Años de juventud del doctor Angélico - 05

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admitían discusión sobre este punto; pero servía de blanco para sus
burlas más ingeniosas y para sus sarcasmos más sangrientos. Había un
profesor de la Facultad de Medicina que les decía: «--Entre los
centenares de cerebros que he disecado, jamás tropezó mi escalpelo con
el alma.»--Y esta frase se repetía a menudo y cada vez con más unción
por los tertulios.
En cuanto a Dios, no contaba allí más que con una minoría irrisoria.
Sólo dos o tres nos atrevíamos a sostener que no estaba completamente
sepultado y putrefacto. Si alguna vez se nos ocurría pronunciar su
nombre, inmediatamente se nos atajaba: «--Perdón, amigo, ¿no podrías
decir en vez de Dios, la Naturaleza?»
Sin embargo, nosotros nos obstinábamos en nombrarle. Decentemente no
podíamos dejar abandonado un sér indefenso.
Esto producía terribles contiendas teológicas, en las cuales alguna vez
tomaba parte el mozo que nos servía, llamado Fariñas. No sé si algún día
escribiré un estudio sobre este mozo, pero sí estoy seguro de que
debiera hacerlo. Serio, reflexivo, conciliador, mediano filósofo, pero
gran matemático. Cuando le debíamos cuatro cafés y siete botellas de
cerveza nos demostraba con el lápiz en la mano que le debíamos cinco
cafés y nueve botellas. Se escuchaba siempre su opinión con deferencia
más por respeto a su lápiz que a sus conocimientos.
Por supuesto era cosa averiguada para aquellos jóvenes que el
pensamiento no es otra cosa que una secreción del cerebro, como la orina
de los riñones. Se repetían estas y otras frases de Cabanis y Carlos
Vogt como si fuesen el fin y el compendio de toda la sabiduría humana.
No existían aún los _mecanistas_, los _energéticos_, los
_pansensacionistas_, los _cientistas_, y se atenían, por lo tanto, a la
forma más primitiva del monismo materialista.
Otra verdad inconcusa era que todo lo referente a la religión entraba en
los dominios de la patología interna. El que creyese en otro mundo más
que el que veíamos y palpábamos era un enfermo. Si afirmábamos la
existencia de Dios y del alma era porque teníamos atascados los
conductos biliares. El misticismo, una forma aguda del histerismo; el
ascetismo, un síntoma manifiesto de degeneración.
Como consecuencias de tales premisas los santos fueron todos unos
perturbados, histéricos y degenerados. Con quienes más se ensañaban
aquellos jóvenes era con san Francisco de Asís y santa Teresa. ¡Pobre
santa Teresa! No la dejaban intacta ninguna parte de su organismo. Se
investigaban, se estudiaban minuciosamente sus más recónditas dolencias
femeninas, se sacaban a relucir despiadadamente las imperfecciones de
sus conductos interiores. Yo protestaba en nombre del pudor; pero mis
protestas quedaban sofocadas por sus carcajadas.
La elocuencia y donaire de Sixto Moro, sus ingeniosas observaciones, con
que a veces los desconcertaba, de nada servían tampoco. Sus
conocimientos sobre la trompa de Falopio, la placenta y los ovarios
eran, como los míos, rudimentarios.
Sin embargo, una noche entró en el café y se sentó a la mesa con
ademanes tan altaneros y provocativos que a todos nos sorprendió.
Inmediatamente procuró entablar discusión con los jóvenes fisiólogos y
comenzó a saetearlos con su inagotable repertorio de burlas. Cuando
logró ponerlos exasperados, dió el golpe de gracia que tenía preparado.
Sacó del bolsillo el último número de _El Siglo Médico_, que acababa de
aparecer, y, poniéndolo sobre la mesa, profirió con acento triunfal:
--¡Leed este artículo y edificaos!
Uno de los tertulios tomó la revista y se puso a leer; pero Sixto le
atajó:
--No, no; exijo que se lea en voz alta.
Reinó un silencio profundo, y el que tenía entre manos la revista
comenzó a leer. Se trataba del extracto de una Memoria que el célebre
fisiólogo francés Claudio Bernard presentaba a la Academia de Medicina,
dando cuenta de una experiencia curiosa efectuada por él en los
hospitales de París. Habiendo necesitado hacer para sus investigaciones
anatómicas sobre la laringe y faringe algunos estudios detenidos, pudo
observar en dos cadáveres, cuya disección hizo simultáneamente, un
desarrollo anormal de la llamada glándula _tiroides_. Esta masa
glandular que se encuentra en la parte inferior del cuello detrás de la
traquearteria siempre es más voluminosa en el niño que en el adulto. Por
eso le llamó la atención su extraordinario desarrollo en dos hombres que
habían fallecido después de los cuarenta años. Informándose de los
antecedentes de estos dos sujetos pudo averiguar que se habían señalado
por una impiedad recalcitrante. No sólo se habían negado a recibir los
sacramentos de la Iglesia, sino que habían escandalizado constantemente
a las religiosas que los asistían con sus burlas y blasfemias. Excitada
la atención del observador con esta experiencia, procuró verificarla en
casos sucesivos. Al efecto, estudió en los dos últimos años la laringe
de cincuenta y siete sujetos manifiestamente ateos y sólo en dos casos
la _tiroides_ dejó de presentar un volumen anormal.
El artículo cayó como una bomba en la mesa. Todos quedaron con una cara
larga y melancólica que recordaba las figuras del Greco. El lector soltó
la revista con desaliento. Los demás guardaron silencio. Sólo uno se
aventuró a decir en voz baja y balbuciente:
--Mucho me sorprende de Claudio Bernard...
Sixto Moro recogió la revista, la guardó en el bolsillo y porque no
sufriese menoscabo su victoria se levantó del diván y se despidió muy
cortésmente diciendo que iba al teatro. Yo le seguí alegando el mismo
motivo.
Cuando hubimos salido del café, Moro se detuvo y comenzó a reír de tan
buena gana, con tan estrepitosas carcajadas, que me sorprendió un poco,
pues no hallaba razón para tanta algazara.
--Es gracioso--le dije por seguirle el humor.
--¡Y tan gracioso! ¡Mucho más gracioso de lo que puedes imaginar!
Y vuelta a reír hasta querer reventar. Al fin, cuando se hubo sosegado,
pudo articular:
--Has de saber que todo ha sido una farsa.
--¿Cómo una farsa?
--Sí; que no hay tal Memoria de Claudio Bernard.
--No lo entiendo.
--Ese artículo está escrito por mí.
--Ahora lo entiendo menos.
--Soy amigo del regente de la imprenta donde se imprime _El Siglo
Médico_ y me ha hecho el favor de tirar un solo ejemplar con mi
artículo, prometiéndole que lo inutilizaría así que hubiera dado la
broma a mis amigos... Y es lo que voy a hacer en este momento.
Sacó en efecto el periódico del bolsillo y lo hizo menudos pedazos sin
dejar de reír.
--Pero ¿cómo has podido escribir este artículo? ¿Quién te ha enseñado
ese fárrago de términos técnicos?
--Los he extraído de sus mismos libros, que los Mezquita dejan
esparcidos sobre la mesa de su cuarto.
Celebré como merecía la broma, que era realmente chistosa; y seguimos
riendo al recordar el gesto de estupefacción de nuestros contertulios.
Al cabo, poniéndose repentinamente serio, Moro exclamó:
--¡Vamos a ver! Después de todo, si hay glándulas para la fe, ¿por qué
no ha de haberlas para la impiedad?


VII
MI AMIGO JÁUREGUI, ESPIRITISTA

¿Por qué le miraban todos con tan declarada hostilidad? Hay que escrutar
los senos recónditos del orgullo humano para explicarlo. Cuando se
mentaba su nombre en la mesa, hasta el mismo Pasarón, tan pacífico, tan
indiferente, se encogía de hombros con displicencia.
Don Carlos de Jáuregui, nuestro compañero de pensión, huésped del
gabinete frontero al mío y copropietario de la sala que nos separaba,
era un joven que podría contar veinticinco años. Alto, delgado, esbelto,
de facciones delicadas y expresivas, la tez pálida, los ojos negros y
rodeados de un círculo azulado que acusaba un temperamento nervioso y
enfermizo. Vestía con exagerada elegancia y sobre el costado izquierdo
del frac, que indefectiblemente se ponía todas las noches, ostentaba
bordada la cruz roja del hábito de Calatrava. Un bigotito negro con las
puntas enhiestas, los cabellos esmeradamente peinados, las manos breves
y cuidadas, la marcha arrogante y majestuosa, todo quería pregonar su
esclarecida estirpe.
En efecto, aquel joven pertenecía a una aristocrática familia de la
provincia de Alicante y estaba próximamente emparentado con algunos
títulos que residían en Madrid. Sabíamos por Doña Encarnación que era
huérfano de padre y madre, que tenía o había tenido por tutor al marqués
de la Ribera del Fresno; sabíamos igualmente que poseía una mediana
fortuna y sabíamos también que estaba dando buena cuenta de ella entre
los placeres de la vida cortesana.
No hacía más que dormir en casa. Almorzaba, según nuestras noticias, en
un Círculo de la calle de Alcalá y a la hora del crepúsculo venía a
casa, se vestía de etiqueta y salía después a comer en alguna de las
muchas residencias aristocráticas que frecuentaba. Cuando le tropezaba
casualmente en el corredor o en la sala me hacía un reverente saludo, al
cual yo correspondía con idéntica ceremonia. Lo mismo efectuaba con
todos nuestros compañeros. Su actitud no podía ser más correcta, pero
tampoco más fría.
Pues esta corrección y frialdad era precisamente lo que escocía a los
huéspedes de Doña Encarnación. Sospechaban, no sin fundamento, que aquel
joven aristócrata se consideraba por encima de nosotros en la escala de
los seres vivos, y que si en los órganos externos y visibles parecíamos
todos iguales, existía realmente entre su naturaleza y la nuestra un
abismo infranqueable. Particularmente los primos Mezquita le habían
dedicado un odio africano, como africanos que eran en cierto grado,
odio que crecía todos los días al observar las muestras de acatamiento
que nuestra patrona Doña Encarnación le prodigaba. Porque si nosotros no
estábamos absolutamente ciertos de que Jáuregui estableciese
teóricamente una diferencia radical entre su organismo y el nuestro, a
nadie ofrecía duda que prácticamente Doña Encarnación la instituía.
Por eso cada vez que se hablaba del _calatravo_ (así se le conocía entre
nosotros), los primos Mezquita sonreían con amargura y rechinaban los
dientes.
He aquí que un día, al abrir la puerta del gabinete para salir por la
sala, como lo hiciese sin ruido acerté a presenciar un espectáculo que
me llenó de confusión. El caballero Jáuregui se hallaba en pie frente al
espejo ejecutando una serie de movimientos desordenados, de gestos
convulsivos que me pusieron en suspensión y espanto. Tenía el sombrero
en una mano y lo agitaba frenéticamente y sacudía al mismo tiempo la
cabeza con extraño furor, clavando una mirada de extravío sobre su
propia imagen pintada en el cristal.
Me detuve un instante estupefacto. No sabía qué hacer; si llamarle la
atención, ya que él no me veía, o dar la vuelta y meterme otra vez en el
gabinete. Opté por esto último y con rápido ademán cerré la puerta; pero
no pude llevarlo a cabo de tal manera que no hiciese algún ruido.
Me dejé caer sobre el sofá y me puse a pensar, no sin inquietud, que mi
vecino se había vuelto loco o estaba en camino de volverse. ¿Qué era
aquello? ¿Qué significaban tan grotescas maniobras?
No tuve tiempo a hacerme muchas más reflexiones. En aquel momento
llamaron suavemente a la puerta.
--¡Adelante!--dije con no poca zozobra, por no dudar un punto de quién
era el que llamaba.
Se abrió la puerta. Apareció Jáuregui. Su rostro, ordinariamente pálido,
estaba ahora teñido de carmín. Yo me puse al verle más colorado aún que
él.
--Perdone usted... Me creo obligado a darle algunas excusas por la
situación extravagante en que hace un momento me ha encontrado...
Yo levanté el brazo con un gesto que sin duda aspiraba a significar que
aquella situación era, a mi juicio, la más natural del mundo.
--Sí, sí, muy extravagante--prosiguió él sin prestar asentimiento a
aquel gesto--. Todo depende de una enfermedad nerviosa que desde hace
tiempo padezco y que me obliga a menudo a ejecutar movimientos
involuntarios.
Fingí de palabra, como lo había hecho con el gesto, no dar importancia
alguna a tales movimientos y haberlos visto sin sorpresa. Luego le
expresé mi sentimiento por su dolencia y el deseo de verle pronto
restablecido.
Le invité a sentarse. Cedió gustoso y comenzamos a departir
amigablemente. Pocos minutos después todas mis prevenciones
desfavorables, las prevenciones que me habían infundido mis compañeros,
se habían desvanecido por completo. Aquel joven era un dechado de
cortesía, de franqueza y cordialidad. Ni sombra del orgullo que le
habíamos supuesto. Me habló de la vida cortesana y de sus amistades en
un tono de modestia e indiferencia que dejaba suponer que se hallaba
lejos de conceder extremada importancia a los timbres de nobleza y a las
prerrogativas sociales. Se enteró con visible interés de mi vida y mis
estudios y me hizo amables preguntas también sobre mis compañeros. Nos
despedimos y nos apretamos la mano como verdaderos amigos.
Cuando di cuenta de esta conversación (aunque ocultando su origen) a
mis compañeros y les expresé el juicio favorable que nuestro vecino me
había merecido, recibieron mis declaraciones con duda y hostilidad. Sin
embargo, poco a poco se fueron rindiendo a ellas, y aunque no logré por
entonces que se le mostrasen propicios, su ojeriza mermó notablemente.
Mis relaciones con Jáuregui se fueron estrechando. Al principio
hablábamos solamente cuando por casualidad nos tropezábamos en la sala o
en el pasillo. Después nos fuimos buscando. Me invitó a pasar a su
gabinete. Quedé asombrado de la elegancia con que estaba amueblado.
Pronto averigüé que ninguno de aquellos preciosos artefactos, ni
siquiera el lecho, pertenecían a Doña Encarnación: todo estaba comprado
por él. Y a pesar de eso, por lo que pude colegir, pagaba casi tanto por
su habitación como yo por la pensión completa. Razón tenía, pues,
nuestra huéspeda para mostrarse con él tan reverente.
Jáuregui, aunque haciendo una vida cortesana de placer, era más culto de
lo que yo había supuesto. Pero no pude menos de observar en seguida que
su cultura se reducía casi enteramente a un ramo, el ramo más extraviado
de la ciencia, el que se refiere a la magia y al ocultismo.
--¡Cómo! ¿llama usted ciencia a la magia?--me preguntará cualquiera
inmediatamente. No soy yo quien así la llama sino sus adeptos modernos.
Actualmente todo tiende a convertirse en ciencia y lo maravilloso
reviste apariencia científica. Tiene sus libros, sus Revistas, sus
Sociedades sabias y Congresos. Los augures y profetas no visten ya la
túnica de estrellas, sino la levita del profesor.
De todos modos Jáuregui poseía una copiosa colección de libros
ocultistas que guardaba en un armario de caoba destinado al efecto. Me
la mostró con cierto orgullo y de una en otra vino a confesarme que él
era un entusiasta espiritista, que había leído y meditado mucho sobre
este asunto y que en un viaje que había realizado a París hubo de
ponerse en relación con los partidarios más conspicuos de esta teoría y
asistió a algunas de sus sesiones prácticas.
¡Cosas sorprendentes, milagrosas, había logrado presenciar! Bajo la
influencia del espíritu de Copérnico, había visto escribir páginas
brillantes sobre astronomía a un sujeto que ignoraba por completo esta
ciencia, y, guiado por el de Abelardo, otro había dibujado la espléndida
casa que este filósofo posee en el planeta Venus, donde vive en compañía
de Eloísa.
Además, había hablado con adivinos, luciferanos, quirománticos; había
presenciado casos milagrosos de materialización de fantasmas; no sólo
materialización de manos y brazos aislados que flotaban en el aire y
cuyo contacto sintió en el rostro, sino verdaderos fantasmas de sujetos
fallecidos hacía mucho tiempo, apariciones increíbles de dos o tres
personas al mismo tiempo que marchaban por la sala vestidas con túnicas
blancas, mostraban sus brazos desnudos y daban apretones de manos a los
circunstantes. Había visto a un famoso _medium_ traer repentinamente a
sus manos pájaros y flores de climas apartados, mover los objetos sin
contacto, levantar las cortinas y trasladar los muebles; había visto
tomar fotografías de los objetos pensados y casos estupendos de
transmisión del pensamiento.
Era de noche, a las altas horas de la noche, cuando Jáuregui me contó
estas increíbles maravillas. Confieso que me sentí impresionado y aun
puedo añadir un poco inquieto y medroso. Aquel joven tan pálido, de ojos
tan grandes y negros, narrándome conmovido y con voz temblorosa tales
espantos era cosa realmente para aterrar a cualquiera.
--Y usted por sí mismo, ¿no se ha puesto jamás en relación con algún
espíritu?--me atreví a preguntarle.
Jáuregui vaciló un instante y balbució algunas palabras de excusa.
Después, súbitamente resuelto, me declaró con toda franqueza que hacía
ya mucho tiempo que se hallaba en estrecha comunicación con el mundo de
los espíritus. Había tenido un trato muy íntimo con Napoleón, Felipe II
y Pedro el Grande de Rusia, si bien hacía tiempo que no hablaba con
ellos por negligencia; pero así que los evocaba, inmediatamente acudían
a responderle. Yo no pude menos de hacerle observar la gran diferencia
que existía entre el mundo de los espíritus encarnados y el de los
desencarnados; porque era bien seguro que aquellos señores, en vida, no
se hubieran dignado concederle una audiencia, cuanto más acudir a las
suyas.
--Cierto, cierto--manifestó Jáuregui gravemente.
--Además, prueba que en el otro mundo los reyes y emperadores andan muy
desocupados cuando pueden venir a conferenciar con cualquiera que les
llame en éste.
--Exacto--volvió a murmurar Jáuregui.
Sin embargo, a pesar de tan sorprendentes prerrogativas, no estaba
satisfecho. Jamás había logrado materializar a un espíritu y esto le
tenía desalentado y triste. Desde hacía largo tiempo apenas se
comunicaba con otros que con el de Sócrates y el de su novia, una novia
que se le había muerto tísica hacía dos años. A estos dos espíritus les
había hecho los consultores y guías de su existencia. Con ellos
conferenciaba todos los días por medio de un veladorcito rotativo con
abecedario parecido a una ruleta donde una aguja movida por impulso
inconsciente de sus dedos señalaba las respuestas. Esta mesita giratoria
la guardaba misteriosamente en su armario y me la mostró con gesto
solemne.
También me hizo ver unos cuadernos donde se ejercitaba en la escritura
automática escribiendo con los ojos cerrados bajo el soplo de la
inspiración. Tenía asimismo un diccionario con el cual se consultaba:
fijaba de antemano con el pensamiento la columna y la línea en que había
de hallar la respuesta, abriéndolo después al azar por medio de una
plegadera. Me narró casos sorprendentes. En cierta ocasión, escribiendo
automáticamente, estampó más de cien veces una sola palabra, la palabra
veneno. Aquella misma tarde se envenenó con una gaseosa. Otra vez abrió
el diccionario para averiguar la enfermedad que padecía una de sus
parientas y se encontró con la palabra _vapor_, que nada significaba.
Pocos días después, no obstante, el médico diagnosticó que lo que
aquella señora padecía eran _vapores_.
Naturalmente, con tales maravillas Jáuregui se hallaba absolutamente
persuadido de la verdad de la teoría espiritista que para él era una
verdadera religión. Pero, sobre todo, estaba entusiasmado con la
acertada dirección que Sócrates imprimía a la conducta de su vida y la
manera airosa con que le sacaba de todos los atolladeros que en ella se
le presentaban.
--Claro está--hube de manifestarle--; como que Sócrates está reputado lo
mismo en la antigüedad que en la edad moderna por el hombre más juicioso
que ha existido. Y en verdad que es caso asombroso y digno de toda
alabanza el que un filósofo tan glorioso venga a departir amablemente
con una persona cuyos méritos no desconozco, pero que no ha alcanzado
celebridad en el mundo.
--¿No es cierto?--exclamó Jáuregui con los ojos brillantes de triunfo y
alegría--. Pues casi todos los días se está dos horas lo menos conmigo.
Por cierto--añadió bajando la voz y sonriendo--que la otra noche nos
ocurrió un lance singular y bastante cómico. Verá usted. Nos hallábamos
charlando hacía un rato largo y yo le consultaba sobre ciertas materias
delicadas, cuando de pronto, ¡zas!, oigo un chasquido en el aire. Quiero
continuar mi conferencia, pero Sócrates no responde. Le llamo repetidas
veces, y nada. Al día siguiente, cuando acudió a mi llamamiento me
confesó que su mujer Jantipa le había sorprendido en conversación
conmigo y le había dado una bofetada.
--¡Una bofetada!--exclamé en el colmo del asombro--. ¿No decía usted que
jamás había logrado obtener una materialización? Pues ahí la tiene
usted... Porque me parece que una bofetada es algo bien material.
--¡Sí, pero no la he visto!--exclamó con aflicción.
--Eso acontece casi siempre con las bofetadas: se las oye, se las
siente... pero no se las ve venir.
Después de esta conferencia tuvimos otras varias y entramos en gran
intimidad. Casi todas las noches, cuando ya la gente de la casa
reposaba, me hacía pasar a su gabinete y charlábamos un rato más o menos
largo. Al cabo me propuso que nos tuteásemos, a lo cual, como es de
suponer, cedí con el mayor gusto.
En realidad, aquel joven aristócrata, con su erguida cabeza y su
imponente cruz de Calatrava, era lo que suele llamarse _un infeliz_. Yo
llegué pronto a cobrarle afecto, pero no logré que mis otros compañeros
le concediesen su simpatía. Verdad que Jáuregui seguía mostrándose con
ellos tan frío y ceremonioso como antes y sólo conmigo abandonaba su
empaque.
Pues después que yo me iba a la cama, porque debía madrugar, todavía él,
que no estaba obligado a hacerlo y podía dormir a su sabor la mañana,
solía quedarse largo tiempo en conferencia con los espíritus.
Una noche, cuando me hallaba sumido ya en el más profundo sueño, oigo
llamar a mi puerta con fuertes golpes.
--¿Quién va?--pregunté, incorporándome despavorido.
--¡Jiménez! ¡Jiménez!
Era la voz de Jáuregui.
--Entra. ¿Qué ocurre?
Jáuregui se presentó en mi alcoba con la palmatoria en la mano,
tembloroso, el rostro descompuesto, los cabellos erizados.
--Pero ¿qué pasa?--exclamé yo, asustado también.
--¡Una cosa horrible!
Y colocó la palmatoria sobre mi mesa de noche y se dejó caer sobre una
silla sin acertar a articular más palabras. Yo llené un vaso de agua,
que tenía al alcance de mi mano, y se lo di a beber. Se calmó un poco y
profirió velozmente:
--He logrado materializar a mi novia.
--¡Anda!--exclamé yo súbitamente tranquilizado--. ¿Y por eso te asustas?
Pues, al contrario, debías estar muy satisfecho.
--Es que... ¡es que tú no sabes!... Se me presentó en una forma
espantosa, envuelta en un sudario blanco, los cabellos sueltos, el
rostro amarillo, los ojos inflamados...
--No tiene nada de particular, porque la has cogido desprevenida y no ha
tenido tiempo a arreglarse... Pero ya verás más adelante cómo se te
presentará en traje más adecuado.
Me dirigió una mirada recelosa. Yo permanecí serio. Al fin se
tranquilizó por completo.
Pocos momentos después se alzó de la silla y se retiró, pidiéndome
perdón por haberme despertado de tan dramática manera. Me volví del otro
lado y no tardé muchos segundos en quedar de nuevo profundamente
dormido.


VIII
LOS ÁNGELES DE LA BUHARDILLA

Acaeció que en los últimos meses del curso académico vino a instalarse
en el cuarto cuarto de aquella misma casa una modesta familia compuesta
de una mamá, dos niñas ya casaderas y un chico de catorce o quince años.
Bien modesta necesitaba ser, porque aquel cuarto cuarto, si se le
despojase de su tarjeta de visita, se llamaría sencillamente buhardilla.
No tenía vistas a la calle, sino tan sólo tres ventanas al patio,
enfrente y un poco más altas que las de nuestras habitaciones
interiores. En estas habitaciones alojaban Moro y los primos Mezquita.
Así que éstos se dieron cuenta de la llegada de aquellas jóvenes, se
sintieron cada día más y más apegados a la vida sedentaria. Y comenzó el
imprescindible tiroteo de miraditas, señas y sonrisas. Las niñas eran
lindas y trabajaban la mayor parte del día arrimadas a una de las
ventanas. Y los primos Mezquita, acometidos súbitamente de un ansia
irresistible de saber, estudiaban casi las mismas horas pegados a la
suya.
Pronto supimos todos en la casa que una de las niñas, la más bella y
pizpireta, se llamaba Lolita; la otra, Rosarito; el chico, Perico, y la
mamá, Doña Enriqueta. Era ésta viuda de un comandante de infantería
fallecido hacía ya algunos años y se sostenía con la módica pensión que
le quedara y con el trabajo de sus hijas. Las dos eran bordadoras,
ocupación mal recompensada como todos saben. Para ganar lo
indispensable, nada más que lo indispensable, necesitaban las pobrecitas
aplicarse duramente todas las horas del día y quizá también algunas de
la noche.
Doña Encarnación, nuestra patrona, no tardó en hacer conocimiento con
ellas. Se hallaron primero en la escalera. Doña Encarnación era
exageradamente comunicativa. Subió después a su cuarto; bajó doña
Enriqueta al nuestro; por último, las bellas ninfas, sus hijas, también
se dignaron descender envueltas, como diosas que eran, en una espesa
nube que las ocultó a nuestras miradas profanas. Acaso no sería la nube.
Acaso aprovecharan astutamente el momento en que todos los huéspedes nos
hallásemos en la calle. De todos modos, el hecho fué que no logramos
verlas. En otras de sus apariciones celestiales sucedió lo mismo.
Los primos Mezquita se torcían las manos, se mesaban los cabellos, se
dejaban caer desfallecidos sobre las sillas, pensaban vagamente en el
suicidio cuando al llegar a casa adquirían conocimiento de tan sublime
epifanía. Aspiraban después con delicia el aire embalsamado por las
bellas y tocaban con respeto los objetos donde ellas habían puesto sus
torneadas manos.
Doña Encarnación, sonriente, implacable, coadyuvaba a su desesperación
relatando minuciosamente los incidentes de la aparición: cómo se habían
presentado, si peinadas o con el cabello suelto, los lindos pies
calzados o solamente con babuchas, qué palabras habían pronunciado, qué
risas divinas habían fluído de sus rosados labios. Doña Encarnación
gozaba cruelmente como una divinidad infernal con la aflicción de sus
huéspedes.
El cerebro del hombre apretado por las circunstancias puede engendrar
ideas muy fecundas. La que brotó de la mente de uno de los Mezquita en
esta ocasión fué maravillosa. Nada menos se le ocurrió que despedirse en
voz alta de Doña Encarnación cada vez que salía a la calle, dejar la
puerta entornada, volverse desde la escalera, penetrar de nuevo en la
casa y encerrarse traidora y solapadamente en su cuarto espiando como un
sátiro la entrada en escena de las ninfas de la buhardilla.
Repetida esta maniobra diferentes veces, al fin aquéllas cayeron en el
lazo. Se hallaban en el comedor holgándose alegremente en compañía de
Doña Encarnación, narrando los dulces incidentes de su vida poética,
inmarcesible, engullendo al mismo tiempo algunas galletitas con que
aquélla las obsequiaba, cuando aparece repentinamente por la puerta
Bruno Mezquita. El impostor tuvo la audacia de fingirse sorprendido, de
balbucir algunas frases de excusa y hasta de intentar retirarse. Pero no
lo hizo, ¡ya lo creo que no lo hizo! Venía solamente a participar a Doña
Encarnación que se le había caído un botón del chaleco y a suplicarle
que tuviese la amabilidad de pegárselo.
¡Un botón! ¡Qué pretexto ridículo y prosaico! Sin embargo, aquellas
preciosas niñas se ruborizaron como si entrase cantando una trova de
amor. Y después de todo, aquel botón, bajo su sórdida apariencia, no era
otra cosa que un madrigal. El que no lo reconozca así no dará pruebas de
gran perspicacia.
Doña Encarnación salió en busca de los enseres necesarios para realizar
la operación que se le encomendaba. Bruno Mezquita quedó solo unos
instantes con aquellas ninfas, y si no las abrazó y las besó y las
arrastró por la fuerza al paraje más sombrío del bosque como un sátiro
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