Arroz y tartana - 16

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que predominaba era el ansia de recobrar su categoría de «señoras de
coche», sin la cual se creían deshonradas.
Al entrar en el patio, dirigiéronse rectamente a la cuadra. Pasaron
rozando la abandonada galerita, que, oculta bajo su funda de lienzo,
sólo mostraba las ruedas, ligeras, amarillas y finas como las de un
juguete; y después de asomar su cabeza con cierta zozobra por la puerta
de la cuadra, entraron en el antro obscuro y maloliente, recogiéndose
las faldas y hundiendo sus elegantes botinas en la blanda y húmeda capa
de estiércol.
Era un espectáculo extraño. A la luz de un farolillo colocado junto al
pesebre, los trajes azul y rosa de las niñas, sus sombreritos de flores,
las joyas relumbrantes de la mamá, causaban el efecto de una aparición
sobrenatural, que contrastaba con las paredes sucias, el techo
empavesado de polvorientas telarañas, los montones de estiércol y el
olor punzante y molesto de cuadra sucia. Tan escasa era la claridad, que
doña Manuela se dio un golpe contra la hoz clavada en la pared para
cortar la hierba, y pasaron algunos momentos antes que las tres mujeres
distinguieran a Nelet en el fondo de la cuadra.
El pobre muchacho, a pesar de su rudeza, contemplaba a _Brillante_ con
asombro doloroso, frunciendo el ceño como si quisiera cerrar el paso a
las lágrimas. Los dos habían sido muy buenos amigos. El cochero
celebraba sus picardías de animal viejo y brioso; tenía orgullo en decir
que era muy bravo y sólo por él se dejaba manejar, y ahora estaba allí
tendido de costado sobre el estiércol, inmóvil como carne muerta,
agitando alguna vez con ronco estertor el redondo pecho y levantando un
poco la cabeza para lanzar en torno suyo la mortecina y lacrimosa
mirada.
--¡Lo que somos...! ¡lo que somos...!--decía Nelet entre dientes,
sintiendo que cada espasmo de la larga agonía de su _Brillante_ era una
verdadera puñalada para él. Al ver a las señoritas se adelantó algunos
pasos, hablando con tono compungido. El veterinario se había marchado,
declarándose impotente para remediar el mal. _Brillante_ se moría de
una enfermedad extraña, de un nombre raro que Nelet no podía recordar;
pero lo cierto era que estaba ya en la agonía.
Y el pobre caballo, como si quisiera afirmar las palabras de su amigo o
reconociese a sus amas, levantaba la pesada cabeza, lanzando su estertor
angustioso.
Aquello partía el corazón a las tres mujeres.
--¡_Brillante_! ¡Pobrecito _Brillante_...!
Y las tres se abalanzaron a la pobre bestia, soltando sus faldas, cuyos
bordes barrieron la suciedad del suelo. Doña Manuela, casi arrodillada
en el estiércol, sin acordarse de su elegante traje, cogía la cabeza de
_Brillante_, que se elevaba trabajosamente como para saludar a sus amas
por última vez. Aquella mirada desmayada y vidriosa, fija con expresión
agradecida en el grupo de mujeres, acabó con la falsa serenidad de
éstas, y estallaron los sollozos y las exclamaciones de desconsuelo.
Era ridículo llorar la muerte de un caballo; sí señor, ellas Lo
reconocían. Si les hubiesen contado algo semejante de sus amigas, no
hubieran sido flojas las burlas; pero así y todo, había que reconocer lo
que aquel pobre animal representaba para la familia, las ilusiones que
se llevaba con su muerte.
¡Adiós, compañero de grandeza! La familia sólo tendría para ti grato
recuerdo. Mueres representando la fortuna que se aleja de casa, el
prestigio que se pierde, la altivez que se desvanece; y cuando salgas de
ella a altas horas de la noche en sucio carro para ser conducido adonde
te explotarán por última vez, convirtiendo tu piel en zapatos, tus
huesos en botones y tu carne en abono fertilizante, por la puerta
entreabierta entrará la pobreza, la desesperación de una miseria
disimulada, y quién sabe si la deshonra, eterna compañera de los que se
aferran tenazmente a las alturas de donde les arrojan. ¡Adiós,
_Brillante_! ¡Adiós, fortuna que huyes para siempre!
Y las tres mujeres, con el cerebro embotado por el choque de confusos
pensamientos, arrastrando sus hermosas faldas, que olían a cuadra,
subieron lentamente la escalera, como agobiadas por el dolor.
Amparito, en otras ocasiones la más risueña y juguetona, era la que
ahora lloraba como una niña, Su madre había tenido que sacarla de la
infecta cuadra cogiéndola del brazo.
--¡Ay, _Brillante_...! ¡Pobrecito _Brillante_ mío...!
Y hasta había llegado a unir su linda cabeza de bebé con las negras
narices de la bestia, cubriéndolas de besos.
El desaliento las tuvo hasta bien entrada la noche clavadas en sus
asientos del salón, silenciosas, sin otra luz que el escaso resplandor
de los reverberos públicos que entraba por los balcones abiertos,
produciendo una débil penumbra. Las tres, envueltas en sus batas de
verano, destacábanse en la obscuridad como inmóviles estatuas. Las niñas
pensaban en su porvenir, que adivinaban confusamente; presentían que
desde aquel momento comenzaba para ellas una era nueva, en que no todo
serían alegres risas e indiferencia para el día siguiente.
Los pensamientos de doña Manuela aún eran más obscuros. Miraba en torno
de ella, y nada, ni un mal rayo de esperanza amortiguaba su
desesperación. Necesitaba dinero para reponer esta pérdida, que tanto
podía influir en el prestigio de la familia, y para satisfacer ciertos
compromisos que, como de costumbre, la agobiaban con gran urgencia; pero
a pesar de ser tan numerosas las amistades, no encontraba, repasando su
memoria, un solo nombre.
¡Y pensar que ella, que había derrochado tantos miles de duros y vivía
con cierta ostentación, pasaba angustias por unos cuantos miles de
reales...! El recuerdo de su hermano se aferraba tenazmente a su
memoria. ¡Ah, maldito avaro! Necesario era todo su mal corazón para
dejar a una hermana en el sufrimiento, pudiendo remediar sus penas con
algunos de los papelotes mugrientos que a fajos dormían en el viejo
_secrétaire_ de su alcoba. Pero no había que pensar en semejante hombre.
Bastantes veces la había humillado con rotundas negativas.
Otro de los que no se podía contar para salir de la situación era su
hijo Juanito. Doña Manuela, que le había tenido tanto tiempo a su
voluntad, asombrábase ahora ante sus alardes de independencia. Le habían
cambiado su hijo, según ella decía con el tono quejumbroso de una madre
resignada. Y el tal cambio consistía en haberse negado Juanito varias
veces a darla dinero para salir de pequeños apuros.
Esto indignaba a doña Manuela. Habíase despertado en él la fiebre de la
explotación. Revivía la «sangre comercial» de su padre, el instinto
acaparador de su tío don Juan; y contagiado por la atmósfera de jugadas
victoriosas y millonadas de papel que respiraba continuamente en la
tienda al lado de su principal, había acabado por decidirse,
despreciando los bienes positivos y materiales para lanzarse en la
fiebre de la Bolsa.
El acto de ciega confianza de su novia y su vieja amiga entregando sin
temor los ahorros al omnipotente don Ramón Morte había acabado por
decidirle. ¿Iba a ser él más cobarde que aquellas dos mujeres?
Vendió su huerto de Alcira, y los ocho mil duros que le dieron engrosaron
el raudal de oro que, a impulsos de la más ciega confianza, iba a caer
en las cajas del filántropo banquero. Una parte de su capital lo
invirtió su eminente protector en papel del Estado, y con la otra, que
era la más exigua, comenzó sus jugadas de Bolsa, siempre a la zaga de
Cuadros y sin atreverse a imitar sus golpes de audacia.
Vacilaba algunas veces, sentía misteriosos terrores al pensar que su
fortuna estaba a merced de un capricho del azar, mas no por esto perdía
la confianza, y nada había reservado de su capital para responder a los
vencimientos de los pagarés que le había hecho firmar su madre. ¿Para
qué tal precaución? No había más que oír a su principal y al poderoso
banquero. Sus ocho mil duros se doblarían y triplicarían en muy poco
tiempo, y entonces podría pagar las deudas maternales y casarse con
Tónica. Pero mientras tanto, que no contase su madre con él. La quería
mucho, seguía adorándola con un respeto casi religioso; pero de dinero,
ni un ochavo.
Todo lo sabía doña Manuela, y por esto colocaba a su hijo al mismo nivel
que su hermano. ¡Vaya unos parientes! Podía una morirse en medio de la
calle, bien segura de que nadie acudiría en su auxilio.
Y doña Manuela, enfurecida por lo difícil de la situación, crispaba sus
manos arañando los adornos de su bata. Sólo una esperanza le restaba,
pero no quería pensar en ella, pues en su interior elevábase como una
voz de protesta.
Estaba segura de que cierta persona le facilitaría a la menor indicación
aquel dinero que tantas angustias le producía. Indudablemente, el señor
Cuadros no le era difícil salvar a una amiga por unos cuantos miles de
reales, él que todos los meses contaba sus ganancias por miles de duros;
pero apenas le acometía este pensamiento, renacían en doña Manuela
escrúpulos que creía muertos para siempre.
Conocedora de la vida, comprendía la importancia de aquel favor y lo que
forzosamente había de sobrevenir. Un mes antes no habría vacilado en
acudir a su antiguo dependiente, a pesar de lo mucho que esto lastimaba
su altivez. Pero ahora, al pensar en las audacias que se permitió el día
de Corpus y otras muchas realizadas por el bolsista en sus diarias
visitas, doña Manuela deteníase avergonzada, y a estar iluminado el
salón, se hubiera visto su rubor.
Ella, que hacía tantos años no se acordaba para nada de Melchor Peña,
sentíalo vagar en torno como un espíritu guardián de su honrada viudez.
Del doctor, de su segundo marido, no se acordaba para nada. Aquel buena
pieza, con sus infidelidades, no tenía derecho a exigirla cuentas por
lo que pudiera hacer.
Lo que más extrañeza le causaba era que se mostrasen ahora en ella tan
terribles escrúpulos, cuando a raíz de su primera viudez había caído
fácil e insensiblemente en los brazos de Pajares. El amor había ahogado
entonces todas las preocupaciones; pero ahora se trataba de una
explotación deshonrosa, de una venta que sólo el suponerla le producía
vergüenza y rubor. La altivez le hacía recobrar su puesto. Cuadros, a
pesar de su fortuna, no dejaba de ser el antiguo dependiente, el marido
de la criada Teresa, un pobre diablo al que ella había tratado siempre
con desprecio. ¿Y por tal hombre iba a perder su prestigio de mujer
honrada, sostenido durante tantos años a costa de sacrificios que
guardaba en el misterio? No; antes la miseria.
Y doña Manuela, embriagándose con la energía de su resolución, pensaba
en la miseria como en una cosa desconocida, pero que iba pareciéndole
grata por ser la salvación de su honor. Trabajarían ella y sus hijas.
También duquesas, princesas y hasta reinas se habían visto en la
miseria, arrostrándola con dignidad. Y doña Manuela, repasando sus
escasos conocimientos históricos, halagaba su orgullo y creíase casi
igual a una soberana destronada que cae en la pobreza. Esto bastó para
afirmarla en su resolución.
Cuando Rafael y Juanito llegaron a casa, la familia pasó al comedor. La
cena fue triste. Parecía que el cadáver tendido abajo, en la suciedad de
la cuadra, estaba allí, sobre la mesa, mirando con los ojos vidriosos e
inmóviles a sus antiguos amos. Al terminar la cena, los dos hermanos
salieron, marchando cada uno por su lado.
Juanito había cambiado de costumbres. No volvía a casa hasta las once de
la noche, y después de hacer una corta visita a Tónica y Micaela, iba a
un café donde se juntaba la gente de Bolsa y podían apreciarse
diariamente las opiniones y profecías de «alcistas» y «bajistas».
A las nueve de la noche recibieron las de Pajares la visita de Andresito
y su papá. Doña Manuela, al ver a su antiguo dependiente, se ruborizó,
como si éste pudiese adivinar los pensamientos que la habían agitado
poco antes.
El señor Cuadros mostrábase gozoso y radiante, como si le alegrase la
noticia que en el patio le había dado Nelet. ¿Conque había muerto el
caballo? Vamos, ahora se explicaba por qué iban aquella tarde a pie por
la Alameda. Era de sentir la pérdida, porque un caballo que sustituyera
dignamente a _Brillante_ había de costar algún dinero; pero ¡qué
demonio! cuatro o cinco mil reales no arruinan a nadie. Y el señor
Cuadros hablaba del dinero con expresión de desprecio echando atrás la
cabeza y sacando el vientre como si lo tuviera forrado con billetes de
Banco.
Las niñas hablaban con Andresito cerca del piano, y doña Manuela, serena
y en posesión de sí misma, miraba fijamente a su antiguo dependiente. La
escandalizaba el desprecio con que aquel hombre hablaba del dinero, y
recibía como un sangriento sarcasmo la suposición de que cuatro o cinco
mil reales nada significaban para ella. Y pensando esto, su mirada iba
instintivamente hacia el mármol de una consola, donde antes se exhibían
unos magníficos candeleros de plata guardados ahora en el Monte de
Piedad; y miraba igualmente los cromos baratos que adornaban las paredes
del salón, sustituyendo a dos grandes cuadros heredados de su padre,
obra de Juan de Juanes, por los cuales le habían dado lo preciso para
vivir durante un mes.
Aquel hombre, cegado por su fortuna, no sabía lo que decía. Igual era
ella algunos años antes, cuando tenía fincas que vender o empeñar y
arrojaba el dinero a manos llenas. Pero ahora la pobreza vergonzante y
cuidadosamente ocultada le había enseñado el valor del dinero.
El señor Cuadros, siempre ignorante de la verdadera situación de la
casa, molestaba atrozmente a doña Manuela. Quería aparecer amable, y
para esto la hacía ofrecimientos que resultaban sarcasmos. El se
encargaba de la compra del caballo. Vería ella cómo le resultaba más
barato; por una bestia tan hermosa como _Brillante_ sólo tendría que
desembolsar unos tres mil reales. Él conocía a los chalanes más
afamados. El caballo que montaba su hijo lo había comprado casi por una
bicoca, y confiaba ahora tener la misma suerte.
--Lo que a usted le conviene, Manuela, es comprar el caballo cuanto
antes, pues si las gentes las ven a ustedes paseando muchos días como
hoy, harán maliciosos comentarios. Los que estamos a cierta altura
debernos mirarnos mucho en nuestras cosas.
Y el afortunado majadero, al hablar de la altura, cerraba los ojos como
si sintiera el vértigo de los que se hallan en la cúspide. Lo que más
efecto causó en doña Manuela fue la afirmación de que la gente haría
comentarios si no se mostraba en público como siempre. Ahora reaparecía
la altivez de su carácter, estremeciéndose al pensar en la mortificante
lástima con que se hablaría de su ruina.
Ella no tenía carácter para sobrellevar con resignación la miseria.
Estaba decidida. Había que sostenerse en la altura, empleando todos los
medios; y después, que viniera todo, hasta aquello que sólo al pensarlo
tanto rubor le producía.
Y la vanidosa señora, para afirmarse en su resolución, buscaba ejemplos
y recordaba lo que tantas veces había oído en las murmuraciones infames
de las tertulias: los innumerables casos de señoras tan decentes como
ella, bien consideradas por la sociedad, y que habían hecho sacrificios
iguales para salvar el prestigio de sus casas. Y sostenida por el
pernicioso ejemplo de aquellas mujeres a las que tanto había censurado,
miró a su antiguo dependiente con ojos en que se revelaba un impudor
razonado y tranquilo. Al fin--pensaba ella para consolarse--, el señor
Cuadros, aunque ramplón y vulgarote, era un hombre aceptable, y no tenía
que resignarse ella, como otras mujeres, a buscar la protección de un
valetudinario repugnante.
El bolsista adivinaba algo en las miradas de la esposa de su antiguo
principal. Y en su credulidad de calavera viejo e inocente echaba el
cuerpo atrás con cierto orgullo, como si estuviera convencido de que sus
prendas personales habían influido en tan asombrosa conquista.
Terminó la visita a media noche, y cuando el padre y el hijo se dirigían
hacia la puerta, acompañados por las señoras de la casa, doña Manuela
cambió sus últimas palabras con el señor Cuadros.
--Quedamos--dijo la señora--en que usted se encargará de la compra del
caballo. Mañana mismo confío en que habrá hecho mi encargo.
--¡Oh, seguramente...! Ya sabe usted que todas sus cosas me interesan
como mis propios negocios.
--Entonces, venga usted mañana a las tres y le daré el dinero.
--¿Quiere usted callar? Ya arreglaremos cuentas más adelante.... Pero,
en fin, vendré por tener el gusto de charlar un rato.
Y el señor Cuadros salió de la casa satisfecho de sí mismo, bufando de
satisfacción, contoneándose como un joven y mirando con cierta lástima a
su hijo, que caminaba al lado de él tímido y encogido. Un risueño
optimismo le hacía olvidar que era su padre. ¡Ah! ¡Si en vez de los
cincuenta y pico tuviera él los años de aquel pazguato, cuánta guerra
había de dar en el mundo!
Al día siguiente, el señor Cuadros fue puntual A las tres de la tarde
entraba en casa de doña Manuela, y se sorprendió agradablemente al ver
que la señora estaba sola en el salón, vestida con la más elegante de
sus batas y el rostro retocado con los más finos menjurjes del tocador
de las niñas. El bolsista sentía como un renacimiento de la vida, algo
que recordaba sus fiebres de joven, cuando siendo primer dependiente
bromeaba y perseguía a la criada Teresa en la trastienda de _Las Tres
Rosas_.
Las niñas habían sido enviadas por su mamá a casa de «las magistradas».
Juanito estaba en la tienda; y en cuanto a Rafael, no había que
esperarle hasta bien entrada la noche.
En el comedor oíase el ruido de los cubiertos que secaba Visanteta, la
única que se enteró de la visita del señor Cuadros y de lo larga que
resultó. Ella fue la que oyó las risas apagadas de la señora y el
arrastre de algunos muebles, como si fueran empujados con violencia;
pero era una muchacha prudente y reservada, que sólo se ocupaba de sus
actos, sin detenerse a interpretar los ajenos.
Al día siguiente la familia pudo salir a paseo en su carruaje, y un
caballo más joven y de mejor estampa que _Brillante_ ocupó el vacío que
la muerte había dejado en el pesebre. Las amarguras sufridas en aquel
domingo fueron olvidadas ante una abundancia como pocas veces se había
gozado en aquella casa. Doña Manuela tenía dinero; comenzaron a pagarse
las cuentas con regularidad; los proveedores no la molestaron ya
exigiendo el pago de los atrasos, y la modista francesa, después de
embolsarse algunos miles de reales que creía perdidos para siempre, hizo
a las niñas de Pajares nuevos trajes para lucirlos en la feria de Julio.
Todo era dicha y tranquilidad en casa de doña Manuela, y el contento de
la familia repercutía en _Las Tres Rosas_, donde la sencilla Teresa
considerábase feliz. Sabía que su marido había roto definitivamente con
Clarita, aquella «mala piel» que vivía en la calle del Puerto. Ya no le
pagaba los trimestres del entresuelo, ni atendía a sus locos gastos. Es
más: un alma caritativa le había hecho saber que aquella perdida le
engañaba, burlándose de él con los chicos de la Bolsa; y don Antonio
mostrábase arrepentido, dispuesto a no proteger más mujeres de tal
calaña.
La pobre Teresa, al pensar que su antigua señora era la que había
realizado tal milagro, atrayendo a su esposo a la buena senda, sentía
tal gratitud, que no podía hablar de ella sin que se le saltaran las
lágrimas. ¡Qué buena persona era doña Manuela! Ella únicamente había
sabido catequizar al señor Cuadros.


X

Juanito vivía entregado a la agitación y la zozobra del que confía su
porvenir a los caprichos del azar.
Él, tan metódico y cuidadoso de cumplir sus obligaciones, abandonaba la
tienda para ir a la Bolsa en compañía de su principal, o a los lugares
donde se reunían sus compañeros de explotación financiera. ¡Valiente
cosa le importaba _Las Tres Rosas_! Ya no quería ser dueño de la tienda.
Las primeras ganancias, adquiridas con dulce facilidad, le habían cegado
y sólo pensaba en ser millonario, en esclavizar la fortuna, riéndose
ahora de aquellos tiempos en que soñaba con Tónica la existencia
monótona y tranquila de rutinarios burgueses, amasando ochavo tras
ochavo un capital para pasar tranquilamente la vejez.
Su novia, prácticamente, refrenaba sus entusiasmos financieros. No había
que tentar a la fortuna; y ahora que se mostraba favorable, era una
locura no retirarse a tiempo.
Pero Juanito se negaba a oírla. ¿Qué saben las mujeres de negocios? ¿Por
qué había de quedarse en la mitad del camino, cuando podía seguir a su
principal hasta el paraíso de los millonarios? Enamorado cada vez más de
Tónica, le halagaba la idea de casarse inmediatamente; pero este mismo
cariño impulsábale a esperar. Era mejor contener sus deseos durante
algunos meses, un año a lo más; dejar que su capital, volteando por la
Bolsa, se agrandase como una bola de nieve; y cuando poseyera el tan
esperado y respetable millón, hacer que la transformación fuese
completa: gozar viendo cómo la pobre costurerilla se convertía, bajo la
dirección de su vanidosa suegra, en señora elegante, con gran casa,
carruaje y los demás adornos de la riqueza.
El deseo de llegar cuanto antes a este final apetecido era lo que le
hacía audaz y acallaba sus temores de una probable ruina. Los que le
habían conocido en otros tiempos asombrábanse por el cambio radical de
su carácter. Su tío don Juan no hablaba ya con él. Un día dio por roto
el parentesco, faltándole poco para que pegara a su sobrino.
--Juanito, eres un imbécil--dijo el avaro con los labios trémulos por la
rabia, erizándosele el bigote de cepillo--. Siempre creí que en tu
carácter había más de tu padre que de mi hermana, y por eso te quería;
pero ahora veo que me engañé. Te han perdido las malas compañías, esa
atmósfera de mentira en que vives, los ejemplos de tu derrochadora madre
y los consejos del majadero de tu principal, que se cree un oráculo en
los negocios porque gana el dinero a ciegas por una burla caprichosa de
la suerte, y algún día las pagará todas juntas, dándome el gusto de
poder reír al verle sin camisa. Y a ti te pasará lo mismo. ¡Vaya si te
pasará...! Vendiendo el huerto para hacerte dueño de _Las Tres Rosas_ y
casarte con esa chica, que, según tengo entendido, es buena persona,
hubieras dado gusto a tu tío. Y si te faltaba algo, aquí estaba yo para
responder. Conque hubieras venido a decirme: «Tío, necesito esto, lo
otro y lo de más allá», estábamos al final de la calle. Pero ahora no,
¿lo entiendes? No cuentes para nada conmigo. Como si no fueras mi
sobrino. Me has salido igual a todos los de tu familia, y no puedo
quererte. Yo pensaba en ti, quería que fueses el que estuviera junto a
mi cama en la hora de mi muerte, y al recontar los cuatro cuartos que
tengo, me decía: «Esto será para el chico.» Pero ahora estoy
desengañado. Anda, anda, hazte millonario en la Bolsa, y si quedas en
pordiosero, no vengas a buscarme, porque lo que hará tu tío es reírse al
ver lo bruto que eres.
La ruptura con su tío entristeció a Juanito. No había conocido otro
padre; y además, en sus cálculos de comerciante, siempre había figurado
la esperanza de ser el heredero de don Juan. Pero las agitaciones de la
Bolsa, y especialmente las ganancias, amortiguaban en él el pesar del
rompimiento.
Cuando a fin de mes, cobraba las «diferencias», decíase con extrañeza:
«Parece imposible que nos censuren por dedicarnos a una explotación tan
cierta. Pero ¡bah! ¡Quién hace caso de esa gente rancia!»
Y entre, los rancios no sólo figuraba su tío, sino don Eugenio, el
fundador de _Las Tres Rosas_, que también manifestaba al joven gran
descontento. Siempre que Juanito se encontraba en la tienda con el viejo
comerciante, éste le lanzaba miradas tan pronto de compasión como de
desdén. Algunas veces hasta llegaba a murmurar con tono de reproche:
--¡Ay, Juanito, Juanito...! Te veo perdido. Ese demonio de Cuadros te
arrastra a la perdición.... No le defiendas, no intentes justificarte.
Ahora te va muy bien para que pueda convencerte; pero al freír será el
reír.
Y el viejo le volvía la espalda, con la confianza de que los hechos
vendrían en apoyo de sus pronósticos.
Únicamente en su casa encontraba Juanito aplauso y consideración. Su
madre le quería más desde que le veía entregado a los negocios. Su hijo
ya no era un dependiente de comercio; era un bolsista, y esto siempre
proporciona mayor consideración social. Además, sus ganancias eran un
motivo de esperanza para la viuda, que aunque veía satisfechas todas
sus necesidades en el presente, no dejaba de sentirse preocupada por el
porvenir. La buena fortuna de Juanito podía solidificar el prestigio de
la casa.
La proximidad de la feria de Julio preocupaba a la familia. Nunca se
habían pasado veladas tan agradables en casa de las de Pajares. Por la
noche, después de la cena, llegaban el señor Cuadros, Teresa y su hijo,
y comenzaba la alegre reunión.
Por los balcones abiertos penetraba el hálito caliginoso de las neones
de verano, cargado de enervantes perfumes. La plazuela animábase. El
calor arrojaba de sus estrechos cuchitriles a la gente de los pisos
bajos, y las puertas estaban obstruidas por corrillos de blancas sombras
sentadas en sillas bajas y respirando ruidosamente. Arriba, sobre los
tejados, cubriendo la plaza como un toldo de apelillado raso que
transparentaba infinitos puntos de luz, el cielo del verano con su
misteriosa y opaca transparencia. En los obscuros balcones
distinguíanse, entre los tiestos de flores y el botijo puesto al fresco,
confusas siluetas ligeras de ropa. Otros abiertos e iluminados, dejaban
escapar, como los de las de Pajares, el sonoro tecleo del piano,
acompañado algunas veces por el rítmico chorrear de las macetas recién
regadas.
En los corrillos de la plaza partíanse enormes sandías, y las mujeres,
con el moquero sobre el pecho para librarse de manchas, devoraban las
tajadas como medias lunas, chorreándoles la boca rojizo zumo. En una
puerta susurraba la guitarra con melancólico rasgueo, contestándole
desde otra el acordeón con su chillido estridente y gangoso. Y los
ruidos de la plaza, el reír de las gentes, los gritos que se cruzaban
entre los corrillos y la música popular, entraban con el fresco de la
noche en el salón de las de Pajares, sirviendo de sordo acompañamiento a
la conversación de la tertulia.
Las niñas, con Andresito, hacían planes para la próxima feria.
Recordaban los rigodones en el pabellón de la Agricultura y los alegres
valses en el del Comercio; pensaban en los trajes que les había traído
la modista francesa, y que guardaban intactos para dar golpe en la
Alameda en la primera noche de feria, y hasta sentían su poquito de
maligna alegría considerando el efecto que su elegancia causaría en las
amigas.
La calma y la felicidad habían vuelto a aquella casa.
Hasta Conchita, a pesar de su carácter iracundo y malhumorado,
considerábase dichosa al ver que Roberto «volvía al redil», mostrándose
más enamorado que antes. Por las noches, abandonando a su amigo Rafael,
asistía a la tertulia de las de Pajares; y no contento con las largas
conversaciones que allí sostenía con su novia, todavía por las mañanas,
a la hora en que Amparo estaba en el tocador, las criadas en el Mercado
y la mamá en la cama, subía la escalera, y en el rellano, ante la puerta
entreabierta de la habitación, hablaba más de una hora con Conchita,
hasta que se levantaba doña Manuela y comenzaba el movimiento de la
casa.
La gran preocupación de la familia eran las tres corridas de toros,
festejo el más ruidoso de la feria. La tertulia tenía ya ultimado sus
proyectos. El señor Cuadros compraría un palco de los mejores para las
dos familias; y lo mismo las de Pajares que Teresa, proponíanse
deslumbar al público con su elegancia.
Las niñas tenían preparados sus trajes de «manola», y un sinnúmero de
veces se habían ensayado ante el espejo para aprender a colocarse con
naturalidad y buen gusto la blanca mantilla de blonda. En cuanto a las
dos mamas, pensaban lucir obscuros trajes de seda, con costosas
mantillas negras, regaladas a las dos por el señor Cuadros.
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