Arroz y tartana - 07

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esta letanía de poetas. Todos muy señores míos, pero que los oía mentar
por vez primera, a excepción de Ausias March, por ser su nombre el de la
calle donde ella tenía su modista.
A él le era imposible vivir si Amparito se negaba a amarle; necesitaba,
para no aborrecer la vida, que ella se decidiese a ser su musa, su
inspiración. Y el lindo bebé, aunque por costumbre seguía riendo,
sentíase muy satisfecha en su interior de ser musa de alguien, honor que
jamás alcanzaría su hermana Concha. La consideración de hacerse superior
a su hermana era lo que más la empujaba a decir que sí. Además, un novio
no se presenta a cada instante, y aunque existe el inconveniente de que
ella era hija de un doctor famoso--según afirmaba la mamá--, y los
padres de Andresito eran unos ordinarios--también según doña Manuela--,
confiaba que, con el tiempo, la brillante posición que se proponía
conquistar el chico lo allanaría todo.
Y cuando con más calor hablaba Andresito de sus tormentos amorosos, la
niña le interrumpió, diciéndole con su tonillo bromista, como quien
accede a tomar parte en un juego:
--Bueno; seremos novios... pero ¡por Dios! que nada sepa la mamá.


IV

El Carnaval de aquel año fue muy alegre para la familia de doña Manuela.
Las niñas se divirtieron. Rafaelito era socio de todos los círculos
distinguidos y decentes donde se baila, mientras arriba, en una
habitación con luces verdes, guardada y vigilada como antro de
conspiradores, rueda la ruleta con sus vivos colorines o se agrupan los
aficionados en torno de las cuatro cartas del _monte_.
¡Qué noches aquéllas de emociones, de nerviosas alegrías, de mareos
voluptuosos, y después de aplastamiento, de brutal cansancio...! Juanito
era el encargado de abrir la puerta cuando la familia volvía del baile.
En la madrugada, cerca de las cuatro, oía chirriar los pesados portones,
entraba el carruaje en el patio, con gran estrépito, y él saltaba de la
cama metiéndose los pantalones. La entrada de la familia le deslumbraba,
sintiendo el infeliz una impresión de vanidad. Las hermanitas, vestidas
unas veces con trajes de sociedad, obra de una modista francesa, y que
todavía estaban por pagar; graciosamente disfrazadas otras de
labradoras, de _pierrots_ o de calabresas; Rafael, de etiqueta, embutido
en un gabán claro, tan corto de faldones que parecía una americana; y
la mamá satisfecha del éxito alcanzado por sus niñas, y a pesar del
cansancio, sonriente y majestuosa con su vestido de seda, que crujía a
cada paso, y encima el amplio abrigo de terciopelo, Juanito contemplaba
con el cariño de un padre este desfile desmayado que iba en busca de la
cama, arrojando al paso en las sillas los adornos exteriores. La mamá
era siempre para él un ídolo, un ser superior, y los hermanos, al verlos
tan elegantes, le hacían recordar la época en que él, pequeño, pero
avispado por el desvío maternal, les servía de niñera cuidadosa,
llevándolos en sus brazos y sufriendo con sublime abnegación sus
infantiles caprichos.
Levantábase mal arropado, tosiendo y tembloroso, a abrir la puerta, pues
era preciso dejar, dormir a las criadas, para que al día siguiente el
cansancio no las entorpeciera en sus trabajos. Además, la vista de su
familia parecía traerle algo de los esplendores de la fiesta, el perfume
de las mujeres, los ecos de la orquesta, el voluptuoso desmayo de las
amarteladas parejas, el ambiente del salón, caldeado por mil luces, y el
apasionamiento de los diálogos. Y después de aspirar ese perfume
fantástico de un mundo desconocido que su familia parecía traerle entre
los pliegues de sus ropas, el pobre muchacho volvía a la cama, para
dormir tres horas más y emprender después el camino de la tienda,
mientras la mamá y los hermanos roncaban su primer sueño con la fatiga
propia de las noches de baile.
Después, a la hora de la comida, eran los comentarios, los recuerdos
agradables, los berrinches por supuestas ofensas que en el primer
instante habían pasado inadvertidas, y que, agrandándose ahora en la
imaginación, pedían venganza. Las dos niñas recordaban la ligera sonrisa
de las de López al examinar sus disfraces de calabresas. ¡Reírse de
ellas! ¡Las muy cursis! Mejor harían en darse una vueltecita alrededor
de ellas mismas, pues no es muy chic ir siempre a los bailes con el
mismo dominó blanco, de modo que al entrar con la careta puesta, toda
la pollería gritaba: «¡Ya están ahí las de López!»
Aparte de estos disgustos colectivos, las dos niñas los sufrían también
particularmente. Conchita estaba furiosa contra Roberto del Campo, «el
pollo bonito», como le llamaban algunas. Mucha palabrería, requiebros a
granel; pero de declaración seria y formalmente... ¡ni esto! Bailaba con
ella, y a lo mejor abandonaba a su pareja y salía del salón, para no
reaparecer hasta la hora del _galop_ final. Su excusa era siempre la
misma: tenía algo que arreglar con Rafaelito.
--¿Dónde os metéis, condenados?--preguntaba la hermana al día
siguiente--. ¿Qué diversión es esa que os hace tan groseros?
--Mujer, son cosas de hombres. Mientras vosotras bailáis, nosotros nos
dedicamos a ocupaciones más serias.
Serias, sí; tan serias eran, que Rafaelito tenía frita a la mamá--según
propia expresión--, pidiéndola cinco duros al día siguiente de los
bailes. El Carnaval tenía para él mala pata, y al susurro de la orquesta
que sonaba abajo, salía bailoteando siempre la carta contraria y se
llevaba al montecillo del banquero las pesetas de mamá.
Amparo también tenía sus disgustos. Lo que a ella le pasaba no podía
ocurrirle a nadie. Aquello no era tener novio ni tener nada. Vamos a
ver: ¿para qué tiene novio una muchacha? Para lucirlo, para que lo vean
las amigas y rabien un poco... ¿no es verdad? Pues ella no podía darse
tal placer. Andresito no tenía un cuarto y no era socio de los círculos
donde iba ella. Sus papas lo llevaban bastante elegantito, eso sí, pero
limitábanse a darle los domingos tres pesetas y un sermón encargándole
que no fuese derrochador ni calavera, que mirase en qué gastaba su
dinero... y mucho cuidadito con meterse en sitios malos. Mendigaba
alguna invitación en las redacciones de los periódicos, y si la
conseguía, iba al baile, pero sólo hasta la una. ¿Ha visto usted? Hasta
la una, la hora en que iban llegando las amigas y el baile comenzaba a
animarse. Sólo una vez consiguió que Andresito se esperase hasta las
dos, pero al día siguiente sospechó con fundamento que en _Las Tres
Rosas_ habían estado a la espera, tras la puerta, unos ásperos bigotes y
una vara de medir, para dar las «¡buenas noches!» en las costillas al
bailarín rezagado.... ¿Era esto un novio serio? Y luego, aunque se quede
usted sólita en el baile, mucho cuidado con aceptar invitación de tantos
pollos amables, porque si el señor sabe que se ha bailado, pone un
hocico inaguantable y habla de un tal Otelo, y dispara un soneto en que
le pone a una de pérfida, perjura e infiel, que no hay por dónde
cogerla.... No señor; la cosa no puede seguir así. Ella se tenía la
culpa, por no hacer caso de mamá, que decía que los de _Las Tres Rosas_
eran unos ordinarios. Andresito era un buen chico, pero ella no podía
estar en ridículo y que las amigas le preguntasen irónicamente por su
novio. Como se decidiera otro que estaba a la vista, era cosa hecha:
plantaba a Andresito.
Llegaron los tres días de Carnaval. Por las mañanas, entre las
estudiantinas y comparsas que corrían las calles, pasaban las familias
ostentando a algún niño infeliz enfundado en la malla de Lohengrin, el
justillo de Quevedo o los rojos gregüescos de Mefistófeles. Los ciegos y
ciegas que el resto del año pregonan el papelito en el que está todo lo
que se canta iban en cuadrilla, guitarra al pecho, vestidos de
pescadores u odaliscas, mal pergeñados, con mugrientos trajes de
ropería.
Muchachos con pliegos de colores voceaban las _décimas y cuartetas_,
_alegres y divertidas_, _para las máscaras_, colecciones de disparates
métricos y porquerías rimadas, que por la tarde habían de provocar
alaridos de alegre escándalo en la Alameda. En la puerta del Mercado
vendíanse narices de cartón, bigotes de crin, ligas multicolores con
sonoros cascabeles, y caretas pintadas, capaces de oscurecer la
imaginación de los escultores de la Edad Media, unas con los músculos
contraídos por el dolor, un ojo saltado y arroyos de bermellón cayendo
por la mejilla; otras con una frente inmensa, espantosa; caras de
esqueletos con las fosas nasales hundidas y repugnantes; narices que son
higos aplastados, o que se prolongan como serpenteante trompa con un
cascabel en la punta; sonrisas contagiosas que provocan la carcajada y
carrillos rubicundos a los que se agarra un repugnante lagarto verde.
Los estudiantes, con el manteo terciado, tricornio en mano y ondeante en
la manga el lazo de la Facultad, corrían las calles como un rebaño loco,
asediando a los transeúntes para sacarles el dinero en nombre de la
caridad. Por la plazuela de las de Pajares desfilaron los de Medicina y
Derecho, y en torno de la enhiesta bandera amarilla o roja, las músicas
rompieron a tocar alegres valses, que rápidamente poblaban los balcones.
La expansión ruidosa de la juventud libre y sin cuidados invadía la
plaza como una atronadora borrachera. Volaban los tricornios a los
balcones; cada cara bonita provocaba floreos interminables, en los que
la hipérbole dilatábase hasta lo desconocido; y había muchacho que,
impulsado por alguna copita traidora, despreciaba la vulgar invitación
de las escaleras y se encaramaba por la fachada, agarrándose a las
rejas, para entregar un ramo de flores a la niña y pedirle un duro a la
mamá. Concha y Amparo recibían una ovación y doña Manuela, roja de
orgullo, repartía sonrisas y pesetas a todo el enjambre de diablos
negros, voceadores y gesticuladores que se agolpaba bajo el balcón. A
espaldas de ellas estaba Andresito Cuadros, que acababa de entrar en el
salón con el manteo terciado, una bayeta infame que tiznaba de negro la
camisa y la cara. Llevaba ramos para la mamá y las niñas, y estuvo
locuaz, atrevido, aunque, con gran desencanto de Amparito, no intentó
como los otros, subir por la fachada, sistema que a ella le parecía muy
interesante.
Por la tarde, Nelet enganchaba la galerita, y a la Alameda, donde la
fiesta tomaba el carácter de una saturnal de esclavos ebrios.
El disfraz de labrador era un pretexto para toda clase de expansiones
brutales; y acompañados por el retintín de los cascabeles de las ligas,
trotaban los grupos de zaragüelles planchados, chalecos de flores,
mantas ondeantes y tiesos pañuelos de seda. Un berrido ensordecedor, un
«¡_che_... _e_..._e_!» estridente, prolongado hasta lo infinito, como el
grito de guerra de los pieles rojas, conmovía las calles. Las criadas,
endomingadas, huían despavoridas al escuchar el vocerío; y pasaba la
tribu al galope, dando furiosos saltos, con sus caretas horriblemente
grotescas y esgrimiendo por encima de sus cabezas enormes navajas de
madera pintada con manchas de bermellón en la corva hoja. Revueltos con
ellos, iban los disfraces de siempre: mamarrachos con arrugadas
chisteras y levitas adornadas con arabescos de naipes; bebés que
asomaban la poblada barba bajo la careta y al compás del sonajero decían
cínicas enormidades; diablos verdes silbando con furia y azotando con el
rabo a los papanatas; gitanos con un burro moribundo y sarnoso tintado a
fajas como una cebra; payasos ágiles, viejas haraposas con una
repugnante escoba al hombro, y los tíos de «¡al higuí!» golpeando la
caña y haciendo saltar el cebo ante el escuadrón goloso de muchachos con
la boca abierta.
Toda esta invasión de figurones que trotaba por la ciudad, voceando como
un manicomio suelto, dirigíase a la Alameda, pasaba el puente del Real
envuelta con el gentío, y así que estaban en el paseo, iban unos hacia
el Plantío para dar bromas insufribles, sonando las bofetadas con la
mayor facilidad. La galerita de las de Pajares, a pesar de su cubierta
charolada, de los arneses brillantes y de sus ruedas amarillas, tan
finas y ligeras que parecían las de un juguete, aparecía empequeñecida y
deslustrada en el gigantesco rosario de berlinas y carretelas, faetones
y dog-carts que, como arcaduces de noria, estaban toda la tarde dando
vueltas y más vueltas por la avenida central del paseo.
Rafaelito habíase disfrazado de _clown_, y con otros de su calaña
ocupaba un carro de mudanzas, sobre cuya cubierta hacían diabluras y
saludaban con palabras groseras a todas las muchachas que estaban a tiro
de sus voces aflautadas. ¡Vaya unos chicos graciosos!
El carruaje de doña Manuela llevaba escolta. Un buen mozo con negro
dominó, montando un caballo de alquiler, marchó toda la tarde como
pegado a la portezuela, hablando con Concha, mientras la mamá y Amparo
miraban las máscaras. Era Roberto del Campo, el cual, a pesar de su
gallardía, iba resultando un posma, que sólo sabía decir floreos, sin
llegar nunca a declararse. La mamá comenzaba a no encontrar tan seductor
a aquel espantanovios. Dios sabe cuántas proposiciones habría perdido la
niña por culpa de aquel hombre, que gozaba todas las intimidades de un
novio, sin decidirse nunca a serlo. Pero Conchita se mostraba sorda a
los consejos de mamá. Ella lo pescaría; los hombres que las echan de
listos caen cuando menos lo esperan: todo era cuestión de tiempo y de
presentar buena cara.

Pasó el Carnaval y doña Manuela se vio en plena Cuaresma. Era la hora de
purgar los derroches y las alegrías de la temporada anterior. La modista
francesa presentaba la cuenta de los trajes de las niñas, y además hacía
falta dinero para los gastos de la casa. Total, que doña Manuela
necesitaba tres mil pesetas.
Su amiga doña Clara, la corredora de los prestamistas, de la que don
Juan hablaba pestes, no encontraba dinero para la viuda de Pajares.
--Francamente, doña Manuela: ¡tiene usted por ese mundo tantos pagarés
renovados y con intereses que no siempre se cobran...! Mis amigos se
niegan a dar un céntimo. ¡Si usted encontrase una persona con garantías
que quisiera avalar su firma...!
¡Persona con garantías...! No era tan fácil encontrar esto, que los
prestamistas pedían con tanta sencillez. Allí estaba su hermano, que
solamente con una palabra podía sacarla del apuro; pero no había que
pensar en semejante miserable, capaz de dejar perecer a toda su familia
antes que desprenderse de una peseta. ¡Qué angustiosa situación! ¡Y que
una persona distinguida como ella tuviera que verse en tal aprieto por
unas cuantas pesetas, cuando tantos miles había arrojado por la ventana
en otros tiempos...!
Había que pagar a la modista; la idea de que ésta podía decir la verdad
a sus parroquianas, todas señoras distinguidas, horrorizaba a la viuda,
a pesar de que no tenía la menor amistad con ellas. Y a fuerza de
cabildeos, acabó por encontrar la solución. La tenía al alcance de su
mano. Juanito, propietario y mayor de edad, era la firma con garantías
que ella necesitaba. En cuanto a las amenazas de don Juan, que había
previsto el caso, se burlaba de ellas. ¿No era Juanito su hijo?
Nunca vio el pobre muchacho tan dulce y complaciente a su mamá. La
escuchó, como siempre, embelesado, deleitándose con el eco de su voz, y
la madre tuvo necesidad de repetir sus peticiones para que Juanito se
diese cuenta de lo que decía. A pesar de su fanática adoración, el
muchacho experimentó cierto sobresalto al enterarse de que se le pedía
una firma por valor de tres mil pesetas. No lo podía remediar. Estaba
amasado con pasta de comerciante, y en cuestiones de dinero reaparecía
en él lo que tenía del padre y del abuelo.
--Pero mamá, ¿tan mal estamos de fortuna?
Doña Manuela estuvo elocuente. La vida cada vez más cara, las exigencias
del rango social muy costosas, y sobre todo, los hijos, ¡ay, los
hijos...! ¿Tú sabes, Juanito, lo que me costáis?
Y Juanito callaba, a pesar de que tenía razones de sobra para responder.
Desde la muerte de su padre se había comido la viuda la renta de su
huerto; lo llevó vestido hasta los veinte años con los desechos de su
padrastro; había ahorrado a su madre el gasto de una criada, cuidando
fervorosamente a sus hermanitos, aguantando sus rabietas de criaturas
nerviosas, y hacía ya diez años que ganaba su salario en _Las Tres
Rosas_, entregándolo íntegro a la mamá. ¿Qué gastos hacía él, vamos a
ver? En cambio, los otros.... Pero a los otros había que dejarlos en
paz. Él los quería lo mismo que a mamá, y su pena era no poder darles
más. Y el pobre muchacho callaba, sufriendo pacientemente las irritantes
mentiras de doña Manuela, que seguía hablando de los sacrificios por los
hijos. En fin, que necesitaba tres mil pesetas, y esperaba que Juanito,
su niño querido, salvaría la casa.
--Pero mamá, podíamos hablarle al tío. Él nos dejaría esa cantidad sin
intereses.
¿Al tío...? ¡Horror! Ni una palabra. Era un egoísta, un grosero, un
hombre sin educación.
--Cuidado, Juan, con decirle una palabra. Darías un disgusto a tu mamá.
--Pues entonces, puedo pedirlas a mi principal. Aunque don Antonio anda
ahora muy ocupado en eso de la Bolsa, siempre tendrá tres mil pesetas
para favorecer a unos buenos amigos.
Tampoco. A ése, menos. No quería adquirir compromisos con unas personas
así... tan ordinarias. Justamente había sabido el día anterior que
Amparito tenía relaciones con el hijo de Cuadros, y había experimentado
un verdadero disgusto. Unas relaciones sin «sentido común». ¡Casar a
Amparito, a la hija del doctor Pajares, con el hijo de Teresa, que había
sido criada de doña Manuela! No; la familia no había llegado aún tan
bajo, y aunque apurada, no estaba para emparentar con una fregona. Ya se
sabía que Antonio Cuadros se había lanzado en plena Bolsa, y aunque con
timidez, hacía sus operaciones; pero cuando tuviera muchos miles de
duros, ¡muchos! entonces podía volver Andresito... y veríamos.
Decididamente, no quería pedir préstamos a una gente inferior, que la
trataría con desdeñosa confianza al conocer sus apuros.
Y descartados don Juan y el comerciante, doña Manuela volvió a la carga;
el hijo intentó resistirse, pero al fin le aturdieron las caricias
maternales y firmó cuanto quiso la mamá.
La consideración de que parte de aquel dinero era para pagar el abono de
las tres butacas que la familia tenía en el Principal a turno impar le
hizo decidirse. Sin teatro, ¿qué iban a hacer sus hermanitas? ¿Para qué
aquellos trajes que tan caros costaban? Allí podían encontrar buenas
proposiciones que asegurasen su porvenir, y sería una crueldad que él
cortase la carrera a las dos muchachas.
Y Juanito sintióse feliz, en aquella temporada de Cuaresma, cada noche
que cenaba con la familia, puesta de veinticinco alfileres, comiendo
incómoda con la _toilette_ de teatro y estremeciéndose de impaciencia,
mientras abajo sonaban las coces del caballo contra los guijarros del
patio y los tirones que daba a la galerita.
Cantaba un tenor «eminencia», uno de esos tiranuelos de la escena que
cobran por noche cinco mil francos para entonar una romanza o un dúo y
estar de cuerpo presente en el resto de la obra. Era signo de distinción
y de buen gusto dejarse robar por la eminencia; se congregaba para
cruzar sonrisas y saludos lo mejorcito de Valencia, y las dos niñas
pasaban el día siguiente hablando con entusiasmo del _do_ de pecho del
tenor y de los vestidos escotados de las del palco 7; de los diamantes
de la tiple y de la facha ridícula del director de orquesta, un tío
melenudo, con gafas de oro, que en los momentos difíciles braceaba como
un loco, se levantaba del sillón y parecía querer pegarles a los
músicos, a los artistas y hasta al público.
El gran tenor y sus triunfos figuraban en todas las conversaciones, y al
fin, el pobre muchacho cayó en la tentación, no de oír el _Otello_ de
Verdi, sino de ver el bicho raro que abriendo la boca se tragaba cinco
mil francos de una sentada. Él, que sin remordimiento había firmado por
tres mil pesetas, tuvo que reflexionar y hacer un esfuerzo supremo para
gastarse cuatro. ¡Alguna vez había de ser calavera! Y empujado por la
muchedumbre, asaltó las alturas, el «paraíso» de fuego, donde,
acoplándose cada espectador entre las rodillas del vecino inmediato,
formaba el público un mosaico apretado y sólido. Allí permaneció toda la
noche, confundido con la demagogia lírica, sin entender una palabra,
fastidiándose horriblemente, diciendo en su interior que aquella música
era como la de las iglesias, pero sin valor para estornudar ni mover pie
ni mano, por miedo a aquellos señores que oían con la boca entreabierta,
los ojos puestos en el techo, inertes y extasiados como fakires en el
_nirvana_, y que, al menor ruido, ponían el mismo gesto que si un ratero
les hurtase el bolsillo. Al terminar el acto, armaban una algarabía de
mil diablos, discutiendo e insultándose en un _caló_ ininteligible, y
sacando a colación la madera, el metal y la cuerda, como si tratasen de
construir un navio.
Juanito, contagiado por el ardor de pelea que reinaba en las alturas,
sentía tentaciones de gritar que aquello era fastidioso y lo de los
cinco mil francos un robo; pero callaba, por miedo a los energúmenos
artísticos, y consolábase mirando abajo las rojas filas de butacas,
donde se destacaban los lindos sombreros de sus hermanas y la majestuosa
capota de mamá. Un sentimiento de orgullo le invadía al contemplar a su
familia tan esplenderosa en aquel ambiente cargado de luz y de perfume,
y hasta ciertos instantes le faltó poco para llamar a Amparito y hacerle
un cariñoso saludo.
¡Y pensar que en casa se pasaban tantos apuros para sostener aquel lujo!
¡Quién lo diría viéndolas tan elegantes y risueñas, especialmente la
mamá, que lucía brillantes en pecho, orejas y manos, y que antes quería
pasar hambre que deshacerse de ellos...! Y el pobre muchacho, siguiendo
la corriente de la lógica, pensaba con horror si todas las señoras que
allí estaban cargadas de flores y joyas, exhibiendo sus sonrisas de
mujer feliz, habrían tenido que pedir prestado como su madre.... El
recuerdo de esta noche quedó en la memoria de Juanito con una impresión
de calor asfixiante y aburrimiento inmenso. Al avalar el pagaré de su
madre, había pensado revelar a su tío esta debilidad, pues incapaz de
hacer nada por cuenta propia, se lo consultaba todo a don Juan. Pero
esta vez fue perezoso; transcurrió el tiempo sin encontrar ocasión para
ir a casa de su tío, y al fin nada le dijo.
Además, su posición en _Las Tres Rosas_ tenía a Juanito pensativo y
preocupado. Desde que su principal se dedicaba en cuerpo y alma a la
Bolsa, animado por ciertas jugadas de fortuna, Juanito era de hecho el
dueño de la tienda. La mañana pasábala don Antonio conferenciando con
los corredores en la trastienda, leyendo los despachos bursátiles de los
periódicos, haciendo comentarios y sosteniendo disputas con ciertos
amigos nuevos que formaban corro a la puerta del establecimiento y
hablaban con calor de la alza y la baja, los enteros y los céntimos. Por
la tarde íbase a la Bolsa, de donde volvía al anochecer, sudoroso,
enardecido, llevando en su mirada la fiebre de los conquistadores.
Aquel hombre parsimonioso, de costumbres morigeradas, estaba en plena
revolución. Vivía inquieto, nervioso, y en sus palabras y ademanes
notábase cierto tono de grandeza, sin duda por la costumbre adquirida de
hablar de millones y más millones con tanto desprecio como si fuesen
pañuelos de dos pesetas docena. Las cosas de la tienda tratábalas ahora
con indiferencia, como asuntos sin importancia, dignos sólo de una
capacidad vulgar. Encargó a Juanito de la dirección de la casa, y cada
vez que éste le consultaba, respondía con displicencia:
--Haz lo que quieras, hijo mío. Allá tú. Aunque salga mal algún negocio,
no me arruinaré. Yo estoy ahora en mi verdadero terreno; he encontrado
el filón.
Y pasando por él una ráfaga de confianza, desarrollaba un panorama tan
encantador a los ojos de su dependiente, que los instintos de
comerciante rapaz despertaban en éste y se estremecía de pies a cabeza
con el escalofrío de la ambición. ¡Vaya un negocio ruin el de la tienda!
Trabajar rudamente, exponerse a pérdidas, sufrir la mala educación de
los compradores, todo para juntar, céntimo tras céntimo, unos cuantos
miles de reales a fin de año. Para negocios, los suyos. Daba sus órdenes
a los corredores, se acostaba tranquilo y al día siguiente levantábase
con la noticia de haber ganado mil duros sin trabajo alguno. Era verdad
que se corría el peligro de perder mucho, muchísimo; pero cuando se
tenía una cabeza como la suya, buenos amigos, excelente información y un
acertado golpe de vista, no había cuidado.
Y el infeliz mortal poseedor de tantas cualidades paseaba por la tienda
ante su asombrado dependiente, con toda la prosopopeya de un hombre que
tiene agarrada la fortuna por los pelos y no piensa soltarla.... Y todo
porque con unas cuantas operaciones tímidas, yendo a la zaga de otros
más expertos, había ganado mil duros.
Todo quiere empezar; y él, puesto ya en el camino de la suerte,
aseguraba a su dependiente que antes de un año tendría millones, sí
señor, millones no nominales ni de mentirijillas como los que compraba y
vendía en la Bolsa, sino reales y efectivos, prontos a convertirse en
fincas o en acciones. ¿Dónde estaban ahora esos ignorantes capaces de
asegurar que en la Bolsa se encuentra la ruina? Buenos ejemplos tenía a
la vista para convencerse de su error. Todo el mundo jugaba. Gentes que
un año antes no tenían sobre qué caerse muertas gastaban ahora carruaje
propio; comerciantes que no podían pagar una letra de veinticinco
pesetas jugaban millones, dándose una vida de príncipes; y la Bolsa,
«aunque a él le estuviera mal el decirlo», era una gran institución,
porque gracias a ella corría el dinero y había prosperidad, y un hombre
podía emanciparse de la esclavitud del mostrador, haciéndose rico en
cuatro días. Y si lo dudaba Juanito, que mirase a López, ése cuya señora
era amiga de la mamá. Pues el tal López no tenía un céntimo, pero metió
la cabeza en la Bolsa, y ahora no se dejaría ahorcar por ochenta mil
duros, ni por cien mil. En resumen: que a él le importaba un bledo la
tienda, y se burlaba de aquel comercio a la antigua, que sólo servía
para que los hombres de capacidad financiera se matasen trabajando como
unos burros, para comer sopas a la vejez.
Justamente, en la época que don Antonio abandonaba su tienda, cada vez
más atraído por los negocios, fue cuando Juanito comenzó a sentirse
dominado por una preocupación.
Entre las parroquianas de la casa había una joven que los dependientes
designaban con el apodo de «la beatita». Era una criatura tímida, dulce,
encogida, que hablaba con los ojos bajos y sonreía a cada palabra, como
pidiendo perdón. Evitaba entenderse con los dependientes, sin duda por
molestarla sus exagerados cumplimientos, ese afán de decir a toda
parroquiana, con voz automática, que es muy bonita, para despachar mejor
la mercancía; y apenas entraba en la tienda, buscaba con los ojos a
Juanito, muchacho juicioso, tan tímido como ella y que no se permitía el
menor atrevimiento.
Los dos se entendían perfectamente. Discutían con gravedad el precio y
la clase de las telas; y tan grande era la simpatía, que si aquel
grandullón de enormes barbas osaba decir una palabra un poco alegre, «la
beatita» sonreía con toda su alma, mostrando una dentadura igual y
brillante.
Iba con frecuencia a _Las Tres Rosas_, por ser los géneros baratos, y
Juanito, insensiblemente, recogiendo hoy una palabra y uniéndola con
otra tres días después, se enteró de quién era.
Llamábase Antonia. Trabajaba de costurera a domicilio, y tenía tan
buenas manos, que se la disputaban las parroquianas, señoritas de escasa
fortuna, que acogían como una felicidad el confeccionar en sus casas
vestidos iguales a los de las modistas. Era huérfana. Su padre había
sido cochero en una casa grande; su madre, portera. La difunta señora,
una condesa anciana, había sido su madrina, costeando su educación en
un colegio modesto, y todavía Antonia iba a visitar algunas veces a «las
señoritas», las hijas de su protectora, que se habían casado. Vivía con
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