Arroz y tartana - 03

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contra los «serviles», sin faltar a la decencia; se comenzaba a decir
con expresión respetuosa «don Baldomero» cada vez que se nombraba al
general Espartero, y todos callaban para escuchar religiosamente a don
Lucas, el beneficiado de San Juan, un cura que el 23 había emigrado a
Londres por liberal, y que pronunciaba conmovedores discursos hablando
del pobre Riego, a quien comparaba con Bravo, Padilla y Maldonado.
Era, en fin, la tertulia una reunión donde se desahogaba el liberalismo
inocente de unos revolucionarios que, en costumbres y preocupaciones,
imitaban a sus enemigos, y a pesar de haber sufrido de la dinastía
reinante toda clase de desdenes y persecuciones, mostrábanla una
fidelidad canina, y siempre era para ellos Fernando VII el rey mal
aconsejado, Cristina la augusta señora, e Isabel la inocente niña.
En esta reunión estaban todos los afectos y alegrías de don Eugenio. Al
encender por las noches el velón y ver entrar las sotanas y las gorras
de sus colegas, experimentaba la misma impresión que si se encontrara
rodeado de una cariñosa familia.
De los de allá, de aquellos que le habían abandonado sin lágrimas ni
desconsuelo, nunca se acordaba. Sus padres habían muerto, pero ya se
encargaron de recordarle la patria y todas sus miserias el enjambre de
primos, hermanos y sobrinos que cayeron sobre él tan pronto como circuló
por el lugar la nueva de que hacía fortuna y tenía una tienda en el
Mercado. Llegaban en grupos, escalonando sus viajes por meses, cual
hordas hambrientas que con la mirada querían devorarlo todo. El pariente
rico era para ellos una vaca robusta, cuyas ubres inagotables les
pertenecían de derecho. No tenía mujer ni hijos; ¿para quién, pues, las
fabulosas riquezas que aquellos miserables se imaginaban en poder de
don Eugenio? Las demandas eran interminables, no desmayando los
pedigüeños ante la aspereza del comerciante, poco inclinado a la
generosidad. El invierno había sido duro, las patatas pocas y malas, el
macho estaba enfermo, los muchachos descalzos, un pedrisco lo había
arrasado iodo; y tras estos preámbulos entraban en materia con la
petición de veinte duros para pasar el mal tiempo, de una pieza de sarga
para vestir a la familia, y otras demandas menos aceptables. Si don
Eugenio ponía cara de perro a las peticiones, surgía la protesta en la
rapaz parentela que tanto le quería.
--¡Id allá, granujas!--gritaba el comerciante--. ¿Qué os debo yo para
que vengáis a saquearme? Nada tengo que agradeceros, como no sea haberme
abandonado en medio de esa plaza.
Entonces era de ver la indignación con que tíos y hermanos acogían lo
del abandono. ¡Otra que Dios...! ¿Y aún se quejaba? ¿_Pus_ si no le
hubiesen abandonado sería él ahora comerciante con tienda abierta?
Cuanto más, estaría guardando el ganado de algún rico. A la familia,
pues, debía lo que era. Y si la turba de descarados pedigüeños no
llegaba a decir que todo cuanto tenía su pariente les pertenecía de
derecho, ya se encargaban sus exigencias insolentes y sus rapaces
miradas de manifestar que éste era su pensamiento.
Producto de una de estas invasiones de vándalos con pañizuelo y calzón
corto fue el entrar como aprendiz en la tienda de _Las Tres Rosas_ un
chicuelo, al que don Eugenio le fue tomando insensiblemente cierto
afecto, sin duda porque recordando su pasado se contemplaba en él como
en un espejo. Era de un pueblo inmediato al suyo; pasaba por pariente,
circunstancia poco extraña en un país donde las familias, residiendo
siglos y siglos pegadas al mismo terruño, acaban por confundirse, y
llamaba la atención por su aire avispado y la ligereza de sus
movimientos.
Entró en la tienda hecho una lástima, oliendo todavía a estiércol y a
requesón agrio, como si acabase de abandonar el corral de ganado. La
vieja criada que administraba el hogar de don Eugenio tuvo que valerse
de ungüentos para despoblar de bestias sanguíneas el bosque de cerdas
polvorientas que se empinaban sobre el cráneo del muchacho, y concluido
el exterminio, el amo lo entregó al brazo secular de los aprendices más
antiguos, los cuales, en lo más recóndito del almacén y sin pensar que
estaban en enero, con un barreño de agua fría y tres pases de estropajo
y jabón blando, dejaron al neófito limpio de mugre de arriba a abajo y
con una piel tan frotada que echaba chispas.
Con esto, el mísero zagalillo de las montañas de Teruel se convirtió en
un aprendiz listo, aseado y trabajador, que, según las profecías de los
dependientes viejos, llegaría a ser algo. A las dos semanas chapurreaba
el valenciano de un modo que hacía reír a las labradoras parroquianas de
la casa, y sin que la dureza del trabajo disminuyera para él, todos le
querían y no sabía a quién atender, pues Melchor por aquí, Melchorico
por allí, nunca le dejaban un instante quieto.
Con sus borceguíes lustrosos, una chaqueta vieja del amo arreglada
chapuceramente, la cabeza siempre descubierta, con pelos agudos como
clavos y las orejas llenas de sabañones en todo tiempo, era Melchorico
el aprendiz más gallardo de cuantos asomaban la cabeza a las puertas
para llamar a los compradores reacios. Aquel acólito del culto de
Mercurio, por su empaque desenfadado atraíase la mala voluntad de los
pilluelos de la plaza, enjambre de diablejos que pasaban horas enteras
ante la relamida figurilla llamándole ¡_churriquio_! con irritante tono
de mofa, hasta que algún dependiente les amenazaba con la vara de medir.
Pasaron los años sin que incidente alguno viniese a turbar la ascensión
lenta y monótona del muchacho en la carrera comercial. Perdió de cuenta
los cachetes y patadas que le largaron don Eugenio y los dependientes
viejos, unas veces por entretenerse bailando trompos en la trastienda,
otras por pillarle dando retales a cambio de altramuces o cacahuet.
Empleó los domingos en que le daban suelta yendo al tiro del palomo en
el cauce del río, o paseando gratis arrellanado como un príncipe en las
estriberas de las tartanas, con la epidermis a prueba de traidores
latigazos; fue ascendiendo lentamente cíe burro de carga a aprendiz
viejo; por fin, a dependiente; y al cumplir dieciocho años viose tan
transformado, que, violentando sus instintos económicos, fortalecidos
por las saludables enseñanzas del principal, se gastó cuatro pesetas en
dos retratos que envió a los de «allá arriba», a sus antiguos colegas de
pastoreo, para que viesen que estaba hecho todo un señor. Los tirones de
oreja y los palos con la vara de medir lo habían puesto erguido,
borrando en su cuerpo la tendencia a cargarse de espaldas y a ser
patiabierto, propio de todos los de su tierra; sus pelos, a fuerza de
peine y cosmético, habían llegado a domarse; los desabridos y no muy
abundantes guisos del ama de llaves daban cierta figura a su corpachón
huesoso. Y además, como tenía su soldada anual, aunque corta, ya no
vestía los desechos de don Eugenio y se hacía al año dos trajes,
operación que antes de ser emprendida era objeto de serías y profundas
meditaciones.
Melchor Peña, al salir de la adolescencia, experimentó una
transformación. Al mismo tiempo que en su labio apuntaba el bigote, en
su cerebro apuntó la tendencia a lo romántico, a lo desconocido, el
anhelo de cosas extraordinarias, de aventuras gigantescas, y fue un
rabioso lector de novelas. Cuantos tomos enormes, roídos por el corte y
forrados con papel grasiento, rodaban por los mostradores de las tiendas
del Mercado, eran atraídos por sus manos, como si éstas fuesen un imán,
y devorados rápidamente, unas veces por la noche, después de cerrar las
puertas y robando horas al descanso, otras por la tarde, aprovechando
ausencias de don Eugenio, en el fondo del almacén, a la dudosa claridad
que se cernía en aquel ambiente cálido, impregnado del vaho de los
tejidos y el tufo de la tintura química. Había leído más de veinte veces
_Los tres mosqueteros_, y el fruto que sacó de esta lectura fue que los
aprendices se burlasen de él viéndolo un día en el almacén, envuelto en
un guiñapo colorado, con un rabo de escoba en la cadera y contoneándose
como si fuese el mismo D'Artagnan con todas sus jactancias de
espadachín. Después se apasionó, como toda la juventud de su época, por
_María o la hija de un jornalero_; y a pesar de que don Eugenio le
enviaba a misa lodos los domingos y a comulgar por trimestre, hízose un
tanto irreligioso, y en su interior comenzó a mirar con desprecio a los
curas pacíficos y bromistas que visitaban por la noche el
establecimiento para jugar a la brisca con el principal; y cuando cayó
en sus manos _El conde de Montecristo_, paseábase por la trastienda,
mirando los fardos apilados con la misma expresión que si en vez de
paños, percales e indianas contuviesen un enorme tesoro, toneladas de
oro en barras, celemines de brillantes, lo suficiente, en fin, para
comprar el mundo.
¡Y cómo se reía don Eugenio de la manía novelesca de su Melchorico, como
cariñosamente le llamaba...! Él, que no había consultado otro libro en
su vida que un cuadernillo donde estaban comparados los pesos y medidas
de Cataluña, Aragón y Castilla, miraba al principio con cierto respeto
el afán de lectura del muchacho; pero después, al notar las
extravagancias de su torcida imaginación, le acribilló con burlas y le
colgó el apodo de Don Quijote, no porque el viejo comerciante hubiese
leído la inmortal obra de Cervantes, sino por tener arriba en su comedor
una litografía detestable, en la cual el hidalgo manchego, dormido y en
camisa, daba de cuchilladas a pellejos de vino.
Iguales bromas se permitía el Don Quijote que vegetaba en la obscuridad,
midiendo telas en _Las Tres Rosas_. Podían atestiguarlo los pescozones
con que don Eugenio había saludado a su querido dependiente un lunes en
el almacén, cuando vio a Melchor que, recordando el drama _El jorobado_,
se creía un Lagardére, y con una vara de medir ensayaba la gran estocada
de Nevers, acribillando los fardos de un modo que hacía temblar por la
integridad de los géneros.
--Como sigas así--gritaba el buen comerciante, escandalizado--, te
pongo en la puerta y... ¡buen viaje! Me has engañado. Tú sirves para
cómico, y a mí no me gustan farsas. Merchorico, por última vez lo digo.
El año que viene entras en quinta; o sientas esa cabeza o te abandono, y
el demonio que se encargue de tu suerte.
Junto a la imaginación exaltada del dependiente debía existir una enorme
cantidad de sentido práctico capaz de sofocar todas las fantasías y
caprichos, y a esto se debió, sin duda, que Melchor se reprimiera en sus
románticas extravagancias, y en adelante, aunque sin abandonar la
lectura de novelas, se dedicara con más asiduidad a sus quehaceres.
Tenía don Eugenio un amigo antiguo que todos los días visitaba la
tienda, y por profesar a Melchor algún afecto, unía sus exhortaciones de
hombre práctico a las del principal. De todos los individuos que
formaban la tertulia de _Las Tres Rosas_, don Manuel Fora era el más
considerado, a causa de su fortuna sólida y cuantiosa y de respeto que
gozaba en el comercio.
Vivía en un enorme caserón cercano a las Escuelas Pías; figuraba entre
los primeros fabricantes de seda, y más de doscientos telares trabajaban
para él, elaborando piezas de seda rayada, vistosa y sólida, y pañuelos
de brillantes colores, que eran enviados a las más apartadas provincias
de España y hasta la misma América, cosa que asombraba y producía cierto
temor respetuoso entre el comercio a la antigua. De joven había sido
novicio en una orden religiosa, pero ahorcó los hábitos el año 8 para
batirse contra el francés, sacrificio que no le libró de ser conocido
con el apodo de el _Fraile_ entre los comerciantes y las gentes de su
industria.
Le suponían poseedor de millones, y era el banquero de todos los
mercaderes menesterosos. Bastábale entrar en su alcoba para presentar en
cartuchos de onzas cuanto dinero se le pedía, y a pesar de esto, fuera
de los días de Corpus, en que sacaba del fondo del arca el frac de color
castaña y el sombrero de seda, nadie le había visto con otro traje que
un eterno pantalón de cuadros, chaqueta de fustán, chaleco de terciopelo
rameado y gorra de ancho plato.
Era el más fiel representante de la avaricia atribuida á los de su
gremio, y en el Mercado se contaban de él cosas graciosísimas. La mañana
pasábala en San Juan, pues el comercio no le había hecho olvidar sus
aficiones a las cosas de la Iglesia. Tenía su puesto fijo en el banco de
la Junta de Fábrica, y allí iban a buscarlo los que, necesitando con
urgencia su auxilio, no reparaban en que estaba oyendo la décima misa y
rezando el centésimo rosario.
--Don Manuel--murmuraba el pedigüeño con voz misteriosa y arrodillándose
cerca del Banco--, necesito al momento seis mil reales.
--¡Déjame en paz!--susurraba indignado el fabricante sin volver los
ojos--. Ni la casa del Señor sabéis respetar. Búscame a la noche.
--Don Manuel, ¡por Dios! que la letra vence hoy, y he de pagarla o se
deshonra mi tienda. Seis mil reales al quince por ciento; sálveme usted.
--¡Largo...! No estoy ahora para asuntos mundanos.
--Don Manuel... aunque sea al veinte--decía el infeliz con esfuerzo
supremo.
--He dicho que no. Déjame en paz el alma.
--Al veinticinco, don Manuel... al veinticinco. Me esperan en casa para
que pague.
--Márchate, o llamo al sacristán.
--Pues bien; al treinta... que sean al treinta por ciento, como la otra
vez.
--Todo sea por Dios--murmuraba suspirando dolorosamente--. No dejáis
tiempo ni para salvar el alma. Espérame en casa, yo iré así que termine
este rosario. Te cobraré el treinta por ser tú... que bien sabe Dios que
a mí no me gustan estos negocios.
Esto se contaba del célebre fabricante de sedas; pero aunque en ello
entrase en gran parte la exagerada malevolencia de sus enemigos, lo
cierto era que don Manuel, con el producto de sus doscientos telares
siempre en actividad y los caritativos auxilios que prestaba desde el
Banco de San Juan, iba formándose una fortuna, cuya cifra, por ser
desconocida, rodeaba a su poseedor de cierto prestigio misterioso.
El fabricante y el dueño de _Las Tres Rosas_ eran antiguos amigos, y
hasta se murmuraba que el primero había ayudado a éste con una
generosidad extraña en los primeros tiempos de su comercio. Cuantos
géneros de seda se despachaban en la tienda procedían de la fábrica de
don Manuel, y de esto resultaba una continua comunicación entre el
establecimiento de don Eugenio y el caserón del barrio de las Escuelas
Pías, relaciones en las que servía de intermediario Melchor Peña, como
dependiente de confianza.
Él era quien iba al despacho de don Manuel a escoger pañuelos y piezas
de seda, raso o terciopelo en aquellos armarios de roble con cerradura
complicada, que databan del siglo anterior, y él también quien subía a
los porches, donde con un tric-trac ensordecedor movíanse los telares y
volaban las lanzaderas, haciendo surgir los ricos tejidos entre polvo y
telarañas. Por efecto de las continuas visitas le trataron como amigo
íntimo los de la familia de don Manuel. Éste era viudo y tenía dos
hijos: Juan, un joven infatigable para el trabajo, meticuloso en los
negocios, capaz, como su padre, de darse de cachetes por un ochavo, y
Manolita, una muchacha hermosota, que a los diecisiete años tenía el
aspecto de una matrona romana, y a quien don Manuel no quería encargar
de la administración de la casa en vista del poco aprecio que mostraba
al dinero.
Otra persona formaba parte de la familia del _Fraile_; pero los lazos
que la unían a ella eran tan efímeros y débiles como los que atan una
estrella errante a un sistema planetario. Era un estudiante de Medicina,
famoso entre los de su Facultad como hábil tocador de guitarra, alegre
confeccionador de chistes y calavera de los más audaces. El _Fraile_,
avaro y sin entrañas hasta con sus hijos, sentía gran debilidad por el
estudiante, tal vez por el contraste entre su carácter austero y regañón
y la alegría desenfadada de aquel cabeza a pájaros. Era sobrino de don
Manuel en grado lejano; sus padres habían muerto, y el fabricante de
sedas, en vista de su ingenio despierto, encantado por sus agudezas y
recordando que lo sostuvo en la pila bautismal, hizo el inaudito
sacrificio de recogerlo y darle carrera.
Rafael Pajares venía a ser en la casa el punto vulnerable del huraño
_Fraile_. Parecía imposible que éste soportase las travesuras del
estudiante, que traía revuelta toda la casa, persiguiendo a las criadas,
entreteniendo con chistes a los tejedores e introduciendo algunas veces
en su cuarto ciertos compañeros de Facultad tan levantiscos como él, que
al menor descuido saqueaban la despensa, y cuando no, hacían temblar los
viejos pavimentos del caserón ensayándose a saltos en el manejo de la
pandereta. Don Manuel, el hombre de las economías inauditas y las
ruindades sin ejemplo, estremecíase de rabia al ver el uso que Rafael
hacía de sus liberalidades. Regalábale una sotana nueva, y al punto la
rasgaba en dos, quedándose con la parte del pecho y dando el espaldar a
algún compañero pobre, con cuyo reparto iban ambos tan gallardos
cubriendo con el manteo la desnuda trasera. Comprábale un tricornio
flamante, y no acababa el día sin que el travieso muchacho le recortase
los bordes caprichosamente hasta darle el aspecto de una fantástica
cresta. Gustábale ir roto y sucio como los sopistas, y cada una de estas
hazañas enfurecía al _Fraile_, haciéndole gritar que aquello era robarle
el dinero, y que el mejor día de un puntapié en tal parte iba a poner en
la calle al desvergonzado sobrino. Pero bastaba que el loco adorador de
la tuna sacara algunas habilidades, para que el viejo se diera por
vencido y asegurase que el muchacho tenía mucha gracia.
Igual influencia ejercía Rafael sobre los demás individuos de la
familia. El hijo del _Fraile_ le toleraba, lo que no era poco, atendido
su carácter, y en cuanto a Manolita, vivía pendiente de los labios de su
primo. Aquella muchacha sencillota, a quien las amigas de la casa tenían
casi por tonta y que no conocía más mundo que las tertulias de gente del
Arte de la Seda, a las que la llevaba su padre, miraba a Rafael como la
encarnación de lo extraordinario, de lo novelesco; como un Don Juan,
cuyo cariño le disputaban ocultas y poderosas rivales.
Se amaban desde niños, pero con un amor extraño, incomprensible y
preñado de incidentes. Él era informal, ligero, casquivano; tenía novias
en los cuatro distritos de la ciudad; salía de noche para dar serenatas
amorosas; y ella, bajo su exterior abobado de muchacha tímida y devota,
ocultaba un carácter varonil, un genio insufrible, el mismo estallido de
nerviosidad iracunda y atronadora que se manifestaba en el _Fraile_
cuando le salía mal un negocio o un deudor se negaba a pagarle. Las
peleas en voz baja y el estar de monos días enteros eran hechos
frecuentes en estos amores que el padre y el hermano no conocían; pero
bastaba para vencer el enojo de Manolita una palabra chistosa del
estudiante, una irónica protesta, algo que la desarmase, haciéndola
prorrumpir en carcajadas.
¡Con un pillo así era imposible estar seria mucho tiempo! Se necesitaba
tener corazón de piedra para no conmoverse cuando, cogiendo la guitarra
y poniendo los ojos en blanco, se arrancaba por el _Fandanguito de
Cádiz_, entonando después melancólicamente el ¡_Triste Chactas_...! que
hacía llorar a todas las muchachas de la época, o aquello otro punteado
y expresivo que comenzaba:
/*
_Inflamado mi pecho amoroso_,
_sólo en ti se cifraba mi anhelo_....
*/
No; ella le quería, y aunque le diese algún disgusto, consideraba a
Rafael, a pesar de su sotana mugrienta y su cara de granuja, como un
rendido trovador de los que en aquella época de romanticismo hacían el
gasto en todos los extravíos de imaginación femenil.
Melchor Peña, entrando con frecuencia en la casa, estaba al tanto de
cuanto ocurría en el seno de la familia y conocía el carácter de cada
uno de sus individuos. Don Manuel le apreciaba como muchacho laborioso y
económico, que tenía lo que él llamaba «sangre comercial». Juan,
primogénito del _Fraile_, simpatizaba con él como a cofrade en la orden
del continuo trabajo y la conquista del céntimo. Manolita decía de él
que era un chico simpático, aunque vulgarote, y Rafael, el famoso
adorador de la tuna, tratábale siempre con un aire de desdeñosa
protección, como si tuviese empeño en recordarle de continuo el abismo
existente entre una futura lumbrera de la ciencia y un «gozquecillo» de
mostrador.
Melchor correspondía a este desprecio con una antipatía profunda. Y no
es que le hiriesen honradamente las zumbas del estudiante; su odio
provenía del poco aprecio que éste mostraba a Manolita. Ser dueño de la
voluntad de aquella mujer y corresponder a su afecto con infidelidades
era un pecado imperdonable a los ojos del pobre Melchor, que amaba a
Manolita en silencio, siempre en perpetua batalla interna, tan pronto
dispuesto a declarar su pasión como arrepentido de su audacia.
Habíase enamorado de la hija del _Fraile_, no repentinamente y a la
primera mirada, como los protagonistas de aquellas novelas que con tanta
fruición leía, su pasión se había formado lentamente, por escalones que
poco a poco había ido subiendo. Un día se fijó en que Manolita tenía
unas hermosas mejillas de melocotón con ligera película, más fina que el
terciopelo de a cuatro duros vara; otro, hizo la observación de que sus
ojos eran «ardientes ascuas», imagen del dominio común de todos los
novelistas por él conocidos, una noche hasta llegó a pensar,
revolviéndose en su menguada cama de dependiente, que la hija de don
Manuel estaría admirablemente formada, a juzgar por su «exterior
escultural»--otra frase cien veces leída--, y el resultado de estas y
otras observaciones fue confesarse a sí mismo que era «esclavo» de
Manolita y la amaría «hasta la muerte».
¡Qué adoración tan constante la del pobre muchacho! Dos años estuvo
lanzando tiernas miradas a la joven cada vez que por asuntos del
comercio iba a casa del _Fraile_. Su imaginación novelesca soñaba un
rapto, después de matar en desafío al infame estudiantón, con otras mil
barbaridades por el estilo, y lo mejor del caso era que quien tales
barrabasadas se sentía capaz de ejecutar temblaba como un niño en
presencia del ídolo amado, y cien veces se le atragantó la declaración
que tenía pensada y aprendida, sin faltar punto ni coma.
Por fin, Manolita supo que Melchor la amaba gracias a una carta de éste,
en la cual, conforme al patrón de todas las declaraciones, comparaba su
corazón con el Vesubio, y comenzando con las consabidas frases:
«Señorita: desde el móntenlo que la vi a usted», etc., terminaba: «Salve
usted este corazón que está herido de muerte.» Manolita acogió
burlescamente la declaración del dependiente, mas no por esto dejó de
agradecerla, con esa satisfacción que causa en toda mujer el saber que
es amada, y nada dijo a su familia ni a Rafael.
Melchor esperó con paciencia inquebrantable, y un día fue Manolita la
que le recordó su declaración, aceptándola.
La hija del _Fraile_ se había dejado llevar de un arrebato del carácter
violento que mostraba en las grandes ocasiones. Su primo Rafael había
terminado la carrera, abandonando las locuras de estudiante para
revestirse de la gravedad del doctor, y cuando ella esperaba de un
momento a otro que formulase ante el padre sus pretensiones, una buena
alma la hizo saber que aquel calavera ya no limitaba sus infidelidades a
serenatas amorosas o pasiones del momento, sino que tenía cierto
«arreglo» en el barrio del Carmen con carácter permanente, y hasta se
susurraba si había una criatura de por medio.
El carácter enérgico de Manolita se sublevó al convencerse de la nueva
infidelidad de Rafael. No; ésta no la consentía, aunque el primo le
pidiese perdón de rodillas y estuviese todo un año cantando romanzas
sentimentales. Quiso vengarse, atormentar al infame, aunque para eso
tuviese ella que sufrir, y nada le pareció mejor que aceptar las
pretensiones de aquel tendero que la adoraba. El asunto se arregló con
prontitud.
Don Eugenio, que se sentía viejo y estaba dispuesto a traspasar _Las
Tres Rosas_ al dependiente predilecto, encargóse de hablar a su amigo el
_Fraile_; éste no tenía gran empeño en conservar en casa una hija que
ignoraba el valor del dinero y gastaba mucho en trajes, según él decía;
y como el novio la aceptaba sin un céntimo de dote, la boda se arregló,
y a los tres meses la señora de don Melchor Peña entró triunfalmente en
sus dominios de la plaza del Mercado.
Siete años duró el matrimonio, y su único fruto fue Juanito, a quien
pusieron tal nombre por apadrinarle el hermano de Manolita, o más bien,
doña Manuela, pues el estado de maternidad, ensanchando sus macizas
carnes de matrona, habíanla dado un aspecto respetable y majestuoso.
Aquel marido aceptado en un arrebato de ira, sí no llegó a inspirarla
amor mereció la tierna simpatía del agradecimiento. Levantábase Melchor
al amanecer, y después de arropar cuidadosamente a la señora, rogándola
que no abandonase la cama antes de las nueve, bajaba a la tienda para
vigilar a los dependientes en las primeras ocupaciones del día. Subía a
la hora de comer, para reír como un loco con las gracias de Juanito y
revolcarse muchas veces por el suelo, imitando a ciertos animales, para
satisfacer las tiránicas exigencias de aquel monigote que traía revuelta
toda la casa. Comía lo que le daban, acogía como indiscutibles todos los
actos de su mujer, y curado ya de las manías románticas, sólo pensaba en
los negocios y en conquistar una fortuna para que su esposa pudiese ver
realizadas sus altas aspiraciones.
Doña Manuela gozaba de una libertad absoluta, como jamás la había
soñado. Salía cuando quería, bajaba a la tienda algunas veces, como
quien va a un lugar de entretenimiento, a distraerse viendo gentes y
caras nuevas, y era dueña absoluta de todo el dinero de la casa, con
gran descontento de don Eugenio y del avaro _Fraile_.
--Tú no conoces a mi hija--decía el suegro a Melchor--. Si sigues tan
tolerante, poco adelantarás. Con Manolita hay que ser rígido y no
permitirla que toque un ochavo. Es como todas las mujeres, que en trapos
y cintajos derrocharían el Potosí si lo tuvieran en la mano. Créeme a
mí, que conozco bien ese ganado. A la mujer hay que tratarla con
entereza; en una mano el pan y en la otra el palo.
Pero Melchor se reía de las teorías brutales de su suegro. ¿No marchaban
bien sus negocios? ¿No cerraba con regulares ganancias el inventario del
año? Pues entonces nada debía negar a su mujer, de la que cada vez se
sentía más enamorado, sin duda porque ella correspondía a sus caricias
con una frialdad complaciente.
Cierto que, a pesar de ser buenos los tiempos, adelantaba poco a causa
de las prodigalidades de su mujer; pero... ¡pobrecilla! él la
disculpaba, recordando su juventud monótona y aburrida al lado del
tacaño padre, y además, decíase a sí mismo que alguna compensación había
de merecer el resignarse a ser tendera una joven que podía aspirar a una
posición más brillante.
Y ella, aprovechando la tolerancia cariñosa del marido, gastaba con
furor que escandalizaba a los buenos burgueses del Mercado. Seguía las
modas con escrupulosidad costosa, y muchas veces aumentaba sus gastos
hasta la locura, únicamente por el gusto de darles en las narices, como
ella decía, al regañón de don Eugenio y al tacaño de su padre.
Tenía en su vida motivos de sobra para ser feliz, pero a pesar de esto,
dos cosas la entristecían. El andar a pie por las calles, signo, según
ella, de pobreza y de degradación, y la vulgaridad de su marido, que se
revelaba en sus maneras, en su modo de vestir, en la facilidad con que
bromeaba con las criadas, como hombre acostumbrado a esos floreos de
mostrador con que se halaga a las parroquianas, no pudiendo ver unas
faldas lisas sin soltar cuatro requiebros inocentes y sin consecuencias.
A pesar del concepto que le merecía su marido, doña Manuela fue honrada.
Justamente el primo Rafael iba alcanzando algún renombre y los
periódicos hablaban de él elogiándolo como médico. Varias veces, con su
antigua audacia intentó aproximarse a Manolita para reanudar sus
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