Arroz y tartana - 15

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que requebraban a aquellos mamarrachos, como si realmente fuesen jóvenes
disfrazadas.
Después venía la parte seria e interesante de la procesión, y el
alboroto del gentío cesó instantáneamente.
Desfilaban los cleros parroquiales con sus áureas cruces; los
seminaristas con la frente baja y los ojos en el suelo, cruzadas las
manos sobre el pecho; y en toda la extensión de la plaza, a la luz de
los cirios, que brillaban con más fuerza en el crepúsculo, veíanse dos
filas interminables de deslumbrante blancura, compuestas por los rizados
roquetes y las albas de ricas blondas. Entre esta oleada de blanca
espuma, pasaban llevadas en andas las reliquias en sus ricas urnas, las
imágenes de plata con una ventana en el pecho, tras cuyo vidrio
marcábase confusamente el cráneo del bienaventurado.
Luego volvía a reanudarse la parte teatral de la solemnidad. Todas las
extraordinarias visiones del soñador de Patmos, cuantas alucionaciones
había consignado el evangelista Juan en su Apocalipsis, pasaban ante el
gentío, sin que es Le, después de contemplarlas tantos años, adivinase
su significación. Desfilaban los veinticuatro ancianos con albas
vestiduras y blancas barbas, sosteniendo enormes blandones que
chisporroteaban como hogueras, escupiendo sobre el adoquinado un
chaparrón de ardiente cera; seguíanles las doradas águilas, enormes como
los cóndores de los Andes, moviendo inquietas sus alas de cartón y
talco, conducidas por jayanes que, ocultos en su gigantesco vientre,
sólo mostraban los pies calzados con zapatos rojos; y cerraba la marcha
el apostolado, todos los compañeros de Jesús, con trajes de ropería, en
los que eran más las manchas de cera que las lentejuelas; e intercalados
entre ellos, niños con hachas de viento, vestidos como los indios de las
óperas, pero con aletas de latón en la espalda, para certificar que
representaban a los ángeles.
La procesión estaba ya en su última parte. Desfilaban los invitados, una
avalancha de cabezas calvas o peinadas con exceso de cosmético, una
corriente incesante de pecheras combadas y brillantes como corazas, de
negros fracs, de condecoraciones anónimas y de un brillo escandaloso, de
uniformes de todos los colores y hechuras, desde la casaca y el espadín
de nácar del siglo pasado hasta el traje de gala de los oficiales de
marina. Los papanatas asombrábanse ante las casacas blancas y las cruces
rojas de los caballeros de las órdenes militares, honrados y pacíficos
señores, panzudos los más de ellos, que hacían pensar en el aprieto en
que se verían si por un misterioso retroceso de los tiempos tuvieran que
montar a caballo para combatir a la morisma infiel.
La muchedumbre permanecía embobada. El aparato religioso, las imágenes
de plata, los cleros entonando sus himnos a voces solas, las
interminables cofradías, no la habían impresionado tanto como este
continuo desfile de grandezas humanas; y sus ojos se iban deslumbrados
tras las fajas de los generales, las placas que centelleaban como soles,
los bordados de caprichoso arabesco, las empuñaduras cinceladas y
brillantes y las bandas de moaré que cruzaban los pechos como un arroyo
ondeante de colorines.
Arriba, en los balcones, la curiosidad señalaba con el dedo a los
personajes conocidos que se mostraban a la luz de los cirios, y las
cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban saludos con las señoras,
sin perder por esto el gesto de gravedad propio de las circunstancias.
Acercábase el epílogo de la procesión. Sonaba a lo lejos la grave
melopea de la marcha solemne y religiosa que entonaba la banda militar.
Las cornetas de los regimientos formados en la carrera batían marcha; y
mientras los soldados requerían su fusil para inclinarse al paso del
Sacramento, la muchedumbre agitábase para ganar un palmo de terreno
donde hincar las rodillas.
Estallaban luces de colores, y a su resplandor, tan pronto blanco como
rojo, veíanse a lo lejos, terminando la doble fila de cirios, los
sacerdotes con capas de oro, manejando los incensarios, con un continuo
choque de cadenillas de plata, en el fondo de una nube de azulado y
oloroso humo; sobre ella, agitándose dorado y tembloroso entre sus
deslumbrantes varas, el palio, que avanzaba lentamente, y bajo la
movible tienda de seda, como un sol asomando entre nubes de perfumes, la
deslumbrante custodia, que hacía bajar las cabezas, como si nadie
pudiera resistir la fuerza de su brillo.
El poético aparato del culto católico imponíase a la muchedumbre con
toda su fuerza sugestiva. Las mujeres llevábanse las manos a los ojos,
humedecidos sin saber por qué, y las viejas golpeábanse con furia el
pecho, entre suspiros de agonizante, lanzando un «¡Señor, Dios mío!» que
hacía volver con inquietud la cabeza a los más próximos.
Caía de los balcones una lluvia de pétalos de rosa, volaba el talco como
nube de vidrio molido, estallaban luces de colores en todas las
esquinas, y entre el perfume del incienso, el agudo reclamo de las
cornetas, la grave lamentación de la música, la melancólica salmodia de
los sacerdotes y el infantil balbuceo de las campanillas de plata,
avanzaba el palio abrumado por la lluvia de flores, iluminado por el
resplandor de incendio de las bengalas; y el sol de oro, mostrándose en
medio de tal aparato, enloquecía a la muchedumbre levantina, pronta
siempre a entusiasmarse por todo lo que deslumbra, e inconscientemente,
lanzando un rugido de asombro, empujábanse unos a otros, como si
quisieran coger con sus manos el áureo y sagrado astro, y los soldados
que guardaban el palio tenían que empujar rudamente con sus culatas para
conservar libre el paso.
«Aquello entusiasmaba, abría el corazón a la esperanza»; y por esto el
señor Cuadros, que desde que era tan afortunado en la Bolsa se permitía
tener ideas conservadoras, murmuró como un oráculo:
--¡Y aún dicen que no hay fe! Por fortuna, la religión de nuestros
padres vive y vivirá siempre. Aquí quisiera ver yo a los impíos. La
religión es lo único que puede contener a toda esa gente de abajo.
Los otros bolsistas aprobaban con movimientos de cabeza, y su esposa le
miró con asombro y escándalo al mismo tiempo. Sin duda pensaba en
Clarita, no pudiendo comprender cómo faltaba a sus deberes un hombre que
decía cosas tan sensatas y dignas de respeto.
Tras el palio, la gente admiraba un nuevo grupo de capas de oro, sobre
las cuales sobresalía la puntiaguda mitra y el brillante báculo.
Después, ajustando sus pasos al compás de la marcha musical, desfilaban
los rojos fajines y los portacirios de plata de los concejales; y por
fin, con un tránsito obscuro de la luz a la sombra, pasaba la negra
masa de la tropa, en la cual los instrumentos de música lanzaban
amortiguados destellos y los filos de las bayonetas y los sables
brillaban como hilillos de luz.
Cuando ya la procesión había salido de la plaza y la escolta de
caballería conmovía el adoquinado con su sordo pataleo, los señores de
Cuadros y sus amigos abandonaron los balcones, entrando en el salón,
profusamente iluminado.
Las burguesas de exuberantes carnes y respiración angustiosa dejábanse
caer en los mullidos sillones, fatigadas por tan largo plantón, mientras
las niñas correteaban o volvían como distraídas a los balcones, para ver
si en la obscura plaza, perfumada de incienso, permanecía aún el grupito
de adoradores.
--Pasen ustedes--decía doña Teresa rodando en torno de sus amigas, que
no se decidían a abandonar los asientos--. Hagan ustedes el favor de
seguirme. Vamos al comedor; allí hace más fresco.
Todos adivinaban lo que significaba tal invitación. ¡Oh, no señora;
muchas gracias! Ellos no podían permitir tantas molestias. Pero las
mamas abandonaron, sus asientos perezosamente, estirándose el arrugado
cuerpo del vestido de seda; y seguidas por las niñas, fueron al comedor,
donde ya estaban el señor Cuadros y sus amigos.
¡Magnífica sorpresa! Todos los años se repetía, y no había nadie entre
los invitados que no la esperase. Pero había que repetir la frase
sacramental, las excusas de rúbrica, y mientras todos aseguraban que no
tenían sed y preguntaban con enfado a los dueños de la casa por qué se
molestaban, la lengua, seca por el calor, parecía pegarse al paladar, y
los ojos se iban tras las tazas de filete dorado que contenían el
humeante chocolate, las anchas copas azules, sobre las cuales erguían
los sorbetes sus torcidas monteras rojas o amarillas, y las maqueadas
bandejas cubiertas de dulces. Había que resignarse y no hacer un desaire
a los señores de la casa. Y a los pocos minutos ya estaban
amigablemente en torno de la mesa, con el mantel cubierto de migajas de
bizcocho, las jícaras de chocolate vacías y clavando barquillos en las
entrañas de los sorbetes.
Doña Manuela hablaba con el señor Cuadros, Teresa la había colocado
junto a su marido, con la esperanza de lograr su catequización. Aquella
señora, que tanto sabía y tan grande experiencia había adquirido en las
miserias matrimoniales, era su única esperanza.
La viuda hablaba con su antiguo dependiente, sonriendo. ¡Cómo había
cambiado aquel hombre! Doña Manuela, experta conocedora, notaba en él
cierto atrevimiento, como el muchacho que se emancipa de la autoridad
maternal y se lanza en plena vida de locuras.
La viuda, siempre sonriente, se asombraba de sus frases de doble
sentido, de los guiños picarescos con que acompañaba sus palabras, y
hasta le parecía ¡oh poder de la ilusión! que había en su persona un
perfume extraño que comenzaba a crispar los nervios de doña Manuela,
algo del ambiente de aquella mala piel de la calle del Puerto, que el
protector se había traído sin duda a su hogar honrado.
Mientras tanto, Teresa, sin dejar de atender a los convidados y de
abrumarles con obsequios, no quitaba los ojos de su marido y de la
bondadosa amiga. Doña Manuela experimentaba una profunda conmiseración
cada vez que se fijaba en la pobre esposa. ¡Bueno estaba su marido para
intentar conversiones! El señor Cuadros era un hombre perdido para
siempre, un hambriento que había gustado el fruto prohibido, tras muchos
años de vida obscura y laboriosa, sin saber lo que era juventud y
trabajando como una bestia de carga. Antes moriría que hallarse saciado.
Nada podría adelantar su esposa alejándolo de Clarita. Los calaveras
cincuentones resultan terribles por su candidez, y aunque los aíslen,
son capaces de enamorarse de la criada de la casa.
Doña Manuela afirmábase aún más en esto al notar lo que ocurría en
torno de ella. ¿De quién era aquel pie que debajo de la mesa pisaba el
suyo? ¿Qué rodilla era la que tan audazmente acariciaba su falda de
seda? Del señor Cuadros, de aquel honrado padre de familia que
contestaba a sus palabras con melosos gestos y parecía medirla de arriba
abajo con sus ojos encandilados.
¡Pobre Teresa! Tal vez se imaginaba que las palabras de doña Manuela
conmovían al descarriado, haciéndole entrar en el camino del
arrepentimiento; no adivinaba ni aun remotamente que su marido, por una
aberración extraña, en la que entraba por mucho el amor propio,
comenzaba a entusiasmarse con la belleza algo marchita de la esposa de
su antiguo principal.
La viuda sentíase molestada por tales audacias; agitábase nerviosa en su
asiento, pero callaba y seguía sonriendo. Pensaba en que la situación
imponía disimulo, y que la amistad del matrimonio Cuadros le era muy
necesaria para salvarla en sus apuros de señora en decadencia, acosada
por las deudas. Además, el porvenir de su hija, de su Amparito, estaba
allí, y la viuda lanzaba una mirada de ansiedad maternal al extremo de
la mesa, donde estaba la niña junto a Andresito, recibiendo con gestos
de gatita mimosa los dulces y las palabras de su novio.
Tras media hora de sobremesa, se disolvió la reunión. Los hombres iban
en busca de sus sombreros y las señoras besuqueábanse al despedirse,
murmurando todas el mismo saludo:
--Hasta el año que viene. Que Dios nos conserve a todos la salud, para
ver la procesión.
Fueron desfilando todas las familias, y al fin quedaron solas las de
Pajares, que esperaban a Juanito o Rafael para que las acompañase a
casa.
El señor Cuadros seguía acosando a doña Manuela Ésta se había levantado,
huyendo de las audaces intimidades por debajo de la mesa, pero el
bolsista la seguía para continuar su conversación. Ahora los dos estaban
junto a Teresa, y el marido sólo se permitía frases amables y recuerdos
sobre la gran amistad que siempre había unido a las dos familias.
--Los chicos tardarán en venir--dijo don Antonio--. Rafael estará con
sus amigos; y en cuanto a Juanito, le atraen obligaciones ineludibles.
Me han dicho que ahora tiene novia y está loco por ella. ¡La juventud!
¡Oh, qué gran cosa! Ya conozco yo eso, ¿verdad, Teresa?
Y como si presintiese lo que pensaba su mujer y quisiera apaciguarla de
antemano, lanzaba a la obesa señora una mirada de ternura, como un
hombre honrado y de costumbres intachables recordando su tranquila luna
de miel.
Doña Manuela estaba admirada. Decididamente, la tal Clarita había
cambiado a aquel hombre. Era un tuno. Y en vez de indignarse por la
crueldad con que mentía e intentaba engañar a su mujer, la viuda
comenzaba a encontrarlo simpático, viendo en él como una resurrección de
su segundo marido, de aquel doctor calavera al que tanto había amado.
--Si ustedes quieren, las acompañaremos Andresito y yo.
Doña Manuela, animada por un instinto pudoroso, intentó excusarse.
--Sí; Antonio las acompañará--se apresuró a decir Teresa.
Ya la pobre mujer la rogaba con su mirada que aceptase, como si fuese
para ella una esperanza que su marido prolongase la conversación con la
viuda. ¡Quién sabe cuántas cosas podía decir doña Manuela al marido
infiel!
No hubo medio de excusarse. Las de Pajares salieron acompañadas por
Andresito y don Antonio, siguiéndolas con su vista ansiosa la crédula
Teresa. ¡Dios mío, que se ablandara el corazón de aquel hombre, para que
no la martirizase escandalizando a la familia y los amigos!
Abajo, en la cerrada tienda, encontraron a don Eugenio, siempre con la
gorrita de seda, el cual acogió con gesto huraño a su antiguo
dependiente. Las de Pajares y sus dos acompañantes siguieron por una
acera del Mercado. Delante, las dos niñas con Andresito; Concha
malhumorada y ceñuda porque en todo el día no había visto al elegante
Roberto, y Amparo muy satisfecha de poder lucir un novio, para molestia
de su hermana. Detrás, el señor Cuadros dando el brazo a doña Manuela,
apretándola intencionadamente el codo sobre su cadera cada vez que
soltaba una palabrita atrevida y contoneándose como un invencible
conquistador.
Fue algo más que acompañar a las de Pajares lo que hicieron el padre y
el hijo. Subieron con ellas, permanecieron de visita más de una hora,
cantó Amparito para obsequiar a su futuro suegro, y cuando salieron a la
calle, el padre y el hijo marchaban como compañeros unidos
fraternalmente por una común empresa.
Sólo habían transcurrido algunos meses, pero estaban ya lejanos para
Cuadros aquellos tiempos en que el tendero de costumbres tranquilas y
rutinarias se indignaba al saber que su hijo iba a los bailes y le
esperaba tras la puerta empuñando fieramente la vara de medir.


IX

A las cuatro de la tarde entraban las de Pajares en el paseo de la
Alameda.
Era domingo, y la animación ruidosa y expansiva de los días festivos
inundaba la acera izquierda del paseo. El tiempo era hermoso: una tarde
de verano, con el cielo limpio de nubes, y en lo más alto, como un jirón
de vapor tenue y apenas visible, la luna, esperando pacientemente que le
llegase el turno para brillar. Las largas filas de rosales, los macizos
de plantas, toda esa jardinería mutilada y corregida por las tijeras del
hortelano, reverdecía con el soplo cálido de la tarde y se cubría de
flores, uniendo sus simples perfumes a la estela de esencias que dejaban
las señoras tras su paso.
Por el arroyo central daban vueltas y más vueltas, como arcaduces de
noria, los carruajes alineados en interminable rosario. Las torres de
los guardas erguían sus caperuzas de barnizadas tejas por encima de los
árboles, y a los dos extremos del paseo, empequeñecidas por la
distancia, destacábanse sobre el verde fondo las monumentales fuentes
con sus figuras mitológicas ligeras de ropa. Era la hora en que el paseo
adquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballos
bajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo desfilaban
lentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdes
bancos no tenían ni un asiento libre. Un zumbido de avispero sonaba en
el paseo, tan silencioso y desierto por las mañanas, y algunas familias
ingenuas conversaban a gritos, provocando la sonrisa compasiva de los
que pasaban con la mano en la flamante chistera, saludando con rígidos
sombrerazos a cuantas cabezas asomaban por las ventanillas de los
carruajes.
Lo que atraía la atención de todos era el desfile incesante de coches,
símbolos de felicidad y bienestar en un país donde el afán de
enriquecerse no tiene más deseo que no ir a pie como los demás mortales.
Piafaban los caballos con la boca llena de espuma, esparciendo en torno
el pajizo olor de las cuadras, y de vez en cuando un relincho contagiaba
a toda la línea de brutos briosos, que parecían contestar con nerviosos
pataleos a este llamamiento de libertad. Los cocheros, enfundados en sus
blancos levitones, exhibían desde lo alto de los pescantes, sus caras
afeitadas y carrilludas de cómicos obesos o párrocos bien conservados, y
miraban con cierto desprecio a toda aquella muchedumbre que les obligaba
a pasar unas cuantas horas de tedio. En la larga fila de vehículos
estaba el antiguo faetón, balanceándose sobre sus muelles como una
enorme caja fúnebre y encerrando en su acolchado interior toda una
familia, incluso la nodriza; la ligera berlina, con sus ruedas rojas o
amarillas; la carretela, como una góndola, meciéndose a la menor
desigualdad del suelo, y la galerita indígena, transformación elegante
de la tartana y símbolo de la pequeña burguesía, que, detenida en mitad
de su metamorfosis social, tiene un pie en el pueblo, de donde procede,
y otro en la aristocracia, hacia donde va.
Parecía existir una barrera invisible e infranqueable entre la gente que
paseaba a pie y aquellas cabezas que asomaban a las ventanillas,
contrayéndose con una sonrisa siempre igual cuando recibían el saludo
de las personas conocidas. Grupos de jinetes mezclados con jóvenes
oficiales de caballería caracoleaban por entre los carruajes,
tendiéndose algunas veces sobre el cuello de sus cabalgaduras para
hablar al través de una portezuela. Las de Pajares contemplaban con
nostalgia de desterradas el paso de los carruajes. ¡Gran Dios, qué
tarde! ¡Se acordarían de ella toda la vida! Era la primera vez que iban
a pie a la Alameda. Las niñas, a pesar de sus elegantes trajes, creían
que todos se fijaban en ellas para sonreír compasivamente, y doña
Manuela marchaba erguida, con altivez dolorosa, poco más o menos como
Napoleón en Santa Elena después de la denota. La viuda presentía su
ruina. Ya no eran las deudas y los apuros pecuniarios las amarguras de
la vida; ahora, la fatalidad, según ella decía, complacíase en agobiarla
con nuevos golpes, quitando a la familia los escasos medios que la
restaban para sostener su prestigio.
Aquella mañana había sido de prueba para las de Pajares. Nelet el
cochero subió muy alarmado a dar cuenta a sus señoras de que el caballo
estaba enfermo. El suceso no era para tomarlo a risa. No se trataba de
un cólico vulgar, y la pobre bestia, sostenedora inconsciente del
prestigio de la familia, revolcábase abajo, en la obscura y húmeda
cuadra, quedando panza arriba y con las patas agitadas por un temblor
convulsivo. La situación fue ridícula y conmovedora. Tantos años de
servicios habían establecido cierto afecto entre las señoras y la brava
bestia, que era considerada casi como de la familia. Doña Manuela,
recogiéndose la cola de su bata teatral, bajó a la cuadra, no pasando de
la puerta por miedo al caballo, que se revolcaba furioso.
Llamaron al mejor veterinario de la ciudad; pero el caballo no mejoraba,
y por la tarde desvaneciéronse las ilusiones que tenían las niñas de
pasear en carruaje. Casi adquirieron la certeza de que el pobre caballo
no saldría de la enfermedad. ¿Qué iban a hacer ellas cuando se vieran
confundidas entre las cursis que paseaban a pie por la Alameda? ¿Qué
dirían las amigas al ver que transcurría el tiempo y la hermosa
galerita, de que tan orgullosas estaban, permanecía arrinconada en la
cochera? Porque las dos, aunque su mamá, por no entristecerlas, las
ocultaba el estado de la casa, tenían pleno conocimiento de los apuros
de la familia y estaban seguras de la imposibilidad de reemplazar el
viejo pero brioso caballo por otro que valiese tanto como él.
Después de comer, la madre y las hijas sentáronse en el salón, y allí
permanecieron más de una hora, silenciosas, hurañas y malhumoradas. El
día era magnífico; pero no, no saldrían: primero monjas que el mundo se
enterase de su decadencia, de sus privaciones tan hábilmente ocultadas.
Pero las tres no podían resignarse a pasar un día dentro de casa.
Además, por los balcones entraba el sol y soplaba un aire cargado de
perfume irritante del verano. Pensaban involuntariamente en los verdes
campos, en el paseo exuberante de gentío, en el placer de andar
lentamente bajo las ladeadas sombrillas, viendo caras nuevas y
contestando al saludo de los amigos; y por fin, la madre y las hijas no
pudieron resistir más y comenzaron a vestirse.
--No hay que ser tan escrupulosas--dijo doña Manuela--. Todos nos
conocen, y porque un día nos vean salir a pie no van a imaginarse que
nos falta el carruaje. Vamos, niñas, ¡a paseo!
Y salieron de casa con el propósito de ir a cualquier parte menos a la
Alameda. Pero el paseo las atraía; no sabían adonde ir, y al fin,
insensiblemente, sin ponerse de acuerdo, encamináronse allá.
¡Qué tardecita pasaron las de Pajares! Exteriormente fueron las de
siempre; las niñas contestaron con mohines graciosos a los saludos de
los amigos, y la mamá, altiva y majestuosa, cobijándolo todo con su
mirada de protección. Pero en su interior ¡cuántos tormentos! Si alguna
amiga las saludaba desde su carruaje con expresión cariñosa, las tres
creían adivinar cierto asomo de lástima, y enrojecían bajo la capa de
blanquete que cubría sus mejillas. Si una persona conocida se detenía a
saludarlas, ellas, a tuertas o a derechas, y muchas veces las tres a un
tiempo, se apresuraban a decir que habían salido a pie en vista de la
hermosura de la tarde; y seguían mirando con nostalgia y despecho la
larga fila de carruajes, experimentando la misma impresión de nuestros
bíblicos padres ante las puertas del Paraíso cerradas para siempre.
Después, ¡qué recuerdos tan penosos! A las tres las obsesionaba la
enfermedad del caballo, como si éste fuese de la familia. Estaban
arrepentidas de haber salido de casa; sentían la falsa esperanza de los
que se interesan por un enfermo y creen que permaneciendo a su lado
aceleran la curación. Saludaban a derecha y a izquierda; deteníanse a
estrechar manos, cambiando palabras sobre el tiempo o sobre los trajes
que más lucían en el paseo; pero sus miradas iban inconscientemente a
detenerse en aquellos caballos que pasaban a pocos pasos de ellas; y en
todos, bien fuese por el color, por la cabeza o por la grupa,
encontraban cierto parecido con el otro que ocupaba su memoria.
Tuvieron en aquella tarde encuentros muy penosos. Andresito, el hijo de
Cuadros, pasó por entre las dos filas de carruajes montando el enorme
caballote que le había comprado su padre. Buscaba a la novia para ir
escoltándola, luciendo sus habilidades hípicas en torno de su carruaje.
El gesto de inocente sorpresa que hizo al verlas a pie, confundidas
entre la cursilería dominguera, fue una verdadera puñalada para las tres
mujeres.
Todo hería su susceptibilidad. Roberto del Campo, que iba con algunos
amigos, las saludó con la más seductora de sus sonrisas; pero ellas
creyeron distinguir en sus labios una irónica expresión. Indudablemente,
aquel trasto de Rafaelito había relatado a Roberto lo del caballo.
Estaban seguras de que todo el paseo conocía el desagradable suceso,
adivinando lo que vendría después. Y cegadas por la vanidad herida,
recordando sin duda las burlas que ellas habían dirigido a otras
familias, turbábanse por momentos, creyendo ver miles de ojos rijos en
ellas y que las señoras desde los carruajes las sonreían desdeñosamente,
como si fuesen criadas disfrazadas. Hasta llegaron a pensar con
escalofríos de terror si a su s espaldas las señalarían irrisoriamente
con el dedo. Y siempre el maldito caballo ocupando su pensamiento,
viéndolo con los ojos de la imaginación tal como estaba en su cuadra al
salir ellas de paseo, panza arriba, estirando convulsivamente las patas.
Las tres llevaban dentro de sí, como implacable enemigo, su propio
pensamiento, que las hacía ver la burla y la lástima en todas partes, y
hasta creyeron algunas veces que personas conocidas fingían distracción
por no saludarlas.
--Vámonos, niñas--dijo la mamá con una expresión en que vibraban el
dolor y la cólera--; vamos a casa a ver cómo está «aquello». Hoy el
paseo está muy cursi.
Las niñas apoyaron a la mamá con gesto de aprobación. Era verdad, muy
cursi; y las tres emprendieron una retirada desastrosa, anonadadas,
vencidas, como si acabasen de sostener una batalla con la consideración
pública, quedando derrotadas y maltrechas. Al subir la rampa del puente
del Real tuvieron que apartarse del borde de la acera, limpiándose con
los pañuelos de blonda el polvo que levantaban las ruedas de un
carruajillo descubierto que corría con velocidad insolente, arrollándolo
todo.
Era la última sorpresa. El señor Cuadros, tirando de las riendas para
refrenar su veloz caballo y agitando el látigo, las saludaba desde lo
alto de aquella cáscara de nuez montada sobre ruedas.
A su lado iba Teresa, desbordando sus carnes blanduchas sobre el
banquillo de terciopelo azul, moviendo con cierta incomodidad su cabeza,
como si le molestase la capota, recargada de rosas y follaje, regalo de
su marido.
--Hasta la noche.... Adiós, niñas. Esta noche iré a ver a ustedes.
Y Teresa enviaba una sonrisa sin expresión a su antigua señora, como
suplicando que no abandonase la tarea de catequizar a su esposo.
¡Buena estaba doña Manuela para tales indicaciones! Sabía lo que
significaban las asiduas visitas, unas veces por la tarde y otras por la
noche, que la hacía aquel cincuentón; pero no pensaba ahora en eso. El
encuentro había acabado de trastornarla. Sus antiguos criados en
carruaje, ensuciándola con el polvo de las ruedas, y ella, la hija de un
millonario, la viuda del doctor Pajares, a pie y humillada por unas
gentes a las que siempre había tratado con cierto desprecio. Jamás había
imaginado que pudiera ocurrir aquello. Agobiada por las deudas, esperaba
la caída, pero no tan honda y lastimosa para su dignidad.
Esto era demasiado fuerte para poder resistirlo. Y la pobre mujer, toda
susceptibilidad y orgullo, sintió que algo caliente se agolpaba a sus
ojos, y hubo de hacer esfuerzos para no llorar. Su paso acelerado era
una verdadera fuga. Huían del paseo, de aquel lujo que algunos días
antes era su elemento y ahora les parecía un verdadero insulto.
Cuando entraron en la plazuela donde vivían, la vista de su casa, que
con el portalón entornado, los balcones cerrados y la fachada
obscurecida por la última luz de la tarde tenía cierto aspecto fúnebre,
hizo revivir en la memoria de las tres el recuerdo del caballo.
--¡Dios mío! ¿Cómo estará el pobre _Brillante_? Tan vehemente era su
interés por la salud de la bestia, que hasta acariciaban la absurda
esperanza de una extraña reacción, de un milagro que las permitiera
tener el carruaje disponible para el día siguiente. Arrastradas por la
rutina, hasta sentían tentaciones de rezar por el pobre animal. Algo
había en ellas de cariño, de agradecimiento por todo lo pasado; pero lo
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