Arroz y tartana - 06

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sonrisita del viejo, y después se excusó con la mamá. Quería venir
antes, pero en la feria le habían entretenido. El paseo estaba muy bien;
trajes magníficos, sobre todo abrigos. Y hacía una relación de periódico
de modas ante sus hermanas, que prestaban oído sin dejar de engullir, y
la mamá, que admiraba el talento de observación de su hijo y la gracia
con que se burlaba de los defectos. Era el fiel retrato de su padre.
Rafael, en cuatro cucharadas, se tragó su ración, poniéndose al nivel de
los demás cuando salió el cocido, dos fuentes magníficas, que exhalaban
un vaho consolador, un tufillo alimenticio que se colaba hasta el fondo
del estómago. En la una, las patatas amarillentas, los reventones
garbanzos sacando fuera del estuche de piel su carne rojiza, la col, que
se deshacía como manteca vegetal, los nabos blancos y tiernos, con su
olorcillo amargo; y en la otra fuente las grandes tajadas de ternera,
con su complicada filamenta y su brillante jugo; el tocino temblón como
gelatina nacarada; la negra morcilla reventando, para asomar sus
entrañas al través de la envoltura de tripa; y el escandaloso chorizo,
demagogo del cocido, que todo lo pinta de rojo, comunicando al caldo el
ardor de un discurso de club.
Nadie hablaba aún. Oíase únicamente el sordo ruido de las mandíbulas;
todos masticaban y engullían; los tenedores verificaban correrías
devastadoras sobre la mesa. Destrozábanse los panecillos, iban
vaciándose los platos de los entremeses, y las copas de vino llenábanse,
reflejando sobre el blanco mantel purpúreas e inquietantes manchas.
Don Juan rumiaba, moviendo sus desdentadas encías a derecha e izquierda
como una cabra vieja, y sus ojillos alegrábanse al ver comer a la
familia, y especialmente a Juanito.
Podían decir lo que quisieran ciertas gentes; pero él, don Juan Fora,
propietario y paseante perpetuo, sostenía que nada hay como la cocina
casera y el comer en familia. ¡Vaya un modo de tragar, hijos míos! En
una fonda estarían ya siendo objeto de críticas, y el dueño pondría mala
cara al ver cómo ganaban el precio del cubierto; las niñas se harían las
interesantes, comiendo poco para no parecer feas, y él mismo tragaría a
disgusto creyendo que se burlaban de su modo de mascar. Pero allí
estaban en su casa, podían atracarse hasta el gañote con todo lo que
iría viniendo, y nadie podría ir a contarle al vecino cómo se las
arreglaban para hacer por la vida. Esto era la verdad; lo demás
pamplinas, modas estúpidas y sufrir..... ¡Hola! Ya se presentaba la
gallina del puchero. ¿Que quién la parte? Juanito mismo.
Y el buen muchacho, obediente a la voz de su tío, púsose en pie, y
empuñando un enorme tenedor y el afilado trinchante, hizo una carnicería
que elevó protestas. Doña Manuela le miró severamente. Pero ¡cuán
desmañado era!
Don Juan intervino, viendo que su sobrino se conmovía:
--Vaya, otra vez lo hará mejor el chico, ahora... a lo que estamos.
Y pasaron a los platos los trozos de la gallina: la jugosa pechuga, el
cuello cartilaginoso, los melosos muslos y el armazón chorreando grasa,
que chupaba doña Manuela con un regodeo de gata golosa.
La animación iba surgiendo en la mesa. Todos hablaban. Don Juan
comenzaba a mostrarse más alegre; y como si olvidase las antiguas
preocupaciones, miraba con igual cariño a todos los que estaban en la
mesa, sin pensar si eran hijos del antipático Pajares y si su hermana
era una derrochadora.
Ahora, ¡voto a Dios! venían bien dos deditos de vino, para acompañar
dignamente a la gallina en su bajada al estómago. Y se apuraron las
copas, y circuló de nuevo la ventruda botella llena de vino de la bodega
de los Escolapios, un caldillo rojo del llano de Cuarte, que pasaba
dulcemente por el paladar, y una vez dentro, el muy traidor causaba un
trastorno de mil demonios. Las dos niñas bebían haciendo remilgos, pero
el tío las excitaba aplaudiéndolas; y ellas, que no estaban
acostumbradas a ver tan alegre al viejo, volvían a gustar el vinillo
para no enojarle.
Nelet, con la gravedad de un _maître d'hôtel_, muy circunspecto desde
que veía en la mesa al tío millonario, sacó de la cocina el plato del
día, la obra maestra de Visanteta, un pescado a la bayonesa que arrancó
a todos un grito de admiración.
--¡Caballeros...! ¡Ni en la mejor fonda!--dijo Rafael--. ¡Ole por la
cocinera!
Don Juan encontró de mal gusto la felicitación, pero admiró la obra.
Era una merluza de más de tres libras, que parecía de plomo brillante,
con el escamoso vientre hundido en la salsa, un fresco cogollo de
lechuga en la boca, y en torno de la cola unos cuantos rabanillos
cortados en forma de rosas. La fuente tenía una orla de rodajas de huevo
cocido, y sobre la capa amarillenta que cubría el apetitoso animal, tres
filas de aceitunas y alcaparras marcaban el contorno del lomo y la
espina. Don Juan miraba, con la pala de plata en la mano. ¡Vive Dios,
que le remordía la conciencia destrozar aquella obra de arte! Pero la
cosa se había hecho para comer; y al poco rato, la blanca carne de la
merluza, revuelta con los sabrosos adornos, estaba en todos los platos.
--Y ya que dimos fin con la pobre, ahora otro traguito.
Decididamente, el tío se ponía alegre. Las niñas recordaban como un
sueño la cara irónica y glacial de otras ocasiones. Ahora sonreía con
bondad, tenía las mejillas muy coloradas, y cautelosamente se aflojaba
el talle, como para dejar un huequecito a lo que viniese después.
Otro plato ligero, pero éste era francamente indígena: lomo de cerdo y
longanizas con pimiento y tomate, un guiso al que daba siempre Visanteta
una gracia especial, que hacía a todos mojar el pan en la roja salsa.
Don Juan y su sobrino predilecto se entendieron con él, pues doña
Manuela apenas lo probó. Rafaelito fumaba, costumbre detestable que
irritó al tío, pues no podía comprender tales interrupciones en la
digestión.
Las dos niñas habían ido un momento a su cuarto: cuestión de aflojarse
los corsés. Las ballenas se doblaban y parecían próximas a estallar con
la presión de sus vientrecillos cada vez más redondeados. Al pasar junto
a un balcón, hiriólas el frío que entraba por las rendijas. Llovía, y la
gente pasaba chapoteando en el fango, con el paraguas calado. ¡Qué bien
se estaba allí dentro, en el caliente comedor, ante una mesa tan
abundante! Había que reconocer que Dios es bueno y proporciona ratos muy
agradables a los que tienen casa y cocinera.
Cuando volvieron al comedor, Nelet sacaba el héroe de la fiesta: un
soberbio capón, panza arriba, con los robustos muslos recogidos sobre el
pecho y la piel dorada, crujiente, impregnada de manteca.
Don Juan contemplábalo con miradas de amor. No; una pieza tan hermosa
no la destrozaría el desmañado Juanito. A ver, Rafael, que, como aprendí
de médico, entendería de estas cosas.
Las niñas protestaron, recordando las espeluznantes relaciones que su
hermano las había hecho varias veces, para asustarlas, describiendo sus
hazañas en el anfiteatro anatómico.
--No, Rafael no--gritó Amparito--. Si él toca el capón no comemos.
¡Vaya un asco! ¡Como si aquel estudiante honorario hubiese asistido al
curso de anatomía media docena de veces...! Al fin, el tío, en vista de
las protestas, se decidió a destrozar la pieza, pues en su calidad de
solterón sabía un poco de todo.... ¡Brava manera de masticar! Confesaban
que la comida les subía ya a la garganta; pero a pesar de esto, era tan
excelente la carne tierna y jugosa, con su corteza tostada crujiendo
entre los dientes, que todos despacharon su ración, masticando con
lentitud y emprendiéndola después con los huesos. El tío se mostraba
como un valiente.
--Juan, come ese pedazo--le decía su hermana--. Es lo mejor del plato.
--Bebe más, Juan. Hoy son mis días, y hay que alegrarse.
Las niñas imitaban la solicitud de la mamá; todo era: «Tío tome usted
esto; tío, coma usted lo otro»; y el tío, cada vez más encarnado y
alegróte, engullía cuanto le ponían en el plato, y como le llenaban el
vaso así como lo dejaba vacío, el resultado era que empinaba
continuamente el codo.
Aparecieron los postres. Cubrióse la mesa de tajadas de melón, peras y
manzanas, avellanas y nueces; pero esto pasó sin gran éxito,
atreviéndose el tío sólo con algunos pedazos de fruta que le mandó
Juanito.
Después, la clásica _sopada_, sin la cual don Juan no comprendía los
banquetes: una gran fuente de crema, en la que se empapaban apretadas
filas de pequeños bizcochos. Esto era lo mejor para los que, como él,
carecían de dentadura. Sabía a gloria; pero a pesar de tantos elogios,
recibió como en triunfo el turrón de Jijona y los pasteles de espuma.
También era esto del género de don Juan, adorador de las cosas blandas,
que se escurren dulcemente sin roce alguno hasta el fondo del estómago.
Con la boca llena de merengue contestaba a sus sobrinas, que estaban
cada vez más alegres, y aprobaba bondadosamente los cuidados de su
hermana por tenerle contento. Ahora había que retirar el vino de los
Escolapios: «no estaba en carácter»; y por esto el viejo saludó
alegremente la aparición en la mesa de las botellas de licor de
diferentes formas y clases.
Las cepitas talladas de color rosa, que parecían flores, iban y venían
sobre la mesa, tan pronto llenas como vacías. La temperatura subía en el
comedor. El vaho ardoroso de la comida, el calor de los cuerpos, en los
que empezaba la digestión, y lo agitado de las respiraciones, parecían
caldear el ambiente. Los rostros se enrojecían, y a pesar de que llovía
en la calle y los transeúntes soplábanse las manos para ahuyentar el
frío, se sudaba en el comedor. Doña Manuela, con la majestuosa nariz
inflamada, como si fuese un pavo, hubo de pasarse la servilleta por la
húmeda frente.
--¡Al salón!--dijo la señora--. Allí nos servirán el café.
El tío prefería quedarse en la mesa. El café entraba también en la
comida; ¿por qué habían de moverse? Pero para su hermana era un detalle
de suprema elegancia tomar el café en el salón, y don Juan tuvo que
acceder y abandonar el comedor, jugando con sus sobrinas como si fuese
un niño.
¡Vive Dios, que él no estaba borracho, pero a nadie podría negar que se
encontraba un poco alegre por culpa de aquellas picaras, de su hermana y
de los dos sobrinos! Todos estaban bien. Sentados en los mullidos
sillones del salón, encontrábanse como en la gloria, sacando hacia fuera
los rellenos vientres, que hervían como calderas al fuego de la
digestión, y sintiendo subir al cerebro un humillo tenue que al pasar
por los ojos tomaba un delicioso tinte rosa.
Don Juan dábase cariñosas palmaditas en el vientre. Tal vez aquella
calaverada le costase después crueles desarreglos de estómago y una
semana de purgas; pero ¡vayanse al diablo los escrúpulos! un día es un
día, y a ver quién le quitaba lo gozado.... Nada, que aquel día era un
calavera; se burlaba de todo; y en prueba de ello, encendió el puro que
le ofrecía Rafael, a pesar de que el fumar aumentaba su los crónica.
Ya estaba el café. Servíalo Adela, una muchacha remilgada y no mal
parecida, que imitaba a sus señoritas en el peinado, afectando un aire
de aristócrata caída en la desgracia.
Don Juan, a fuer de mirar el servicio, que era de porcelana antigua, y
compararlo con otro más rico arrinconado en su casa, acabó por fijarse
en la criadita. Decididamente, no tenía la cabeza bien. ¡Mire usted que
pensar un hombre de su carácter y sus años que estaría mejor servido con
una chica así que con su vieja Vicenta...! Vaya; el _Chartreuse_, con su
calor de falsa juventud, hace pensar locuras.... «¡A tomarte el café,
viejo verde...!» Y se bebió la taza de un trago.
Sonaba la campanilla de la puerta.
--Será Roberto--dijo Concha.
--Tal vez sea Andresito--exclamó Amparo--. Le prometió a Juan venir a la
hora del café.
Eran los dos, que se habían encontrado en la escalera.
Roberto del Campo, el amigo íntimo de Rafael, su mentor, que le guiaba
en el camino de la distinción y el buen gusto; un chico elegante, hijo
de una gran familia arruinada, uno de esos vástagos inútiles y
perniciosos que nacen inesperadamente en la tranquila burguesía a las
dos o tres generaciones de bienestar y riqueza, para castigar con sus
locuras y despilfarres el egoísmo y la rapacidad de sus antecesores. Era
un muchacho guapo, moreno, con nariz aguileña, barba negra y lustrosa;
una de esas cabezas gallardas, audaces y de enérgica belleza varonil que
se ven con frecuencia en las tribus bohemias. En su porte y en su traje
notábase la tendencia «flamenca» amalgamada con la fría corrección
burguesa. La educación del hogar confundíase con las costumbres de una
vida de estúpidas aventuras. Vestido de señorito, tenía algo de gitano;
cuando se disfrazaba de chulo, todos reconocían en él al señorito. Era
un ser doble, que flotaba entre la decencia y el encanallamiento.
Según decían sus amigos, causaba sensación entre las mujeres. La
gitanería femenina le adoraba como un ídolo, pensando en sus conquistas
de señoritas; y éstas mirábanle como un ser extraordinario, como un Don
Juan irresistible, recordando ciertas historias de cantadoras flamencas
que, por sus desdenes, se habían tragado cajas de fósforos, y de
hermosas carniceras que abandonaban al marido para seguir a un mozo tan
adorable.
En casa de doña Manuela, Roberto era muy bien acogido, especialmente por
Conchita. Era un chico que tenía muy buenas relaciones; es verdad que su
fortuna era poca, pues gran parte de la herencia de sus padres estaba ya
enterrada en los garitos o entre las uñas de los usureros, pero esto no
impedía que fuese un partido aceptable para las jóvenes de la clase
media, que, colgadas de su brazo, podían entrar en un reducido círculo
que ellas se imaginaban como el paraíso de la aristocracia.
Junto a este hermoso ejemplar de la burguesía próximo a la decadencia,
Andresito Cuadros, el hijo del dueño de _Las Tres Rosas_, aparecía
empequeñecido y aplastado, con la delgadez amarillenta de un crecimiento
rápido y ese aire aviejado de todos los hijos únicos, a quienes las
atenciones exageradas de sus padres no dejan robustecerse. Era el hijo
del comerciante emancipado del mostrador y dedicado al estudio por la
ambición del papá. Docto y pedantuelo, algo engreído con los
sobresalientes de su carrera y acostumbrado a hacerse oír en casa como
un oráculo, asombrábase de que fuera de ella no le rindieran tributos de
admiración, y esto le producía tal cortedad, que muchos le tenían por
tonto.
Los recién llegados, después de saludar a la mamá, deseándola
felicidades y ensartando los lugares comunes propios del caso,
sentáronse cerca de las dos niñas, que se mostraban complacidas y
ruborosas.
Rafael voceaba en la puerta del salón para que trajeran pronto el café a
sus dos amigos, y Juanito, a falta de mejor ocupación, jugueteaba con la
traviesa _Miss_, cuyos movimientos iban acompañados por el repicante
cascabeleo de su pequeño collar.
Don Juan, hundido en su butaca, con la nariz cada vez más roja y el
cigarro apagado entre los labios, seguía sonriendo beatíficamente. Su
hermana no le abandonaba. Acosábalo con atenciones, y hasta había
logrado hacerle tragar una copa de coñac.
Visanteta acababa de servir el café a los dos señoritos recién llegados,
cuando la llamó su ama.
--Di a Adela y a Nelet que entren.
Toda la servidumbre de la casa se plantó a estilo de coro de zarzuela
ante el sillón de la señora. Entre los tres cruzábanse alegres miradas,
sonrisas de satisfacción.
Era la ceremonia anual, el acto de dar los aguinaldos a los criados, por
ser el día de la señora. Con majestad teatral, doña Manuela dio un duro
a cada uno, más un pañuelo de seda a Visanteta, por lo satisfecha que
estaba de su mérito como cocinera. El ceño de la habilidosa muchacha se
dilató por primera vez en todo el día, y los tres salieron
apresuradamente con la alegría del regalo, oyéndose el ruido de sus
empellones y correteos.
Esto obscureció un poco la sonrisa de don Juan. Decididamente, su
hermana era una loca, que odiaba el dinero. ¡Mire usted que tirar tres
duros tan en tonto! ¿No hubiera quedado lo mismo con tres pesetas?
Pero su digestión de esquimal harto no le permitía indignarse, y escuchó
con expresión amable a su hermana, que, inclinada sobre él, apoyándose
en su misma butaca, le hablaba mimosamente, como si fuese una niña.
--Hay que seguir las costumbres, Juan; si no, los criados, en vez de
respetarla a una, se encargan de desacreditarla. A ti de seguro que no
le parece bien dar un duro a cada criado; a mí tampoco, pero hijo mío,
la costumbre es la costumbre, y si una hace ciertas economías, la gente
cree que va de capa caída, suposición que a nadie gusta. ¿No crees tú lo
mismo?
Él lo creía todo, con tal que le dejasen tranquilo en su digestión. Y
movió varias veces la cabeza en señal afirmativa.
Doña Manuela se animaba y seguía hablando, No es que ella fuese
derrochadora; había tenido su época de apuros, como él sabía muy bien, y
conocía el valor de un duro. Pero había que quedar con dignidad,
sostener la honra de la casa, ahora que las niñas iban siendo casaderas,
y esto, ¡ay, Juanito mío! esto exigía grandes apuros y no menores
sacrificios. ¿Qué le pasaba a don Juan? ¿Había parado en seco su
digestión? La gozosa sonrisa desaparecía; sus ojos, entornados
voluptuosamente, volvían a entreabrirse para lanzar punzantes miradas, y
se agitó varias veces en la butaca, como huyendo de ocultos alfileres.
¡Todo sea por Dios! Él también tenía apuros y hacía sacrificios. El
mundo es así. Y probó dormirse, como hombre a quien no interesa la
conversación.
Pero la hermana no calló. Ella economizaba, privándose de todo para
sostener la apariencia de la casa, hasta que las niñas encontrasen «un
buen partido»; pero a veces se tropieza con escollos insuperables y no
sabe una cómo salir a flote.
--Pero... ¿duermes, Juan? ¿No me escuchas? Un gruñido dio a entender a
doña Manuela que su hermano la oía con los ojos cerrados. Esto bastó
para que continuase.
Ahora mismo se hallaba en una de esas situaciones difíciles; algunas
deudas antiguas las había satisfecho con la paga de Navidad de sus
arrendatarios de la huerta, pero necesitaba con urgencia ocho mil
reales, pues el invierno exige grandes gastos. Ya que en la familia se
habían suavizado antiguas asperezas, a ella tenía que acudir en sus
apuros. ¿Y quién era su familia? Su hermano, y nadie más que su hermano.
Su Juan, a quien ella siempre había querido tanto, respetando sus sabios
consejos.
--Tú no me abandonarás en este apuro, ¿verdad, Juan? Tú me prestarás esa
cantidad, y yo te la devolveré a San Juan, cuando cobre los otros
arriendos. ¿Quedamos en eso...?
¡Qué habían de quedar! No había más que ver el mal humor con que don
Juan salió de su turbada digestión.
--Pero, desgraciada, ¿de dónde quieres que saque yo ocho mil reales? Tú
te figuras, por lo menos, que yo apaleo las onzas.
Doña Manuela protestó. Vamos, que ocho mil reales no son una cantidad
para arruinar a nadie. Además, ella prometía devolverlos a San Juan; y
al ver que su hermano sonreía irónicamente, lo juró con la mano puesta
en el exuberante pecho.
--Y si no tienes los ocho mil reales (cosa que dudo), eso no importa,
Juanito mío. Con que firmes por mí, salgo de apuros. ¡Adiós digestión!
Ahora sí que don Juan salía de la placentera calma, despertando de su
amodorramiento.
--Ya has enseñado la oreja. ¡Firmar...! ¡firmar...! ¿Tú crees que una
persona como Dios manda pone la firma, porque sí, al primer judío que se
presenta? Eso sólo lo hacen las locas como tú, que has firmado más papel
que un escribano, y miras con la mayor tranquilidad cómo tu nombre anda
por el mundo en pagarés siempre renovados, con condiciones que sólo
admiten las personas tramposas y sin crédito.
Y además, ¿qué era aquello de la paga de los arriendos y de devolver los
ocho mil reales el día de San Juan? Mentiras y nada más que mentiras.
--Yo lo sé todo, Manuela. No conservas un campo de los que heredaste de
papá que no tenga la correspondiente hipoteca. El dinero de tus
arrendatarios se va todo en intereses. Si se juntan todos tus acreedores
y exigen que les pagues las deudas, más los intereses disparatados que
les has reconocido, te verás en medio de la calle, perdiendo hasta la
camisa que llevas puesta. ¡Eh...! ¿qué tal? ¿Creías que yo no estaba
enterado de tus cosas?
Doña Manuela estaba pálida e inquieta. Era una imprudencia expresarse
así a pocos pasos de aquel grupo donde estaban Roberto y Andresito, dos
extraños que no podían imaginarse la verdadera situación de la casa. Por
fortuna, Concha y Amparo atraían la atención de los dos; además, las
niñas, a ruegos de los pollos, iban a hacer un poco de música y canto.
Tal vez el piano amansase a don Juan; pero... ¡quia! éste formaba parte
de las fieras, a quienes domina la música, y con gran pesar de su
hermana no salía de su indignación.
--¿Para esto me has convidado...? Tú has dicho: «Le daremos bien a
comer, procuraremos emborracharlo, y después, cuando esté tierno... ¡el
sablazo!» Pues hija, te equivocas. Ni ahora ni nunca conocerás el color
de mi dinero. No pienso hacer nada por ti. Cuando murió tu segundo
marido me prometiste ser un modelo de economía y prudencia; y yo fui tan
tonto, que perdí el tiempo y hasta algún dinero para poner a flote tu
fortuna, que hacía agua por todas partes como un barco viejo.... Déjame
acabar, Manuela; no me interrumpas. ¿Quieres hacerme creer que aún lo
conservas todo libre de trampas, tal como yo te lo entregué? ¡Quia, hija
mía! En este siglo no hay milagros, y con quince mil duros de capital no
se sostiene un carruaje ni el boato que tú gastas. Lo sé todo; y si no,
escucha.
Y don Juan, con gran abundancia de detalles, como hombre versado en los
negocios, fue describiendo a su hermana el estado de su fortuna. No
tenía un pedazo de tierra libre del peso de una hipoteca; las rentas
apenas si daban para los réditos, y hasta la misma casa en que ella
vivía era una finca que producía poco, por culpa de su vanidad.
--Cuando al quedar viuda te pusiste en mis manos, vivías en una de las
dos habitaciones del piso segundo y tenías alquilado este principal. Un
duro diario es una gran cosa, y más en tu situación. Pero tú no podías
acostumbrarte a ser señora de muchos escalones, como dices en tu jerga;
querías tu salón y tu carruaje, como en los tiempos de loco despilfarro,
y con el pretexto de que las niñas crecían y era preciso pollear y
mentir, bajaste a este piso, y bajó la renta también aumentando los
gastos. Ya que no podías tener un tronco, carretela y berlina, como en
otra época, vendiste un campo para comprar la galerita y el caballo y
mantener a ese bigardón, hijo de la tía Quica, que os roba la cebada y
las algarrobas.... Sé que te fastidia oír todo esto, pero te lo digo
para que sepas que no me chupo el dedo ni se me engaña fácilmente....
Nunca me he forjado la ilusión de convertirte. Tú serás siempre la misma
Manuela, la loca, la pretenciosa, y morirás cuando gastes el último
céntimo. Cada uno nace con su carácter, y tú eres de aquellos a quienes
el pobre papá cantaba la antigua copla:
/*
_Arròs y tartana_,
_casaca a la moda_,
¡_y ròde la bola_
_a la valensiana_!
*/
Y como si la cancioncilla del tío fuese la señal para que comenzase la
música de las niñas, éstas atronaron el salón con el tecleo del piano y
los gorjeos esforzados.
Don Juan cobró ánimos con este estrépito. Al ver que los muchachos sólo
atendían al piano, siguió hablando, pero levantó más la voz, con gran
alarma de su hermana.
--Marchas a tu perdición, Manuela. Cuando estés en la miseria, siempre
me acordaré de que soy tu hermano, y tendrás donde comer tú y los
tuyos.... Pero dinero, ¡ni un céntimo!
Doña Manuela levantó la cabeza con altivez, mostrando la mirada ardiente
y las mejillas rubicundas.
--Gracias por la limosna--dijo con ironía--. Pero aún no he llegado ahí.
--Llegarás, llegarás--repuso don Juan sin perder la calina--. Estás en
el camino. Hoy todavía puedes sostenerte, y al ver que te niego los ocho
mil reales, buscarás a doña Clara, esa bruja prestamista, o a otra
persona de la clase, y firmarás un pagaré por doce o catorce mil. Estás
metida en el barro y no saldrás nunca de él; por más esfuerzos que hagas
te hundirás. Si no te conociera tanto, te daría la mano; pero no: «una y
no más, Santo Tomás»; me acuerdo mucho de la atención con que seguiste
mis consejos.
La señora estaba indignada por el lenguaje rudo de su hermano. Era muy
dueño de no darle aquella miseria; al fin, resultaba lo que ella había
creído siempre: un avaro sin corazón. Pero su demanda no le autorizaba
para aburrirla con tanto sermoneo.
--Cállate, Juan; me pones nerviosa con tus groserías.
--Callaré, hija; no quiero molestarte en un día como éste. Pero sólo me
resta hacerte una advertencia. Los que están tan ahogados como tú, se
agarran a un clavo ardiendo. Juanito posee una finca que vale algo: el
huerto de Alcira, que has tenido que respetar en calidad de bienes
reservables. Como ahora el chico es mayor de edad y te quiere tanto, te
advierto que si para hacer dinero lo mezclas en tus líos tendrás que
vértelas conmigo. Yo soy su tutor, por encargo de su pobre padre, y
aunque mi misión ha terminado legalmente, me creo en el deber de
defenderlo, pues es un bonachón al que engaña cualquiera.... Y no te
digo más.
Los dos hermanos callaron. Se hundió él en su sillón, mirando a los
chicos, y ella quedó con los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido y
las mejillas de un rojo violáceo, como si la rabia le produjese
erisipela.
Rafael había salido del salón, Juanito jugueteaba con _Miss_, cada vez
más inquieta y ladradora, y Roberto, apoyado en el piano, hablaba con
Concha, que sonreía, tecleando nerviosamente, haciendo escalas que
parecían cabriolas e iniciando temas conocidos, que se confundían
fantásticamente.
--¿Dónde diablos están los otros?--pensaba el tío, paseando su vista por
el salón.
Y los otros, o sea Amparo y Andresito, estaban en un balcón, mirando a
la calle con la nariz pegada al vidrio y protegidos por los cortinajes.
El bebé, con sus ingenuidades de loquilla, tenía una habilidad diabólica
para salirse siempre con la suya. Había maniobrado hábilmente para
llevarse al hijo de Cuadros hacia aquel balcón, donde estaba la niña
como en su casa, lejos de miradas indiscretas y oídos curiosos.
Primero, habían hablado del tiempo, riéndose de los arabescos
caprichosos que trazaban las gotas de lluvia escurriéndose por el
cristal; pero el joven, pálido y tembloroso, como si le atormentase
algún pensamiento oculto, guiaba la conversación insensiblemente, y
Amparito se dejaba arrastrar, segura de que por cualquier camino
llegaría siempre adonde ella deseaba.
El tío miraba atentamente el cortinaje del balcón y las piernas de
Andresito, que era lo único visible de la pareja. En un momento que
Concha cesó de teclear, oyó la voz de Amparo, que sonaba lejana, como
amortiguada por las cortinas.
--Pero Andresito... ¡si somos tan jóvenes!
¡Jóvenes! ¿Y qué importaba eso? Para el amor no hay edades, así como
tampoco existían clases. Lo aseguraba él, que era persona competente en
tal materia, por ser poeta y no inédito, pues sus triunfos había
alcanzado en la Juventud Católica. Además, él no era ningún niño; dentro
de cuatro años sería abogado, y después, ¿quién sabe...? Su imaginación
veía confusamente en lontananza ese algo que acarician todos los
aprendices de legistas. Un sillón de magistrado, una poltrona de
ministro o un taburete de escribiente... cualquier cosa; lo importante
era sentarse en algún sitio.
No, no eran jóvenes para amarse. Ya lo había dicho él en un soneto y
media docena de quintillas escritas con el pensamiento puesto en
Amparito. El amor no tiene edad. Él la adoraba con la inmensa pasión de
los grandes poetas; y hablaba de Dante y Beatriz, de Petrarca y Laura,
de Ausias March y Teresa. Amparito escuchaba sonriente, complacida por
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