Arroz y tartana - 11

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Y el viejo, con el bigote un tanto erizado y los mongólicos ojos echando
chispas, se movía y braceaba furioso, como si arrojara su indignación a
la cara de un ser invisible. Su voz despertaba ecos en el inmenso
porche, más silencioso que de costumbre por la calma en que estaban las
calles; y a pesar de que las gallinas y las palomas picoteaban en torno
de él, quitando grandeza a la escena, don Juan parecía un personaje
bíblico, un profeta desesperado gimiendo lamentaciones ante las ruinas
de la ciudad amada.
Pero no era el avaro hombre capaz de entregarse por mucho tiempo a esta
indignación con arranques líricos.
--Pero vamos a ver, muchacho... ¿a qué has venido...? Algo te trae aquí.
Lo adivino en tu preocupación.
-Juanito balbuceó, sorprendido por esta pregunta inesperada. Sí.... Algo
tenía que decirle a su tío; pero le turbaban tanto los ojos
interrogantes de éste, la calma con que esperaba su respuesta, que se
le embrollaban sus pensamientos y no sabía cómo empezar.
--Es cuestión de la mamá.... ¡Si usted supiera, tío...! Está en
situación muy apurada.
Y rápidamente, sin tomar aliento, como si arrojara lejos de sí un peso
asfixiante, disparó las pretensiones de doña Manuela, aquella demanda de
quince mil pesetas, cantidad necesaria para salvar la honra de la
familia.
--Y bien, muchacho: ¿qué es lo que quieres decirme con todo esto?
--Que usted... como hermano... como tío mío que es, podía....
--Nada puedo, ¿lo entiendes...? Nada, absolutamente nada; y más
tratándose de tu madre. El viejo dijo esto con un acento que no daba
lugar a dudas. No había que esperar que retrocediese en su negativa.
--¿Es que aún no conoces a tu madre? ¿No te he dicho muchas veces quién
es...? ¿Que debe...? Pues que pague; y si no tiene con qué hacerlo, que
sufra las consecuencias. He jurado no tenderle la mano aunque la vea con
agua al cuello. Si fuese como Dios manda, una persona arregladita y
económica, la sangre de mis venas le daría; pero a una derrochadora, que
sólo se acuerda de su hermano en los apuros, y cuando tiene cuatro
cuartos desprecia sus consejos, a ésa no le doy ni esto.
Y metiéndose la uña del pulgar entre los dientes, tiraba con fuerza,
produciendo un chasquido.
--De seguro que ella es la que te envía aquí.
--No, tío; puede usted creerme. Vengo por mi propia voluntad.
--Pues entonces--dijo sonriendo el ladino viejo--es que ella te ha
pedido a ti el dinero, y vienes a ver si lo saco yo.
Enrojecióse el rostro de Juanito al ver que su tío adivinaba en parte la
verdad.
--No niegues, muchacho; la cara te hace traición.... Óyeme bien: si eres
tan imbécil que te dejas explotar por tu madre, no cuentes con el
cariño de tu tío. Lo que te dejó tu padre para ti es, y no para que se
lo coman tus hermanitos los cachorros de Pajares. Vamos a ver; di la
verdad: ¿No te ha metido Manuela en sus trampas? ¿No te ha hecho firmar
algún pagaré? La verdad, y nada más que la verdad.
La mirada del viejo era fija, inquisitorial, escudriñadora; pero Juanito
tuvo serenidad para mentir.
--No, señor; nada he firmado.
--Te creo, y lo celebro. ¡Mucho ojo, muchacho! Tu madre tiene hambre de
dinero, y de seguro que no pierde de vista tu fortunita. No quiero que
te roben. Cuando yo muera, tendrás más, algo más que ese huerto de
Alcira; no quedarás en medio de la calle, como tu mamá, tus hermanas y
el _perdis_ de Rafaelito.... Pero vuelvo a repetirlo: no quiero que te
roben. Además, no tomes tan a pecho eso de la ruina de tu madre. Ella
vive en la trampa como en su propio elemento, y ya sabrá salir de este
apuro como de otro. Aún le queda algo para ir tirando; y cuando no tenga
ni camisa, reventará, tenlo por seguro. Es de esas gentes que no mueren
hasta gastar el último ochavo.
A Juanito le molestaba este lenguaje rudo que hería tan en lo vivo a su
madre, a su ídolo; pero al tío le había profesado siempre tanto cariño
como respeto, y fluctuando su carácter entre los dos afectos, limitábase
a callar. Más de media hora estuvo oyendo los agravios que don Juan
tenía con su hermana, el odio nacido al casarse ésta con el doctor
Pajares, que sobrevivía a pesar del tiempo transcurrido.
--Adiós, Juanito, y no hagas caso de tu madre--dijo al despedirle en la
escalera--. Lo que debes hacer es preocuparte menos de tu familia, que
nunca ha pensado en ti, y preparar tu porvenir. Ve pensando en
establecerte, y si encuentras una muchacha buena, hacendosa y modesta,
lo que no es fácil, tampoco será de más que te cases. Para ser
comerciante necesitas familia. Adiós, muchacho. Ven a la tarde y
haremos juntos las estaciones.
El muchacho salió de la casa, llevando sobre sus hombros una verdadera
olla de grillos. Era verdad lo que decía el tío: le querían explotar.
Los lujos y prodigalidades de la familia tenía que pagarlos él, ¡él, que
en su casa había ocupado un lugar intermedio entre los criados y sus
hermanos! No daría un céntimo; que se arreglase su madre como pudiera.
Nada le debía, pues le entregaba íntegro el salario de la tienda,
satisfaciendo con creces sus gastos.
Pero todos sus propósitos de energía desvaneciéronse ante las miradas
suplicantes de su madre. ¡Qué hermosa estaba! Con sus ojazos
lagrimeantes y tiernos, parecía la Virgen que tiene el corazón erizado
de espadas. Él no la abandonaba; sería un mal hijo si correspondía con
el desdén al cariñazo maternal que le mostraba la buena señora tan
pronto como se veía en apuros de dinero.
--Bueno, mamá; no llore usted. No encuentro quién nos preste; pero estoy
dispuesto a firmar lo que usted quiera, dando en garantía el huerto.
Crea usted que me cuesta mucho desprenderme de ese dinero.
--Yo te lo devolveré, hijo mío; te lo devolveré pronto--dijo la
arrogante señora abrazando a Juanito y mojándole el rostro con sus
lágrimas.
Y lo decía con toda su alma, con la buena fe de los tramposos cuando se
ven salvados, que confían ciegamente en el porvenir y creen mejorar su
fortuna en lo futuro.
--Está bien, mamá--dijo Juanito, que en medio de su enternecimiento no
se cegaba--. Firmaré, pero sólo por quince mil pesetas.
Larga pausa.
Doña Manuela, pensativa:
--Mira, hijo mío, quince mil pesetas justas no han de ser. Puedes firmar
por dieciséis mil. No digas que no, rico mío. Completa tu sacrificio.
Necesito algún dinerillo para pagar ciertas cuentas, y además, las
Pascuas vamos a pasarlas en nuestra casa de Burjasot; vendrán amigos, y
hay que quedar bien. Ante todo, el decoro de la familia y no caer en el
ridículo. Conque no tuerzas el gesto, niñito mío; quedamos en que serán
dieciséis mil.... ¡Ay, qué peso me has quitado de encima...!


VI

Había abandonado la mesa la familia y aún duraban los elogios a
Visanteta por el mérito de la _paella_ que les había servido, cuando
comenzaron a llegar los amigos.
--Mamá--gritaba Amparito desde la puerta de la calle--, las de López,
que vienen en su faetón. ¡Calle! El tranvía ha parado en la esquina....
¡Si son «las magistradas»! ¡Ay, y también el papá de Andresito, guiando
su _charrette_...! ¡Si parece que se han dado cita! ¡Todos a un
tiempo...! ¡Venid, Conchita, mamá! ¡Mirad qué guapo está el señor
Cuadros guiando su cochecito! ¡Parece que en toda su vida no haya hecho
otra cosa...!
Y los convidados de doña Manuela entraron en la casa, confundiéndose
unas familias con otras, saludándose las mujeres con un tiroteo de besos
y elogiando todas las cualidades de la «posesión» que la viuda de
Pajares tenía en Burjasot. Era un _chalet_ que parecía escapado de una
caja de juguetes; un edificio construido por contrata, tan bonito como
frágil, con sus tejados rojos y escalinatas con jarrones de yeso,
situado en el centro de un jardincillo excavado en las rocas, con dos
docenas de árboles tísicos que gemían melancólicamente, martirizadas
sus raíces por la capa de dura piedra que encontraban a pocos palmos del
suelo. A pesar de su aspecto de decoración de ópera, que tanto
entusiasmaba a doña Manuela, el tal _chalet_ no pasaba de ser una casa
de vecindad, enclavado como estaba entre otras construcciones de la
misma clase, todas frágiles y pretenciosas, con sus jardincillos como
sábanas, y sobre la verja, en letras doradas, los campanudos títulos de
Villa-Teresa, Villa-María, etcétera, según fuese el nombre de la
propietaria.
La viuda había empeñado y perdido para siempre un centenar de hanegadas
de tierra de arroz que le producían muy buenos cuartos, para adquirir
aquella ratonera brillante y frágil, a la que puso el título de
Villa-Conchita, no sin protestas ni rabietas de Amparo. Creía que una
«villa» para el verano es el complemento de una familia distinguida que
tiene coche; y en las tertulias, al dirigirse a sus amigas, llenábase la
boca hablando de su «lindo hotelito» de Burjasot y de las innumerables
comodidades que encerraba.
La casa era mala, pero el paisaje magnífico. Los hotelitos--había que
llamarlos así, para no disgustar a doña Manuela--, ocupando la suave
pendiente de una colina yerma, eran un magnífico mirador, desde el cual
se abarcaba la vega con todas sus esplendideces.
Al frente, Burjasot, prolongada línea de tejados con su campanario
puntiagudo como una lanza; más allá, sobre la obscura masa de pinos,
Valencia achicada, liliputiense, cual una ciudad de muñecas, toda
erizada de finas torres y campanarios airosos como minaretes moriscos; y
en último término, en el límite del horizonte, entre el verde de la vega
y el azul del cielo, el puerto, como un bosque de invierno, marcando en
la atmósfera pura y diáfana la aglomeración de los mástiles de sus
buques.
El día era hermoso; un verdadero domingo de Pascua. La primavera
enardecía la sangre, y la ciudad entera, solemnizando la vuelta del buen
tiempo, lanzábase al campo, levantando en él un rumor de avispero.
Los convidados de doña Manuela veían a poca distancia los famosos Silos
de Burjasot, gigantesca plataforma de piedra, cuadrada meseta agujereada
a trechos por la boca de los profundos depósitos y en la cual
hormigueaba un enjambre alegre y ruidoso: corros en que sonaban
guitarras, acordeones y castañuelas acompañando alborozados bailes;
grupos de gente formal entregada sin rubor a los juegos de la infancia;
docenas de muchachos ocupados en dar vuelo a sus cometas con grotescos
figurones pintados, que al remontarse moviendo los inquietos rabos
hacían el efecto de parches aplicados al azul cutis del infinito y daban
al paisaje un aspecto chinesco de abanico o de pañolón de Manila.
En casa de doña Manuela, las señoras, despojadas de sus sombreros y
mantillas, y los hombres fumando con la confianza del que está en su
propio domicilio, contemplaban desde los balcones la alegría popular.
Bastábales volver un poco la cabeza, y su vista caía sobre la inmensa
vega, silenciosa y esplendente, con sus tonos verdes de infinitos
matices, que deslumhraban, abrillantados por el sol de la primavera. Los
pueblos y caseríos, compactos y apiñados hasta el punto de parecer de
lejos una sola población, matizaban de blanco y amarillo aquel
gigantesco tablero de damas, cuyos cuadros geométricos, siendo todos
verdes, destacábanse unos de otros por sus diversas tonalidades; a lo
lejos, el mar, como una cenefa azul, corríase por todo el horizonte con
su lomo erizado de velas puntiagudas como blancas aletas; y volviendo la
vista más a la izquierda, los pueblos cercanos: Godella con su obscuro
pinar, que avanza como promontorio sombrío en el oleaje verde de la
huerta; y por encima de esta barrera, en último término, la sierra de
Espadan, irregular, gigantesca, dentellada, mostrando a las horas de sol
un suave color de caramelo, surcada por las sombras de hondanadas y
barrancos, decreciendo rápidamente antes de llegar al mar, y ostentando
en la última de sus protuberancias, en el postrer escalón, el castillo
de Sagunto, con sus bastiones irregulares, semejantes a las ondulaciones
de una culebra inmóvil y dormida bajo el sol.
La esplendidez del paisaje tenía como embobados a los convidados de doña
Manuela, a pesar de ser todos ellos gente poco susceptible de
entusiasmarse ante cosas que no fuesen útiles.
--¡Muy hermoso!--exclamaba «la magistrada »--. Yo he vivido en Granada
cuando mi difunto estuvo en aquella Audiencia, y su vega no tiene
comparación con ésta.
--¡Qué ha de tener!--dijo el señor López el bolsista con expresión
doctoral--. Cuando a Fernando VII lo trajeron a los Silos, declaró que
esto era el balcón de España.
--Pues figúrese usted--añadió doña Manuela, que enrojecía de
satisfacción con estos elogios que alcanzaban a su casa--. Si los Silos
son el balcón de España, ¿qué será Villa-Conchita, que está más alta que
ellos?
--El balcón de Europa, Manuela, no lo dude usted.
El señor Cuadros, después de soltar esta barbaridad, miró a su mujer,
que, como siempre, le admiraba.
Mientras tanto, las niñas de la casa, las de López y «las magistradas»
paseaban por el jardincillo con Rafael, que hablaba de su amigo Roberto,
a quien estaba esperando.
Andresito, cariacontecido y triste, seguía en un extremo del gran
balcón, alejado de las personas graves. Sabía de buena tinta que la
traviesa Amparito había tronado con el artillero; consideraba además
como de muy buen signo que doña Manuela hubiese invitado a su familia,
desechando la anterior frialdad; pero a pesar de esto, el bebé le había
recibido con una sonrisa maligna, burlona, y antes de que hablara, se
agarró del brazo de sus amigas, dejándole con la palabra en la boca. Y
allí estaba él, plantado en el balcón, paciente y resignado, como si su
destino fuese aguantar desdenes de aquella a quien había maldecido e
insultado en toda clase de metros. Para ocultar su despecho, fingía
contemplar atentamente el risueño panorama con sus ojos turbios. Poco le
faltaba para llorar, y queriendo ocultar su emoción, murmuraba con
expresión pedantesca:
--¡Qué espectáculo! Esto es una sinfonía de colores, una verdadera
sinfonía.
¡Sinfonía de colores! Una fraséenla que había pescado en una de esas
críticas que hablan del «colorido» y el «dibujo» de la música y la
«armonía » y los «acordes» de la pintura.
El joven repetía con obstinación su frase, como el que, acostado,
masculla sin cesar la misma oración para aturdirse y coger el sueño; y
poco a poco, como hipnotizado por la brillantez del paisaje, fue
sumiéndose en un limbo de quietud contemplativa.
Y ahora ¡vive Dios! iba adquiriendo realidad la dichosa sinfonía de
colores; ya no era una frase huera y sin sentido, porque todo parecía
cantar, la vega y el Mediterráneo, los montes y el cielo. ¡Qué delicioso
era el anonadamiento del poetilla, apoyado en la balaustrada, sintiendo
en su rostro el fresco viento que tantas cabriolas hacía dar a las
cometas de papel...! Allí estaba la sinfonía, una verdadera pieza
clásica con su tema fundamental... y él percibía con los ojos el
misterioso canto, como si la mirada y el oído hubiesen trocado sus
maravillosas funciones.
Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran las
manchas verdes de los cercanos jardincillos, las rojas aglomeraciones de
tejados, las blancas paredes, todas las pinceladas de color sueltas y
sin armonizar por hallarse próximas. Y tras esta fugaz introducción,
comenzaba la sinfonía, brillante, atronadora.
El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias, heridas por la luz,
era el trino dulce y tímido de los violines melancólicos; los campos de
verde apagado, sonaban para el visionario joven como tiernos suspiros
de los clarinetes, «las mujeres amadas», como les llamaba Berlioz; los
inquietos cañares con su entonación amarillenta y los frescos campos de
hortalizas, claros y brillantes como lagos de esmeralda líquida,
resaltaban sobre el conjunto como apasionados quejidos de la viola de
amor o románticas frases del violoncelo; y en el fondo, la inmensa faja
de mar, con su tono azul esfumado, semejaba la nota prolongada del metal
que, a la sordina, lanzaba un lamento interminable.
Andresito se afirmaba cada vez más en la realidad de su visión. No eran
ilusiones. El paisaje entonaba una sinfonía clásica, en la que el tema
se repetía hasta lo infinito. Y este tema era la eterna nota verde, que
tan pronto se abría y ensanchaba, tomando un tinte blanquecino, como se
condensaba y obscurecía hasta convertirse en azul violáceo. Como en la
orquesta salta el pasaje fundamental de atril en atril para ser repetido
por todos los instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno
jugueteaba en la sinfonía del paisaje, subía o bajaba con diversa
intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los gemidos de
los instrumentos de cuerda, tendíase sobre los campos voluptuoso y
dulzón como los arrullos de los instrumentos de madera, se extendía
azulándose sobre el mar con la prolongación indefinida de un acorde
arrastrado del metal, y así como el vibrante ronquido de los timbales
matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol, arrojando a
puñados su luz, matizaba el panorama, haciendo resaltar unas partes con
la brillantez del oro y envolviendo otras en dulce penumbra.
Y Andresito, con la imaginación perturbada, iba siguiendo el curso de la
sinfonía extraña que sólo sonaba para sus ojos. Los caminos, con su
serpenteante blancura, eran los intervalos del silencio. El tema, el
color verde, crecía en intensidad al alejarse hacia las orillas del mar;
allí llegaba al período brillante, a la cúspide de la sinfonía; y
lanzándose en pleno cielo, aclarándose en un azul blanquecino, marchaba
velozmente hacia el final, se extinguía en el horizonte pálido y vago
como el último quejido de los violines, que se prolonga mientras queda
una pulgada de arco, y adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una
imperceptible vibración, no puede adivinarse en qué instante deja
realmente de sonar.
Era una locura; pero el visionario muchacho «veía» cantar los campos y
gozaba en la muda sinfonía de los colores, en aquella obra silenciosa y
extraña que se parecía a algo... a algo que Andresito no podía recordar.
Por fin, un nombre surgió en su memoria. Aquello era Wagner puro; la
sinfonía del _Tannhauser_, que él había oído varias veces. Sí; allí unas
tonalidades de color enérgicas y rabiosas sofocaban a otras apagadas y
tristes, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante,
desordenado, intenta sofocar el himno místico de los peregrinos. Y
aquella luz que derramaba polvo de oro por todas partes, aquel cielo
empapado de sol, aquella diafanidad vibrante en el espacio, ¿no era el
propio himno a Venus, la canción impúdica y sublime del trovador de
Turingia ensalzando la gloria del placer y de la terrena vida? Sí;
aquello mismo era. Y el muchacho, sonámbulo, embriagado por la
Naturaleza, hipnotizado por la extraña contemplación, movía la cabeza
ridiculamente, y al par que pensaba que todo aquello era magnífico para
puesto en verso, tarareaba la célebre obertura con tanta fe como si
fuera el propio _Tannhauser_ escandalizando con su himno a la corte del
landgrave.
--Andresito... oye; oiga usted.
¿Quién le hablaba...? ¿Si sería Elissabetta, la cándida amada del
cantor? No; era Amparito, el malicioso bebé, que le sonreía, algo
confusa y tímida, como si no supiera qué decirle, y un poco más allá,
doña Manuela envolviéndolos en la más tierna de sus miradas maternales.
Bien sabía hacer las cosas aquella señora. Al ver al pobre muchacho solo
y gesticulando como un imbécil, había llamado a la niña para que lo
llevara abajo con la gente joven, lo mismo que dos meses antes le había
mandado que rompiese con él toda clase de relaciones. Era asombroso este
cambio de conducta; pero también lo era que el señor Cuadros, que antes
medía telas en su tienda sin ambición alguna, tuviera ahora carruaje y
todo el empaque pretencioso de un aspirante a millonario.
--Ven conmigo, Andresito. Vamos a dar un paseo.
--Sí--añadió la mamá--, acompaña a Amparito. Reúnete con la gente
joven.... ¡Qué diablo! A tu edad....
El muchacho siguió a su antigua novia. Estaba como si acabase de
despertar y todavía no hubiera ahuyentado la modorra del sueño. Aún le
zumbaba en los oídos el eco lejano de la extraña sinfonía.
En el jardín estaban las jóvenes, muy alborozadas, en torno de Rafael y
su amigo Roberto, que acababa de llegar. Juanito habíase metido en el
piso bajo, donde reinaba gran algazara por estar reunidas las criadas de
la casa con las de las familias invitadas.
Amparito llevaba a remolque a su antiguo novio.
--Vamos a ver; ¿qué hacemos...? Podemos dar un paseo por la montaña.
Y el alegre enjambre transpuso la verja del jardincillo, dirigiéndose a
lo que llamaban «la montaña», árida colina, suave hinchazón del terreno,
cariada como una muela vieja, rajada y perforada por las excavaciones de
las canteras y las minas de greda.
El bullicioso escuadrón encaminábase lentamente a un horno de cal que
había en la cumbre. Otros grupos de paseantes destacábanse a lo lejos
como hormigas trepadoras.
Andresito y el bebé quedábanse rezagados, andaban lentamente y se
detenían para recalcar sus palabras con gestos vehementes.
--Ea, que no te creo. Me la pegaste con el artillero, te burlaste de
mí... «destrozaste mi alma», ¿y ahora quieres que yo me trague esa bola
de que me querías entonces y sigues queriéndome?
--¡Pero tonto, si todo fue por probarte...! El artillero, ¡valiente
mico! Yo sólo te he querido a ti; pero a mamá no le parecía bien nuestro
noviazgo, lo tenía por cosa de poca formalidad, y hube de obedecerla.
--¿Y ahora?
--Ahora es otra cosa. No sé qué mosca le ha picado a mamá. Antes eras un
títere, y ahora parece que te considera mejor. En esto debe bailar tu
papá.
--¡Mi papá!--exclamó Andresito con terror infantil, como si temiese una
mano de azotes por la travesura.
--Calla, memo, no te asustes. Yo «distingo» más que tú, y creo que
nuestro noviazgo es ya pan comido para la mamá y tu padre.
--¡Entonces...!
--Entonces, señor mío, podemos querernos como antes y sin miedo alguno;
pero te advierto que nuestro noviazgo no ha de ser cosa de tapujo. ¿Para
qué el novio, si no puede una lucirlo...? ¡Ah! Queda prohibido que me
endilgues más versitos como los que me enviaste después del rompimiento.
Señores, tiene gracia el modo como se desahoga este caballerito. Con esa
cara de pascua, y tiene más ponzoña que una víbora. «¡Pérfida!,
¡desleal!, ¡traidora!...» Por eso tuve tanto gusto en hacerte rabiar con
el teniente; para vengarme. Se acabaron los versos; y si me disparas
algún soneto, te frotaré los hocicos con él, ¿sabes, niño? como a los
gatitos cuando son cochinos.
Y Andresito sonreía, embelesado por la gracia con que el bebé le
hablaba, ahuecando la voz para imitar grotescamente el tono de sus
poesías y acompañando sus palabras con gestos de píllete. ¡Oh, qué
criatura! Había que creerla y él se lo tragaba todo a ojos cerrados,
incluso la afirmación de que sus relaciones con el teniente sólo fueron
para aumentar sus rabietas.
--Pero ¿no vienen ustedes?
Eran las de López las que llamaban; unas «perchas », según Amparito, a
las que caían rematadamente mal los vestidos lujosos y recargados con
que las obsequiaba el papá a cada operación afortunada en la Bolsa.
--¿Ya se han arreglado ustedes?--añadió una de ellas, sonriendo de un
modo que picó la susceptibilidad de Amparito.
¡Ya les ajustaría las cuentas a aquellas pavas...! Y abandonando a
Andresito, se unió al grupo de jóvenes que, en fila y cogidas del talle,
corrían como unas locas por la suave pendiente. La alegría del campo, al
verse libres de la mirada interrogante y severa de las mamas,
convertíalas en niñas revoltosas, y a pesar de sus altos peinados, de
sus faldas largas y ajustadas, correteaban, enseñando sus lindos pies y
aleteando con sus enaguas como una bandada de pájaros. Las mejillas se
enrojecían, expeliendo en su dilatación la capa de polvos de arroz; los
ojos brillaban, los empellones y las corridas impetuosas parecían
enardecerlas, como muchachas que se embriagan con la violencia de sus
juegos, y en las expansiones a que se entregaban, acariciándose los
inflamados rostros, besándose ruidosamente, parecía notarse algo de
desprecio por los hombres que iban detrás. Rafael, su amigo y Andresito
caminaban lentamente, con cachaza filosófica, mirando el hermoso grupo,
sin intentar mezclarse en él.
Mientras tanto, Juanito pasaba la tarde en la cocina. Era una tendencia
que avergonzaba a doña Manuela la que demostraba su hijo mayor. Apenas
se formaba en la cocina una tertulia de criadas, allí estaba él, como
arrastrado por irresistible seducción. Aquello debía ser hereditario: la
afición de sus antecesores los montañeses de Aragón a las hembras
fornidas, duras, oliendo a bestia bravía y con las manazas agrietadas
por el esparto y la tierra de fregar. Su padre, sin duda, revivía en él,
y por esto no podía aspirar el vaho de una cocina sin estremecimientos
voluptuosos, ni ver a una muchachota de tez morena, brazo musculoso y
robustas posaderas sin sentir que la sangre afluía rápida a su corazón,
como si se viera ante el ideal realizado. Adoraba a Tónica, criatura
endeble y graciosa, tal vez por la fuerza del contraste; pero cuando
estaba en su casa no podía librarse de la «querencia» a la cocina, como
decía Rafael, y allá iba a echar su párrafo, sin pasar nunca de ahí,
pues Juanito era casto. Adoraba como un idealista las zafias beldades
con su olor a limón y tierra, gozaba oyendo sus conversaciones,
prestábalas con el mayor gusto pequeños servicios, aguantaba sus
groserías e impertinencias, todo a cambio de poder estarse en un rincón,
tímido y sonriente, contemplando los brazos hercúleos, los ojazos
insolentes y las piernas como columnas, marcadas por el discreto
zagalejo.
Al caer la tarde, comenzó a sonar un piano viejo en el piso alto del
_chalet_, éste se conmovió con el taconeo de una agitada mazurca. Los
señoritos habían vuelto de su excursión por «la montaña», y bailaban, no
sabiendo sin duda cómo pasar el tiempo.
La señora había dado orden para que la merienda estuviera lista, y
Visanteta se afanaba, yendo de un lado a otro y enviando sus amigas al
jardín para que la dejasen en libertad.
Cuando Juanito subió al piso alto, el baile estaba en su apogeo. Rafael
y Roberto sacaban a bailar, una tras otra, a todas las señoritas, y el
señor Cuadros, ¡oh asombro! entró de refuerzo. Entre aplausos y risas
bailó con Amparito, mientras su hijo los contemplaba enternecido,
renegando tal vez en su interior de su condición de poeta soñoliento y
enemigo de superfluidades, que no le permitía aprender cómo se mueven
las zancas en el vals, ¡El mismo demonio era el señor Cuadros, a pesar
de sus años y del enorme bigote! Así lo declaraban doña Manuela y
Teresa, sonrientes, reconciliadas y puestas ambas al mismo nivel. Sus
miradas hablaban. Había que hacer algo por los chicos, ya que se querían
tanto sus familias.
Terminaba la tarde. Por los balcones entraba el resplandor rojizo de la
puesta del sol, que se ensanchaba en el horizonte como un lago de
sangre.
Calló el piano, guardándose su ronca y temblona voz de viejo, y el
enjambre joven, atropellándose, corrió al comedor. ¡Vive Dios, que se
estaba bien allí, sentados ante el blanco mantel, con los balcones
abiertos y en los ojos el extenso paisaje, que, con la luz anaranjada de
la caída de la tarde, iba velando sus tonos brillantes y parecía
adormecerse!
Todos tenían excitado el apetito por el paseo y el baile, y miraban con
el rabillo del ojo la puerta por donde entraban las criadas.
--Señores, tendrán ustedes que perdonar--decía doña Manuela con aire de
castellana hospitalaria--. Estamos en el campo y hay que conformarse con
lo que traigan. Aquí no se pueden hacer milagros. En fin, harán ustedes
penitencia. Todos contestaban con un «¡oh!» de protesta, mientras se
acomodaban la servilleta en el pescuezo. Ya sabían que la dueña de la
casa arreglaba bien las cosas. Y empuñaban el tenedor, como diciendo:
«¡Venga de ahí, que estamos a todo!»
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