Arroz y tartana - 19

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pretendida infalibilidad!
Su principal, el señor Cuadros, podía tenerse por hombre al agua. En
cuanto a él, daba por perdida una gran parte de su fortuna, y únicamente
confiaba en los valores del Estado que por encargo suyo había adquirido
el señor Morte. Eran unos tres mil duros, y con esta cantidad pensaba
encontrar la salvación.
El optimismo tornaba a apoderarse de su ánimo, como una reacción
necesaria tras tantas horas de insufrible dolor. Aún tenía salvación. Se
alejaría de aquella familia que sólo era en apariencia suya, pero a la
cual no le ligaba lazo alguno; se casaría con Tónica, buscaría una
tienda modesta y emprendería otra vez la conquista azarosa y difícil del
dinero, teniendo por maestro a don Eugenio y siguiendo los
procedimientos lentos y rutinarios del comercio a la antigua.
No sería millonario, no soñaría con palacios en el Ensanche y brillantes
trenes de lujo; pero al llegar a la vejez se pasearía por una tienda
acreditada, con zapatillas bordadas, gorro de terciopelo y la
prosopopeya de un honrado patriarca, viendo a los hijos talludos tras el
mostrador, como activos dependientes, y a Tónica, hermosa a pesar de los
años, con el pelo blanco y los ojos de dulce mirada animándole el
arrugado rostro.
Y el pobre muchacho conmovíase ante este cuadro de futura felicidad; y
así como antes el dolor le hacía llorar, ahora suspiraba con angustia a
causa de la alegría.
Cruzó el espacio un silbido rápido, estridente, un ruido semejante al
desgarro de inmensa sábana, y en lo más alto del cielo, después de una
detonación de lejano cañonazo, esparcióse un haz de puntos luminosos de
diversos colores, que descendieron lentamente, dejando tras sí
culebrillas de fuego.
Eran los cohetes voladores que anunciaban el disparo de los fuegos
artificiales. Juanito, con la atención de un muchacho, seguía las
vertiginosas curvas de aquellas veloces rayas de fuego en el obscuro
espacio. Cuando comenzaron a arder con gran estruendo los fuegos
artificiales en un extremo de la feria, él no abandonó su asiento.
Estaba molido; sus piernas entumecidas negábanse a obedecerle, y la
debilidad y el cansancio le producían, en ciertos momentos, algo así
como asomos de vértigo.
Toda la feria adquiría un aspecto fantástico alumbrada por las bengalas,
que tan pronto la coloreaban de alegre rosa como daban a las personas un
tinte lívido.
Un rugido de entusiasmo saludó el principio de la _traca_, diversión
favorita de un pueblo que ha heredado de los moros la afición a correr
la pólvora. Pendiente de los árboles daba la vuelta al largo paseo
aquella envoltura de papel rellena de pólvora, colgando a trechos los
blancos cucuruchos que contenían los truenos.
Durante media hora repitió el eco aquel estruendo de batalla. Las
mujeres, puestas de pie sobre las sillas, miraban con nerviosa
curiosidad la nube de humo erizada de relámpagos que se acercaba,
dejando tras sí un ambiente cargado de azufre y voladoras pavesas; y
cuando el estruendo llegaba frente a ellas, cubríanse los rostros con
los abanicos, hundían la cabeza en el pecho, o sin dejar de reír,
llevábanse las manos a los oídos, como si no pudieran resistir el trueno
continuo, cuya intensidad subía o bajaba, llegando en algunos instantes,
con la violencia de la explosión, a hacer el vacío, dejando sin aire los
pulmones.
La fiebre levantina enloquecía a los nietos de los rífenos, y eran
muchos los que, con la blusa chamuscada, sacudiéndose la lluvia de
pavesas, corrían siguiendo la marcha del fuego, deteniéndose para silbar
al pirotécnico cuando la _traca_ se cortaba, apagándose por algunos
segundos. Con la violencia de las explosiones saltaban hechos añicos los
globos de vidrio del alumbrado de gas; el azufre colábase por todas las
gargantas, llevando al fondo de los estómagos su sabor insufrible; pero
todo entraba en la diversión, y al final, cuando estallaba el trueno
gordo, haciendo temblar el suelo de la feria, la gente menuda prorrumpía
en estruendosa aclamación, despertando de la pesadilla belicosa que la
había enardecido durante media hora.
Al terminar la _traca_, Juanito salió de la feria. Tenía prisa en
llegar a casa antes que su familia. Reconocíase sin fuerzas para
resistir la presencia de su madre. Carecía de costumbre en el
fingimiento, y la expresión de su rostro le haría traición. Además,
sentíase muy débil. Como los seres nerviosos que después de un esfuerzo
extraordinario caen en desaliento mortal, él, tras la tarde de agitación
y la noche pasada en los bancos del paseo, sufriendo el húmedo relente,
sentíase enfermo. Su estómago le atormentaba, recobrando sus funciones
después de la crisis nerviosa.
Cuando llegó a su casa y Visanteta le abrió la puerta, no pudo contener
un gesto de asombro al ver que el salón estaba iluminado.
Entró. Allí estaban su familia y la del señor Cuadros, pero todos
silenciosos, ceñudos, con la cabeza inclinada, como si en la vecina
alcoba hubiese un muerto al que velaban. Juanito husmeó en el ambiente
algo terrible e inesperado, y se olvidó de todo, atento únicamente a
conocer el misterio. Fue a preguntar, pero el señor Cuadros le atajó
poniéndose en pie y avanzando con los brazos abiertos, con expresión
paternal y desesperada.
--¡Ay, hijo mío! Estamos perdidos. Ese Morte es un pillo.
¡Eh! ¿Qué era aquello...? Pero la extrañeza del joven duró muy poco,
pues el señor Cuadros hablaba con la verbosidad de la desesperación.
La cosa había ocurrido al anochecer. Primero la noticia circuló
tímidamente por la Bolsa, pero poco después la sabía toda la ciudad. El
célebre banquero don Ramón Morte había desaparecido, produciendo la
consternación en centenares de familias. Unos decían que era un farsante
que había huido para comerse en el extranjero los millones robados a sus
clientes con la hipócrita comedia de su sencillez y su filantropía;
otros aseguraban que era un desgraciado, un iluso, que, enloquecido por
anteriores triunfos, se había empeñado en sostenerse a la baja,
perdiendo su capital y el de sus admiradores, para huir al fin, pobre y
avergonzado, sin que su deshonra le valiera nada. Lo cierto era que
desde el anochecer, toda una procesión de clientes, anonadados unos y
amenazantes otros, entraban en las oficinas del banquero, no encontrando
otra cosa que las mesas abandonadas y algunos empleados quejumbrosos y
todavía no convencidos de la ruina de su principal.
Juanito quedó clavado en el suelo por el asombro, con los ojos
desmesuradamente abiertos, mirando a un lado y a otro, sin ver nada. Los
demás seguían cabizbajos, oyendo por centésima vez la relación del señor
Cuadros, que parecía enloquecido por la ruina.
--¡Sí, hijo mío! Yo también he estado allí. Aquello es una desolación.
Estamos a fin de mes y hay que pagar en seguida. ¡Oh, ese hombre! ¡Ese
pillo! ¡Da lástima ver tanto desesperado, tantos padres de familia
dispuestos a matarse o a matar a ese granuja si le pillan! El muy ladrón
debió saber antes que nadie lo de la baja, y... ¡échale un galgo! ¡Dios
sabe dónde estará ahora!
Juanito fue a preguntar algo, con la timidez del que espera una terrible
noticia, pero su principal siguió hablando.
--¿Y yo, Juanito mío? ¿Cómo me quedo yo...? Arruinado para siempre,
perdido, y lo que es peor, deshonrado. No tengo la cabeza para cuentas,
pero he calculado a la ligera lo que debo a los corredores, y ni con la
tienda ni con mis fincas tendré para pagar la mitad. ¿Qué hago, Dios
mío, qué hago...? Para comer tendré que pedir a algún compañero que me
admita de dependiente; y esto, a la vejez, es para pegarse un tiro.
Y Cuadros tenía los ojos vidriosos, faltándole poco para romper a
llorar. No era su próxima degradación lo que más lamentaba, sino la
pérdida de los placeres con que le había tentado la riqueza improvisada.
--Pero ¿y yo?--dijo por fin Juanito--. ¿En qué situación quedo?
--¿Tú...? ¡Pareces tonto! La ruina es igual para todos. Únicamente
tienes sobre mí la inmensa ventaja de ser joven y carecer de mujer e
hijos.... ¡Ay, quién estuviera en tu piel!
--Pero yo--dijo el joven con la tenacidad del que se agarra a una
esperanza--, yo no sólo jugaba a la Bolsa. Don Ramón tenía en su poder
más de tres mil duros míos en títulos del Estado. ¿Qué se han hecho?
Cuadros lanzó una carcajada, que, en fuerza de querer ser irónica,
resultaba espeluznante.
--Espera sentado tus tres mil duros--exclamó con brutalidad--; eso de
los valores públicos es una mentira. Ahora se ha descubierto que el tal
don Ramón no compraba papel, y cuando le daban una cantidad con tal
destino la dedicaba a la Bolsa, cuidando de entregar los intereses al
cliente, como si en realidad existiesen los títulos. ¿Quieres saber que
hay de esos tres mil duros? Pues que los has perdido. ¿No me dijiste que
tu novia le entregó ocho mil reales? Pues los has perdido también....
¡Cristo! Hemos sido unos brutos, y ahora, en justo castigo, nos quedamos
en la miseria, y muchas gracias si en alguna tienda nos quieren admitir
de bestias de carga.
Y Cuadros, furioso, iba de un extremo a otro del salón manoteando,
gozándose cruelmente en pintar a su discípulo toda la grandeza de su
ruina. Juanito estaba inmóvil por el estupor. ¡Dios sabe lo que pasó en
aquellos momentos ante sus ojos, fijos, sin luz y desmesuradamente
abiertos como los de un ciego!
De pronto, doña Manuela abandonó su asiento al ver a su hijo vacilar,
llevándose las manos al pecho y retroceder como si buscase apoyo.
Intentó cogerlo por los brazos; pero el pobre muchacho se estremeció,
lanzando una mirada a su madre, que despertó en ella vergonzosas
sospechas.
--No, no me toque usted, mamá: ¡lejos...! no necesito a nadie... estoy
bien.
Y cayó como un fardo sobre el mismo sofá en el que por la tarde había
visto la arrugada chaqueta como impasible acusadora del adulterio.


XII

Juanito se moría.
Toda la noche la pasó tendido en su cama como una masa inerte, con la
pesada cabeza hundida en las sábanas, el rostro envejecido, la barba
alborotada y los ojos cerrados.
El pecho elevábase acelerada y trabajosamente, como si dentro funcionara
una válvula vieja, y en la alcoba sonaba sin interrupción un ronquido
silbante, cual si a lo lejos estuviera una locomotora expeliendo el
vapor de sus calderas. La familia pasó toda la noche junto a la cama del
enfermo.
Doña Manuela, a pesar de su ánimo varonil, estaba aturdida por el
asombro. Pero ¿cuándo se cansaría Dios de enviar desgracias sobre ella?
Primero la ruina del protector que sostenía el prestigio de la casa y la
de su hijo, con cuya fortuna contaba para casos extraordinarios, e
inmediatamente aquella enfermedad extraña, rápida como el rayo, que
mataba por anticipado al pobre joven, pues le tenía inmóvil e insensible
como un cadáver, sin otra vida que aquella respiración angustiosa que
parecía asfixiar a los demás.
La desgracia reanimaba el sentimiento maternal, dormido durante tantos
años en el pecho de doña Manuela. Contemplaba a Juanito con igual
expresión que cuando era hijo único y gozaba de todas sus caricias.
Con los ojos enrojecidos por un sordo lloriqueo, iba la madre de un
punto a otro de la alcoba cumpliendo lo dispuesto por los médicos,
preparando los sinapismos que aplicaba por debajo de las sábanas a las
míseras piernas del enfermo.
Rafaelito habíase retirado a su cuarto en la madrugada, y las hermanas
permanecían clavadas en sus sillas, bostezando de cansancio, con un
gesto de extrañeza y de miedo, como si presintieran que la muerte
rondaba por la puerta de la alcoba.
La madre indignábase al hablar de los médicos. ¡Vaya una gente
ignorante! Todo lo echaban en palabrotas raras e ininteligibles. Lo
único que había podido sacar en claro era que se trataba de una
congestión cerebral de las peores, y que el enfermo, por haber pasado a
la intemperie gran parte de la noche, se hallaba en... ¿cómo decían
aquellos tipos...? ¡Ah, sí! en un medio patogénico que había preparado
el efecto terrible de la mala noticia.
Y no cabía dudar que el pobrecito se moría. Ninguno de los médicos había
dado a la madre la menor esperanza. A sus preguntas contestaban con
palabras que nada prometían; pero apenas estaban fuera de la alcoba,
meneaban la cabeza con triste expresión, como afirmando que nada les
quedaba que hacer allí.
En medio de su dolor, la obsesionaba una idea cruel. Recordaba el
terrible momento en que Juanito había caído inerte al conocer su ruina.
--No, no me toque usted, mamá....
En sus oídos sonaban estas palabras como si acabasen de ser
pronunciadas, y veía aún el gesto de repugnancia con que las había
acompañado.
¿Qué cambio tan rápido era aquél, desde la adoración idolátrica a una
repulsión instintiva? ¿Sabría algo su hijo? Y la cruel sospecha de que
Juanito pudiera conocer el secreto de aquel lujo que la familia había
ostentado en medio de la ruina martirizaba a doña Manuela. Sólo la
suposición de que sus sospechas pudieran resultar ciertas la hacía
sentir intenso remordimiento. Por una preocupación extraña, doña Manuela
creía preferible que Rafaelito y hasta sus mismas hijas tuviesen
conocimiento cíe su deshonra, antes que aquel buenazo, vivo retrato de
su padre, para el cual cualquier impresión extraordinaria era la muerte.
Quedábase unos instantes inmóvil ante el lecho, contemplando fijamente
al enfermo, como si en su rostro enrojecido e inmóvil pudiera leer algo
de lo que pensaba al rechazarla con tanta vehemencia. Entreabría los
párpados del enfermo y se fijaba en el ojo amarillento, opaco, sin vida,
no pudiendo encontrar en él un rastro del pensamiento que con tanto
interés buscaba.
Así pasó toda la mañana. Las niñas se habían retirado a descansar,
fatigadas por el estertor incesante y penoso que las crispaba los
nervios.
Doña Manuela estaba inmóvil, pensando en la sima que se abría a sus pies
y en la que iba a caer irremisiblemente, encontrando al final lo que
tanto la asustaba: la miseria.
Bien adivinaba ella el concepto en que ahora la tenían las familias
amigas. En otras circunstancias, una enfermedad hubiese atraído
inmediatamente innumerables visitas; pero ahora todos debían saber lo de
la ruina, y de la casa que se derrumba todos huyen.
Un asomo de cordura iniciábase en aquella mujer dominada por la vanidad
y la soberbia. Se había arruinado, había caído hasta en la deshonra por
hacer su papel en la comedia del mundo, y fuera de algunas
satisfacciones de su orgullo, ¿qué había sacado? Su Rafaelito era un
perdido: ahora lo comprendía; muy elegante, eso sí, pero inútil para
librar a la familia de la miseria. Sus hijas eran unas señoritas que
sólo habían aprendido a figurar como muñecas bien educadas en un salón,
y aun esto sin poder evitar cierta cursilería que saltaba a la vista
apenas salían de su esfera. Su Juanito, el paria de la casa, era el que
valía algo, y ahora estaba allí, agitando su pecho para escapar del
brazo de la muerte, cansado de sufrir desdenes y olvidos.
Ahora veía claro. ¡Cuan tonta había sido! Pero todos sus propósitos de
enmienda desaparecieron por la tarde, cuando recibió la visita de su
hermano.
Don Juan había jurado en todos los tonos no volver a poner los pies en
la casa de su hermana; pero al saber el estado de su sobrino se apresuró
a visitarlo. Amaba a Juanito. Su rompimiento con él fue un arrebato de
su carácter atrabiliario; pero por no mostrarse débil, permaneció
alejado, aunque sin dejar por esto de enterarse de la marcha de sus
negocios. Entró en la alcoba del enfermo con el ademán soberbio, el
cónico sombrero encasquetado y lanzando a su hermana una mirada de
desprecio.
Hacía esfuerzos por aparentar rudeza y mal humor, como si se presentase
arrastrado por el deber y no por el cariño; pero el cerdoso bigote le
temblaba y los ojillos parpadeaban nerviosamente. El estertor fatigoso,
la inmovilidad del enfermo, las sombras cadavéricas que se extendían
sobre el rostro, marcando sus huecos con triste negrura y haciendo
destacar fúnebremente el perfil de la nariz, acabaron con la serenidad
del pobre viejo, arrancándole un grito que parecía salirle del alma:
--¡Juanito...! ¡Niño mío...! ¿No me oyes...? Soy el tío Juan....
Y se abalanzó al rostro del enfermo, besando la sudorosa frente. Pero la
máscara barbuda y lívida que asomaba por el embozo de las sábanas
permaneció inmóvil.
El viejo prorrumpió en sollozos.
--Se acabó.... Esto es cosa hecha. Ya me lo ha dicho uno de los médicos,
pero necesitaba verlo para convencerme. Parece mentira.... ¡Un chico
como un castillo acabar tan pronto...! ¡Ay, cómo me duele ese
ronquido...! ¡Cristo! Parece que me rasgan algo aquí, dentro de los
pulmones. ¡Señor! ¡Qué justicia! Los carcamales como yo, buenos y
sanos, y ese chico que parecía comerse al mundo, camino del cementerio.
Hubo una larga pausa.
--Mujer, ya estarás contenta. Al fin has salido con la tuya. Te
estorbaba el chico, por ser hijo de quien es.
--¡Yo!--gritó doña Manuela poniéndose en pie, con llamaradas en los ojos
y la majestuosa nariz agitada por la indignación.
Aquel momento de silencio pareció una larga amenaza. El ronquido
angustioso del enfermo seguía sonando, cada vez más desgarrador.
--Sí, mujer, tú. No te pongas tan soberbia, que no has de comerme. Tú
sabes que nos conocemos, y a mí no me asustas. Tú... sólo tú eres la
autora de esa muerte. ¿Crees que no estoy enterado de todo? El chico era
dócil, modesto, había bebido en buenas fuentes, era de nuestra escuela,
y toda su ilusión consistía en conquistarse una posición sin perder la
honra. Te quería demasiada, hubiera dado su sangre por ti, y eso es lo
que le ha perdido. Primero le hiciste firmar pagarés, contraer deudas, y
luego, su imbécil principal y tú, con el hambre del dinero, lo habéis
metido en esa ladronera que llaman Bolsa. Ha venido la ruina, y...
¡cataplum! ¡el chico a tierra...! ¿Quién tiene la culpa, mala madre?
¿Quién ha asesinado al muchacho, perra desvergonzada?
--¡Juan...! ¡Juan!--gritó doña Manuela avanzando un paso con ademán
imponente, extendiendo las crispadas manos como si fuera a arañarle.
--¿Qué hay...? ¿Qué quieres...? No me causas miedo. Los que somos
honrados decimos sin temor la verdad.... Ya veo que has llorado, pero a
mí no me engañan tus lagrimitas. No lloras por tu hijo; lo que te
entristece es la miseria que se aproxima, la ruina de tu _buen amigo_
Cuadros.
Don Juan subrayó con tanta expresión estas palabras, que su hermana dio
un paso atrás, palideciendo y bajando las amenazantes manos.
--Parece que me has entendido. ¿Creías que también ignoraba yo esto? Lo
sé todo, hija mía, y digo que me avergüenzo de que lleves mi apellido.
Troné contigo cuando siendo viuda tuviste «aquello» con el doctor
Pajares. Entonces aún podías justificarte, pues al fin amabas algo a
aquel _perdis_.... Pero lo que no tiene excusa es que te hayas vendido,
que te hayas entregado como un pingajo de la calle. En mal camino estás,
Manuela, y ya es tarde para retroceder. Hay alguien que te castiga,
haciendo que la deshonra no pueda servirte de Dada. Has perdido tu
respetabilidad de mujer y ahora te hallas en los mismos apuros de antes,
pues ese imbécil de Cuadros es hombre al agua. Por cierto que, según me
han dicho, nadie puede encontrarle. Habrá huido, como su maestro el
farsante Morte, convencido de que lo que tiene no alcanza para pagar a
la décima parte de sus acreedores. Llora, hija mía, llora; de nada te ha
servido caer.
Y doña Manuela lloraba, efectivamente, sin saber con certeza si sus
lágrimas las arrancaba el estado de su hijo, los insultos de su hermano
o aquella última noticia de la desaparición de Cuadros.
El viejo continuaba hablando junto al lecho del enfermo, excitado por la
indignación, con voz sorda unas veces y gritando otras, de modo que
cubría aquel estertor angustioso.
--Te lo vuelvo a repetir. No cuentes conmigo para nada. Si antes no te
quería porque eras una manirrota, menos te querré ahora que eres una...
no lo quiero decir. El único que podía esperar algo de mí es ese
pobrecito. Los cuatro cuartos que tengo eran para él; pero ahora... se
acabó. Nada espero y en nada confío. Gastaré lo que me queda; procuraré
darme buena vida, y si tengo que hacer por alguien, ya sé a quién me
dirigiré.
Y volviéndose hacia el enfermo, díjole con expresión de ternura, como si
pudiera oírle:
--¡Juanín...! ¡Hijo mío! Tu tío está aquí.... Márchate tranquilo, que
alguien queda para proteger a los que te amaban y habían de formar tu
familia.
--¿Qué es eso...? ¿Qué dices?
--Cállate; Juanín me entiende, a pesar de que parece muerto. No tardaré
en reunirme con él... por eso no lloro... no vale la pena; es una
separación de un par de años... un viaje. Pero cuando lo vea otra vez,
tengo la certeza de que me abrazará agradecido y me llamará ¡tiíto!,
como cuando era pequeño y pasaba los domingos jugando en los porches de
mi casa.
Y don Juan, enternecido por los recuerdos, gimoteaba inclinado sobre
aquella cabeza lívida, en cuya frente caían las lágrimas del viejo,
mezclándose con el agónico sudor.
De pronto debió arrepentirse don Juan de su debilidad; recordó sin duda
algún detalle irritante de la vida de su hermana aferrado tenazmente a
su memoria, y recobró el gesto de rudeza, mirando fijamente a doña
Manuela.
--Oye bien lo que te digo. Cuando éste salga de aquí, no nos veremos
más. Él era lo único que me ligaba a vosotros, el que podía obligarme a
venir a esta casa. Andas muy mal, Manuela. Crees que tu última locura la
ignoran todos, y cuantos te conocen lo sospechan. ¡Quién sabe si este
pobrecito también estaba enterado y se va al otro mundo avergonzado de
su madre...!
--¡Juan...! ¡Cállate por Dios...! ¡Me matas...! Doña Manuela gritó
horrorizada, cubriéndose el rostro con las manos. La sospecha que tanto
la molestaba reaparecía en boca de su hermano. Y tan grande era su
turbación, que hasta le pareció más ruidoso aquel estertor de agonía,
como si el moribundo contestase afirmativamente con su fatigoso
ronquido.
--Sí, Manuela. Adivino lo que piensas. Tu hijo se muere, sin que tengas
la certeza de que marcha a un mundo mejor con su inocencia limpia de
toda sospecha, creyendo en su madre como yo creí siempre en la nuestra.
Ése será tu castigo; ése será tu remordimiento.... Vivirás intranquila.
Hasta ahora, el pobre Juanito apenas si ha merecido tu atención; pero la
muerte despertará en ti los instintos de madre, pensarás en él a todas
horas, le verás en sueños, y la sospecha de que tu hijo pudo conocerte
tal como eres amargará tu existencia.... ¡Ay, infeliz! Te compadezco,
pienso con horror en las noches que pasarás cuando esta cama esté vacía
y creas oír en las habitaciones los pasos de Juanito. ¡Cómo llorarás
cuando la miseria te acose, y esos cachorros de Pajares, que para nada
sirven, no te puedan dar el pan que Juanito se hubiera quitado de la
boca para ti...!
Ahora sí que lloraba de veras doña Manuela. Pensaba en el remordimiento
horrible que le predecía su hermano, y más aún en aquella miseria que
tanto la asustaba.
Tan visible era su desesperación, que don Juan calló, compadecido de su
hermana. Hubo un largo silencio. El viejo habíase sentado en una silla
baja, apoyando su espalda en el lecho, y con la cabeza inclinada parecía
sumido en dolorosa reflexión. Doña Manuela, lloriqueando, fijaba sus
ojos con expresión interrogante en el implacable hermano, como si le
pidiera misericordia.
Transcurrió más de una hora sin que el silencio de la alcoba se
interrumpiera con otro ruido que el estertor angustioso y continuo del
enfermo. Doña Manuela levantábase para pasar una mano por la frente
sudorosa del enfermo, cada vez más fría, y volvía a ocupar su asiento,
mirando a lo alto con una expresión desesperada. Al angustioso
movimiento de los pulmones uníanse ahora nerviosos estremecimientos,
cada uno de los cuales parecía repercutir en los dos hermanos.
Don Juan palidecía como si sufriera los movimientos dolorosos de aquel
cuerpo inerte, y miraba a su hermana con la misma expresión que si fuese
ella la que martirizara al enfermo.
Entraron en la alcoba Amparo y Conchita, y al ver a su tío, con el
instinto de jóvenes precoces y conocedoras del mundo, se aproximaron a
él, besándole en la frente. Esto causó cierta impresión en el viejo, y
mientras las niñas, de pie junto a la cama, contemplaban con el ceño
fruncido y los labios apretados la agonía del pobre enfermo, don Juan
dijo a su hermana en voz muy baja y titubeando como si se arrepintiera
de su debilidad:
--Óyeme, Manuela; por ti no haría nada... no lo mereces; pero a la vista
de esas pobres chicas me siento débil y no quiero que mi conciencia
cargue con un remordimiento. Son jóvenes, están mal educadas, la
conducta de su madre no puede servirles de buen ejemplo, y acostumbradas
al lujo, es fácil que, al verse en la miseria, se pierdan para
siempre.... No intentes contestarme; no me convencerás. Conozco adonde
se llega siguiendo ese camino en que os halláis.... Os protegeré, pero
ya sabes quién soy yo. Quiero que viváis, pero sin desórdenes, como
personas juiciosas y honradas. Que todo lo pasado sea como un sueño. No
tengo ahora la cabeza para cuentas, pero creo que arreglando tus
negocios todavía salvaré algún piquillo de tu embrollada fortuna, y con
esto y lo que yo os daré podréis vivir como viven esas personas honradas
y modestas a las que llamáis cursis despreciativamente.... Seréis
cursis, ¿lo entendéis? Más os prefiero así que convertidas en señoras
tramposas, que pierden hasta su honor por engañar al mundo. Y en cuanto
a ese Rafaelito, o estudiará, haciéndose hombre de provecho, o lo
arrojarás de tu casa.... Porque eso sí, hija mía: ¡yo no mantengo
pigres!
Al anochecer murió Juanito. La válvula vieja y gastada que parecía mugir
dentro de su pecho fue aminorando lentamente el fatigoso movimiento.
Cesó el estertor, como si se cerraran los escapes de aquella locomotora
que sonaba a lo lejos; y al quedar la alcoba envuelta en un silencio
fúnebre estallaron sollozos y lamentos en toda la casa. Hasta Visanteta
y la remilgada criadita lloriqueaban en la cocina al pensar que no
verían más al señorito campechano que alternaba con ellas,
complaciéndose en obedecer sus mandatos.
Entre cuatro grandes cirios, sobre un tapiz fúnebre y tendido en el
acolchado fondo de una caja blanca y dorada como aquella que tanto le
había seducido, pasó Juanito la noche, velado por su hermano y por
Roberto, que de vez en cuando salían al balcón para fumar un cigarro.
A la mañana siguiente llegaron las visitas: el desfile de levitas negras
y tupidos velos, el paso por aquella casa de los amigos y conocidos,
todos con la enguantada mano tendida, un gesto de amargura en el rostro
y la palabra de resignación guardada cuidadosamente para tales casos.
La única nota tierna de aquella ceremonia fría y rutinaria fue el llanto
de dos mujeres enlutadas que entraron con timidez, apoyadas la una en la
otra. Nadie las conocía, pero iban acompañadas por don Juan.
--¡No le veo... no le veo...!--gimoteaba tristemente la más vieja,
moviendo sus grandes ojos mates y sin luz.
La más joven contemplaba fijamente, con estupor doloroso, la alborotada
barba del cadáver.
--No, no te acerques, niña--dijo bondadosamente don Juan--. Sería una
impresión demasiado fuerte.... Sé lo que deseas. Tendrás su cabello; ya
arreglaré yo eso en el cementerio.
Y don Juan, empujando dulcemente a Tónica y Micaela, las sacó del salón,
mostrando con ellas una solicitud paternal. Las gentes enlutadas que
estaban en torno del muerto conocían la rudeza del viejo, y extrañaban
su bondad. Las buenas burguesas se habían fijado en la dulce belleza de
Tónica, y sin dejar de mover los labios como si rezasen, murmuraron bajo
sus velos negros:
--Será su querida.
Sonaron en la plazuela el sordo rumor de muchos carruajes y los gritos
de los cocheros. Después un coro de voces lúgubres entonaron la primera
estrofa del _De profundis_.
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