Arroz y tartana - 17

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Llegó el día de la primera corrida. La atmósfera parecía cargada de un
ambiente extraño de locura y brutalidad. Por la mañana arremolinábase la
gente, con empujones y codazos, en torno de los revendedores que en la
plaza de San Francisco voceaban las de «sol» y de «sombra»; y como si la
ciudad acabase de sufrir una invasión, tropezábase en todas partes con
gentes de la huerta y de los pueblos: unos con pantalones de pana y
manta multicolor; y otros, los tipos socarrones de la Ribera, vestidos
de paño negro y fino, la chaqueta al hombro, dejando al descubierto la
blanca manga de la camisa, los botines de goma entorpeciéndoles el paso,
y en la mano un bastoncillo delgado, casi infantil, movido siempre con
insolencia agresiva.
El gentío presentaba igual aspecto en todas las calles, como si la
ciudad entera se hubiese vestido con arreglo al mismo patrón. Sombreros
cordobeses de blanco fieltro o marineras de paja, cazadoras de color
claro, corbatas rojas, y en todas las bocas un cigarro de a palmo.
La Bajada de San Francisco era un torrente por el que rodaban sin cesar
las oleadas de gentío. Las jacas pamplonesas, cubiertas con inquietos
borlajes y repiqueteantes cascabeles, pasaban como rayos por entre el
gentío tirando de las tartanillas de colores claros, de los coches
señoriales y de los carruajes ingleses, en cuyos bancos erguíanse como
cimbreantes flores las muchachas vestidas de rosa o azul, con el rostro
realzado por el marco de blanca blonda. La gente menuda, los del tendido
de sol, pasaban en grupos, con la enorme bota al hombro y un garrote de
Liria en la mano, oliendo a vino y vociferando, como si comenzasen a
sentir la borrachera de insolación que les aguardaba en la plaza.
Muchachos desarrapados rompían las oleadas del gentío, ofreciendo la
vida cíe _Lagartijo_ en aleluyas, los antecedentes y retratos de los
seis toros que iban a lidiarse, o pregonaban unos abanicos de madera sin
cepillar y en los cuales una mano torpe había estampado un toro como un
pellejo de vino y un torero que parecía una rana desollada.
Los babiecas ávidos de emociones agolpábanse frente a las fondas donde
se alojaban las cuadrillas, esperando pacientemente la salida de los
toreros para poder tocar con respeto los alamares del diestro. La gente
abría paso con curiosidad cada vez que algún picador empaquetado sobre
la silla y con el mozo a la grupa pasaba montado en su jaco huesoso y
macilento, que le llevaba hacia la plaza con un trotecillo cochinero.
Entre los carruajes que velozmente y atronando las calles atravesaban el
centro de la ciudad, pasó el cochecito de Cuadros, y tras él una
carretela de alquiler en la que iban las de Pajares. Doña Manuela en el
sitio preferente, empolvada y retocada con tal arte, que su rostro
producía cierta impresión asomando por entre los festones de la negra
blonda; y frente a ella, las niñas, graciosísimas como un cromo de
revista taurina, con zapatito bajo, medias caladas, falda de medio paso
con red cargada de madroños y mirando atrevidamente bajo la nube blanca
que envolvía sus adorables cabezas, cerrándose sobre el pecho con un
grupo de claveles.
¡Qué tarde tan hermosa! Nunca se sintieron las de Pajares más contentas
de la vida. Al descender de su carruaje frente a la plaza, llovieron
sobre ellas los requiebros; y para todas hubo, hasta para la mamá, que
respiraba ruidosamente y enrojecía, satisfecha del triunfo.
Indudablemente eran ellas las que más llamaban la atención en toda la
plaza. No había más que verlas en el palco abanicándose con negligencia,
mientras una gran parte de los señores del tendido, puestos de pie y
volviendo la espalda al redondel, las miraban fijamente, con ojos de
deseo.
El señor Cuadros estaba orgulloso de su situación. No podía quejarse de
la vida. Ganaba cuanto quería; parecía un muchacho con su trajecito
claro, corbata roja y el enorme cigarro, al que conservaba la sortija de
papel, para que todo el mundo se enterase de su precio. A un lado tenía
a Teresa, tranquila y sin sentir la menor sospecha de infidelidad, y al
otro a doña Manuela, orgullosa de la admiración que ella y sus niñas
despertaban en una parte de la plaza.
Sentíase satisfecho de la situación el señor Cuadros, y las ávidas
miradas fijas en el palco parecíanle un homenaje a él. No se podía pedir
mayor felicidad. Cumplía con la conciencia y con el placer. A un lado la
esposa legítima; al otro, doña Manuela, la satisfacción de la carne, el
alimento de su vanidad; y las dos familias de las cuales era él el punto
de unión, contentas, lujosas, llamando la atención del público, todo
gracias a su buena suerte/ que le permitía tirar a manos llenas los
miles de pesetas. El bolsista, saboreando su dicha, aseguraba
mentalmente que Dios es muy bueno, y no sabía ya qué desear, pues la
seguridad de que en breve sería millonario teníala por indiscutible.
En el fondo del palco estaban el hijo de Cuadros y los dos de doña
Manuela, con los gemelos en la mano, contemplando el aspecto de la
plaza. En el tendido de sombra, el graderío circular era un
escalonamiento de sombreros blancos que bajaba hasta la barrera. Algunas
capotas cargadas de flores o relucientes peinados, destacándose sobre
los pañolones de Manila, rompían la monotonía de las hileras de puntos
blancos. Las puertas de los palcos abríanse con estrépito, y aparecían
en las barandillas, cubiertas con los colores nacionales, las mantillas
blancas, las caras risueñas, los peinados con flores; toda una primavera
que era saludada a gritos por los entusiastas de abajo, puestos en pie
sobre los banquillos de madera.
Enfrente, bajo el sol que agrietaba la piel en fuerza de sacar sudor,
que hacía humear las ropas y ponía un casco de fuego sobre cada cabeza,
enloqueciéndola, estaba la demagogia de la fiesta, el elemento ruidoso
que aguardaba impaciente, tan dispuesto a arrojar al redondel los
sombreros en honor al diestro, como los bancos y los garrotes en señal
de protesta. De allí partían las palabras infames contra los picadores
que al aproximarse al toro pensaban en la mujer y en los hijos. Esta
mitad de la plaza no tenía la regularidad monótona del tendido de
sombra. Era un mosaico animado, en el que entraban todos los colores y
que al agitarse variaba de composición. Las tintas rabiosas de los
trajes de la huerta, las blancas manchas de los grupos en mangas de
camisa, los pantalones rojos de los soldados, los enormes quitasoles de
seda granate que parecían robados de una antigua sacristía, los
gigantescos abanicos de papel moviéndose con incesante aleteo, las botas
de vino que a cada instante se alzaban oblicuamente sobre las cabezas,
los gritos, las protestas porque se hacía tarde, todo daba a aquella
parte de la plaza un aspecto de locura orgiástica, de brutalidad jocosa.
Y arriba, sobre la doble galería, clavadas en la crestería del tejado,
colgaban lacias e inertes las banderítas rojas y amarillas, palpitando
perezosamente cuando un suspiro fresco, enviado por el mar al través de
la vega, arrastrábase sobre aquellas gentes aplastadas por la
insolación, haciéndoles dilatar fatigosamente los pulmones. En lo alto,
como bóveda del gran redondel, el cielo azul, infinito, sin la más leve
vedija de vapor, cruzado algunas veces por una serpenteada fila de
palomos, que aleteaban impasibles, sin dar importancia a la extraña
reunión de tantos miles de personas.
Eran las cuatro de la tarde y se impacientaba la gente. Por detrás de la
barrera iban los chulos de la plaza, con sus blusas rojas, abrumados
bajo el peso de las capas de brega, repugnantes andrajos manchados de
sangre; y por los tendidos, haciendo prodigios de equilibrio,
filtrándose por entre el compacto gentío, avanzaban los vendedores de
gaseosas con el cajón al hombro, pregonando la limonada y la cerveza, y
los _tramusers_ con un capazo a la espalda, llenando de altramuces y
cacahuetes los pañuelos que les arrojaban desde las nayas y
devolviéndolos a tan prodigiosa altura con la fuerza de un proyectil.
Sonó la música, y un movimiento de ansiedad, de emoción, dio la vuelta a
la plaza, haciendo latir sus corazones.
Esto era lo que más gustaba a las de Pajares. La lidia las aburría o las
horrorizaba; pero la salida de la cuadrilla las enardecía, y movíanse
nerviosamente en sus asientos al ver el desfile de jacarandosas
figurillas, que, a la luz del sol, destacábanse sobre la arena del
redondel como ascuas de oro con el brillo de sus alamares.
Pasada la primera impresión de entusiasmo, cuando las doradas capas
cambiáronse por sucios trapos y cesó de tocar la música, saliendo el
alguacil del redondel a todo galope, las de Pajares presintieron el
aburrimiento.
El primer toro... ¡bueno! Todavía les causaba cierta ilusión el arrojo
de los diestros, el valor de aquellos cuerpos esbeltos, nerviosos y
ligeros que escapaban milagrosamente de entre las curvas astas; pero
apenas comenzó la parte brutal del espectáculo y cayeron pesadamente
como sacos de arena los infelices peleles forrados de amarillo, mientras
el caballo escapaba, pisándose en su marcha los pingajos sangrientos
como enormes chorizos, las jóvenes volvieron la cabeza con un gesto de
asco y no quisieron mirar al redondel. ¿A qué iban allí? A lo que van
todas: a ver y ser vistas, a lucirse un rato a cambio de palidecer de
emoción y lanzar angustioso grito cuando la cornuda cabeza bufa en la
misma espalda del torero fugitivo.
Y conforme avanzaba la corrida, la mayoría del público contagiábase del
aburrimiento del espectáculo, y hasta los del tendido de sol, si no por
repugnancia por fastidio, callaban, dejando que los lances en la arena
se desarrollasen en medio de un tétrico silencio, como si desearan no
provocar incidentes para que la lidia terminase cuanto antes. Sólo los
grupos de los aficionados sostenían el entusiasmo palmoteando, aclamando
a sus respectivos ídolos y entablando disputas ruidosas.
La salida de la plaza era lenta, desmayada, contrastando con la llegada,
ruidosa como una invasión. Todos parecían cansados y caminaban con
cierta lentitud y ensimismamiento, como el que acaba de ser víctima de
un engaño o ve defraudadas sus ilusiones. Los únicos que mantenían la
algazara de la fiesta eran los que, tostados y sudorosos, salían por las
puertas del sol golpeándose amigablemente con las arrugadas botas y las
vacías calabazas, dando a entender a gritos que el contenido de aquéllas
se hallaba en lugar seguro y servía para algo. Las dos familias,
sufriendo los codazos de la muchedumbre, salieron de la plaza por entre
los jinetes de la Guardia Civil que mantenían el turno en el desfile de
los coches, fueron en busca de los suyos, teniendo las mamas y las niñas
que recoger sus faldas de seda, y manchándose las medias con el barro de
la carretera recién regada.
Por fin vieron a Nelet, que guardaba el cochecito del señor Cuadros.
Vestía de blusa, pues la carretela de las señoras era de alquiler y
tenía cochero propio.
Iba a subir el señor Cuadros en su pescante y empuñar las riendas,
cuando el cazurro muchacho se rascó la cabeza y pareció recordar algo.
--Oiga, don Antonio; don Eugenio me ha dado este papel, encargándome
mucho que no tardase en entregarlo.
Y ofrecía un cuadrado de papel azul con el cierre intacto. Era un
telegrama.
Juanito, al ver el despacho, por un instinto de solidaridad, apartóse de
su madre, colocándose al lado del maestro.
--¡Bah!--dijo el señor Cuadros con indiferencia--. Será un telegrama de
nuestro corresponsal en Madrid.
Pero inmediatamente palideció, dio una patada en el suelo y soltó unos
cuantos pecados gordos, de aquellos que hacían ruborizar a Teresa y
fruncir el gesto a doña Manuela, intransigente con tales groserías.
Juanito, que leía por encima del hombro de su principal, estaba pálido
también y parpadeaba como si creyera en un engaño de sus ojos.
--Ya ves, Juanito--dijo con precipitación el maestro--. Acaba de subir
de un golpe cerca de tres enteros. ¿Qué será esto? Hay que ver en
seguida a don Ramón. Lo que es por esta vez, ¡se ha lucido! Pero no; él
no se equivoca fácilmente. Aquí hay gato encerrado. De todos modos,
debemos consultar en seguida a nuestro hombre. ¡Cristo! ¡pues apenas
tiene la cosa importancia...!
Y montó en el cochecillo, nervioso e impaciente, con el deseo de llegar
cuanto antes a casa para dejar a la familia y correr en busca del
infalible protector.
Juanito no tuvo tanta presencia de ánimo. Pálido, sudoroso, hablando y
gesticulando como un sonámbulo, casi echó a correr sin despedirse de la
familia. Iba al despacho del poderoso Morte, a aquella Meca de la
fortuna, y sentía una inmensa extrañeza al ver que la gente no mostraba
la menor impresión, que el cielo estaba azul, que todo se hallaba como
siempre y no surgía la más leve señal exterior para hacer saber al mundo
que el gran genio se había equivocado por primera vez aconsejando la
baja.


XI

La derrota fue completa.
A los dos días, ninguno de los bolsistas que tenían por oráculo al
famoso don Ramón dudaba de ella. El mismo banquero confesaba que esta
vez se había equivocado, aunque no por ello dejaba de sonreír,
asegurando que lo mismo que había ocurrido una alza contra todas sus
previsiones, podía sobrevenir una baja, pues no todos los tiempos son
iguales.
Y aquellos hombres de fe inquebrantable acogían como risueña esperanza
las ambiguas palabras del banquero, prestándoles esto cierta energía
para sobrellevar el golpe. A todos los admiradores de don Ramón les
había alcanzado la derrota; pero quien más sufría era el señor Cuadros,
que de un golpe veía desaparecer todas las ganancias de su vida de
bolsista.
Pero él no desmayaba, no señor. ¿Qué gran general no sufre una derrota?
Él era soldado fiel de don Ramón y le seguía a ciegas, convencido de que
con un hombre así, de tropezón en tropezón, más tarde o más temprano se
llegaba a la victoria.
Con el error del banquero, quedaba lo mismo que antes de entrar en la
Bolsa: dueño de la tienda y de unas cuantas fincas sin importancia. Pero
esto mismo le animaba y le hacía ser más tenaz en sus propósitos. Al
fin, ¿qué había perdido? Igual estaba ahora que antes de entrar en el
negocio. Lo que había ganado en la Bolsa justo era que en la Bolsa se
perdiese. Además, que le quitasen lo mucho que se había divertido
gastando el dinero a manos llenas.... ¡Adelante! El buen carretero
vuelca muchas veces en un bache insignificante.
Y con tantos ánimos se sentía, que consolaba a Juanito, el cual, sin
perder tanto como su maestro, mostrábase aterrado por el suceso.
--Vaya, muchacho, debes tener más alma o retirarte del negocio, ¿Crees
tú que se pescan millones sin correr peligro? Aquí me tienes a mí, que
me he quedado lo mismo que hace un año: convertido en un tenderillo de
escasa fortuna. Otro se consideraría perdido; pero yo me quedo tan
fresco. ¿Que sigue sosteniéndose el alza? Pues yo a la baja, como antes.
A la baja está don Ramón, y sigo a su lado. No hay cosa que disguste
tanto a la suerte como la inconsecuencia.
Y con estas seguridades, dadas enérgicamente, aunque sin saber con qué
fundamento, el señor Cuadros conseguía serenar a Juanito. No tenía igual
poder sobre don Eugenio, su antiguo principal. El pobre viejo, al saber
el gran descalabro, en vez de irritarse depuso su huraña actitud,
aproximándose a su antiguo dependiente para darle consejos con tono
paternal.
--Estás a tiempo para retirarte. Lo que te pasa es un aviso de la
Providencia. En realidad, nada has perdido. El dinero mal ganado se lo
lleva el diablo. Lo que ahora tienes es lo adquirido honradamente y a
fuerza de trabajo. Créeme, Antonio; a vivir como Dios manda, con
tranquilidad y modestia, educando a tu hijo para que sea un hombre de
provecho, y sin repetir ciertas locurillas de las que no quiero
hablarte. No tientes a la suerte, que es traidora. Piensa que un segundo
golpe dejaría a tu mujer y a tu hijo en situación de pedir limosna.
Cuadros, a quien la derrota había privado de fuerzas para discutir su
pretendida infalibilidad en jugadas de Bolsa, contestaba afirmativamente
al viejo y parecía aceptar todos sus consejos; mas no por esto se
hallaba menos decidido a seguir a su grande hombre, sosteniéndose a la
baja, como medio seguro de conquistar los soñados millones. Y tanto él
como Juanito manteníanse firmes, a pesar de que continuaba el alza y no
se veía la menor probabilidad de que pudiesen cumplirse las predicciones
de don Ramón.
Algo más que el desgraciado negocio preocupaba a Juanito. Una noche, al
retirarse después de acompañar a Tónica y su amiga en su paseo por la
feria, encontróse en la puerta de casa con su hermano Rafael, que se
llevaba el pañuelo al rostro como para ocultar algo que le molestaba.
Arriba, a la luz del comedor, vio a Rafael con un ojo amoratado y las
narices sucias de sangre. El joven elegante, admiración y orgullo de la
mamá, olía a vino, y con palabrotas de las más soeces explicaba lo que
acababa de ocurrirle. Nada; una cosa de poca importancia. Se había
peleado con un amigo, dándose de bofetadas y palos en medio del puente
del Real cuando iban a la feria a última hora.
No quiso decir más, aceptando con gruñidos de borracho los cuidados
paternales de Juanito, que hizo todo cuanto supo para curarle las
contusiones. El pobre muchacho, al ver a su hermano cruelmente
aporreado, sintió renacer el cariño de otros tiempos, cuando ejercía de
niñera, sacrificándose en el cuidado de sus hermanitos.
Al día siguiente hizo averiguaciones para conocer con exactitud lo
ocurrido; y los calaverillas de la Bolsa, que sabían lo de la riña, le
enteraron con una exactitud cruel.
Quien había aporreado a su hermano era Roberto del Campo. Los dos
cenaron en un _restaurant_ para conmemorar los buenos golpes que habían
dado en la ruleta del _Sportsman Club_. Se habían emborrachado
amigablemente, y al dirigirse después hacia la feria, surgió la disputa
a consequencia de ciertas afirmaciones infames del elegante Roberto.
Aquel miserable se había permitido asegurar cosas que hacían enrojecer
al pobre Juanito: intimidades repugnantes con su novia cuando por la
mañana hablaban en la escalera; secretos, en fin, que Juanito tenía por
calumniosos, y que únicamente podía revelar un canalla como aquél. Su
amigo había contestado a las confidencias con una bofetada, y después
ocurrió la riña, de la que Rafael salió tan malparado.
Juanito se conmovió por el suceso. Decididamente, su hermano no era
malo; su prontitud en defender la honra de la familia, castigando la
calumnia, hacíale simpático. Y el sencillo Juanito, olvidando lo de la
borrachera, consideró a su hermano como un héroe. Conmovíale el valor
con que había defendido a Concha, y no pudo callar ante la interesada el
entusiasmo que sentía por Rafaelito.
Su sorpresa fue inmensa al ver el poco caso que Concha hacía de sus
palabras.
--Mira, chico, todo eso que me dices son líos de Rafaelito, y harás bien
no metiéndote en nada. Yo quiero a Roberto, ¿me entiendes? Él me quiere
a mí, a pesar de todo cuanto digas, y eso de que se permitió hablar
ciertas cosas es una mentira de Rafael, que, según me han dicho, iba la
otra noche como una cuba. ¡Vaya que le está bien a ese señorito meter
cisco en la familia! Más le valdría no emborracharse, o por lo menos que
sus borracheras no las pague yo.
Y la joven se expresaba con serenidad, con frescura, como si se tratase
de la honra de otra y aquel Roberto fuese un infeliz a quien
calumniaban.
Juanito no podía contener su asombro. ¡Dios mío! ¡qué gente aquélla! ¿Y
era su hermana la joven que permanecía tranquila ante suposiciones
ofensivas para su dignidad? Insistió, cada vez más escandalizado; pero
Conchita cortó rudamente sus recriminaciones:
--¡Cállate! Como eres un tonto, crees que todos los jóvenes han de ser
iguales a ti. Roberto es como es y basta. Yo contenta, pues todos
satisfechos.
Y le volvió la espalda desdeñosamente.
Entonces acudió a la mamá. Él no podía permitir que aquella loca, por
amor o despreocupación, mirase impasible lo que de tan cerca hería el
prestigio de la familia. Doña Manuela le escuchó atenta; aparentó
indignarse en el primer momento, pero al fin dijo, con aquel tono de
inmensa bondad que tan bien le sentaba:
--Mi pobre Juanito, tú eres muy bueno; no conoces el mundo, no tienes
sociedad y te extrañan y escandalizan muchas cosas que realmente carecen
de importancia. No tuerzas el gesto, que no intento defender a ese
muchacho, aunque me extraña mucho que un joven distinguido y bien
educado haya podido decir tales infamias. Pero ten en cuenta que tanto
él como Rafaelito estaban algo «alegres», y las cosas hay que tomarlas
según está el que las dice. En fin, Juanito mío, no te preocupes de la
casa, que aquí estoy yo para vigilarlo todo. Además, ya he dispuesto que
Conchita no salga más a la escalera. ¿No te parece bastante? Pues hijo,
no hay que echarlo todo a barato. Al fin, Roberto es un buen partido, y
Conchita no va a despedirlo por cuatro palabras dichas como broma
imprudente.
Y doña Manuela, ofendida por la insistencia de su hijo, que tildaba de
«quijotesca», se separó de él casi tan huraña y despreciativa como
Conchita.
Ahora sí que Juanito sentía a su alrededor un triste vacío. ¿Quién
quedaba en aquella casa que pensase como él? Únicamente en los hombres
había que buscar la vergüenza. Rafaelito y él eran los depositarios de
la dignidad de la familia. Por esto, él, que hasta entonces había
tratado a distancia y con cierto despego a su hermano, sentía un
recrudecimiento de cariño fraternal. Pero a los dos días de ocurrida la
riña le dijeron que Rafael y Roberto iban juntos otra vez, apuntando
sobre el tapete verde en fraternal combinación. Los dos se comprendían
y compenetraban; eran la yunta viciosa, ligada por el yugo de la
comunidad de gustos y la mutua posesión de secretos poco limpios.
Este golpe acabó de anonadar a Juanito. También su hermano desertaba.
Nadie; ya no quedaba en su casa un corazón que pudiera colocarse al
nivel del suyo. ¡Cómo sentía ahora su rompimiento con el tío don Juan!
El viejo, a pesar de su tacañería y sus manías, era un hombre puro y
recto.
Juanito pensaba ir en su busca como en otros tiempos, pues sus consejos
eran como un baño de dignidad y rígida honradez, que le hacían resistir
mejor la atmósfera de putrefacción moral de su casa. Cada vez se sentía
más alejado de la familia. Vivía como siempre; comía con la mamá y las
hermanas a la misma hora, pero las escuchaba como si fuesen seres
extraños encomendados a su observación; sonreía interiormente al
apreciar sus preocupaciones, indignábase sin romper su silencio, y
apenas terminaba el motivo de esta reunión de familia, escapaba para ir
en busca de Tónica y de la pobre ciega, sintiendo el anhelo de
purificarse, cual si las palabras de los suyos estuviesen agarradas a su
piel como asquerosas manchas.
El pobre muchacho se sentía sin fuerzas para seguir viviendo con la
familia. Un obstáculo invisible se levantaba entre él y los suyos. Decía
bien su tío don Juan. Él era de otra raza. Formaba aparte en el seno de
la familia. Todos estaban ligados por la vida común; pero los otros eran
la burguesía pretenciosa, corrompida prematuramente por la ambición de
brillar, por el ansia de mentir, encaramándose penosamente a una altura
usurpada; y él era un intruso, el resultado de un encuentro de la
fuerza, cándida y sumisa, con la corrupción moral, hermosa y
deslumbrante.
No; él no tenía madre. Los otros, los de Pajares, eran los legítimos
vástagos de doña Manuela, su fiel retrato en lo moral. Él sólo era el
hijo de Melchor Peña, con toda la inocencia, la hombría de bien, la ruda
dignidad del montañés de Aragón... y Melchor Peña había muerto. Estaba
solo en el mundo; no tenía madre.
Pero a pesar cíe su tristeza, Juanito seguía adorando a aquel ídolo,
ante el cual volvía la cabeza para no ver los defectos, recordando sólo
lo que le parecía bueno.
Doña Manuela podía parecerle en ciertos momentos falta de dignidad; pero
él echaba la culpa de todo a la maldita ambición, que la sumía en los
enredos y trampas, donde dejaba a jirones poco a poco, por sostener el
boato de familia, aquella altivez que tan bien le sentaba.
Además--y esto era lo principal para Juanito--, la viuda, dedicada en
absoluto a sus hijos, buscando por caminos engañosos asegurar su
porvenir, no había dado motivo a la más leve murmuración. Tratándose de
dinero, era capaz de mentir y hasta de estafar, tomando préstamos sobre
fincas vendidas muchos años antes; pero su virtud de mujer aparecía
intachable.
Juanito, como esos desesperados que encuentran todavía en su miseria
cosas agradables, reconocía en su madre grandes defectos, pero se
extasiaba ante su honradez de mujer.
Un suceso vino o sacarle de la triste preocupación que le causaban los
asuntos de su familia. Era el último día de la feria. Por la tarde, en
la Bolsa circuló una noticia que hizo palidecer a todos los protegidos
de don Ramón Morte. En vez de cumplirse los vaticinios de éste, el alza
continuaba su carrera triunfal, ganando nuevos escalones y arrollando
las mermadas fortunas de los que osaban ponerse enfrente de ella.
Esta vez desapareció por completo la confianza que Juanito tenía en la
infalibilidad de su principal y del señor Morte. La ruina era indudable.
El mismo don Antonio le había dicho que si no sobrevenía pronto la baja
saltaría él a fin de mes con todos los jugadores que atendían los
consejos del famoso banquero.
El infeliz joven, poco avezado a los azares del juego, e incapaz de
ocultar las terribles impresiones de la ruina, sintió ganas de llorar en
plena Bolsa, ante los corredores y los «alcistas», que sonreían con un
gozo feroz viendo la agonía de sus contrincantes.
Pero Juanito era de los que en la desgracia aguardan siempre una
inesperada salvación. Pensó que era preciso avisar al señor Cuadros; tal
vez él como hombre experto en los negocios, encontraría el medio de
salir a flote. Extrañábale mucho que no estuviera en la Bolsa, siendo
aquella tarde de agitación y de emociones, y salió inmediatamente en su
busca.
En _Las Tres Rosas_ sólo encontró a don Eugenio.
--¿Qué ocurre?--preguntó el vejete--. Tienes cara de susto.... ¿Que si
está Antonio? No; salió después de comer. ¿Necesitas verle? ¿es urgente
el asunto? Pues entonces...--y se rascó la cabeza como si dudase--,
entonces puedes buscarlo en tu casa; de seguro lo encontarás. No sé qué
demonios tiene que hacer, siempre metido allí. ¿Es que tu mamá juega
también a la Bolsa?
Juanito no quiso oír más, y salió a buen paso con dirección a su casa.
Por el camino preocupábanle las palabras de don Eugenio, la triste
sonrisa con que había acompañado su última pregunta. Subió al trote la
escalera de su casa, dando un vigoroso tirón a la campanilla. Abrió
Visanteta, y al verle comenzó a darle explicaciones antes que él
preguntase. Las señoritas habían salido; estaban en casa de «las
magistradas».
--Bien; pero ¿y el señor Cuadros, no está aquí?
Y Juanito miró angustiosamente a la criada que balbuceaba, no sabiendo
qué responder.
La empujó rudamente y entró. Visanteta sin perder su ceñuda seriedad,
levantó los hombros, hizo un gesto de resignación, como diciendo: «Que
ocurra lo que Dios quiera»; y volviendo la espalda al señorito, se fue
hacia el comedor.
No había nadie en el salón. Bajo el sofá sonaba el juguetón cascabeleo
de _Miss_, la perrita inglesa, que al notar la presencia de Juanito sacó
a medias, por entre los lambrequines, su cabeza de juguete.
La mirada del joven examinó rápidamente el salón, fijándose con estúpida
tenacidad sobre el sofá, como si viese en él algo extraño que le atraía
sin explicarse la causa. Era una chaqueta blanca arrojada con descuido,
y que causaba en el joven la misma impresión de esos rostros que siendo
amigos tardan mucho en reconocerse.
Llevóse la mano a la frente como si fuera a arañarse con cruel impulso,
y sus ojos se dilataron con espanto. Fue un momento, un momento de
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