Arroz y tartana - 02

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y la empalagosa dulzura de la miel. A un extremo del mercadillo, cerca
del Repeso, los panaderos con sus mesas atestadas de libretas blancas y
morenas, prolongadas unas, como barcos, y redondas y con festones otras,
como bonetes de paje; y un poco más allá, los «tíos» de Elche mostrando
sus enormes sombreros tras la celosía formada por los racimos de dátiles
de un amarillo rabioso.
Cuando la señora y sus criados volvieron a la gran plaza, detuviéronse
en la entrada del mercadillo de las flores. Un intenso perfume de
heliotropo y violeta salía de allí, perdiéndose en la pesada atmósfera
de la plaza.
Doña Manuela estaba inmóvil, repasando mentalmente sus compras para
saber lo que faltaba. La muchedumbre se agitó con nervioso oleaje,
despidiendo gritos y carcajadas. Ahora, las chicuelas que vendían sin
licencia corrían perseguidas hacia la calle de San Fernando, y otra vez
el rebaño de la miseria, greñudo, sucio, con las ropas caídas, pasó
azorado y veloz con triste chancleteo, arrollándolo todo, mostrando la
palidez del hambre a la muchedumbre glotona y feliz.
Doña Manuela dio sus órdenes. Podían regresar los dos a casa y volver
Nelet con la espuerta vacía. Quedaba por comprar el pavo, los turrones y
otras cosas que tenía en memoria. Ella aguardaría en la «tienda».
Y esta palabra bastó para que la entendieran, pues en casa de doña
Manuela, la «tienda» era por antonomasia el establecimiento de _Las Tres
Rosas_, y fuera de ella no se reconocía otra tienda en Valencia.
Colocada entre la calle de San Fernando y la de las Mantas, en el punto
más concurrido del Mercado, participaba del carácter de estas dos vías
comerciales de la ciudad. Era rústica y urbana a un tiempo; ofrecía a
los huertanos un variado surtido de mantas, fajas y pañuelos de seda, y
a las gentes de la ciudad las indianas más baratas, las muselinas más
vistosas. Ante su mostrador desfilaban la bizarra labradora y la modesta
señorita, atraída por la abundancia de géneros de aquel comercio a la
pata la llana que odiaba los reclamos, ostentando satisfecho su título
de _Casa fundada en 1832_, y cifraba su orgullo en afirmar que todos los
géneros eran del país, sin mezcla de tejidos ingleses o franceses.
Doña Manuela detúvose al llegar frente a la tienda y abarcó su exterior
con una ojeada. Del primer piso, y cubriendo el rótulo ajado de la casa,
_Antonio Cuadros_, _sucesor de García y Peña_, colgaban largas cortinas
formadas de mantas que parecían mosaicos, orladas con complicados
borlajes y apretadas filas de madroños; fajas obscuras, matizadas a
trechos con gorros rojos y azules prendidos con alfileres; pañuelos de
seda con piezas de docena, ondulados como nacarado oleaje, y percales
estampados, mostrando pájaros fantásticos y ramajes quiméricos con
rabiosos colorines que conmovían placenteramente a las bellezas de la
huerta.
En el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había
hecho famoso al establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con
tres rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los
transeúntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de
cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas.
Doña Manuela entró en la tienda. El mismo aspecto de otros tiempos,
aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaquelería, de madera
vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador telas y más telas
extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; dependientes con el pelo
aceitoso y las brillantes tijeras asomando por la abertura del bolsillo,
y mujeres discutiendo con ellos, como si estuvieran en el centro del
Mercado, abrumándolos con irritantes exigencias.
--Voy al momento, Manuela. Siéntese usted.
El que así hablaba era un hombre fornido, de áspero bigote, estrecha
frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las
puntas hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo
una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos
mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo barrigudo, y era de
admirar la paciencia con que aquel hombre, siempre sonriendo, sufría a
las feroces compradoras, que por seis reales regateaban durante ¿media
hora.
Doña Manuela atendía con interés las palabras de los compradores y no
volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita--a la
que pomposamente llamaban despacho--y saltaba velozmente el mostrador.
--Siéntese usted, mamá.
Era Juanito quien la hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la
misma tienda, que seguía agarrado a ella «sin servir para nada», como
decía su madre, y sin querer ser otra cosa que comerciante.
Estaba próximo a los treinta años. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo
cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le comía gran parte del
rostro, dándole un aspecto terrorífico de bandido de melodrama; pero no
era más que un antifaz, pues examinándolo bien, bajo la máscara de pelo
veíase la cara sonrosada e inocente de un ruño, la mirada tímida y la
sonrisa bondadosa de esos seres detenidos en la mitad de su crecimiento
moral, que aunque mueran viejos son débiles y blandos, faltos de
voluntad, incapaces de vivir sin el calor que presta el cariño.
--¡Ah! ¿Eres tú, Juanito...?--dijo doña Manuela--. ¿Qué hacías?
--Lo de siempre. Estaba trabajando en los libros de la casa, ordenando
el trabajo para el próximo inventario de fin de año.
Y Juanito, que hablaba con cierto entusiasmo de sus tareas, y en menos
de veinte palabras mezcló varias veces el _debe_ y el _haber_, viose
interrumpido por su principal, don Antonio Cuadros, que tras media hora
de regateo acababa de vender el tapabocas para el chicuelo panzudo.
--Pero siéntese usted, Manuela... a menos que quiera usted molestarse
subiendo al entresuelo. Teresa se alegrará de verla.
--No, Antonio; otro día vendré con menos prisa: he entrado para esperar
a Nelet y continuar las compras.
--Pues entonces bajará ella.... ¡Muchacho, avisa a la señora que está
aquí doña Manuela! Un aprendiz lanzóse a la carrera por una puertecilla
obscura que se abría en la anaquelería: una de esas gargantas de lobo
que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como
intestinos, que sólo se encuentran en las casas donde las necesidades
del comercio y la aglomeración de mercancías disputan a las personas el
terreno palmo a palmo.
Sentáronse los tres en sillas de lustrosa madera, y doña Manuela, por
costumbre, habló de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos;
eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una
tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que, a
fuerza de repetidas, habían pasado a ser lugares comunes. Mal iba todo,
y la culpa la tenía el gobierno, un puñado de ladrones que no se
preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el
vino, tenían dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ¡Santo
cielo! ¡Pensar el paño negro y fino que él había vendido a la gente de
la Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pañuelos que se
habían empaquetado sobre aquel mostrador...! ¡Y todos pagaban en oro...!
Pero ahora, ¡las cosechas no tenían salida, no había dinero, el comercio
iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes! Él aún iba tirando;
pero sí la «cosa» continuaba de tal modo, acabaría por cerrar la tienda
y morir en el Hospital.
--¡Qué tiempos aquéllos, ¿eh, Manuela? cuando vivía el padre de
éste--señalando a Juan--y yo era sólo primer dependiente! Entonces,
aunque me esté mal el decirlo, todos los años, al hacer el inventario,
quedaban dos o tres mil duritos para guardar. ¡Oh! Aunque me esté mal el
decirlo... usted pilló los buenos tiempos.... ¿No es eso, Manuela?
Pero Manuela se limitaba a callar y a sonreír. Todo aquello, aunque a
don Antonio «le estaba mal el decirlo», lo había dicho y repetido
cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto
a su muletilla «aunque le estaba mal el decirlo», gozaba el privilegio
de poner nerviosa a doña Manuela, que tenía por tonto rematado a su
antiguo dependiente.
Abrióse una portezuela del mostrador y entró en la tienda la esposa de
don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el cutis
lustroso que produce una vida de encierro e inercia y que le ciaban
cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retratábase
en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo más
característico en su persona eran los relucientes rizos aplastados por
la bandolina, que cubrían su ancha frente como una cortinilla
festoneada, y la costumbre de cruzar las manos sobre el vientre,
luciendo en los dedos un surtidor de sortijas falsas.
Hubo besos y abrazos sonoros, pero notábase en las dos mujeres cierta
desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de
castas. La esposa del comerciante era sólo Teresa, mientras que ésta
llamaba siempre doña Manuela a la madre de Juanito, y en sus palabras
notábase un acento lejano de humilde subordinación. Los años y el
frecuente trato no habían podido borrar el recuerdo de la época en que
Teresa era criada en aquella tienda y el escándalo de los señores al
verla casada con el dependiente principal. Además, Teresa no había
ascendido un solo peldaño en la escala de la vanidad; en presencia de
doña Manuela revelábase siempre la antigua criada, y aceptaba como una
confianza inaudita que la señora la tratase con las mismas
consideraciones que a un igual.
--Sí, doña Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensarnos visitarla a
usted y a las niñas; ¡pero estamos siempre tan ocupados...! ¡Vaya,
vaya...! ¡Qué sorpresa...! ¡Cuánto me alegro de verla!
Y con esto se agotó el repertorio de frases de la buena mujer, que se
sentía cohibida en presencia de la señora, hablando poco por temor a
decir disparates y atraerse el enojo del esposo, a quien admiraba como
modelo de finura y bien decir.
--Y ¿cómo van las compras?--apuntó don Antonio al notar el mutismo de su
compañera--. Ésta ha salido por la mañana a hacer la provisión de
Pascuas y ha encontrado los precios por las nubes.
--¡Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza, y aún me
falta lo más importante. A propósito: cambíenme ustedes este billete de
cincuenta pesetas.
Y Juanito, que hasta entonces había permanecido silencioso, contemplando
a su madre con la misma expresión de arrobamiento que si fuese un
amante, se apresuró a cumplir su deseo, y casi la arrebató el ajado
billete que había sacado del limosnero, corriendo después al mostrador.
--¡Cómo la quiere a usted ese chico, Manuela!--dijo el comerciante.
--No puedo quejarme de los hijos. Juanito es muy bueno.... Pero ¿y
Rafael? Cada vez estoy más orgullosa de él.... ¡Qué guapo!
--Es el vivo retrato de su padre, el segundo marido de usted.
Estas palabras de Teresa debieron halagar mucho a la señora, pues
correspondió a ellas con una sonrisa.
--Pero oiga usted, Manuela: tengo entendido que Rafael le da muchos
disgustos.
--Algo hay de eso; pero... ¿qué quiere usted, Antonio? Cosas de la edad.
A la juventud hay que dejarla divertirse. Por eso es tan elegante y
tiene buenas relaciones.
--Pero no estudia ni hace nada de provecho--dijo el comerciante, con la
inflexibilidad de un hombre dedicado al trabajo.
--Ya estudiará; talento le sobra para ser sabio. Su padre fue un tronera
y vea usted adonde llegó.
Y doña Manuela dijo esto con el mismo énfasis que si fuese la viuda de
un hombre eminentísimo.
Juan había vuelto con el cambio del billete en monedas de plata, y su
presencia hizo variar la conversación. Doña Manuela habló de la cena que
aquella noche daba en su casa. Las niñas, Rafael y Juanito, unos amigos
de aquél... en fin, un buen golpe de gente joven y alegre, que bailaría,
cantaría y sabría divertirse sin faltar a la decencia, hasta llegar la
hora de la misa del Gallo. También esperaba que fuese Andresito, el hijo
de don Antonio, un muchacho paliducho y mimado, vástago único, que
cursaba el segundo año de Derecho, hacía versos, y en compañía de
Juanito iba muchas veces a casa de doña Manuela, con fines no tan
ocultos que ésta no torciese el gesto manifestando disgusto.
Y después de haber nombrado al hijo de la casa, volvía a insistir sobre
los amigos de su Rafael, todos gente distinguida, chicos de grandes
familias, que asistían a sus reuniones y organizaban fiestas con las que
se pasaba alegremente el tiempo.
--Esta época, amigo Antonio, es muy diferente de la nuestra. Ahora, a
los veinte años se sabe mucho más y se conoce la vida. Hay que dar a la
juventud lo que le pertenece, aunque rabien los rancios como mi hermano
o el bueno de don Eugenio. Y a propósito: ¿qué es de don Eugenio?
El hombre por quien preguntaba doña Manuela era el fundador de la tienda
de _Las Tres Rosas_, don Eugenio García, el decano de los comerciantes
del Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta años en cada pierna, como
él decía, y mostrábase orgulloso de no haber usado jamás sombrero,
contentándose con la gorrilla de seda, que, según él, era el símbolo de
la honradez, la economía y la seriedad del antiguo comercio, rutinario y
cachazudo.
La tienda había pasado de sus manos a las del primer marido de doña
Manuela, y de éste a su actual dueño; pero don Eugenio no había dejado
de vivir un solo día en aquella casa, fuera de la cual no comprendía la
existencia.
Como un censo redimible sólo por la muerte, se habían impuesto los
dueños de la tienda la obligación de mantener y dar albergue a don
Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solterón
áspero y malhumorado, entraba y salía sin decir una palabra; comía lo
que le daban; en los días que hacía buen tiempo paseaba por la Alameda
con un par de curas tan viejos como él, y cuando llovía o el viento era
fuerte, no salía de la plaza del Mercado e iba de tienda en tienda con
su gorra de seda, su capita azul y su bastón muleta, para echar un
párrafo con los veteranos del comercio reposado y a la antigua, cuyas
excelencias eran el tema obligado de la conversación. Don Antonio sonrió
al hacer doña Manuela la pregunta.
--¿Don Eugenio...? No sé dónde estará, pero de seguro que no ha salido
del Mercado. En días como éste le gusta presenciar las compras, y pasa
horas enteras embobado ante las vendedoras, aunque lo empujen y lo
golpeen. Sigue fiel a sus manías; nunca dice adonde va, y eso que,
aunque me esté mal el decirlo, aquí se le traía con las mayores
consideraciones.
Doña Manuela se levantó al ver en una de las puertas a Nelet, que volvía
de casa con la espuerta vacía.
--Buenas tardes. Aún tengo que hacer muchas compras. Adiós, Antonio; un
beso, Teresa; y no olviden ustedes que esperamos a Andresito esta noche.
Adiós, Juan.
La esposa de Cuadros recibió con satisfacción infantil los dos sonoros
besos de doña Manuela, y ella, lo mismo que Juanito, siguieron con
amorosa mirada a la gallarda señora en su marcha entre el gentío del
Mercado.
Otra vez las compras; pero ahora fuera de la plaza, en la calle del
Trench. Allí estaban las gallineras en sus mesas empavesadas de aves
muertas colgando del pico, con la cresta desmayada, y cayéndoles como
faldones de dorada casaca las rubias mantecas. Las salchicherías
exhalaban por sus puertas acre olor de especias, con cortinajes de seca
longaniza en los escaparates y filas de jamones tapizando las paredes;
las tocinerías tenían el frontis adornado con pabellones de morcilla y
la blanca manteca en palanganas de loza, formando puntiagudas pirámides
de sorbetes, y los despachos de los atuneros exhibían los aplastados
bacalaos que rezuman sal; las tortugas, que colgantes de un garfio
patalean furiosas en el espacio, estirando fuera de la concha su cabeza
de serpiente; las pintarrajeadas magras del atún fresco, y las ristras
de colmillos de pez, amarillentos y puntiagudos, que las madres compran
para la dentición de los niños.
Doña Manuela estaba poseída de una embriaguez de compras, e iba de un
punto a otro sin cansarse de derramar la plata ni de Henar la espuerta
de Nelet, a cuyo fondo iban a parar el fresco solomillo, las ricas
morcillas para la pantagruélica olla de Navidad, los legítimos garbanzos
del Saúco comprados al choricero extremeño, y otros mil artículos para
cuya adquisición era necesario sufrir los empellones y groserías de una
muchedumbre famélica que parecía prepararse para las carestías de un
largo sitio.
Todavía faltaba lo más importante: el pavo, protagonista de la
gastronómica fiesta; y la señora y su cochero, empujados rudamente por
la corriente humana, atravesaron una profunda portada semejante a un
túnel, viéndose en el _Clòt_, en la plaza Redonda, que parecía un circo
con su doble fila de balcones.
Sobre el rumor del gentío, que encerrado y oprimido en tan estrecho
espacio tenía bramidos de amor tempestuoso, destacábase el agudo
chillido de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo
insolente del gallo, matón de roja montera, agresivo y jactancioso, y el
monótono y discordante quejido del triste pato, que, vulgar hasta en su
muerte, sólo conseguía atraerse la atención de los compradores pobres.
Sobre el suelo, con las patas atadas, recordando tal vez en aquella
atmósfera de sofocación y estruendo las tranquilas llanuras de la Mancha
o las polvorientas carreteras por donde vinieron siguiendo la caña del
conductor, estaban los pavos, con sus pardas túnicas y rojas caperuzas,
graves, melancólicos, reflexivos, formando coro como conclave de sesudos
cardenales y moviendo filosóficamente su moco inflamado, para lanzar
siempre el mismo cloc-cloc-cloc prolongado hasta lo infinito.
Doña Manuela buscó lo más raro y costoso del Mercado: tres pares de
perdices, que bailoteaban con descoco dentro de una jaula, mostrando sus
polonesas encarnadas. Visanteta las arreglaría para la cena de la noche.
Después compró el pavo, un animal enorme que Nelet cogió con cariño casi
fraternal, después de tentarle varias veces los muslos con una
admiración que estallaba en brutales carcajadas.
¡Fuera de allí! La señora deseaba salir del _Clòt_, donde la gente se
codeaba con la mayor grosería y por dos veces había estado su velo
próximo a rasgarse. Ella y Nelet, que marchaban con cuidado para librar
al pavo de tropezones, entraron otra vez en el Trench, buscando los
postres, la tiendecilla del turronero establecido en un portal.
Allí estaba el de Jijona, con sombrerón de terciopelo, traje de paño
negro y el ancho cuello de la camisa sujeto por un broche de plata. Al
lado la mujer, con su rostro redondo y sonrosado de manzana y el pelo
estirado cruelmente hacia la nuca, cayendo en gruesa trenza por la
espalda sobre la pañoleta de vistosos colores. La mesa blanca, de
inmaculada pureza, sustentaba, formando columna, las cajitas de áspera
película conteniendo el harinoso turrón, los cajones de peladillas y las
uvas puntiagudas, hábilmente conservadas, lustrosas y transparentes,
como de cera, y con un delicado color de ámbar.
Cuando doña Manuela volvió a entrar en el mercado comenzaba a anochecer
y la concurrencia aumentaba por momentos. Todas las bocacalles vomitaban
gentío dentro de la plaza, en la que el crepúsculo sembraba a miles los
puntos luminosos. Brillaba el gas en las tiendas; las vendedoras
importantes encendían sus grandes reverberos de latón, y las pobres
huertanas contentábanse con una vela de sebo resguardada por un
cucurucho de papel.
--¡Qué bonito...! ¡Mira, Nelet! Y la señora permaneció algunos instantes
contemplando el aspecto fantástico de la plaza con tan original
iluminación. Una lluvia de estrellas había caído sobre el Mercado. Los
empujones de la multitud la volvieron a la realidad.
Fue a salir de la plaza, cuando otra vez la detuvo el escuadrón
perseguido de chicuelas vendedoras.
Ahora no corrían. Marchaban al paso, tímidas, anonadadas, haciendo
comentarios en voz baja, siguiendo de lejos a una compañera infeliz que,
retorciéndose y gritando como una fierecilla en el cepo, era arrastrada
por un alguacil.
El mísero rebaño pasó ante doña Manuela con triste chancleteo, y la
señora no pudo reprimir un movimiento de repulsión ante aquellas
cabelleras greñudas y encrespadas que servían de marco a rostros
escuálidos y sucios, en los que la piel tomaba aspecto de corteza.
¡Gran Dios, qué gente! Y doña Manuela, viendo tales fachas, por una
extraña relación de pensamientos, sujetó su bolso con las dos manos,
como si alguien fuese a robarla.
Después se tentó los bolsillos del gabán, y... ¡justo! ¡No eran falsas
sus sospechas! Le habían robado el pañuelo.
Indudablemente habría sido mucho antes, entre la agitación y los
empujones del gentío; pero esto no impidió que la señora siguiese con la
mirada iracunda el grupo sucio, maloliente y miserable que se alejaba,
anonadado por el hambre y la pena, entre el oleaje de alimentos y de
general alegría.
Doña Manuela avanzó sus labios en señal de desprecio.
¡Cómo estaba el mundo! No había religión, orden ni autoridad, y...
¡claro! era imposible que una persona decente saliese a la calle sin que
la pillería le diera que sentir.


II

En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una
leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde
jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.
Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo
llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían
arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y lo
conducían a Valencia para «hacer suerte», o más bien, por librar a la
familia de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
El flaco macho que los había conducido quedaba en la posada de _Las Tres
Coronas_, esperando tomar la vuelta a las áridas montañas de Teruel; y
el padre y el hijo, con los trajes de pana deslustrados en costuras y
rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha cinta,
iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como
si pidiesen limosna, preguntando si necesitaban un _criadico_.
Cuando el muchacho encontraba acomodo, el padre se despedía de él con un
par de besos y cuatro lagrimones, y en seguida iba a por el macho para
volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en
todas las tiendas recibían una negativa y era desechada la oferta del
_criadico_, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya veracidad
dudaban muchos.
Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por
los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una
fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente
a la famosa fachada de los Santos Juanes. La original veleta, el famoso
_pardalòt_, giraba majestuosamente.
--¡Mia, chiquio, qué pájaro...! ¡Cómo se menea...!--decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más encantado en la contemplación de
una maravilla nunca vista en el lugar, el autor de sus días se escurría
entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía
montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la conciencia
satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.
El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre.
«¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus
mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante
generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de su
carrera, tomase bajo su protección al abandonado y lo metiese en su
casa, aunque no le faltase _criadico_.
La miseria del hogar, la abundancia de hijos, y sobre todo la cándida
creencia de que en Valencia estaba la fortuna, justificaban en parte el
cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir el camino de la
riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones
de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de nieve, junto
a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso donde
las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para
cogerlos.
El que iba allá abajo, se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban
para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes
almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez
en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y
comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido el viaje para
morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de corto
sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en
cuenta.
Al hacer la estadística de los abandonados ante la veleta de San Juan,
don Eugenio García, fundador de la tienda de _Las Tres Rosas_, figuraba
en primera línea.
Otros mostrábanse malhumorados y negaban rotundamente cuando se les
suponía tal origen; pero él lo ostentaba con cierta satisfacción, como
queriendo hacer de ello un título de gloria.
--Nada debo a nadie--exclamaba al regañar a sus dependientes--. A mí
nadie me ha protegido. Los míos me dejaron como un perro en medio de esa
plaza. Y sin embargo, soy lo que soy. ¡Hubiera querido veros como yo,
para que supierais lo que es sufrir!
Y siempre que podía asegurar una docena de veces que nada debía a nadie
y comparar su abandono con el de un perro, quedaba tranquilo y
satisfecho. Los principios de su carrera habían sido penosos. Aprendiz
siempre hambriento, dependiente después en una época en que los mayores
sueldos eran de cincuenta «pesos» anuales, a fuerza de economías
miserables consiguió emanciparse, y con ayuda de sus antiguos amos, que
veían en él un legítimo aragonés capaz de convertir las piedras en
dinero, fundó _Las Tres Rosas_, tiendecilla exigua que en diez años se
agrandó hasta ser el establecimiento de ropas más popular de la plaza
del Mercado.
Don Eugenio era, sin darse cuenta, el cronista de cuantas modificaciones
y adelantos había experimentado aquella plaza, en la que nació a la vida
del comercio y debía desarrollarse toda su existencia. Vio cómo una
revolución echaba abajo los conventos de la Magdalena y la Merced; cómo
un motín quemaba el Mercado Nuevo, que era de madera, y cómo las
tiendas, agrandando cada vez más sus puertas, saneando sus interiores,
atraían al público con grandes escaparates, y en materia de alumbrado
pasaban del aceite al petróleo y de éste al gas.
Al poco tiempo de fundar su establecimiento, cuando aún la primera
guerra carlista tenía en suspenso la suerte de la nación, don Eugenio se
formó insensiblemente una tertulia junto a su mostrador, sobre el cual,
como una antorcha simbólica de la rutina comercial, lucía un enorme
velón de cuatro mecheros, fabricado con más de arroba y media de bronce.
Todas las tardes, al anochecer, reuníanse allí los amigos de don
Eugenio, la mitad de los cuales vestían sotana y pertenecían al clero de
San Juan. A pesar de esto, la tal reunión era casi un club, que en
épocas como aquélla tenía su carácter peligroso. Don Eugenio pertenecía
a la Milicia Nacional, y aunque tomaba sus bélicas ocupaciones con tibio
entusiasmo, no por esto dejaba de preocuparse del honor de la «tercera
de Ligeros». Cuando era preciso se calaba el chacó, martirizaba el pecho
con el asfixiante correaje, y servía a la nación y a la libertad, yendo
a pasar la noche en el Principal, donde comía melones en verano, se
calentaba al brasero en invierno, en la santa y pacífica compañía de
algunos otros comerciantes del Mercado, que, olvidándose de la
marcialidad de su uniforme, pasaban las horas de la guardia hablando de
las fábricas de Alcoy o del precio del azúcar y de la seda; todo esto
sin perjuicio de faltar a la ordenanza, abandonando el puesto con
frecuencia para dar un vistazo a sus casas.
En la tertulia de don Eugenio se hablaba de Martínez de la Rosa y de su
malogrado Estatuto; había quien audazmente elogiaba a Mendizábal y pedía
el restablecimiento de la Constitución del 12; se gastaban bromitas
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