Arroz y tartana - 05

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abismo insondable. Iba siempre a todas partes con la cesta al brazo; una
enorme cesta, siempre blanca, que no soltaba ni al tomar asiento, y por
lo íntimamente unida a su persona, parecía un nuevo miembro de su
cuerpo.
Abrumó a Amparito con abrazos asfixiantes y besos y lagrimones, que la
arrebataron una parte del colorete; y después de esta molesta expansión,
que dejó aturdida a la niña e hizo torcer el gesto a doña Manuela,
dejóse caer de golpe en una silla, que crujió tristemente bajo las
gigantescas posaderas.
Dio dos o tres bufidos de cansancio--sin soltar la cesta--, y rompió a
hablar en un castellano fantástico, ya que en casa de doña Manuela no
era permitido otro lenguaje.
¡Cómo se cansaba una en Valencia...! Parecía imposible que las gentes
quisieran vivir en semejante pudridero. Allá, en la huerta, se estaba
bien, y por esto a ella le costaba mucho decidirse a entrar en Valencia.
Había venido únicamente por felicitar a la señora en sus días, y eso
haciendo un esfuerzo, pues su deber era no apartarse de su hermana
menor, que vivía en una barraca inmediata a la suya.
--¡Calle, siñora! ¡Cuan apurada está la pobre! Su marido nos ha salido
un borrachín, un bufao, que todos los domingos vuelve de la taberna de
_Copa_ a cuatro patas, como un burro, y lo han de meter en la cama para
que duerma la mona un par de días. ¡Y qué pausas, Virgen santa! Mi pobre
Pepeta pasa la vida de Santa Catalina de Sena, y la muy bestia, erre que
erre, sin aborreser a ese pillo de _Pimentó_, que no vale ni un papel de
fumar.
Y en este tono seguía la tía Quica la relación de todas sus desdichas de
familia; pero a lo mejor deteníase, y al ver a Amparito, que la
contemplaba silenciosa, prorrumpía en un «¡_jilla meua_!» estruendoso; y
sin soltar la cesta--eso jamás--, volvía a abrazarla y besuquearla,
llevándose en los labios los blancos polvos.
¡Cuan guapa estaba! Miradla; parecía una reina. ¡Quién podría figurarse,
al verla con aquellos trajes, que la había tenido en su barraca, y en
las tardes de sol jugaba en la cuadra con Nelet y otros chicos, entre el
macho, el novillo y los dos cerdos!
Aún se acordaban todos de ella y eran muchos los que le preguntaban por
su salud. No; de aquel año no pasaba. Aunque se opusiera la mamá, ella
se la llevaría a la fiesta mayor de Alboraya, para que todos vieran cómo
estaba su Amparito y qué aire de señorío gastaba. Y... a propósito; el
hijo del tío _Pallús_--¿te acuerdas, Amparito...? aquel chico que andaba
a cuatro patas y hacía el burro para que tú le montases--, pues bien,
ése venía ahora a Valencia con el carro a recoger el estiércol de las
casas, y quería que Nelet le dejase limpiar la cuadra. Cuando viniese
por el estiércol ya subiría a ver a Amparito, y de paso, si no les
servía de molestia, podían darle cualquier cosilla: unos pantalones
viejos de los señoritos, algo de ropa blanca, pues a los pobres todo les
sirve.
La tía Quica se dio cuenta del mal efecto que su conversación causaba en
doña Manuela, y se apresuró a manifestar el objeto de su embajada,
echando mano a la inseparable cesta. En ella llevaba algunas cosas para
obsequiar a la señora en sus días; regalos de pobre, pero que ofrecía
con la mejor voluntad del mundo. Rosquillas de una pasta con cierto dejo
amargo, cubiertas con una capa tersa de azúcar; tortas que parecían de
cartón, pegadas a un papel grasiento, y confites agridulces, que se
deshacían en la boca y llevaban en la huerta el extraño nombre de
_suspiros_. La señora dio las gracias, con una risita de conejo. Bien
sabía lo que costaban esos productos de la confitería rústica. Ya lo
decía su astuto padre: «El bollo del labrador cuesta cahizada de trigo.»
Después que la tía Quica depositó majestuosamente sobre la mesa sus
regalos, la señora, como compensación, metió en su cesta la media docena
de pasteles que _Miss_ había aplastado en su caída, y además le dio un
duro, no sin antes luchar con la labradora, que juraba y perjuraba que
nada quería, mientras en sus ojos brillaba la codicia.
Cuando tuvo en su poder los regalos, entonó un interminable himno de
gracias, desbordándose en elogios, que, en forma de consejos, dirigía a
su hijo.
--Mira, Nelet; bien puedes servir a las siñoras. A ver si te portas
bien; tu padre, el tío Sentó, tendrá un disgusto si faltas a la
obligasión. Bien puedes trabajar. Estando en casa, tendrías que ir en el
carro a llevar vino, durmiendo mal y trabajando como los machos. ¿Y aquí
qué te hase falta? Tienes papusa buena y segura, trabajas poco, vas
vestido como un siñor... Nelet, no seas bruto y a ver si das gusto a las
siñoras....
Y así hubiese seguido desarrollando este capítulo de consejos, a no ser
porque un campanillazo le cortó la palabra.
Una visita. Doña Manuela y las niñas pasaron al salón, donde estaba don
Eugenio García, el fundador de _Las Tres Rosas_.
Por él no pasaban los años. Era el mismo viejecillo de siempre,
regordete y sonriente, con el rostro colorado, la mirada viva y la
cabecita blanca y sonrosada. Aseguraba que tenía gran semejanza
fisionómica con Pío IX, y algo había en él que recordaba al difunto
Papa, a pesar de su capita azul sin esclavina y del bastoncillo muleta,
que no soltaba ni aun en las visitas.
Besó a las niñas como sí fuese su abuelo, y a doña Manuela diole algunas
palmadas en la espalda con una alegría de viejo campechano, asegurando
que cada vez estaba más gorda y hermosota. Venía de oír misa de San
Juan, su querida parroquia; y cumpliendo la obligación de todos los
años, quería saludar a Manuela y a las niñas, y desearles mil
felicidades en el día del santo. Él no pensaba salir del próximo año; en
él caería, estaba seguro de ello, a pesar de que todos los años había
dicho lo mismo. Y hablaba de la muerte con la serenidad de una vejez
tranquila y honrada, bromeando, riéndose y dejando escapar agudos
chillidos por entre sus encías desdentadas.
Amparito escuchábale complacida, riéndose malignamente del ceceo del
viejo y de sus preguntas.
¿Que si tenían novio? No, señor; aún eran jóvenes y podían esperar.
Concha sí que tenía algo, pero ella nada.... Nadie la quería... ¡era tan
fea...! Y el travieso bebé experimentaba satisfacción al oírse llamar
hermosa por aquella boca de ochenta años.
--Pero quédese usted a comer, don Eugenio--dijo la señora--. Desde que
salimos de la tienda, ningún año ha querido usted honrar nuestra mesa.
--No puedo, Manolita. Soy ya muy viejo, y quien me saca de mis sopitas
me mata. Además, vaya un regalo: un convidado de mi clase. Masco como
una cabra, y 110 divierte ver un viejo entre la gente joven. A cada
cual lo suyo.
La visita se prolongó una media hora, y por fin, el viejo, con ayuda de
su bastón, púsose en pie.
--Me voy, hijas mías--dijo con expresión melancólica, a pesar de su
carita siempre alegre--. El año que viene os acordaréis de mí al veros
sin mi visita. Ya tendré entonces lo que me falta: el reposo eterno....
No digáis que no.... ¿Creéis que no tengo ganas de descansar...? Pero
mientras llega la hora, don Eugenio siempre firme en su tienda del
Mercado. ¡Comerciante hasta la muerte!
Y después de repetir estas palabras golpeándose el pecho, salió del
salón escoltado por las señoras.
La nodriza se había ido, y Nelet continuaba en la cocina ayudando a las
muchachas. Era día de gran banquete. Don Juan, el tío de las señoritas,
aquel erizo intratable, había accedido a comer en casa de su hermana, y
eran de ver los preparativos. Juanito iría a las doce por el tío; y
Rafael, antes de salir, había sufrido un sermón de su madre
recomendándole que estuviera en casa a la una en punto, hora de la
comida. A los postres vendría Andresito Cuadros y algún amigo de Rafael.
La campanilla de la escalera sonaba cada cinco minutos. Eran tarjetas de
felicitación, que se amontonaban en el velador de la antesala, y sobre
las cuales se abalanzaban las dos hermanas, ávidas de curiosidad.
A las once, otra visita, Don Antonio Cuadros y su mujer, con la ropa de
las grandes solemnidades. Teresa, con vestido negro de seda, grueso y
crujiente, sólido aderezo con más oro que piedras, mantilla de blonda y
los dedos cargados, como siempre, de sortijería barata. Él, de levita
atrasada de tres modas, guantes negros, sombrero de copa con alas
microscópicas y en el chaleco una verdadera maroma de oro. Los dos,
tiesos, majestuosos, dentro de estos trajes que, al través de
innumerables reformas, venían subsistiendo desde su boda y sólo salían a
luz en visitas de días o entierros.
El matrimonio tomó asiento en el sofá, lugar preferente del salón, honra
que hizo enrojecer de orgullo a la antigua criada.
--Pues sí, Manuela--dijo el marido--; en un día como éste, nosotros no
podíamos prescindir de hacer a ustedes la consabida visita. Gozamos de
la felicidad de ustedes, porque, aunque me esté mal el decirlo, nosotros
les apreciamos mucho.
Y así seguía el tendero del Mercado, ensartando sus frases rebuscadas
ante la admiración ingenua de su esposa, que veía en él un ser superior.
Y mientras seguía su curso la conversación, sonaba a cada instante la
campanilla de la puerta. Eran tarjetas de felicitación, que la señora
miraba satisfecha, dejándolas sobre el velador de modo que pudiesen
leerlas sus visitantes.
La familia dio las gracias al señor Cuadros por el obsequio que había
enviado.
--Quédense ustedes a comer con nosotros. Hoy tenemos a la mesa a mi
hermano Juan.
Estas palabras hicieron que la conversación recayese sobre el hermano de
la señora. El comerciante era irresistible cuando se lanzaba a hablar
del prójimo. ¡Vaya un señor raro el tal don Juan! Para él no existían
teatros ni diversiones. Se le calculaba una fortuna de más de cien mil
duros, y sin embargo vivía como un hurón en la gran casa heredada de su
padre, sin otra compañía que una vieja criada, y arrastrando su fastidio
por los talleres abandonados, que parecían cementerios. Tenía manías, y
la más principal era combatir la debilidad de la vejez con un régimen de
continua actividad. Todas las tardes pasaba horas enteras visitando las
obras del Ensanche, las reformas que el Municipio emprendía en los
caminos vecinales. Los peones le conocían, como si fuese un contratista
o maestro de obras; y cuando le faltaban estas distracciones emprendía
atroces caminatas: iba a pueblos distantes, andando siempre con una
regularidad mecánica; el cuadrado sombrero sobre las cejas, flotante el
paleto, que no abandonaba ni aun en el verano, y bajo el brazo el bastón
de su juventud, una caña vieja y resquebrajada, con puño redondo de
marfil que casi era una bola de billar.
Hablábase con misterio e interés de las preciosidades que amontonaba en
sus polvorientos salones. Figuraba en todas las almonedas como comprador
de fuerza, y si algún corredor le proponía la adquisición de alhajas
antiguas o muebles raros--siempre, se entiende, con considerable
ventaja--, aceptaba sin vacilación, pues no era dinero lo que faltaba en
el enorme _secrétaire_ del siglo pasado, que ocupaba todo un paño de su
alcoba, mostrando el menudo mosaico de sus tres filas de cajoncitos. De
este mueble también se hablaba con respeto en casa de doña Manuela.
¿Quién podía saber todo lo que contenía? De allí salían largos
pendientes en forma de uva, cuajados de diamantes antiguos; sortijones
con brillantes como lentejas; piedras sin montar, de valor considerable;
cincelados de gran mérito artístico; todo adquirido a fuerza de calma y
de regateos en el naufragio de las grandes fortunas.
--Dice usted bien, Antonio. Mi hermano es un ente raro, un extravagante,
que pudiendo estar bien con los suyos, prefiere vivir casi solo en
aquella casa, contando sus miles de duros y adorándolos como si los
hubiera de llevar a la fosa. Yo no viviría con tranquilidad.... Dicen
que por la noche, al menor ruido, se levanta y recorre la casa con unas
pistolas viejas; pero aun así, es extraño que no le roben. Su tacañería
me disgusta. Pero entre hermanos hay que vivir en paz, ¿no es verdad? y
por esto sufro que a espaldas mías hable mal de mis costumbres.
Afortunadamente, una tiene lo que necesita para pasarlo bien, y no se ve
obligada a buscar los auxilios de ese avaro.
Una nueva visita entró en el salón. Eran «las magistradas», una mamá y
tres hijas, íntimas de las niñas de la casa. El papá había muerto siendo
magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán
de grandezas que todos sentían, no designasen a la familia por su
apellido, sino por el título del difunto.
Los señores de Cuadros sentían una oculta satisfacción al rozarse con
las amistades de doña Manuela, que para ellos eran gente de la clase más
elevada. Teresa miraba con su respeto de antigua criada a aquellas
señoras, y sonreía con bondad estúpida cada vez que alguna de ellas se
dignaba mirarla.
Las dos viudas hablaban afectuosamente, y doña Manuela, a pesar de que
estaba bastante bien de salud, expresábase con cierta languidez que a
ella le parecía la última palabra del buen tono.
--Salgo poco, querida; el frío y la lluvia me matan. Aún no he visto
este año la feria de Navidad. Y eso que teniendo carruaje se puede salir
de casa sin miedo al tiempo.
Y lo de tener carruaje acentuábalo doña Manuela como si fuese la
ejecutoria de la distinción, el signo único que marcaba la diferencia de
castas.
Las niñas hablaban entre sí, haciéndose preguntas sobre sus trajes o lo
que habían hecho durante el día anterior, y nadie se acordaba del
matrimonio Cuadros, que permanecía en el sofá como clavado, mirándose
los pies y sin saber cómo salir de allí, por no molestar a los que
hablaban. Amparo era la única que de vez en cuando volvía la cabeza para
sonreírles. Por fin, se fueron.
--Son unos antiguos amigos--dijo doña Manuela a «la magistrada»--.
Buenas gentes, pero ordinarias. Nos están agradecidos: a él le protegió
mucho mi primer marido.
Cuando la familia dio por terminada su visita, doña Manuela y las niñas
fueron hasta el rellano de la escalera, para cambiar allí los últimos
besos.
--Crea que me dan un disgusto no quedándose a comer.
Desaparecía en los últimos peldaños el extremo de las elegantes faldas,
cuando sonó una tos que todos conocían en la casa. Era el tío que
llegaba, anunciándose, como siempre, con un carraspeo que le cortaba las
palabras, y que, según doña Manuela, sólo tenía por objeto el darse
tiempo para pensar las contestaciones.
El cuadrado sombrero y el flotante paleto, que parecía una sotana,
fueron remontando lentamente la escalera, con acompañamientos de golpes
de bastón en cada peldaño.
--¡Buenos días, tío...!
Viose por fin desde el rellano la cara de don Juan, animada por su falsa
risita, que recordaba la de los conejos. Iba de gran gala. Traje, el de
siempre; pero su chaleco escotado dejaba al descubierto una botonadura
maciza, enorme, con diamantes antiguos de gran valía, y en los dedos
sortijas pesadas, de complicada labor, que evocaban el recuerdo de los
suntuosos marqueses del pasado siglo.
--¿Me aguardabais, hijas mías...? ¡Ejem, ejem...! Pues he sido puntual.
Son las doce.
Y mostraba su reloj, una joya rococó, que con sus esmaltes mitológicos
hacía pensar en las fiestas pastoriles de Versalles. Tras él subía la
escalera Juanito, el hijo mayor, con un enorme ramo de flores.
--¡Este chico... este chico!--murmuró la señora, sin conmoverse gran
cosa por el cariño extremado que Juanito le demostraba en todas
ocasiones.
Y se dejó besar por su hijo, que después corrió al comedor con el ramo,
y no encontrando un jarrón capaz de sostener aquella pirámide de flores
lo colocó entre dos sillas.
Don Juan fue casi llevado en triunfo al salón por sus sobrinas. Tío por
aquí, tío por allá; la una le quitaba el sombrero, la otra tomaba su
bastón, y las dos tiraban a un tiempo de su paleto, sonriendo
ligeramente al ver el chaqué, que quedaba al descubierto, y que con sus
cortos faldones dábale el aspecto de un pájaro desplumado.
Las pobrecillas ya sabían vivir. Aquel tío era la esperanza de la
familia; representaba el cebo capaz de atraer novios con la tentación de
una herencia, y aunque lo encontraban poco simpático, por su carácter y
la ruindad de sus regalos, sonreíanle y le adulaban, con gran contento
de la mamá.
A pesar de esto, doña Manuela no se hacía ilusiones. Al único que quería
él era a Juanito; con los hijos de Pajares mostraba siempre cierta
ironía, sin duda para darse el gusto de mortificar a su hermana.
--Juan, quédate en el salón mientras yo voy a la cocina a vigilar los
preparativos. Vosotras, niñas, entretened al tío. Ahora verás cuánto ha
adelantado Conchita en el piano.
La hija mayor levantó la tapa del instrumento, quedando al descubierto
el blanco teclado, semejante a la dentadura de un monstruo. Sus dedos,
larguiruchos y extremadamente abiertos por un continuo ejercicio,
corrieron sobre las teclas, produciendo complicadas escalas.
--¿Y tú, no tocas?--preguntó don Juan a Amparo.
--Nada, tío. El profesor dice que soy demasiado aturdida, y me ha
declarado incapaz. La verdad es que yo quisiera tocarlo todo en seguida,
y al ver que no puedo y que he de fastidiarme mucho con ejercicios y
escalas, me enfurezco y me entran ganas de dar puñetazos al piano.
Y el travieso bebé decía esto con tonillo irritado, levantando el puño.
--Pero ahora--continuó en tono más dulce--, ya que no puedo ser
pianista, me dedico al canto. Mamá dice que hay que hacer algo, para no
estar en sociedad parada como una tonta. Ya canté el otro día en una
reunión de «las magistradas».... Ahora me oirá usted.
Mientras tanto, doña Manuela expulsaba del comedor a Juanito. Aquel
chico no desmentía su sangre; era ordinario, y su mayor placer consistía
en charlar con las criadas.
--Juanito, hijo mío, deja a Visanteta que ponga la mesa. Marcha al
salón. El tío se incomodará, porque te olvides de él.
¿Olvidarse de su tío? Ante tal suposición, le faltó el tiempo para
correr en busca de don Juan. Visanteta acababa de tender el mantel
adamascado, brillante de blancura, sobre la mesa del comedor, pieza de
ebanistería moderna, tallada a máquina, que con su color obscuro imitaba
al roble de un modo discreto.
--¿Está todo bien preparado, Visanteta?
--Todo, señora. Nelet se ha encargado de que el capón no se queme; sólo
faltan unas cuantas vueltas. Adela cuida del puchero. La sopa la
pondremos cuando avise la señora.
Y continuó la conversación entre el ama y la sirvienta, mientras ésta,
con delantal blanco y haciendo crujir los bajos almidonados y tiesos de
su saya, iba del aparador a la mesa, colocando el centro de plata
Meneses con sus grupos de flores, las pilas de platos de charolada
blancura, las botellas talladas del agua y el vino, y las copas
esbeltas, casi aéreas, con su pie azul, y tan frágiles, que sobre el
mantel no trazaban sombra alguna.
Aquella Visanteta, con su peinado de la huerta, su perpetuo ceño y sus
contestaciones secas y desabridas, era una gran criada, que se ganaba a
conciencia el salario. Lo mismo preparaba en la cocina una gran comida,
que arreglaba una mesa «a estilo de fonda», arte que había aprendido
sirviendo a una familia inglesa.
Al comedor llegaba la música que hacían en el salón las niñas de doña
Manuela para entretener al tío. Amparo cantaba, y su vocecita fina,
tenue y quebradiza como un hilo de araña soltaba una lamentación
melancólica, en italiano, para mayor claridad:
/*
_Quando le rondinelle il nido fanno_,
_quando di nuova flor s'orna il terreno_.
*/
El tío se divertía, como hay Dios, oyendo a la sobrina cantar con su
carita de Pascua estas atrocidades de la melancolía. «_Vorrei moriré_!»,
repetía la muchacha con acento de desesperación, saltando su voz sobre
los trémolos del piano. ¡Vaya un aperitivo para antes de la comida!
Doña Manuela hablaba a la criada distraídamente, oyendo aquella música
que nunca podía comprender.
--Hoy trabajarás mucho, Visanteta. Mi gusto hubiese sido encomendar,
como de costumbre, un par de platos a la fonda. Pero tengo convidado a
mi hermano, que es un rancio y me requema la sangre como si fuese una
despilfarradora. Por esto he querido que la comida fuese casera. A ver
si aun así encuentra motivo para murmurar.
La mirada de doña Manuela iba tras las manos de la criada. ¡Vaya una
gracia la de aquella chica! Cogía las servilletas adamascadas, rígidas
por el planchado, y las doblaba caprichosamente con una rapidez de
prestidigitador. Quedaban sobre las pilas de platos en forma de mitra,
barco, bonete o flor, y en el centro, como toque maestro, colocaba un
pequeño _bouquet_.
La señora estaba orgullosa. Sólo en una casa como la suya había una
criada capaz de arreglar la mesa con tanto arte.
Visanteta, insensible a las miradas agradecidas del ama y contestando a
sus palabras con gruñidos, seguía trabajando. Abrió el armario del
aparador y puso sobre la mesa los entremeses: pepinillos destilando
vinagre, aceitunas grises mezcladas con salitrosas alcaparras, sardinas
de Nantes con su casaquilla plateada, rodajas de salchichón finas y
transparentes, y frescos rábanos de encendido ropaje y tiesos moñetes de
hojas, todo en verdes pámpanos de porcelana.
Buen golpe de vista presentaba la mesa. Demasiado bueno, si se tenía en
cuenta el carácter raro del que estaba allá dentro. Por esto doña
Manuela dijo con expresión dolorosa:
--Mira, Visanteta, no te extremes mucho. Mi hermano es capaz de comer de
mala gana si ve aquí lo que él llama lujos. Con lo puesto hay bastante.
Ahora saca del cajón los cubiertos de plata. Los antiguos, ¿sabes...? no
te equivoques. Cuando sirvan el pescado puedes sacar la pala de plata,
pero no pases de ahí. Sería capaz de darnos un escándalo si viera lo
demás que reservamos para los convidados de otra clase.
Los cubiertos de plata antigua, piezas soberbias labradas a martillo y
heredadas del _Fraile_, fueron colocados junto a los platos.
Todo estaba bien. Visanteta a la cocina, a dar a la comida el último
punto, y ella al salón, a mimar al hombre temible y preparar el golpe
para después de la sobremesa.
El piano seguía sonando; pero ahora, de la romanza sentimental se había
saltado a la ópera.
/*
_Come una damicella_
_mi trovare più bella_....
*/
Al entrar en el salón vio a Juanito contemplando al tío, y éste con la
vista fija en el techo, contando sin duda las flores doradas que tenía
el papel, como hombre que se aburre y busca desesperadamente la
distracción.
--Vaya, niñas, basta de cosas tristes. Cantadle al tío algo alegre.
Don Juan hizo un gesto como indicando que le era igual y no valía la
pena molestarse.
--Pero mamá--dijo Amparo--, si esto que cantaba es el _Aria de las
joyas_. Muy bonita....
--Pues fuera el aria. Canta algo más alegre. Eso de _El dúo de la
Africana_, que gustó tanto en casa de «las magistradas».
--Bueno--exclamó Concha con rudeza--. Ahora _El dúo_. Una cosa que están
cansados de tocar todos los organillos.
--Pues sí señora, eso. Tu tío no va al teatro, y tendrá gusto en oírlo.
Don Juan hizo el mismo gesto de antes. Para él, cualquier cosa estaba
bien. Y volvió a mirar al techo, bostezando de vez en cuando y moviendo
un pie con nervioso temblorcillo.
/*
_Yo nací muy chiquitita_
_y nací muy avispa_.
*/
Bueno; pues a pesar de estas declaraciones que sobre su nacimiento
hacía Amparito con su hilillo de voz y su expresión picaresca, el tío
don Juan, aquel monstruo de aburrimiento y rudeza, no se conmovía, tal
vez por estar mejor enterado de cómo había nacido que la propia
interesada. E igual indiferencia mostró al oírla cantar que el puente
tenía seis ojos, y ella dos «solamente».
Otra cosa le preocupaba y le hacía removerse en su sillón. Sacó su
reloj, la hermosa pieza cincelada del siglo anterior, e interrumpiendo a
la cantante dijo a doña Manuela:
--Bien está todo; pero ¿a qué hora se come aquí?
--Cuando venga Rafaelito. A la una.
--Ya es; mira mi reloj. Te advierto que yo como siempre a las doce, y
bastante sacrificio es esperar una hora. Con tales desarreglos se pierde
el estómago, y eso en la vejez es llamar a la muerte.
--¡Jesús, hombre! No te incomodes por eso.... Niñas, basta de música.
A comer.
La graciosa sevillana paró en seco, y las dos niñas abandonaron el salón
seguidas del tío, que se detuvo en la puerta del comedor sonriendo al
ver el aspecto de la mesa.
--Manuela, por lo que se ve, esto promete. Siempre has sido notable en
estas cosas.
Pero la señora estaba preocupada por la tardanza de su hijo menor y no
podía contestar.
--¡Este Rafaelito...! La una y cuarto y no viene. ¡Habrá que empezar sin
él...! Visanteta, la sopa.
Todos se sentaron. Don Juan en la cabecera, con las dos niñas, y en el
extremo opuesto doña Manuela, teniendo a la derecha a Juanito y a la
izquierda la silla destinada a Rafael.
La humeante sopera descansó en el centro de la mesa, con el cucharón de
plata metido en las entrañas, y rápidamente se llenaron los platos.
¡Soberbia sopa! Flotaban en su superficie las lunas de grasa, y entre
las rebanaditas de pan impregnadas de suculento líquido, los menudillos
de la gallina, las tiernas yemas de color de ámbar y los negruzcos
hígados, que se deshacían al entrar en la boca. Todos comían con
apetito, especialmente don Juan, que, a pesar de su sobriedad de avaro,
era un tragón terrible al entrar en mesa ajena.
Finalizaba la sopa cuando entró Rafaelito, sudoroso, sofocado, como si
hubiese corrido mucho para llegar a tiempo.
--¡Vaya una hora de venir!--dijo la mamá, frunciendo el ceño.
Era un ser insignificante y de aspecto pretencioso. El cuerpo flacucho y
pobre; la cabeza charolada a fuerza de cosmético, partida por una raya
que con rectitud geométrica iba desde la frente a la nuca; en la cara
enorme nariz, bigotillo afilado y patillas de chuleta, y bajo la barba,
asomando por entre las dos alas de un cuello «a la pajarita », esa
protuberancia horrible llamada nuez, que parece la condecoración de la
juventud raquítica. Afectaba en sus gestos y palabras la indolencia de
un hombre cansado de la vida, para el cual el mundo nada nuevo puede
ofrecer a los veintidós años; miraba con insolente fijeza, y cuando
escuchaba a alguien, lo hacía con aire protector y desdeñoso. Era el
tiranuelo de la casa, y a este privilegio unía el de excitarle la bilis
a su tío don Juan siempre que se ponía en su presencia.
Hacía tres años que estaba abonado al segundo curso de la Facultad de
Medicina, consecuencia heroica de la que no estaba arrepentido; y tan
amante era del trabajo y de la actividad, que por no estarse en los
cafés charlando como un necio, pasaba los días y gran parte de las
noches en los círculos recreativos, unas veces peinando barajas y otras
sacrificando pesetas, para que no se dijera que en España todo decae,
hasta el respetable gremio de los «puntos».
Fuera de esto, era un muchacho encantador; y en caso de duda, bastaba
con preguntarlo a su mamá. ¿Quién llevaba con más garbo que él el gabán
sin costuras, ancho y deforme como un saco? ¿Quién, en verano, iba más
mono con el trajecito de franela y la marinera de paja? ¿Quién daba
mejor sombrerazo rígido, moviendo al mismo tiempo la cabeza y levantando
un pie? Rafaelito, y nadie más que Rafaelito; y para atestiguarlo
estaban también las amigas de la manía, que se hacían lenguas en su
presencia de lo elegante que era el chico.
¡Estudiar...! Ya lo haría más adelante. Por ahora, era un muchacho
distinguido, con buenas relaciones; y en cuanto a saber, algo sabía,
pues apenas se iniciaba una discusión sobre toreros o pelotaris, dejaba
a todo el mundo con la boca abierta. Bajo su frente calva, adornada con
las dos puntitas lustrosas del peinado, había algo, así como bajo los
hombros de su americana había algo también: mucho pelote para suavizar
lo puntiagudo de sus clavículas, que agujereaban la pobre piel.
Al entrar saludó al tío con cierto desparpajo, sin querer fijarse en la
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