Arroz y tartana - 01

Total number of words is 4620
Total number of unique words is 1837
29.4 of words are in the 2000 most common words
42.6 of words are in the 5000 most common words
50.6 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.


VICENTE BLASCO IBAÑEZ


ARROZ Y TARTANA
PLAZA & JANES, S. A. EDITORES
/*
Portada de
C. SANROMA
Primera edición: Enero, 1978
Editado por PLAZA & JANES, S. A., Editores
Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugas de Llobregat (Barcelona)
Printed in Spain-Impreso en España
ISBN: 84-01-480124
GRÁFICAS GUADA, S, A.-Virgen de Guadalupe, 33
Esplugas de Llobregat (Barcelona)
*/


I

A las tres de la tarde entró doña Manuela en la plaza del Mercado,
envuelto el airoso busto en un abrigo cuyos faldones casi llegaban al
borde de la falda, cuidadosamente enguantada, con el limosnero al puño y
velado el rostro por la tenue blonda de la mantilla.
Tras ella, formando una pareja silenciosa, marchaban el cochero y la
criada: un mocetón de rostro carrilludo y afeitado que respiraba brutal
jocosidad, luciendo con tanta satisfacción como embarazo los pesados
borceguíes, el terno azul con vivos rojos y botones dorados y la gorra
de hule de ancho plato, y a su lado una muchacha morena y guapota, con
peinado de rodete y agujas de perlas, completando este tocado de la
huerta su traje mixto, en el que se mezclaban los adornos de la ciudad
con los del campo.
El cochero, con una enorme cesta en la mano y una espuerta no menor a la
espalda, tenía la expresión resignada y pacienzuda de la bestia que
presiente la carga. La muchacha también llevaba una cesta de blanco
mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la marcha, haciendo que el
interior sonase a hueco; pero no se preocupaba de ella, atenta
únicamente a mirar con ceño a los transeúntes demasiado curiosos o a
pasear ojeadas hurañas de la señora al cochero o viceversa. Cuando,
doblando la esquina, entraron los tres en la plaza del Mercado, doña
Manuela se detuvo como desorientada.
¡Gran Dios...! ¡cuánta gente! Valencia entera estaba allí. Todos los
años ocurría lo mismo en el día de Nochebuena. Aquel mercado
extraordinario, que se prolongaba hasta bien entrada la noche, resultaba
una festividad ruidosa, la explosión de alegría y bullicio de un pueblo
que entre montones de alimentos y aspirando el tufillo de las mil cosas
que satisfacen la voracidad humana, regocijábase al pensar en los
atracones del día siguiente. En aquella plaza larga, ligeramente
arqueada y estrecha en sus extremos, como un intestino hinchado,
amontonábanse las nubes de alimentos que habían de desparramarse como
nutritiva lluvia sobre las mesas, satisfaciendo la gigantesca gula de la
Navidad, fiesta gastronómica, que es como el estómago del año.
Doña Manuela permaneció inmóvil algunos minutos en la bocacalle. Parecía
mareada y confusa por el ruidoso oleaje de la multitud; pero en
realidad, lo que más la turbaba eran los pensamientos que acudían a su
memoria. Conocía bien la plaza; había pasado en ella una parte de su
juventud, y cuando de tarde en tarde iba al Mercado por ser víspera de
festividad en que se encendían todos los hornillos de su cocina,
experimentaba la impresión del que tras un largo viaje por países
extraños vuelve a su verdadera patria.
¡Cómo estaba grabado en su memoria el aspecto de la plaza! La veía
cerrando los ojos y podía ir describiéndola sin olvidar un solo detalle.
Desde el lugar que ocupaba veía al frente la iglesia de los Santos
Juanes, con su terraza de oxidadas barandillas, teniendo abajo, casi en
los cimientos, las lóbregas y húmedas covachuelas donde los hojalateros
establecen sus tiendas desde fecha remota. Arriba, la fachada de piedra
lisa, amarillenta, carcomida, con un retablo de gastada es cultura, dos
portadas vulgares, una fila de ventanas bajo el alero, santos
berroqueños al nivel de los tejados, y como final, el campanil
triangular con sus tres balconcillos, su reloj descolorido y
descompuesto, rematado todo por la fina pirámide, a cuyo extremo, a
guisa de veleta y posado sobre una esfera, gira pesadamente el pájaro
fabuloso, el popular _pardalòt_ con su cola de abanico.
En el lado opuesto la Lonja de la Seda, acariciada por el sol de
invierno y luciendo sobre el fondo azul del cielo todas las
esplendideces de su fachada ojival. La torre del reloj, cuadrada,
desnuda, monótona, partiendo el edificio en dos cuerpos, y éstos
exhibiendo los ventanales con sus bordados pétreos; las portadas que
rasgan el robusto paredón, con sus entradas de embudo, compuestas de
atrevidos arcos ojivales, entre los que corretean en interminable
procesión grotescas figurillas de hombres y animales en todas las
posiciones estrambóticas que pudo discurrir la extraviada imaginación de
los artistas medievales; en las esquinas, ángeles de pesada y luenga
vestidura, diadema bizantina y alas de menudo plumaje, sustentando con
visible esfuerzo los escudos de las barras de Aragón y las enroscadas
cintas con apretados caracteres góticos de borrosas inscripciones;
arriba, en el friso, bajo las gárgolas de espantosa fealdad que se
tienden audazmente en el espacio con la muda risa del aquelarre, todos
los reyes aragoneses en laureados medallones, con el casco de aletas
sobre el perfil enérgico, feroz y barbudo; y rematando la robusta
fábrica, en la que alternan los bloques ásperos con los escarolados y
encajes del cincel, la apretada rúa de almenas cubiertas con la antigua
corona real.
Frente a la Lonja, el Principal, pobrísimo edificio, mezquino cuerpo de
guardia, por cuya puerta pasea el centinela arma al brazo, con aire
aburrido, rozando con su bayoneta a los soldados libres de servicio, que
digieren el insípido rancho contemplando el oleaje de alimentos que se
extiende por la plaza. Más allá, sobre el revoltijo de toldos, el
tejado de cinc del mercadillo de las flores; a la derecha, las dos
entradas de los pórticos del Mercado Nuevo, con las chatas columnas
pintadas de amarillo rabioso; en el lado opuesto, la calle de las
Mantas, como un portalón de galera antigua, empavesada con telas
ondeantes y multicolores que las tiendas de ropas cuelgan como muestra
de los altos balcones; en torno de la plaza, cortados por las
bocacalles, grupos de estrechas fachadas, balcones aglomerados, paredes
con rótulos, y en todos los pisos bajos, tiendas de comestibles, ropas,
drogas y bebidas, luciendo en las puertas, como título del
establecimiento, cuantos santos tiene la corte celestial y cuantos
animales vulgares guarda la escala zoológica.
En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulmón a un
tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir hasta
más arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero.
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos,
temblones al menor soplo del viento, y bañados por el rojo sol con una
transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul
sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los
muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de
hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una
temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un
mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y
el nervioso oleaje de los compradores.
Doña Manuela contemplaba con fruición este espectáculo. Tachábase en su
interior de poco distinguida; pero... ¡qué remedio! por más que ella
tomase a empeño el transformarse, y obedeciendo a las niñas revistiera
un empaque de altiva señoría, siempre conservaba amortiguados y prontos
a manifestarse los gustos y aficiones de la antigua tendera que había
pasado lo mejor de su juventud en la plaza del Mercado. ¡Qué tiempos tan
dichosos los transcurridos siendo ella dueña de la tienda de _Las Tres
Rosas_! Si el dinero es la felicidad, nunca había tenido tanta como en
los últimos años que pasó entre mantas e indianas, sedas y percalinas,
arrullada a todas horas por el estrépito del Mercado y viendo por las
mañanas, al levantarse, el _pardalót_ de San Juan.
Y obsesionada por estos recuerdos, doña Manuela permanecía inmóvil en la
esquina, como asustada por el gentío, sin fijarse en las miradas poco
respetuosas que alguno que otro transeúnte le dirigía.
Estaba próxima a los cincuenta años, según confesión que varias veces
hizo a sus hijas; pero era tan arrogante y bien plantada, unía a su
elevada estatura tal opulencia de formas, que todavía causaba cierta
ilusión, especialmente a los adolescentes, que con la extravagancia del
deseo hambriento sienten ante los desbordamientos e hinchazones de la
hermosura en decadencia la admiración que niegan a la frescura esbelta y
juvenil.
La mitad de los polvos y menjurjes que sus niñas tenían en el tocador
los consumía la mamá, que en la madurez de su vida comenzó a saber como
se agrandan los ojos por medio de las rayas negras, cómo se da color a
las mejillas cuando éstas adquieren un fúnebre tinte de membrillo, y
cómo se combate el vello traidor que alevosamente asoma en el labio y en
la barba cual película de melocotón, convirtiéndose después en
espantosas cerdas. Acicalábase como una niña, guardando con su cuerpo
atenciones que no había tenido en su juventud. ¿Para quién se arreglaba?
Ni ella misma lo sabía. Era puro deseo de retardar en apariencia la
llegada de la vejez; precauciones, según propia afirmación, para no
parecer la abuela de sus hijas y para sentir una indefinible
satisfacción cuando en la calle echaban una flor descarriada a su garbo
de buena moza.
En cambio, su criada era poco sensible a la galantería callejera.
Acogíala con un gesto de rústico desprecio, un fruncimiento de labios
desdeñoso: algo que mostrase la indignación de una castidad hasta la
rudeza, la insolencia de una virtud salvaje.
Doña Manuela pareció decidida por fin a lanzarse en el viviente oleaje
de la plaza.
--Vamos, Visanteta, no perdamos tiempo.... Tú, Nelet, marcha delante y
abre paso.
Y el cazurro Nelet, siempre con aire de fastidio, comenzó a andar
hendiendo la muchedumbre al través, contestando dignamente con sus
brazos de carretero a los codazos y empujones y cubriendo con su
corpachón a la señora y la criada.
La multitud, chocando cestas y capazos, arremolinábase en el arroyo
central; dábanse tremendos encontrones los compradores; algunos, al
mirar atrás, tropezaban rudamente con los mástiles de los toldos, y más
de una vez, los que con el cesto de la compra a los pies regateaban
tenazmente eran sorprendidos por el embate brutal y arrollador del
agitado mar de cabezas. Algunos carros cargados de hortalizas avanzaban
lentamente rompiendo la corriente humana, y al sonar el pito del tranvía
que pasaba por el centro de la plaza, la gente apartábase lentamente,
abriendo paso al jamelgo que tiraba del charolado coche, atestado de
pasajeros hasta las plataformas. Sobre el zumbido confuso y monótono que
producían los miles de conversaciones sostenidas a la vez en toda la
plaza, destacábanse los gritos de los vendedores sin puesto fijo, agudos
y rechinantes unos, como chillido de pájaro pedigüeño, graves y foscos
otros, como si ofreciesen la mercancía con mal humor.
En medio de este continuo pregonar, entre la descarga de ofertas a grito
pelado, destacábanse algunas voces melancólicas y tímidas ofreciendo
«¡medias y calcetines!». Eran los sencillos aragoneses, golondrinas de
invierno que, al caer las primeras nieves que dejan el campo muerto y el
hogar sin pan, levantan el vuelo con su cargamento de lana, y desde el
fondo de la provincia de Teruel llegan, a Valencia, ofreciendo lo que la
familia fabrica durante el año. Eran los seres pacienzudos, honradotes
y laboriosos a quienes la insolencia valenciana designa con el apodo de
_churros_, título entre compasivo e infamante. Robustos, cargados de
espalda, con la cabeza inclinada como signo de perpetua esclavitud y
miseria, vélaseles pasar lentamente con su traje de paño burdo, estrecho
pañizuelo arrollado a las sienes, y entre éste y el abierto cuello de la
camisa el rostro rojizo, agrietado y lustroso, con espesas cejas y
ojillos de inocente malicia. Colgando de los brazos o en el fondo de dos
bolsones de lienzo, llevaban las medias de lana burda y asfixiante, los
calcetines ásperos que un puñal no podría atravesar. Es el capital de su
familia; lo que la mujer y las hijas han hecho unas veces al sol,
guardando las ovejas, y otras de noche, junto a los sarmientos humeantes
de la cocina. En la venta del burdo género están las patatas y el pan
para todo el año; y soñando con la inmensa felicidad de volver a casa
con una docena de duros, zapatos para las hijas y un refajo para la
mujer, pasean tristes y resignados por entre el gentío, lanzando a cada
minuto su grito melancólico como una queja: «¡Medias y calcetines...!
¡el mediero!»
Doña Manuela iba mal por el arroyo. Causábanle náuseas los carros
repletos del estiércol recogido en los puntos de venta: hortalizas
pisoteadas, frutas podridas, todo el fermento de un mercado en el que
siempre hay sol.
--Vamos a la acera--dijo a sus criados--. Compraremos primero las
verduras.
Y subieron a la acera de la Lonja, pasando por entre los grupos de gente
menuda que, con un dedo en la boca o hurgándose las narices, contemplaba
respetuosamente los pastorcillos de Belén y los Reyes Magos hechos de
barro y colorines, estrellas de latón con rabo, pesebres con el Niño
Jesús, todo lo necesario, en fin, para arreglar un Nacimiento.
Doña Manuela marchaba por el estrecho callejón que formaban las
huertanas, sentadas en silletas de esparto, teniendo en el regazo la
mugrienta balanza, y sobre los cestos, colocados boca abajo, las
frescas verduras. Allí, los obscuros manojos de espinacas; las grandes
coles, como rosas de blanca y rizada blonda encerradas en estuches de
hojas; la escarola con tonos de marfil; los humildes nabos de color de
tierra, erizados todavía de sutiles raíces semejantes a canas; los
apios, cabelleras vegetales, guardando en sus frescas bucles el viento
de los campos, y los rábanos, encendidos, destacándose como gotas de
sangre sobre el mullido lecho de hortalizas. Más allá, filas de sacos
mostrando por sus abiertas bocas las patatas de Aragón, de barnizada
piel, y tras ellos los _churros_, cohibidos y humildes, esperando quien
les compre la cosecha, arrancada a una tierra ingrata en fuerza de
arañar todo un año sus entrañas sin jugo.
Doña Manuela comenzó sus compras, emprendiendo con las vendedoras una
serie de feroces regateos, más por costumbre que por economía. Nelet,
levantando las tapas de la cesta, iba arreglando en el interior los
manojos de frescas hortalizas, mientras la señora no dejaba tranquilo un
solo instante su limosnero, pagando en piezas de plata y recibiendo con
repugnancia calderilla verdosa y mugrienta.
Ya estaba agotado el artículo de verduras; ahora a otra cosa. Y
atravesando el arroyo, pasaron a la acera de enfrente, a la del
Principal, donde estaban los vendedores del casquijo, ¡Vaya un estrépito
de mil diablos! Bien se conocía la proximidad de las escalerillas de San
Juan, con sus lóbregas cuevas, abrigo de los ruidosos hojalateros. Un
martilleo estridente, un incesante trac-trac del latón aporreado salía
de cada una de las covachuelas, cuyas entradas lóbregas, empavesadas con
candiles y farolillos, alcuzas y coberteras, todo nuevo, limpio y
brillante, recordaban las lorigas de aceradas escamas de los legionarios
romanos.
Doña Manuela huyó de este estrépito, que la ponía nerviosa; pero antes
de llegar al Principal hubo de detenerse entre sorprendida y medrosa. En
el arroyo, la gente se arremolinaba gritando; algunos reían y otros
lanzaban exclamaciones indecentes, chasqueando la lengua como si se
tratara de una riña de perros. Asustada en el primer momento por las
ondulaciones violentas de la muchedumbre que llegaban hasta ella, no
sabía si huir u obedecer a su curiosidad, que la retenía inmóvil. ¿Qué
era aquello...? ¿Se pegaban? La multitud abrió paso, y veloces, con
ciego impulso, como espoleadas por el terror, pasaron una docena de
muchachas despeinadas, greñudas, en chancleta, con la sucia faldilla
casi suelta y llevando en sus manos, extendidas instintivamente para
abatir obstáculos, un par de medias de algodón, tres limones, unos
manojos de perejil, peines de cuerno, los artículos, en fin, que pueden
comprarse con pocos céntimos en cualquier encrucijada. Aquel rebaño
sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y
la locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los
parias que estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio
la licencia para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita azul y
la gorra dorada del alguacil, avisábanse con gritos instintivos, como
los rebaños al presentir el peligro, y emprendían furiosa carrera,
empujando a los transeúntes, deslizándose entre sus piernas, cayendo
para levantarse inmediatamente, abriendo agujeros en la masa humana que
obstruía la plaza. La gente reía ante esta desbandada al galope,
celebrando la persecución del alguacil. Nadie comprendía lo que era para
aquellas infelices la pérdida de su mísera mercancía, la desesperada
vuelta al tugurio paterno, donde aguardaba la madre dispuesta a
incautarse del par de reales de ganancia o a administrar una paliza.
Doña Manuela también rió un poco, siguiendo con la vista la ruidosa
persecución que se alejaba, y entró después en el mercado de casquijo,
buscando las golosinas silvestres que la gente rumia con fruición en
Navidad, olvidándolas durante el resto del año. Los puestos de venta
llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores
codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las
manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto
sable, paseaban por entre el gentío buscando caras bonitas.
Andábase con dificultad, temiendo meter el pie en las esteras de esparto
redondas y de altos bordes, en las cuales amontonábanse, formando
pirámide, las lustrosas castañas de color de chocolate y las avellanas,
que exhalaban el acre perfume de los bosques. Las nueces lanzaban en sus
sacos un alegre cloc-cloc cada vez que la mano del comprador las removía
para apreciar su calidad; y un poco más adentro, como un tesoro difícil
de guardar, estaba en pequeños sacos la aristocracia del casquijo, las
bellotas dulzonas, atrayendo las miradas de los golosos.
Acababa de hacer su compra doña Manuela, cuando hubo de volver la cabeza
sintiendo en la espalda una amistosa palmada.
Era un señor entrado en años, con un sombrero de cuadrada copa, de forma
tan rara, que debía pertenecer a una moda remota, si es que tal moda
había existido. Iba embozado en una capa vieja, por bajo de la cual
asomaba una esportilla de compras, y por encima del embozo de raído
terciopelo mostrábase su rostro lleno y colorado, en el que los detalles
más salientes, aparte de las arrugas, eran un bigote de cepillo y unas
cejas canosas, tan oblicuas, que hacían recordar los chinos de los
abanicos.
--¡Juan!--exclamó doña Manuela.
Visanteta dio con un codo al cochero y le habló al oído. Era don Juan,
el hermano de la señora, aquel de quien todos hablaban mal en casa,
aunque con cierto respeto, llamándole por antonomasia «el tío».
Los ojillos de don Juan, inquietos e investigadores, revolvíanse en sus
profundas cuencas rodeadas de grietas. Mientras su mirada se perdía en
el fondo del capazo que Nelet tenía abierto a sus pies, decía con la
risita burlona que a doña Manuela, según confesión propia, le
«requemaba la sangre»:
--De compras, ¿eh...? Yo también voy danzando por el Mercado hace más de
una hora. ¡Válgame Dios, cómo está todo! Comprendo que los pobres no
puedan comer.... Chica, si empiezas así vas a llevar a casa medio
Mercado.... Eso son bellotas, ¿verdad? Comida de ricos; quien puede
gasta. Eso sólo lo compra la gente de dinero.
--¿Que tú no compras?--dijo doña Manuela sonriendo, a pesar de que no
ocultaba el efecto que le producían las palabras de su hermano.
--¿Quién...? ¿yo...? ¡Bueno va! A mí nadie me estafa.
Y al decir esto miró al vendedor con tanta indignación como si fuese un
enemigo del sosiego público; pero el palurdo, inmóvil y con las manos
metidas en la faja, no se dignó reparar en la ferocidad agresiva del
avaro.
--Además--continuó don Juan--, ¿para qué quiero yo eso? Los que no
tenemos dientes hemos de abstenernos de muchas cosas; muchas gracias si
uno puede comer sopas de ajos y tiene con qué pagarlas.... Algo he
comprado: unas pocas castañas y nueces; pero no para mí, son para
Vicenta, que aunque ya es vieja tiene una dentadura envidiable. Poquita
cosa. Ya ves tú... para mí y la criada poco necesitarnos. Además, todo
va por las nubes, y dinero hay poco.... ¡Je, je...!
Y el viejo reía como si gozase interiormente de repetir a su hermana en
todos los tonos que era muy pobre.
--Vamos, cállate--dijo doña Manuela con voz temblorosa, sin ocultar ya
su irritación--. Me disgusto cada vez que te oigo hablar de pobreza;
sólo falta que me pidas una limosna.
--Mujer, no te irrites.... No quiero hacer creer que necesito limosnas;
soy pobre, pero aún tengo para no morirme de hambre, y sobre todo, con
orden y economía, sin querer aparentar más de lo que realmente se tiene,
lo pasa cualquiera tan ricamente.
Y estas palabras las subrayó el viejo con el acento y la mirada burlona
que fijaba en su hermana.
--Juan, toda la vida serás un miserable. ¿De qué te sirve guardar tanto
dinero...? ¿Vas a llevarlo al otro mundo?
--¿Yo...? Pienso retardar todo lo posible ese viaje, y tiempo me queda
para malgastar antes los cuatro cuartos que guardo.... No quiero que
nadie se ría de mí después de muerto.
Doña Manuela púsose seria, más que por lo que decía su hermano, por lo
que adivinaba en su mirada. Tal vez por esto don Juan cambió de
conversación.
--Di, Manuela, ¿y Juanito?
--En la tienda. Si tengo tiempo entraré a verle.
--Dile que venga mañana. Aunque sea un grandullón, no quiero privarme
del gusto de darle el aguinaldo como cuando era un chicuelo.
El viejo, al decir esto, ya no mostraba la sonrisa irónica y parecía
hablar con sinceridad.
--También irán a verte las niñas y Rafael.
--Que vengan--contestó don Juan, en quien reapareció la mortificante
sonrisa--. Les daré una peseta de aguinaldos; lo único que se puede
permitir un tío pobre.
--¡Calla, avaro...! Me avergüenzas. Eres capaz de morirte de hambre por
no gastar un céntimo.... ¿Por qué no vienes a comer con nosotros mañana?
El tono festivo y cariñoso con que ella dijo estas palabras alarmó más a
don Juan que la seriedad irritada de momentos antes.
--¿Quién...? ¿yo...? Tengo hechos mis preparativos; no quiero ofender a
mi vieja Vicenta, que se propone lucirse como cocinera. Mira, también yo
gasto, aunque soy un pobre.
Y al decir esto, señalaba a un pillete mandadero, inmóvil a corta
distancia, con un capón gordo y lustroso en los brazos.
Doña Manuela avanzó el labio superior en señal de desprecio.
--¡Valiente compra! ¿Y eso es para todas las Pascuas? No te
arruinarás... ni llenarás mucho el estómago.
--No todos son tan ricos como tú, marquesa, ni pueden ir a la compra con
un par de criados. Únicamente los que tienen millones pueden ser
rumbosos.
Y tras estas palabras, que debían encerrar mortificante intención, don
Juan se despidió, como si deseara que su hermana quedase furiosa contra
él.
--Adiós, Manuela; que compres mucho y bien.
--Adiós, avaro....
Y los dos hermanos se separaron sonriendo, como si cambiaran frases
cariñosas y en su interior rebosase el afecto.
La señora siguió adelante, pasando por entre los puestos de la miel,
donde aleteaban las avispas, apelotonándose sobre el barniz de las
pequeñas tinajas.
Doña Manuela iba siguiendo los callejones tortuosos formados por las
mesas cercanas al mercadillo de las flores. Allí estaba toda la
aristocracia del Mercado, la sangre azul de la reventa, las mozas guapas
y las matronas de tez tostada y espléndidas carnes, con su aderezo de
perlas y pañuelo de seda de vivos colores. Doña Manuela continuaba
haciendo sus compras, deteniéndose ante los productos raros y extraños
para la estación que puede ofrecer una huerta fecunda, cuyas entrañas
jamás descansan y que el clima convierte en invernadero. En lechos de
hojas estaban alineados y colocados con cierto arte los pimientos y
tomates, con sus rubicundeces falsas de productos casi artificiales; los
guisantes en sus verdes fundas; todo apetitoso y exótico, pero tan caro,
que al oír sus precios retrocedían con asombro los buenos burgueses que
por espíritu de economía iban al Mercado con la espuerta bajo la raída
capa.
Los dos criados encontraban cada vez más pesadas sus cestas, y seguían
con dificultad a la señora al través del gentío compacto e inquieto que
se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos pórticos, en plena
tarde de sol, tenían la lobreguez y humedad de una boca de cueva.
Allí era donde resultaba más insufrible el monótono zumbido del Mercado.
El techo bajo de los pórticos repercutía y agrandaba las voces de los
compradores. Un hedor repugnante de carne cruda impregnaba el ambiente,
y sobre la línea de mostradores ostentábanse los rojos costillares
pendientes de garfios, las piernas de toro con sus encarnados músculos
asomando entre la amarillenta grasa con una armonía de tonos que
recordaba la bandera nacional, y los cabritos desollados, con las orejas
tiesas, los ojos llorosos y el vientre abierto, como si acabase de pasar
un Herodes exterminando la inocencia.
Mientras tanto, las cestas de Nelet y Visanteta se llenaban hasta los
bordes, y en el rostro de los dos criados iba marcándose el gesto de mal
humor. ¡Vaya una compra! El bolso de doña Manuela parecía un cántaro sin
fondo que iba regando de pesetas todo el Mercado.
Abandonaron las carnicerías para entrar en el mercado de la fruta, entre
los dos pórticos. La gente arremolinábase en las entradas, y allí fue
donde doña Manuela se dio cuenta por primera vez de la molesta
persecución que sufría. Había sentido varias veces una tímida mano
deslizándose más abajo de su talle; pero ahora era más: era un pellizco
desvergonzado lo que venía a atormentarla audazmente en sus redondeces
de buena moza.
Volvió rápidamente la cabeza... y ¡mire usted que estaba bien...! ¡Un
señor venerable, con cara de santito, entretenerse en tales porquerías!
Doña Manuela lanzó una mirada tan severa al vejete de rostro bondadoso,
que el sátiro retrocedió, levantando el embozo de la capa con sus
audaces manos.
Siguió adelante la ofendida señora, pero a los pocos pasos la detuvo el
escándalo que estalló a su espalda. Sonó una bofetada y la voz de
Visanteta gritando a todo pulmón: «¡_Tío morra_!», repitiendo la frase
un sinnúmero de veces con la furia de una virtud salvaje que quiere
enterar a todo el mundo de su ruda castidad. La gente parábase entre
asombrada y curiosa, el cochero reía abriendo sus quijadas de a palmo, y
el vejete, cabizbajo, como si todo aquello no rezase con él, escurríase
discretamente entre el gentío. Era que la amazona de la huerta, al
sentir el primer pellizco del viejo pirata, había contestado con una
bofetada, contenta en el fondo de que alguien pusiera a prueba su
virtud.
La señora la hizo callar, muy contrariada por el escándalo, y siguieron
la marcha, mientras Nelet, alegre por este incidente que rompía lo
monótono de las compras, preguntaba como un testarudo a la muchacha en
qué sitio la habían pellizcado, y sentía un escalofrío de gusto cada vez
que ella, ruborizándose, le llamaba «animal» y «descarado ».
La peregrinación prosiguió a lo largo de unas mesas en las cuales, bajo
toldos de madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas
amarillas con la transparencia lustrosa de la cera; las peras
cenicientas y rugosas atadas en racimos y colgantes de los clavos; las
naranjas doradas formando pirámides sobre un trozo de arpillera, y los
melones mustios por una larga conservación, estrangulados por el cordel
que los sostenía días antes de los costillares de la barraca, con la
corteza blanducha, pero guardando en su interior la frescura de la nieve
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Arroz y tartana - 02
  • Parts
  • Arroz y tartana - 01
    Total number of words is 4620
    Total number of unique words is 1837
    29.4 of words are in the 2000 most common words
    42.6 of words are in the 5000 most common words
    50.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 02
    Total number of words is 4704
    Total number of unique words is 1782
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    45.9 of words are in the 5000 most common words
    51.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 03
    Total number of words is 4753
    Total number of unique words is 1778
    31.6 of words are in the 2000 most common words
    45.7 of words are in the 5000 most common words
    52.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 04
    Total number of words is 4772
    Total number of unique words is 1786
    32.8 of words are in the 2000 most common words
    46.4 of words are in the 5000 most common words
    53.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 05
    Total number of words is 4804
    Total number of unique words is 1734
    33.2 of words are in the 2000 most common words
    46.4 of words are in the 5000 most common words
    53.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 06
    Total number of words is 4810
    Total number of unique words is 1767
    30.7 of words are in the 2000 most common words
    42.5 of words are in the 5000 most common words
    49.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 07
    Total number of words is 4733
    Total number of unique words is 1746
    32.6 of words are in the 2000 most common words
    47.0 of words are in the 5000 most common words
    54.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 08
    Total number of words is 4693
    Total number of unique words is 1751
    33.5 of words are in the 2000 most common words
    46.7 of words are in the 5000 most common words
    52.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 09
    Total number of words is 4670
    Total number of unique words is 1644
    32.1 of words are in the 2000 most common words
    46.0 of words are in the 5000 most common words
    54.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 10
    Total number of words is 4801
    Total number of unique words is 1750
    33.7 of words are in the 2000 most common words
    46.1 of words are in the 5000 most common words
    53.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 11
    Total number of words is 4701
    Total number of unique words is 1790
    31.3 of words are in the 2000 most common words
    44.4 of words are in the 5000 most common words
    50.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 12
    Total number of words is 4704
    Total number of unique words is 1802
    32.3 of words are in the 2000 most common words
    45.8 of words are in the 5000 most common words
    52.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 13
    Total number of words is 4708
    Total number of unique words is 1788
    32.9 of words are in the 2000 most common words
    47.0 of words are in the 5000 most common words
    53.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 14
    Total number of words is 4698
    Total number of unique words is 1754
    31.8 of words are in the 2000 most common words
    44.6 of words are in the 5000 most common words
    51.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 15
    Total number of words is 4644
    Total number of unique words is 1698
    30.7 of words are in the 2000 most common words
    45.1 of words are in the 5000 most common words
    51.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 16
    Total number of words is 4746
    Total number of unique words is 1636
    34.8 of words are in the 2000 most common words
    48.9 of words are in the 5000 most common words
    56.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 17
    Total number of words is 4763
    Total number of unique words is 1706
    33.8 of words are in the 2000 most common words
    46.6 of words are in the 5000 most common words
    54.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 18
    Total number of words is 4651
    Total number of unique words is 1734
    31.3 of words are in the 2000 most common words
    46.1 of words are in the 5000 most common words
    53.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 19
    Total number of words is 4715
    Total number of unique words is 1665
    34.7 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    55.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Arroz y tartana - 20
    Total number of words is 1383
    Total number of unique words is 640
    42.1 of words are in the 2000 most common words
    54.0 of words are in the 5000 most common words
    60.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.