Años de juventud del doctor Angélico - 02

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sino la _introducción_ a esta asignatura. De tal modo, que pasábamos
todos los meses del curso en el zaguán de la ciencia haciendo sonar la
campanilla sin lograr jamás franquear la puerta.
Ignoro a qué obedecía esta conducta. Tal vez juzgasen nuestros
profesores que convenía tenernos en el portal, temerosos de que la
escalera nos hiciese daño.
Yo me creía con pecho bastante fuerte para subirla. Compré libros y leí
por ellos con ahinco. Y no sólo en casa, sino en la Biblioteca Nacional,
pasaba largas horas entregado con furor al estudio. Pasarón me ayudó
muchísimo a orientarme en mis trabajos. Porque este joven maravilloso
no sólo había profundizado en la Historia, en la Literatura y en la
Filosofía, sino que tenía, asimismo, conocimientos muy vastos en las
Ciencias Físicas y Naturales. Particularmente era asombrosa su erudición
bibliográfica. Cuando yo necesitaba conocer con alguna mayor extensión
cualquier materia, él me señalaba al instante el libro en que la
hallaría expuesta con mayor lucidez.
No obstante, al cabo quise entender que su ayuda era más externa que
espiritual. Me señalaba los libros, me hablaba de los autores con una
riqueza de datos sorprendentes, hacía algunas observaciones críticas de
importancia; pero no entraba de lleno en el fondo de los asuntos ni
procuraba esclarecerlos. Si he de confesar la verdad, me parecía que le
interesaban de un modo secundario.
La filosofía de la Naturaleza, los grandes sistemas metafísicos, la
investigación atrevida de las causas esenciales, las ideas que agitaban
constantemente mi espíritu y lo tenían anhelante, observé que no le
preocupaban. Cuando yo trataba de lanzar nuestra conversación a las
alturas y estudiar los hechos capitales de la existencia y decidir de la
mayor o menor veracidad de las ideas, en vez de apoyarme o contradecirme
solía decir: «--Esa idea que acabas de emitir es _hegeliana_, o ese
concepto de la fuerza _cartesiano_, o esa opinión se acerca mucho al
_conceptualismo_ de Abelardo.» Pero investigar si lo que yo afirmaba era
o no cierto, jamás.
Repugnaba la discusión como no fuese sobre la mayor o menor autenticidad
de un dato o de una fecha. En fin, era evidente que le interesaba mucho
más la historia de la ciencia que la ciencia misma.
Por eso un día a la hora del almuerzo, que era la de las grandes
controversias, Sixto Moro le dijo:
--Pasarón, te pareces a cierto joven que ofreció a sus amigos
presentarles en el palacio de un marqués donde se celebraban brillantes
bailes y reuniones. Sus amigos creyendo de buena fe que era amigo del
marqués y frecuentaba su casa, se pusieron el frac y fueron con él al
baile. Suben la escalera, entregan los abrigos a los criados, penetran
en el salón y nuestro joven se dirige al dueño de la casa que se hallaba
en medio de él, le hace una profunda reverencia y le dice: «--Marqués,
tengo el honor de presentar a usted a mi amigo Fulano, capitán de
artillería; a mi amigo Zutano, ingeniero de montes, etcétera.» El
marqués le mira con asombro, y al fin exclama indignado: «--Está bien,
¿y a usted quién le presenta?» «--A mí, nadie--responde
tranquilamente--, yo me retiro.» Y girando sobre los talones, se va del
salón. Tú haces lo mismo, nos presentas filósofos y literatos, nos
explicas con toda perfección sus opiniones y cuando al cabo preguntamos
por las tuyas, te decimos como el marqués: «--¿Y usted quién es?»--«Yo
no soy nadie, yo me retiro»--nos contestas.
Era exacto. Sin embargo, no se podía negar a Pasarón una grande y lúcida
inteligencia. Su crítica era casi siempre acertada, vigorosa, poseía una
rara penetración para aquilatar los méritos de cada escritor, no había
cuidado que se dejase engañar por armadijos ni oropeles. Mas ya fuese
porque el exceso de conocimientos sofocasen en él toda iniciativa
intelectual, o porque su desaforada curiosidad y afición a la Historia
le impidiese entrar en sí mismo, es lo cierto que no podíamos averiguar
qué ideas germinaban en su mente acerca de los grandes problemas de la
filosofía ni las secretas inclinaciones de su espíritu.
¡Cuán distinto era Moro! Para éste no existía la Historia sino la
actualidad. Sobre cada asunto que se ofrecía en nuestras pláticas
formaba inmediatamente su opinión que expresaba siempre de un modo
resuelto, inapelable. La mayor parte de las veces, estas opiniones se
apartaban cien leguas de las de los demás; pero esto era cabalmente lo
que él ambicionaba. Su satisfacción era ostensible cuando después de
emitir una de ellas veía el asombro pintado en nuestros ojos.
Moro vivía en perpetuo estado de rebelión contra todos los principios
que pasan por inconcusos en nuestra sociedad. Era lo que hoy han dado en
llamar ciertos filósofos un no-conformista. En cuanto se ofrecía ocasión
de atacarlos, cerraba furiosamente contra ellos o escaramuzaba
ligeramente en torno suyo.
Su ingenio sutil y la afluencia de que estaba dotado le servían
admirablemente para apoyar las verdades cuando casualmente tropezaba con
ellas; pero desgraciadamente también le ayudaban a sostener los errores
cuando alguno de sus frecuentes caprichos le arrastraba a ponerse de su
lado. En estos casos se convertía en un famoso prestidigitador de las
ideas, hacía juegos malabares con ellas, y si no nos convencía por lo
menos nos deslumbraba.
En fin, era un retórico que apuntaba al efecto antes que a la verdad, y
que no temía despeñarse en un abismo de paradojas y de absurdos si esto
le proporcionaba el gusto de mostrar la flexibilidad de su talento y de
inquietar a sus oyentes. Por esto su conversación, siempre brillante,
concluía algunas veces por hacerse fatigosa.


III
LA CASA DE MI MENTOR

El general Don Luis de los Reyes fué la persona designada por mi padre
para servirme de mentor en Madrid durante la carrera. En consecuencia,
me presenté al día siguiente de mi llegada, por la tarde, en su casa.
Ocupaba el General el piso primero de una de las mejores casas del
barrio de Salamanca. Me abrió la puerta un criado con librea, quien, al
enterarse de mi deseo de ver al General, llamó a otro. Apareció un
hombre que, a juzgar por su traje, no era un criado ni tampoco un
caballero. Después supe que se llamaba Longinos y era un antiguo
asistente del General a quien había hecho su hombre de confianza, una
especie de intendente o mayordomo. Al escuchar mi nombre sonrió con
benevolencia y no vaciló en llevarme a la presencia de su amo.
Se hallaba éste en su despacho escribiendo, y cuando me anunciaron se
alzó precipitadamente del sillón, vino a mi encuentro y me abrazó tan
efusivamente, que no pude menos de sentirme profundamente halagado.
--¡Ea, ya tenemos aquí al estudiante! Un buen estudiante, ¿verdad? Si
semejas a tu padre por dentro como te pareces por fuera, seremos
excelentísimos amigos.
Me recibió con una cordialidad verdaderamente conmovedora. Se enteró
minuciosamente de la salud de los míos, y de todo lo que ocurría en mi
casa, me dió infinitos consejos y un cigarro habano que se empeñó que
fumase en su presencia.
Era Don Luis, lo que se llama en términos vulgares, un real mozo. Alto,
corpulento con tendencias a la obesidad, la tez sonrosada, los ojos
vivos, la dentadura perfecta, y sólo tal cual hebra de plata entre su
barba, que gastaba cerrada y corta. Aunque tenía cuarenta y seis años
cumplidos nadie le echaría más de los cuarenta. Se ofreció desde luego a
mis ojos como un hombre alegre, cordial, impetuoso, un poco ligero,
representando el tipo perfecto del temperamento sanguíneo, tal como
acababa de estudiarlo en las nociones de fisiología que cursamos en el
último año del bachillerato.
Había sido uno de los caudillos afortunados de la revolución de
Septiembre. Durante algunos años fué un temible conspirador, amigo
íntimo del general Prim y de los demás militares que aspiraban a
derrocar el régimen imperante, hombre valeroso y estimado de sus
compañeros. Hizo la campaña de Africa donde se señaló mucho, y cuando no
había cumplido aún los treinta y cinco años, alcanzó el empleo de
coronel. En aquella época se hizo sospechoso al Gobierno, se le quitó el
mando del regimiento y se le envió desterrado a mi pueblo natal. Allí
permaneció más de un año, y en este tiempo trabó amistad estrechísima
con mi padre.
El lazo de unión entre estos dos hombres de profesiones tan diferentes
fué la pesca. Cañas, redes, anzuelos, impermeables, botas de agua; yo no
veía otra cosa en mi niñez atestando los rincones de mi casa. Poseía mi
padre una pequeña lancha con la cual se lanzaba a la mar la mayoría de
las veces solo. Esto era causa de zozobras sin cuento para mi pobre
madre. Nadie sabía mejor que él guisar una caldereta a la orilla misma
del mar con el pescado que acababa de extraer del agua. Era peritísimo
para adivinar y predecir las mudanzas del tiempo. Cuando nuestros amigos
y vecinos proyectaban cualquier excursión campestre se le venía a
consultar, y si él no daba su beneplácito nadie se movía de casa.
El coronel Reyes tenía más afición que práctica en este noble ejercicio.
Su afición era verdaderamente loca y superaba aún a la de mi padre. Sin
embargo, éste le inició durante aquel año en todos los secretos del
arte. No se apartaban sino para dormir, porque aun en las horas que mi
padre destinaba al despacho de sus negocios, el Coronel solía estar
presente en el escritorio ocupándose ordinariamente en arreglar los
aparejos. Su amistad se estrechó tanto, que llegaron a tutearse como si
se hubiesen tratado desde la infancia. No tenían secretos el uno para el
otro, y cuando un día, burlando la vigilancia de las autoridades,
desapareció el Coronel del pueblo, fué mi padre quien le facilitó los
medios y quien le sirvió de intermediario para obtener noticias de su
hija, que había dejado en Madrid. El coronel era viudo y tenía una niña
de poca menos edad que yo, cuyo retrato llevaba siempre en la cartera.
Mi madre se deshacía en elogios de la belleza de aquella criatura de
tres o cuatro años. Imposibilitado de tenerla consigo a causa de su vida
azarosa, la había colocado en casa de una prima suya y más tarde en un
colegio dirigido por religiosas; pero su pensamiento estaba siempre con
ella, porque era hombre afectuosísimo.
Digo, pues, que un día desapareció de nuestro pueblo, y desde entonces
corrió todas las aventuras peligrosas de los conspiradores de aquella
época. Se batió el 22 de Junio en las barricadas en Madrid y siguió a
Prim en su odisea por los campos de Castilla hasta entrar en Portugal.
Mi padre conocía por menudo sus azarosos pasos, y me narraba de
sobremesa, con emoción, algunos de ellos.
Al cabo dió con sus huesos en París, donde permaneció los dos años que
precedieron al triunfo de la revolución. Allí conoció a una joven viuda,
brasileña, de gran fortuna, y se casó con ella. Harto lo necesitaba. El
Coronel era uno de los hombre más pródigos que pudieran verse. Mi padre
no le reconocía otro defecto. Había disipado el corto caudal de su
primera esposa que poseía más timbres de nobleza que hacienda, y sería
bien capaz de disipar el de ésta si le dieran tiempo y ocasión para
ello. De sus trampas y penurias se disculpaba achacándolo a la política;
pero mi padre sabía perfectamente que sólo debían achacarse a su
inveterada prodigalidad y no poco le tiene sermoneado para corregirle.
Por fin llegó la hora del triunfo. Reyes desembarcó en Cádiz con los
militares revolucionarios, se batió en Alcolea y entró victorioso con
ellos en Madrid. Fué nombrado inmediatamente general de división o
mariscal de campo, como entonces se decía, saltando sobre el empleo de
brigadier. Erale debido, pues llevaba diez años de coronel y había
expuesto repetidas veces su vida en aras de la causa revolucionaria. Un
año después fué ascendido a teniente general. A la sazón ocupaba un alto
puesto en el Ministerio de la Guerra.
--Bueno, ahora que ya me conoces (porque reconocerme, aunque digas lo
contrario, es imposible), ahora que sabes que estoy dispuesto a no
perdonarte la más mínima infracción de tus deberes (salvo las escapadas
que harás sin que yo me entere), es necesario que conozcas a mi familia
y que te posesiones de esta casa que es, desde hoy, la tuya.
Salimos del despacho, atravesamos un pasillo profusamente iluminado, y
penetramos en una estancia muchísimo más iluminada aún.
Era un gabinete cuadrado de regulares dimensiones, decorado con un lujo
al cual no estaba yo acostumbrado. Las cortinas de raso encarnado
sostenidas por galerías doradas; la sillería dorada también y forrada de
la misma tela; del techo pendía una artística araña de cristal y en uno
de los rincones un gran quinqué sostenido por tallada columna de bronce
esparcía también velada claridad. Sobre la chimenea de mármol rojizo
había una magnífica escultura de mármol blanco, y sobre dos mesitas
chinescas, algunos juguetes de porcelana. Los pies se hundían en la
alfombra; una emanación de suavidad extraordinaria llenaba el aire con
su perfume. Al través de una puerta se divisaban otros dos salones; el
uno azul, el otro gris, iluminados igualmente con preciosas lámparas.
Todo aquel lujo me produjo un gran deslumbramiento. Allá en nuestra
ciudad, mi familia vivía con holgura pero con gran sencillez, y jamás
había estado en casa alguna que se le pareciese.
Una linda joven saltó de la silla donde se hallaba hojeando un libro, y
se colgó del cuello del General dándole dos apasionados besos.
--Aquí os presento a Angelito, cuyo nombre en alas de la fama ha llegado
ya a vuestros oídos. Un estudiante modelo, casi un hombre eminente que
llegará a serlo por completo si, como espero, cierra los ojos y tapa sus
oídos a los encantos de la capital--dijo Reyes mirando al mismo tiempo
hacia un rincón del gabinete.
En aquel rincón descansaba sobre una butaquita roja como el resto del
mobiliario, otra joven de deslumbrante hermosura.
La primera me alargó risueña su mano, que yo estreché tímidamente. Era
una mano de niña, suave y regordeta. En efecto, aquella joven no era más
que una niña raramente desarrollada. Por su estatura y corpulencia,
semejaba una mujer, pero su rostro tenía la frescura y la inocencia de
la infancia. Sus ojos negros y vivos, guardaban gran semejanza con los
del General; la tez finísima, sonrosada, brillante; la boca deliciosa,
los cabellos negros y ondulados cayendo graciosamente sobre la frente,
una frente estrecha y tersa de estatua griega.
--Mi hija Natalia--dijo Reyes besando aquella frente--. Y aquí tienes a
la señora de la casa--añadió señalando a la joven que se había levantado
de la butaca y venía hacia nosotros.
Esta me estrechó la mano también, y el General exclamó riendo:
--Estréchala con respeto que es la de un sabio.
La bromita del General me iba pareciendo un poco pesada.
Una sonrisa divina se esparció por el rostro de aquella mujer que más
parecía una diosa. Era alta, esbelta, admirablemente torneada; pero nada
puede dar idea de su rostro amasado con rosas y leche, donde se unían el
amor y la gracia, la dulzura y la altivez. Sus ojos garzos tallados en
almendra brillaban debajo de sus cabellos rubios con luz tibia y
voluptuosa y su boca sonreía como una rosa que se abre dejando ver dos
filas de perlas. Aquella cabeza encantadora estaba sostenida por un
cuello de alabastro que se unía a su espalda con una curva de indecible
elegancia, y su seno se alzaba fiero y majestuoso bajo la tela sutil de
su bata azul.
--Si no es un sabio todavía, lo será, ciertamente, con el tiempo.
--Y si intenta desviarse del camino recto, le pondremos orejeras como a
los caballos de tiro para que mire siempre hacia adelante.
--No haga usted caso de este rudo soldadote que no piensa más que en
tirar la Ordenanza a la cabeza a todo el mundo. Usted seguirá siendo el
estudiante modelo de que hace tiempo teníamos noticia sin necesidad de
que nadie le señale el camino.
--¡Usted! ¡usted!... ¿Qué significa ese usted? Angelito viene confiado a
nosotros, y tú eres desde hoy en Madrid, su única madre.
¿Quién dejará de imaginarse el grato cosquilleo que sintió mi pecho al
encontrarme con tan gentil mamá? Su voz entró en mis oídos como una
música suave. Mis ojos debieron expresar tanta admiración, que su tez
delicada se tiñó de carmín.
--Bien, pues desde ahora no dudes que aquí estás en tu casa y que todos
tendremos un placer en que nos trates y consideres como tu familia.
Hablaba mi buena mamá bastante bien el español, aunque que con cierto
dejo portugués, alargando un poco los labios, lo cual hacía su discurso
suave y mimoso.
--Ven a tomar una copita de Jerez--me dijo entonces Natalia tuteándome
ya también con la mayor franqueza.
Y cogiéndome de la mano me arrastró fuera del gabinete.
--¡Eso es! Has tenido una idea feliz--exclamó el General--. Dale un buen
latigazo de Jerez y di a Juan que ponga un cubierto más en la mesa
porque este buen mozo se queda hoy a comer con nosotros.
Natalia me llevó al través de los dos salones, azul y gris, hasta otra
gran pieza donde dos magníficos aparadores de roble tallado se hallaban
adosados a la pared cubierta de tapices que representaban escenas
campestres. En el medio, debajo de una lámpara donde el gas brillaba
amortiguado por la pantalla verde, estaba ya la mesa puesta. Un centro
de plata adornado de flores perfumaba la estancia. Natalia se dirigió
al criado que, con corbata y guantes blancos, estaba allí esperando.
--Sirve una copa de Jerez a este señor.
¿Por qué a esta niña encantadora se le ocurrió tan repentinamente darme
una copa de Jerez? He aquí un problema que no se presentó entonces a mi
espíritu. La bebí como si fuese algo que estuviese en el orden de la
creación, y di las gracias.
Volvimos al gabinete, nos sentamos todos, y el General tornó a hacerme
preguntas acerca de mi familia y de los conocidos que había dejado en el
pueblo. Inútil me parece decir que sintiéndome escuchado por tan gentil
auditorio, procuré dar a mis discursos la forma más ingeniosa y amena de
que era capaz mi cerebro.
El General me hizo narrar las impresiones de viaje. No pude menos de
confesar que algunas distaron de ser agradables. En cierta estación
subió a nuestro coche un caballero que se condujo conmigo del modo más
grosero que cualquiera puede imaginarse. Sacó violentamente mi maleta de
la rejilla y me la arrojó sobre las rodillas. Decía que tenía derecho a
un sitio para la suya. ¿Por qué no sacó la de cualquiera otro viajero?
Porque yo era un muchacho y no podía hacerle frente. ¿No les parece una
cobardía? Después se echó a roncar y puso los pies sobre mí con unas
botazas sucias que daban asco.
--¿Por qué no le rompiste la cabeza a ese indecente?--exclamó Natalia
con una impetuosidad que nos hizo sonreír--. ¡Sí! ¿Por qué no le dejaste
caer una maleta sobre la cara cuando estaba durmiendo?
El General soltó una carcajada.
--¡Niña, eso es ya demasiado fuerte! ¿No comprendes que una maleta por
poco que pesase le dejaría chato para toda la vida?
--¡Qué lástima! Yo le hubiera dejado sin narices.
El General, sin dejar de reír, acarició el rostro de su hija, diciendo:
--Sosiégate, hija mía. Eres una polvorilla que se inflama con la más
leve chispa.
--Tiene a quien parecerse--apuntó Guadalupe sonriendo.
--¡Verdad!--replicó el General acariciando también la mano de su
esposa--. ¡Cuánto daría por ser dueño de mí siempre como lo eres tú! Se
vive más tranquilo, y, sobre todo, se deja vivir tranquilos a los otros,
lo cual es más importante.
--¡Qué sé yo!--exclamó Natalia haciendo un gesto de desdén--. Por lo
menos a nosotros dos no se nos podrá tachar de hipócritas.
--¿Se me tacha a mí?--preguntó Guadalupe dirigiéndole una mirada de
reconvención cariñosa.
--Nadie podrá siquiera imaginarlo--se apresuró a decir el General
respondiendo por su hija--. La tranquilidad del alma no excluye la
lealtad. Sabes guardar tus sentimientos y haces bien, porque siendo
puros los verías muchas veces profanados.
Al pronunciar estas palabras, el General clavó en su esposa una mirada
de intenso cariño que la obligó a ruborizarse.
Mi impresión en aquel momento fué que el General amaba entrañablemente a
su hija; pero estaba loco por su mujer. Ni lo uno ni lo otro me
sorprendía, porque yo estaba a dos dedos de participar de aquellos
sentimientos. Natalia, con sus ojos límpidos, con la movilidad graciosa
de su rostro, con sus ademanes impetuosos e infantiles, provocaba la
ternura que se siente por los niños; pero Guadalupe infundía, por su
belleza escultórica, por la serenidad altanera de su frente, por la
sonrisa divina que se esparcía por su rostro, la admiración más
profunda.
Esta mujer extraordinaria, que podía contar a la sazón treinta años,
había sido casada en Río Janeiro muy niña con un rico comerciante, que
al morir le legó toda su fortuna. Rica y libre, se vino con su madre a
Europa, y se estableció en París. Allí la conoció Reyes, y consiguió
enamorarla. Su arrogante figura y el prestigio de héroe que le daban sus
aventuras románticas de revolucionario, efectuaron el milagro. Haría
poco más de cuatro años que estaban casados, y la hermosa viuda no tenía
motivo para arrepentirse. El proscripto, a quien había dado su mano, era
a la hora presente general y personaje influyente en España. Sobre esto,
la adoración de Don Luis no cedía un punto de su primera intensidad; su
rendimiento, sus caballerescas atenciones con ella despertaban no pocas
veces una sonrisa entre sus amigos.
--Faltan veinte minutos para las siete--dijo Reyes mirando su reloj--.
Natalia, hija mía, ¿quieres teclear un poco en honor de nuestro huésped?
Amablemente, la niña se levantó de su butaca, y nosotros la seguimos al
salón contiguo, donde se hallaba el piano. Nos sentamos. Natalia se
acercó a mí, y poniéndome una mano sobre el hombro, me preguntó:
--¿Eres aficionado a la música?
--Muchísimo.
--Entonces te haré oír algo escogido.
Se sentó al piano y comenzó a tocar un nocturno de Chopín que yo
conocía. El efecto que en aquel momento me produjo no puede describirse.
Natalia tocaba con una maestría que me pareció insuperable. Era una
profesora consumada. Delante de mí, cerca del piano, se hallaba
Guadalupe, que me espiaba con sus hermosos ojos, y de vez en cuando me
sonreía. Yo creía estar en el cielo. Naturalmente en el cielo de
Mahoma, porque no era lo suficiente espiritual en aquel momento para
entrar en el cristiano.
Me sentía conmovido hasta lo profundo del alma; me acometieron deseos de
llorar. En aquella edad padecía una emotividad exagerada que me hacía
sufrir y gozar como pocos hombres habrán gozado y sufrido en este mundo.
Debí quedar pálido, y, a despecho mío, es posible que una lágrima haya
asomado a mis ojos.
Natalia terminó. Yo, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, aplaudí con
todas mis fuerzas. Guadalupe se acercó a mí solícita y me preguntó:
--¿Te sientes mal, hijo mío?
--No, señora.
--Es que he observado que tus manos temblaban un poquito y que tu cara
bajaba de color mientras Natalia nos ha hecho oír el nocturno... Me
alegro--añadió sonriendo--de que estas señales de agitación se deban
solamente al efecto de la música. Eso prueba que además de un oído
delicado tienes un corazón sensible.
Si yo hubiera respondido que su voz sonaba más grata en mi corazón que
el nocturno de Chopín, no diría una falsedad. Era una voz angélica que
se deslizaba en los oídos y llegaba a lo más secreto del alma. Cuando la
Naturaleza se decide a fabricar un sér perfecto no abandona ningún
detalle.
--¿Cómo no se ha de sentir mal este chico?--manifestó el General
riendo--. Estará muerto de hambre. ¡A ver, ahora mismo a la mesa!
Y se lanzó al comedor seguido de nosotros.
Nos sentamos a la mesa. Las poéticas emociones que había experimentado
no alteraron poco ni mucho mis facultades digestivas. Comí con el mayor
apetito. Lo mismo el General que las damas me animaban a hacerlo.
Cuando el criado nos sirvió unos salmonetes con salsa, el General dejó
escapar un suspiro y exclamó con acento dolorido:
--¡Oh, qué hermosos salmonetes he pescado con tu padre detrás de las
peñas en la concha de Argañón!
--Mejores los pescas en el Manzanares--dijo Natalia.
Su padre hizo como que se enfadaba, y me confesó que alguna vez se
consolaba tomando el coche y haciéndose conducir a las afueras de
Madrid, cerca del río. Allí se pasaba algunas horas con la caña en la
mano «sólo para recordar tiempos mejores». Ordinariamente venía sin
nada; pero en cierta ocasión trajo una tenca que pesaba libra y media.
--Fué un acontecimiento que ocupó la atención pública varios días--dijo
Natalia--. Había que ver la cara de papá cuando se presentó con la
tenca. Ni que viniese de ganar una batalla a los moros. Y luego ¡qué
cuidados exquisitos para guisarla! No se fiaba del cocinero; él mismo en
persona fué a dirigir la operación. Cuando la sirvieron a la mesa se la
condujo bajo palio, y Guadalupe y yo tocamos a cuatro manos la _Marcha
Real_.
--Ríe, ríe, picarilla--dijo su padre pellizcándola--; pero no es menos
cierto que has hecho los honores a mi tenca y que ambas os habéis
alegrado bastante cuando la he pescado.
--Es natural, como que tu gloria al fin y al cabo refluye sobre
nosotras--dijo Guadalupe.
--¿También tú?--prosiguió el General amenazándola con el dedo.
--Papá, si me prometes no enfadarte te diría una cosa.
--Di lo que quieras.
--¿No te enfadarás?
--Palabra de aragonés.
--Pues bien esta mañana he leído en un periódico la siguiente
definición: «Una caña de pescar es un instrumento al cabo del cual se
encuentra siempre un tonto.»
--¡Bah! Y una pluma es otro instrumento al fin del cual se tropieza no
pocas veces con un asno.
--¿Lo ves cómo te has enfadado?
--No me enfado; pero defiendo el noble arte de la pesca de los ataques
insidiosos que se le dirigen por quien no lo conoce o carece de
aptitudes para practicarlo.
--Será todo lo noble y todo lo difícil que quieras, papá, pero debes
convenir en que no es divertido.
--Si se tratase de la caza...--apuntó Guadalupe.
--¡Estáis en un error! En la pesca existen goces que no puede sospechar
el que no la haya practicado. En primer lugar se respira el aire libre
del mar, se contempla su vasta llanura unas veces en calma, otras
agitada. Es un espectáculo desde luego más sublime e interesante que el
de los jarales que ordinariamente recorre el cazador. Después hay el
misterio, esto es, lo que más seduce al hombre en este mundo. Allá en
las profundidades del agua, invisible siempre, se encuentra lo que
apetecemos apresar. No sabemos si está lejos o cerca de nosotros; pero
llega un momento en que la caña se dobla o en que el aparejo se
estremece en nuestras manos. No podéis sospechar el sabor que tiene tan
precioso instante para el pescador. Esta sensación única, que a nada se
parece, compensa sobradamente la paciencia que hemos gastado
esperándola. Luego comenzamos a ver al prisionero; no sabemos quién es
ni cómo se llama, pero ya se vislumbra su bulto entre los cristales del
agua. Al cabo aparece en la superficie: es una lubina, es un sollo, es
un salmonete. ¡Con qué gozo le asignamos su nombre!
--Pero es un gozo bárbaro--manifestó Guadalupe--. El hombre en la caza y
en la pesca se transforma en animal de presa, espía a su víctima, la
engaña y cuando observa que ya no puede escapar ni defenderse cae sobre
ella, como el gato sobre el ratón, o el ave de rapiña sobre el polluelo.
¡Es innoble!
--Tratándose de la caza, convengo en ello, querida. El cazador sorprende
a un inocente pajarito que es todo alegría y cuya existencia semeja
mucho a la nuestra. Tiene amores, siente celos, riñe combates con su
rival, fabrica su nido, se extasía cantando como un artista y le
impresiona, como a él, la belleza de los días espléndidos y de los
paisajes luminosos... Pero un pez es un sér, cuya inconsciencia linda ya
con la de la materia bruta: no ama ni aborrece; no conoce siquiera; es
mudo; ningún grito denota su sensibilidad. Cuando sale del agua se le
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