilatación, hubiesen expelido aquel nudo que le oprimía
la garganta.
Así pasó mucho tiempo: con el sombrero caído a sus pies y la cabeza
apoyada en una mano, dejando que las lágrimas resbalasen a lo largo de
su antebrazo.
Los últimos transeúntes que pasaron fueron unas buenas mozas con la
cesta al brazo, moviendo al andar bizarramente sus fuertes caderas.
Debían ser cigarreras que volvían de la fábrica. Miraron entre
compasivas y burlonas al señorito que lloraba, y se alejaron haciendo
comentarios a toda voz. ¡Un hombre llorando! Indudablemente le había
engañado la novia o había muerto su madre. A Juanito no le hicieron daño
los burlones comentarios de aquellas muchachas. Habían acertado. Su
madre había muerto aquella tarde, y por esto lloraba.
Tras el desahogo del llanto, quedó fatigado, con los miembros
entumecidos, como si acabase de hacer una larga marcha.
No supo si había dormido o si el tiempo pasó con extraordinaria rapidez;
lo cierto fue que al apartar las ardientes manos mojadas en lágrimas y
erguir su cabeza, vio que era de noche. Por entre el ramaje de los
árboles veíase el cielo azul obscuro de las noches de verano, moteado
por el luminoso polvo sideral.
Como un sordo rugido semejante al hervor de lejana caldera, llegaban los
rumores de la ciudad al paseo obscuro y silencioso.
Cantaban las ranas con una monotonía desesperante; reflejábanse las
temblorosas estrellas en el fondo de las charcas; en el inmediato
estanque conmovíanse con estremecimientos voluptuosos las plantas
verdosas que extendían sus palmitos a flor de agua, y a lo lejos, como
un eco, sonaban los ladridos de los perros del arrabal.
Aquel silencio matizado por los ruidos propios de la noche hacía
imaginarse a Juanito que se hallaba en un tranquilo pueblo, lejos de una
vida en la que sólo había encontrado hondos pesares. Su mirada vagaba
errante por entre los puntos de luz, que le parecían impenetrables
jeroglíficos trazados en el cielo. ¿Cómo serían aquellos mundos? Y
pensando en esto, recordaba confusamente la poca geografía aprendida en
la escuela, las innumerables consejas que había oído relatar sobre la
influencia de los astros sobre los hombres.
Creía en lo maravilloso, en la influencia astrológica, sintiendo que la
calma augusta de la inmensidad se filtraba en su ánimo.
Como si le atrajesen aquellos mundos desconocidos, creía elevarse en el
espacio, dejando muy lejos, bajo sus pies, la tierra, llena de miserias.
Su corazón parecía ensancharse, crecer, convertirse en un músculo
gigantesco que ocupaba todo su pecho y lo hacía estallar como un saco
angosto. Ya no odiaba a nadie.
Todos los seres de la tierra le parecían pequeños; y sintiendo la tierna
conmiseración de las almas grandes, sonreía dulce pero compasivamente al
pensar en su madre, en sus hermanas y hasta en la misma Tónica.
Nada le impresionaba ya; todo le era indiferente: amistad, familia y
amor. Él no era de este mundo; su verdadera patria estaba arriba. Y
miraba a los astros con ojos interrogantes, como inquilino que escoge la
mejor habitación para trasladarse a ella.
Pero las impurezas de la realidad le despertaron otra vez de su
sonambulismo. Pasaban misteriosas parejas por detrás de los macizos de
árboles, unidas por dulce intimidad, con paso recatado, cuchicheando
levemente y buscando un lugar a propósito para aislarse de otros a
quienes la cita nocturna llevaba también allí.
Esto sublevó a Juanito. Tenía por suyo el paseo, la calma de la noche,
el puro silencio que le envolvía; la impúdica invasión de libertinos
callejeros y mercenarias ambulantes causábale el efecto de un atentado
contra su propiedad. Un sentimiento de asco le hizo ponerse en pie; y
recogiendo su sombrero, salió de la obscura alameda.
Las campanas de los relojes atrajeron su atención, haciendo que mirase
el suyo a la luz de un farol.
Eran las diez y media. Le sorprendió la rapidez con que había
transcurrido el tiempo y continuó su camino, dispuesto a vagar sin rumbo
fijo; pero los grupos de gente que siguiendo el pretil marchaban en la
misma dirección le arrastraron, haciendo que insensiblemente se
encaminara a la feria de la Alameda.
Al llegar al puente del Real pasó por entre los tranvías y carruajes,
que, parados en la obscuridad, parecían mirar al gentío con los
encarnados y redondos ojos de sus faroles.
El magnífico panorama reanimó a Juanito. Al otro lado del río, millares
de luces de colores, en serpenteantes líneas o marcando el contorno de
los pabellones arquitectónicos, desvanecían la obscuridad, produciendo
un rojizo vaho que se extendía por el cielo coma el reflejo de lejano
incendio. Las charcas del río se poblaban de inquietos peces de fuego.
Atravesó el puente sufriendo los codazos de la multitud. Aquella noche
era la última de feria. Destacábanse los grupos de soldados, con los
roses enfundados de blanco; los huertanos iban en cuadrilla, cogidos de
las manos por temor de extraviarse; y pasaban las labradoras con su
traje de fiesta, arrastrando tras sí un racimo de chiquillos llorones y
cansados, precedidas por los maridos en mangas de camisa, chaleco negro
y el garrote de Liria en la mano, mirando a todos con fijeza, como si
temiesen que los «señoritos» se burlasen de la familia.
Los farolillos venecianos formaban gigantescos pabellones de una
claridad difusa. En la entrada de la Alameda apelotonábase el gentío, y
por entre la masa de espaldas arqueadas y codos en punta pasaban las
floristas con su cesto de mimbres erizado de ramilletes y las chicuelas
desgreñadas, con el cántaro en la cadera y el turbio vaso en la mano,
pregonando: «¡_Al aigua fresqueta_!»
Juanito viose detenido por la masa apiñada ante el tablado de los bailes
populares. Sonaba el agudo cornetín repitiendo monótonamente la
contradanza moruna o acompañando las voces de los cantadores, y a su
compás saltaban sobre el tablado las parejas de bailarines, que de lejos
parecían polichinelas.
En aquel lugar bifurcábase la corriente del gentío. La gente alegre y
ruidosa, los labradores, la chavalería de gorrilla y tufos o de falda
almidonada y pañuelo de seda, seguía por el pretil del río mirando la
larga fila de casetas, en las que se aburrían los feriantes esperando al
comprador que nunca llegaba.
Por el lado opuesto, por la avenida central, donde estaban establecidos
los pabellones de baile, marchaba la gente «distinguida», con
parsimonia, como en una procesión, mirando con el rabillo del ojo a los
que estaban en las compactas filas de sillas, o deteniéndose un instante
para contemplar las parejas que danzaban en los pabellones.
Juanito, confundido entre este público e insensible a las cosas de este
mundo, lo encontraba todo feo y ridículo con su pesimismo feroz.
Aquellos pabellones, que vistos con un poco de buena voluntad a la luz
artificial recordaban los palacios deslumbrantes de las leyendas,
parecíanle ridículas barracas. Y luego, ¡qué asco le producían los
imbéciles que en aquellos salones al aire libre bailaban como monigotes,
sin advertir que el gentío se divertía con sus saltos!
En uno de aquellos pabellones estaría su hermano Rafael. Y el muy
imbécil tal vez se divertiría, tal vez estarían con él las hermanitas, y
todos juntos mirarían con desprecio a la gente que se pasea por bajo,
sin pensar que de allí podría salir un acusador anónimo que les gritara:
«¡Todo ese lujo, esa altivez que ostentáis, son debidos a la trampa, a
la desvergüenza, a que vuestra madre es una...!»
No; decididamente, él no podía seguir paseando por aquella parte de la
feria. Volvían a reaparecer las tristes ideas de la tarde; pensaba otra
vez en su madre. Además, de seguir por cerca de los pabellones, estaba
expuesto a encontrarse con su familia, con el señor Cuadros, con
cualquiera otro que le hiciera acordarse de lo que él tenía empeño en
olvidar.
Huyó de aquellos sitios, dirigiéndose al final de la feria, donde
estaban los _restaurants_ al aire libre, las buñolerías apestando el
ambiente con el aceite frito de sus fogones, y las rifas, cuyos dueños
atraían con furiosos gritos a la gente, prometiendo una fortuna. Más
allá estaban los vendedores de sandías, voceando tras sus montones de
verdes bombas; las mesas de comida barata, donde cenaban chorizos crudos
y morcillas secas los soldados y los labradores; y al final, los
barracones de espectáculos: _El teatro mágico_, _La mujer gorda_, _Los
perros sabios_, con órganos a la puerta que hacían sonar una música
extravagante, propia de una fiesta de caníbales. Juanito, con los
nervios excitados, acabó por huir, refugiándose en los jardinillos a la
inglesa que la gente llama «el Plantío».
Volvió a encontrarse como en las Alamedas de Serranos, en una soledad
relativa, mirando desde su banco la agitación de la feria y contemplando
el cielo a través de las copas de los árboles, cuyas hojas, bañadas por
el reflejo de la luz artificial, cambiaban su tono verde por un plateado
mate.
Allí, por un extraño capricho de su imaginación, pensó en los negocios.
Recordaba las noticias que le habían dado aquella tarde en la Bolsa. La
ruina era indudable. ¡Bien les había dejado el célebre banquero con su
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