Arroz y tartana - 14

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--Siéntense ustedes... siéntense--dijo con su voz reposada, que marcaba
grandes pausas entre sílaba y sílaba--. ¿Qué hay, pollo? ¿Qué le trae a
usted por aquí?
El dependiente estaba ruborizado y se expresaba con dificultad,
impresionado por la mirada del grande hombre.
Don Ramón acogió con noble modestia las expresiones de confianza de su
admirador, y pareció enternecerse con las pocas palabras de Tónica y su
amiga rogándole se dignase aceptar su dinero.
--Estoy muy atareado para poder encargarme de los asuntos de los
demás.... Sin embargo, basta que vengan con este joven, al que aprecio,
para que me decida a hacer algo por ustedes.... ¿Dice usted, niña, que
son ocho mil reales? Bueno; pues compraremos Cubas: es el mejor papel.
Ahora están a noventa y ocho, pero no tardarán en subir, se lo aseguro a
ustedes. Compraremos Cubas.... Yo no afirmo nada, soy como todos y puedo
equivocarme; pero tal vez... tal vez dentro de un año doblaremos el
capitalito. Sí señor; puede que lo doblemos.
Y hablaba sonriendo maliciosamente, golpeándose las manos con expresión
satisfecha, como si le bastara un simple guiño para que las dos mil
pesetas se multiplicaran en millones.
Una corriente de entusiasmo parecía envolver a los tres visitantes. La
fiebre de ganancia que les dominaba por las noches al hablar de negocios
volvía a reaparecer. Ahora, Tónica ya no encontraba tan insignificante a
don Ramón y hasta creía ver en él cierta aureola de hombre de genio.
El papel de estraza que contenía las privaciones y esperanzas de las dos
mujeres quedó sobre la mesa. Allí estaban los ocho mil reales. Podía
hacer don Ramón lo que quisiera. Ellas confiaban en él como si fuese su
padre.
--Bueno; compraré Cubas. El pollo pasará por aquí cuando guste, para que
le entere de la marcha del capitalito.
Y don Ramón les acompañó hasta la mampara, cobijando con mirada amorosa
de padre a sus tres clientes. El dinero quedaba a su espalda, sin
recibo, sin garantía alguna, resguardado por el espíritu de confianza
inquebrantable que circuía la respetable personalidad del banquero
caritativo.
Al salir los tres, asomaba un nuevo cliente, un hombre de chaqueta y
gorra, industrial, que había abandonado un instante su taller para
alcanzar una palabra del ídolo.
--Vamos para arriba--dijo el banquero alegremente, sin dejarle terminar
su saludo--. Su capitalito ha aumentado en un cincuenta por ciento.
Tiene usted ya treinta mil pesetas.
El hombre, pálido de emoción, se contenía para no arrojarse al cuello de
don Ramón y comérselo a besos.
--¡Gracias, muchas gracias! Es usted mi padre. Y para no estorbar al
grande hombre, huyó, trémulo por la noticia, pensando en sus hijos y en
lo que diría su mujer.
Los nuevos clientes de don Ramón atravesaron la oficina tan conmovidos
como el otro. ¡Aquel hombre era un santo! Lo mismo decían los que
estaban en la antesala, gente menuda, con blusa unos y chaqués raídos
otros, todos hombres de fe, que llevaban sus ahorros al santuario de la
honradez, y mientras aguardaban el turno cuchicheaban, haciéndose
lenguas de sus virtudes. Dos días antes, don Ramón, al hacer el balance
del mes, notando que resultaban en su favor quinientas pesetas,
procedentes sin duda de un error en la cobranza, había ido a confesar la
involuntaria falta, entregando la cantidad al cura para que la
repartiese entre los pobres.
Y la noticia circulando de boca en boca, agrandábase, llegando a
arrancar lágrimas de enternecimiento. ¡Qué hombre aquél! No ya el
dinero, sino la propia sangre se le podía dar con entera confianza.
Micaela y Tónica, al estar en la calle, lanzaron un suspiro de
satisfacción. ¡Dios mío! ¡Qué peso se quitaban de encima!
Habían dudado un poco antes de entregar sus ahorros, pero ahora sentían
una dulce confianza pensando que quedaban arriba, en manos de un hombre
a quien todos los días nombraban los periódicos con los títulos de
«acaudalado y filantrópico banquero».


VIII

La vela del Corpus, con sus anchas listas azules y blancas, sombreaba
desde los altos mástiles la plaza de la Virgen.
La muchedumbre, endomingada, agitábase en torno de las _rocas_,
admirando una vez más las carrozas tradicionales que todos los años
salían a luz: pesados armatostes lavados y brillantes, pero con cierto
aire de vetustez, luciendo en sus traseras, cual partida de bautismo, la
fecha de construcción: el siglo XVII.
Recordaban aquellas enormes fábricas de madera pintada, con su lanza
semejante a un mástil de buque y sus ruedas cual piedras de molino, las
carrozas sagradas de los ídolos indios o los carromatos simbólicos que
güelfos y gibelinos llevaban a sus combates.
La gente pasaba revista con una curiosidad no exenta de ternura a la
fila de _rocas_, como si su presencia despertara gratos recuerdos.
Allí estaba la _roca_ Valencia, enorme ascua de oro, brillante y
luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que
simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los
pedestales los santos patronos de las otras _rocas_: San Vicente, con el
índice imperioso, afirmando la unidad de Dios; San Miguel, con la
espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a
pegarle; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma
del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con
torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el
verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la
Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el
cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo
estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas
épocas se trataban las cosas del infierno, la _roca Diablera_; Pintón
coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a
sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados
capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que
asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.
Y todos estos carromatos, legados de la piedad jocosa de pasadas
generaciones, eran admirados por el gentío, que, con un entusiasmo
puramente meridional, se regocijaba pensando en la fiesta de la tarde,
cuando las muías empenachadas se emparejasen en la aguda lanza y los
carromatos conmoviesen las calles con sordo rodar, exuberantes las
plataformas de arremangados mocetones disparando una lluvia de confites
sobre el gentío.
Así como avanzaba la mañana aumentaba el hormigueo en torno de las
rocas, que, vistas de lejos, destacábanse como escollos sobre el oleaje
de cabezas. El primer sol de verano abrillantaba como espejos las
barnizadas tablas de los carromatos, doraba los mástiles, esparcía un
polvillo de oro en la plaza, daba al gigantesco toldo una transparencia
acaramelada, y este cuadro levantino, fuerte de luz, dulcificábase con
el tono blanco de la muchedumbre, vestida de colores claros y cubierta
con los primeros sombreros de paja.
A las doce, cuando mayor era la concurrencia, las de Pajares salieron de
la catedral, devocionario en mano y al puño el rosario de nácar y oro.
Regresaban a casa después de oír misa, y al llegar frente a la
Audiencia vieron correr la gente, oyendo al mismo tiempo un lejano
tamborileo.
--¡La cabalgata! ¡La cabalgata!--gritaba la chiquillería corriendo por
la calle de Caballeros. Y las de Pajares tuvieron que detenerse ante la
muralla de curiosos agolpados al paso de la cabalgata.
Primero pasaron los portadores de las banderolas, con sus dalmáticas de
seda con las barras aragonesas y altas coronas de latón sobre melenas y
barbazas de estopa; tras ellos el cura municipal, el famoso «capellán de
las _rocas_», jinete en brioso caballo encaparazonado de amarillo, el
manteo de seda descendiendo desde el alzacuello a la cola del caballo, y
enseñando la limpia y blanca tonsura al saludar con el bonete al público
de los balcones. Y seguían detrás las _dansetes_, escuadrones de
pillería disfrazada con mugrientos trajes de turcos y catalanes, indios
y valencianos, sonando roncos panderos e iniciando pasos de baile; las
banderas de los gremios, trapos gloriosos con cuatro siglos de vida,
pendones guerreros de la revolucionaria menestralía del siglo xvi; la
sacra leyenda, tan confusa como conmovedora, de la huida a Egipto; los
Pecados capitales, con estrambóticos trajes de puntas y colorines, como
bufones de la Edad Media, y al frente de ellos la Virtud, bautizada con
el estrambótico nombre de la _Moma_; los Reyes Magos, haciendo prodigios
de equitación; heraldos a caballo; jardineros municipales a pie, con
grandes ramos; carrozas triunfales, todo revuelto, trajes y gestos, como
un grotesco desfile de Carnaval, y alegrado por el vivo gangueo de las
dulzainas, el redoble de los tamboriles y el marcial pasacalle de las
bandas.
Detrás, presidiendo la comitiva, como muda invitación hecha al público
para asociarse a la fiesta, iban en las carrozas municipales media
docena de señores de frac, tendidos en los blasonados almohadones,
llevando sobre el vientre, como emblema concejil, la roja cincha y
saludando al público con un sombrerazo protector.
--¡Atrás, niñas!--dijo doña Manuela a sus hijas--. ¡Atrás, que vienen
esos brutos!
Los brutos eran los de la _degòlla_: un pelotón de gañanes con la cara
tiznada, gabanes de arpillera con furias pintadas, y coronados de
hierba, que cerraban la marcha, repartiendo zurriagazos entre los
curiosos que ocupaban la primera fila con sus garrotes de lienzo, más
ruidosos que ofensivos.
Las de Pajares dejaron que se alejase la cabalgata con su estruendo de
tamboriles y dulzainas y siguieron su marcha por las calles cubiertas
con espesa capa de arena para el paso de las rocas.
A la hora de la comida llegó Andresito a casa de las de Pajares. Lo
enviaban sus papas para hacer el ofrecimiento de todos los años. Ya se
sabía que el balcón de _Las Tres Rosas_ era el mejor del Mercado.
Además, los señores de Cuadros tenían gran satisfacción en recibir a sus
amigos; y más aún ahora que el afortunado bolsista había amueblado a
gusto de los tapiceros, y con una brillantez vulgar propia de café o de
fonda, sus habitaciones, antes tan lóbregas como desmanteladas.
Doña Manuela y las niñas aceptaron con entusiasmo el ofrecimiento. ¡Vaya
si irían! Y la viuda de Pajares, que tan mal había hablado de Teresa, su
antigua criada, hacía ahora elogios de ella como si fuese una amiga de
la infancia.
A las tres salía la familia con dirección al Mercado.
Concha y Amparito llamaban la atención con sus vestidos de vivos colores
y las capotitas de paja, que hacían lucir sobre su cabeza toda una
pradera de flores y musgo. La mamá las contemplaba por la espalda,
experimentando la satisfacción orgullosa de un artista. Obra suya era
aquel lujo, y había que reconocer que las niñas sabían lucirlo. Pero
¡ay, Dios! estremecíase al pensar lo que aquello le costaba y las
terribles intranquilidades del porvenir, ¡Siempre el dinero como eterna
pesadilla, amargándole la existencia, a ella que tanto había gastado!
Juanito las dejó a la puerta de _Las Tres Rosas_, para ir en busca de su
novia, y ellas, al subir a las habitaciones de los señores de Cuadros,
encontráronse con una tertulia formada por todos los amigos de la casa:
familias de bolsistas y comerciantes retirados, que imitaban torpemente
los ademanes y gestos que habían podido copiar por las tardes en la
Alameda, paseando en sus carruajes por entre los de la antigua
aristocracia. Hablaban de las modas del verano, «de lo que iba a
llevarse», mientras los hombres, formando grupo cerca de los balcones,
daban en su conversación eternas vueltas en torno del cuatro por ciento
interior y de los billetes hipotecarios de Cuba.
La esposa de Cuadros, que respondía a sus amigas con sonrisas de conejo
y parecía muy preocupada por pensamientos tristes y misteriosos,
abalanzóse a doña Manuela, saludándola con apretado abrazo y sonoros
besos. Parecía una desesperada que encuentra al fin el medio de
salvación.
--Tenemos que hablar, doña Manuela--le dijo al oído--. No, ahora no;
después se lo contaré todo. ¡Ay, si usted supiera...!
Mientras tanto, las niñas de Pajares, las de López el famoso bolsista y
otras amiguitas posesionábanse de los balcones, convirtiéndolos en
pajareras con su charla graciosa y sus ruidosas risas.
La plaza era un mar multicolor de cabezas. Los balcones estaban
adornados con antiguas colgaduras de sólidos colores, las bocacalles
vomitaban sin cesar nuevos grupos en el compacto gentío, y los pájaros
que anidaban en los árboles del Mercado huían ante la granujería que,
montada en las ramas, silbaba y gritaba a los de abajo, con la confianza
del que está en su propia casa. El sol de verano caldeaba la
muchedumbre, por entre la cual paseaban las chiquillas despeinadas y en
chanclas, con el cántaro en la cadera, pregonando el agua fresca, y los
mocetones de brazos hercúleos y arremangados, con pañuelo de seda en la
cabeza, sosteniendo a pulso las pesadas heladoras y ofreciendo a gritos
la horchata y el agua de cebada.
Ya habían sonado las cuatro. En los balcones abríanse, como flores
gigantescas, sombrillas de brillantes colores, agitábanse grandes
abanicos con aleteo de pájaro, y abajo la muchedumbre removíase
inquieta, chocando con las apretadas filas de sillas que orlaban el
arroyo.
Sonó un rugido a un extremo de la plaza, e inmediatamente fue contestado
por un griterío general.
--¡Ya están ahí...! ¡ya están ahí!
Y hubo empellones, codazos, remolinos de cabezas, empujando todos al que
estaba delante para ver mejor.
A lo lejos, empequeñecida por la distancia, apareció la primera _roca_,
en torno de la cual, como jinetes liliputienses, hacían caracolear sus
caballos los soldados encargados de abrir paso. Un alegre cascabeleo
dominaba los ruidos de la plaza y las voces enérgicas del postillón en
traje de la huerta, que gritaba «¡_arre_! ¡_arre_!» manejando con rara
maestría una docena de ramales.
Las _rocas_, una tras otra, fueron desfilando por la plaza, produciendo
cada una de ellas una verdadera revolución. Trotaban, arrastrando los
pesados armatostes, las docenas de muías gordas y lustrosas salidas de
las cuadras de los molinos, con los rabos encintados, las cabezas
adornadas con vistosas borlas y entre las orejas tiesos y ondulantes
penachos. Cogidos a sus bridas corrían los criados de los molineros,
atletas de ligera alpargata, despechugados y con los brazos al aire,
que, a la voz de «¡alto!», se colgaban de las cabezadas, haciendo parar
en seco a las briosas bestias. Colgando de las traseras de los
carromatos balanceábanse racimos de chicuelos, que al menor vaivén caían
en la arena, saliendo milagrosamente de entre las patas de los caballos.
En las plataformas iban los de la Lonja, tratantes en trigo, molineros,
gente campechana y amiga del estruendo, que, en mangas de camisa,
botonadura de diamantes y gruesa cadena de oro en el chaleco, arrojaban
a los balcones con la fuerza de proyectiles los ramilletes húmedos y
los cartuchos de confites duros como balas, con más almidón que azúcar.
Cada _roca_ esparcía el terror y el regocijo a un tiempo. La movible
batería de brazos disparaba ruidosa metralla, cubriendo el aire de
objetos; los cristales caían rotos, y hasta las persianas quedaban
desvencijadas bajo la granizada de confites.
En los balcones, las señoritas cubríanse el rostro con el abanico,
temerosas al par que satisfechas de que las acribillasen con tan
brutales obsequios. Abajo estaban los bravos, que por un chichón más o
menos no querían mostrar miedo e insultaban a los de las _rocas_ cuando
se agotaban los proyectiles, hasta que aquéllos les arrojaban a la
cabeza los cestones vacíos. Cada vez que caía un cartucho o un ramo
sobre la gente, mil manos se levantaban ansiosas, originándose disputas
por su posesión.
Pasó por fin la última _roca_, la _Diablura_, donde iba la gente de
trueno, más atroz en sus obsequios y tenaz en proporcionar ganancias a
los almacenes de cristales, y la calma se restableció en la plaza,
comenzando a aclararse el gentío.
En casa de Cuadros, las señoras, cansadas de permanecer tanto tiempo de
pie en los balcones, iban en busca de los mullidos asientos de las
salas. En un balcón, completamente solas, estaban doña Manuela y la
señora de Cuadros, cobijándose ambas bajo la misma sombrilla, afectando
mirar a los transeúntes y hablando en voz baja con tono grave y
misterioso.
La viuda de Pajares mostrábase maternal y daba consejos a su amiga con
cierta altiva superioridad. Vamos a ver, ya estaban solas. ¿Qué era
aquello? ¿Algún disgusto de familia? Podía hablar con entera franqueza,
pues ya sabía el gran interés que le inspiraba todo lo de su casa. Pero
doña Manuela, a pesar de su superioridad, no pudo ocultar la sorpresa
que le produjo conocer la verdad.
¡Vaya con el señor de Cuadros! ¡Quién iba a imaginarse una cosa así...!
Todos los hombres son lo mismo. No hay que fiarse de ellos, y más si han
sido tranquilos en su juventud, pues ya es sabido que «el que no la
hace a la entrada la hace a la salida». Lo mismo le había ocurrido a
ella con el doctor. Se casó, creyendo que un hombre grave, que tan
enamorado se mostraba, no podía serle infiel; y sin embargo, ya tenía
ella que contar de los últimos años de matrimonio.
--Ni Santa Rita de Casia, amiga Teresa, sufrió tanto como yo con aquel
hombre endemoniado. En fin, usted ya lo sabe.... Pero cuente usted. A lo
que estamos, que lo mío ya pasó y a nadie interesa.
Y doña Manuela, como persona inteligente en el asunto, escuchaba la
relación de la pobre Teresa, que balbuceaba y tenía que hacer esfuerzos
para no llorar. Por la mañana lo había descubierto todo. Bien es verdad
que ya recelaba algo, en vista del despego con que la trataba su
Antonio. Pero ¿quién podía imaginarse que aquel hombre se atreviera a
tanto? Ella le creía ocupado únicamente en ganar dinero para su casa; y
aquella mañana, al limpiar una de sus chaquetas, había encontrado en el
bolsillo interior una carta que le costó gran trabajo leer, porque ella
no estaba fuerte en estas cosas.
--¿Y de quién era?--preguntó la viuda con curiosidad ansiosa.
--De una tal Clarita. Pero ¡qué carta, doña Manuela! ¡Qué cosas tan
indecentes había en ella! Parece imposible que hombres honrados y con
hijos puedan leer tales porquerías.
Y la pobre mujer ruborizábase, mostrando en su cara nacida y lustrosa de
monja enclaustrada la misma expresión de vergüenza que si fuese ella la
autora de la carta.
--Pero ¿quién es esa Clarita? ¡Valiente apunte será la tal...!
--Aguarde usted; apenas me enteré de todo sentí ganas de irme a la cama,
donde todavía estaba Antonio, para arañarle.... No se ría usted, doña
Manuela; hubiera querido ser hombre, para hacer una barbaridad.... ¡Pero
una vale tan poco...! Además, cuando se es honrada y se quiere al
marido, se le tiene respeto y no se atreve una a ciertas cosas. Antonio
sabe mucho y es capaz de hacerme ver que lo blanco es negro.
Y la buena Teresa, a pesar de su encono, sentíase dominada por la
admiración que profesaba a su marido, aquel modelo, «aunque le estuviera
mal el decirlo».
--Pero ¿qué hizo usted?
--Lo primero que se me ocurrió fue averiguar quién era la tal Clarita, y
como en su carta le encargaba _al mío_ que fuese a ver al dueño de su
casa para pagarle un trimestre, indicándole dónde vive ese señor, fui
allá esta mañana, después de oír misa, y supe que la tal inquilina está
en la calle del Puerto, en un entresuelito que le han ido pagando en
diferentes épocas otros señores de la Bolsa tan imbéciles como mi
Antonio.
--¿Y no averiguó usted más?
--¡Buena soy yo para dejarme las cosas a medio hacer! Fui también a la
calle del Puerto, hice hablar a la portera, y... ¡ay, doña Manuela, qué
cosas supe! Parece imposible que se consienta la vida de unas mujeres
así. La tal Clarita es una perdida, ¿sabe usted, doña Manuela? Lo repito
tal como me lo dijo aquella mujer. ¡Válgame Dios, y qué cosas me contó!
Toda la calle se fija en ella y se burla de su lujo y sus pretensiones.
La portera me dijo que hace dos años vendía géneros de punto aquí, en el
Mercado; pero ahora se da el tono de una princesa y habla de su mamá,
una _tianga_ que cuando no le da un duro le chilla desde el patio y arma
escándalo para que se entere toda la calle. ¡Ay, doña Manuela! ¡Que mi
marido se haya metido en semejante podredumbre...! Porque si usted la
viera, se asombraría de que los hombres puedan caer en tal tentación. La
portera me la enseñó estando en su balconcito, con una bata muy lujosa,
que bien puedo decir que me la ha robado a mí. ¡Y era fea, doña Manuela,
muy fea! Huesos y pellejo nada más; pero con unos ojos de desvergonzada,
que es sin duda lo que les gusta a los hombres.... ¡Mi Antonio, un
hombre tan serio, con esa mala piel! ¡Ay, doña Manuela de mi alma, yo
creo que me va a dar algo!
Y la pobre mujer, no pudiendo resistir más, cubríase con el abanico los
lacrimosos ojos, mientras doña Manuela le recomendaba la serenidad.
--No llore usted, Teresa; eso es lo que le gustaba al mío. Los hombres
gozan haciéndonos padecer. Todo menos llorar. Cuando usted hable con
Antonio, muéstrese seria y altiva. Nada de cariño; si no, los muy pillos
se esponjan y se engríen.
--¿Hablarle yo? No señora. No tengo valor para tanto. Además, tiemblo al
pensar lo que ocurriría en esta casa si yo hablase. ¿Qué pensaría mi
pobre Andresito? ¿Qué diría don Eugenio, que es la honradez
personificada? Y la verdad es que debía hablar a mi marido para abrirle
los ojos, pues aunque resulte un malvado en casa, es un tonto fuera de
ella. Esa mujer le engaña y se burla de él. Me lo ha dicho la portera y
lo sabe toda la calle. Antonio es quien sostiene los gastos de la casa;
pero cuando él no está entran como visitas los corredores jóvenes, toda
la pollería de la Bolsa, que se burla de mi marido. ¡Ay, Señor, qué
vergüenza! ¡Y ese hombre tan satisfecho y tan tranquilo, sin acordarse
de que tiene mujer y un hijo y que su nombre es muy respetado en la
plaza...!
Teresa gimoteaba tras el abanico, y doña Manuela, a pesar de su
curiosidad, en fuerza de mirar a la plaza acabó por distraerse.
Comenzaban los preparativos de la procesión. Las bandas militares
atronaban las calles inmediatas con sus ruidosos pasodobles, y rompiendo
el gentío pasaban los regimientos, con los uniformes cepillados y
brillantes, moviendo airosamente al compás de la marcha los rojos
pompones de gala y las bayonetas, doradas por los últimos resplandores
del sol.
Pasaban los invitados a la procesión caminando apresuradamente, muy
satisfechos de atraer la atención de la embobada muchedumbre: unos de
frac, luciendo condecoraciones raras; otros con uniforme de Maestranzas
y Órdenes de caballería, vestimentas extrañas, con el sombrero apuntado
y la casaca de vistosos colorines, que daban a sus poseedores el
aspecto de pájaros exóticos.
Las dos amigas volvieron a reanudar su conversación. Doña Manuela, con
aire maternal, daba consejos a la desconsolada esposa: ella, en lugar de
Teresa, daría un disgusto al esposo infiel echándole en cara su
conducta.... ¿Que no se atrevía? Pues esto es lo que ella hacía con el
difunto doctor Pajares.... En fin, cada una tiene su carácter.
Pero Teresa, aunque daba por muy acertadas todas las palabras de su
amiga, asustábase ante la suposición de tener que reñir al marido por su
conducta. ¡Ah, si ella tuviera una persona que se interesase por su
suerte y la de la casa, qué gran favor le haría encargándose de
sermonear a aquel hombre que, a pesar de sus bigotazos y sus palabras
campanudas, se dejaba engañar como un niño! ¡Qué obra tan caritativa
lograr que aquel hombre alejado de los afectos de la familia volviese a
ser buen padre y buen marido!
Y Teresa miraba ansiosamente a su altiva amiga al formular tales deseos.
No necesitó más doña Manuela. Ella se encargaba de ser esa persona que,
velando por la moral de la familia, devolviese el marido infiel a los
brazos de la esposa resignada. Y la viuda se crecía al hacer tales
ofrecimientos, adoptando una actitud teatral y asegurando que realizaría
tal conquista, aunque para ello necesitase de algún tiempo.
Las dos mujeres, ya que no pudieron abrazarse en su rapto de
enternecimiento, por hallarse en el balcón, se estrecharon conmovidas
las manos, y así estuvieron largo rato, hasta que vinieron a sacarlas de
su triste arrobamiento los gritos de las jóvenes que ocupaban el balcón,
inmediato.
--¡La procesión! ¡Ya está ahí la procesión! A este grito, las señoras
mayores abandonaron las butacas de la sala, para apelotonarse en los
balcones, teniendo a sus espaldas a los caballeros, que de vez en cuando
se alzaban sobre las puntas de los pies para ver mejor.
En el extremo de la plaza aparecieron las banderolas con las rojas
barras de Aragón, y sonaron dulzainas pausada y majestuosamente, tañendo
las melancólicas danzas del tiempo de los moriscos. Detrás iban los
_enanos_, con sus enormes cabezas de cartón, que miraban a los balcones
con los ojos mortecinos y sin brillo. Y entre el repique de las
castañuelas y redoble de los atabales, avanzaban las cuatro parejas de
_gigantes_, enormes mamarrachos cuyos peinados llegaban a los primeros
pisos y que danzaban dando vueltas, hinchándose sus faldas como un
colosal paracaídas.
Entraron en la plaza las banderas de los gremios, llevando en su remate
la imagen del santo patrón del oficio; y era de ver el entusiasmo con
que aplaudía el público los prodigios de equilibrio de los portadores
sosteniéndolas enhiestas sobre la palma de la mano, moviéndolas a compás
del redoble de los enormes y viejos tambores que hacían sonar los toques
de los tercios obreros en la guerra de las Germanías.
Después comenzó la parte monótona de la procesión. Un desfile de más de
cien imágenes con sus correspondientes cofradías y asilos; más de un
millar de cabezas que pasaban por debajo de los balcones con la raya
partida y el pelo aceitoso o rizado. Al compás de los valses o marchas
fúnebres que entonaban las bandas, contoneábanse los devotos cirio en
mano; y el desfile de santos continuaba, lento, monótono, aplastante:
unos, desnudos, con las carnes ensangrentadas y sin otra defensa del
pudor que unas ligeras enagüillas; otros, vestidos con pesados ropajes
de pedrería y oro. Pasaban los mártires con el rostro contraído por un
gesto de fiero dolor, los místicos con los brazos extendidos y los ojos
velados por el éxtasis de la felicidad; y tan pronto aparecía un santo
con dorada mitra o rizada sobrepelliz, como lucía otro sobre su cabeza
el acerado casco de guerrero.
La multitud se arremolinó, movida por el regocijo, y exclamaciones de
alegre curiosidad salieron de muchas bocas. Desfilaba la parte grotesca
de la procesión, conservada por el espíritu tradicional como recuerdo
de las épocas más religiosas de nuestra historia, que unían siempre el
regocijo a la devoción.
En larga fila, contestando a las cuchufletas y carcajadas del gentío con
burlescos saludos, aparecían las figuras más salientes del gran poema
bíblico. David, con corona de latón, barba de crin y el floreado manto
barriendo los adoquines, avanzaba pulsando los bramantes de su arpa de
madera; Noé, encorvado como un arco, apoyado convulsivamente en su
bastoncillo, enseñaba el palomo que llevaba en su diestra a aquella
muchedumbre que reía locamente ante esta caricatura de la vejez; detrás
venía Josué, un mozo de cordel vestido de centurión romano, apuntando
con una espada enmohecida a un sol de hoja de lata y caminando a grandes
zancadas como un pájaro raro; y cerraban el desfile las heroínas
bíblicas, las mujeres fuertes del Antiguo Testamento, que salvaban al
pueblo de Dios cortando cabezas o perforando sienes con un clavo,
representadas todas ellas por mancebos barbilampiños, embadurnadas las
mejillas con albayalde y bermellón y vestidos con trajes de odaliscas.
Su paso producía escándalo. Las mujeres sonreían, y no faltaban chuscos
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