Años de juventud del doctor Angélico - 06

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que era, no fué porque le faltasen deseos de hacerlo.
Llegó Doña Encarnación al punto de impedirlo. Traía en la mano la aguja
y la hebra de seda; pero en el momento de colocar el botón en su sitio
observó con disgusto que le faltaban las gafas. Trató de ir a buscarlas,
pero Lolita, la primera y más bella de las dos divinidades, se ofreció
con graciosa condescendencia a pegar el botón con sus manos inmaculadas.
Entonces le tocó al primo Mezquita ruborizarse. Lo hizo como si fuese un
tierno colegial y no un sátiro empedernido. El botón quedó pegado al
instante con perfección inimaginable. Bruno Mezquita se hubiera
arrancado de cuajo todos los que tenía en su ropa, a riesgo de quedar
desnudo, por sentir tan cerca de sí más tiempo las manos de la deidad.
Aunque es fuerza confesar que existen en el mundo seres tan egoístas que
no agradecen o agradecen débilmente los servicios que se les presta, no
fué este el caso del primo Mezquita. Al contrario, dió las gracias de un
modo tan apasionado y vehemente, que todo su cuerpo se retorció al
hacerlo como si repentinamente hubiera caído en un ataque epiléptico.
Doña Encarnación no pudo menos de preguntarse con inquietud si su
huésped iba a experimentar la dislocación de alguno de sus miembros más
importantes.
Al fin quedó asegurada con gusto de que esta seria calamidad no se
efectuaría. Bruno se calmó, y después de dar algunas docenas más de
gracias anunció su intento de subir a la mansión cerúlea de su
bienhechora para ponerse a los pies de la autora de sus días, en el caso
de que ésta consintiera en recibir la visita de un mortal tan
desprovisto de mérito. Lolita manifestó que su mamá era toda afabilidad,
toda benevolencia, y, por lo tanto, acogería la visita con el mayor
agrado.
La visita se efectuó al día siguiente. Bruno Mezquita nos lo hizo saber
por la noche a la hora de la cena y nos hizo su relación con exasperante
prolijidad. Exasperante para su primo Manuel, que empalideció de
envidia. En cuanto al pequeño Albornoz, que secretamente alimentaba ya
una pasión incurable por Lolita, quedó anonadado.
Por espacio de algunos días el más anciano de los Mezquita tronó y
relampagueó solo en lo alto de la buhardilla sin que nadie osara hacerle
la competencia. Poco tiempo le bastó para adquirir gran confianza en
aquella región luciente. Iba y venía con pasmosa frecuencia llevando y
trayendo recaditos para Doña Encarnación, subiendo unas veces periódicos
de modas, bajando otras algún dibujo de bordado, un pañuelo olvidado,
una novela prestada, etc. Doña Encarnación enviaba por su conducto de
vez en cuando a aquellos ángeles algunas almendras y galletas que
cercenaba de nuestro postre y hasta hubo sospechas de que en una ocasión
no tuvo reparo en hacer cargar a Bruno con una fuente de arroz con
leche. Pero tal extremo nunca se pudo esclarecer por completo; aunque
Pepito Albornoz lo daba por seguro y lo contaba con una sonrisa amarga
que revelaba su despecho.
Todo tiene su fin en este mundo. Aquella odiosa dictadura terminó cuando
Manolo Mezquita, guareciéndose bajo el manto protector de Doña
Encarnación, que gustaba de extenderlo sobre todos los desesperados, se
hizo presentar en la morada gloriosa a la imponente divinidad que la
regía.
Doña Enriqueta acogió con benignidad los homenajes del nuevo devoto,
como no tardó en hacérnoslo saber el mismo interesado. Pepito Albornoz,
que ardía en ansias de obtener el mismo honor, alentado por estos
precedentes, no tardó mucho en conseguirlo, merced igualmente a la
graciosa intervención de nuestra patrona. Por último, ésta, en un rapto
de su inagotable caridad, encarándose con Sixto Moro y conmigo, nos
dijo:
--¿Qué es eso? ¿No quieren ustedes que les presente en casa de mis
amiguitas como a estos señores?
Sixto Moro y yo nos miramos y en los labios de uno y otro se esbozó la
misma sonrisa. Porque admirábamos la belleza de aquellas niñas, sobre
todo la de Lolita, que era en realidad quien lo merecía, mas sus gracias
no habían logrado causar un efecto mortífero en nuestro corazón. Sixto
Moro tenía el suyo prisionero en otra parte, y el mío yacía también por
los mismos parajes maltrecho y ensangrentado.
Nos mostramos, sin embargo, agradecidos, dimos nuestro asentimiento, y,
en efecto, a la noche siguiente fuimos presentados en el casto asilo de
las bordadoras con toda la solemnidad que el caso requería.
Era un verdadero nido de golondrinas, una casa de muñecas. Se componía
de una salita de regulares dimensiones, dos alcobas para la mamá y las
niñas, un comedorcito, en él un pequeño agujero para el chiquillo, y una
cocina.
Doña Enriqueta nos acogió con gravedad benévola. Era una señora de
prócer estatura, cabellos blancos, nariz aguileña, tez pálida y ojos
bellos y severos. El conjunto no podía ser más imponente y majestuoso.
--¡Ah! es usted del norte de España--me dijo con sonrisa
condescendiente--. Allá en América les tenemos en mucha estima por su
honradez y laboriosidad. Es gente que sabe abrirse camino y aprovecha
bien las circunstancias para hacerse una posición más o menos brillante.
En la Habana hemos tenido dos criados, uno asturiano y otro montañés,
tan fieles, que yo les entregaba la llave de la caja de las joyas cuando
necesitaba sacar algunas para ir a los bailes de la Capitanía o de los
marqueses de la Reunión.
Si he de confesar la verdad, no me sentí muy halagado en aquel momento
por el testimonio generoso de la fidelidad de mis paisanos. Hubiera
deseado verles en posición más desahogada, aunque su virtud no fuese tan
ostensible. Pero esta ligera humillación quedó bien compensada por la
satisfacción orgullosa que sentí al verme tan bien acogido de una dama
que había brillado en otro tiempo en los salones de los magnates
americanos.
Esta satisfacción creció de un modo desmesurado cuando a los pocos
momentos me hizo saber que sus años juveniles se habían deslizado en un
ingenio de azúcar propiedad de sus papás, donde trabajaban seiscientos
esclavos. Cada vez que ella, la más joven de las señoritas de la casa,
entraba o salía del ingenio en su coche, aquellos esclavos le hacían una
ovación estruendosa. Porque había sabido captarse su cariño y
admiración.
Yo asentí con todas mis fuerzas insinuando al mismo tiempo la idea de
que aquellos esclavos poseían una perspicacia nada común, muy superior a
lo que podía esperarse de su condición y de su raza.
Con esto doña Enriqueta me miró aún con más benignidad.
--En lo que se refiere a la condición es posible que no esté usted
equivocado, porque los trabajos a que se dedican les impiden toda
instrucción, aún la religiosa. Yo, sin embargo, he trabajado muchísimo y
con buen éxito por inculcarles las ideas más necesarias para nuestra
salvación eterna. Logré de mi papá que todos los viernes les dejasen una
hora de descanso, en la cual yo les explicaba el catecismo. También
conseguí que se celebrase los domingos una misa al aire libre para que
la negrada la oyese. Yo misma preparaba el altar y lo adornaba con
flores que hacía cortar de nuestro jardín... Porque teníamos un
jardín... ¡qué jardín, madre mía! Era casi tan grande como el parque del
Retiro y mucho mejor cuidado. El jardinero que dirigía los trabajos
había estado en Inglaterra al servicio del príncipe de Gales y había
logrado cultivar tal número de flores, tan raras y tan hermosas, que no
se celebraba ningún baile aristocrático en la Habana sin que viniesen a
suplicarnos que les cediésemos algunas cestas de ellas. Pero yo prefería
enviarlas a las iglesias y que adornasen el altar de nuestra capilla.
Por esta razón, mis hermanas se reían de mí y me llamaban siempre la
monjita, aunque mis papás las reprendían; porque yo era la niña mimada
de la casa. Mi mamá decía muchas veces: «--Todas vosotras juntas no
valéis lo que vale mi Enriqueta.» Y el obispo de la Habana, una vez que
vino a visitarnos, me dijo: «--¡Enriqueta, eres un apóstol!»--y me dió
particular y especialmente su bendición.
Yo estuve también por dársela y marcharme después de hacerlo; pero como
no era obispo y pudiera interpretarse mi conducta como una usurpación de
funciones, resolví quedarme quieto.
--En cuanto a la raza, no puedo estar conforme con usted--prosiguió Doña
Enriqueta--. Entre la gente de color se encuentran tipos de una
inteligencia muy despierta. Las dos doncellas que yo tenía a mi servicio
(porque mi papá quería que cada una de sus hijas tuviese dos doncellas)
eran mulatas y no puede usted figurarse qué rara penetración la suya. En
los ojos me adivinaban los pensamientos. Si observaban que tenía deseos
de dormir, bajaban los _estores_ silenciosamente, me ponían un cojín
debajo de la cabeza y comenzaban a darme aire con los abanicos; si venía
de algún baile un poco agitada, en seguida notaban mi inquietud y a los
pocos momentos me servían una tacita de tila con azahar; si comprendían
que una visita me era molesta se presentaba una de ellas previniéndome
que mi papá me hacía llamar, y de este modo me permitían salir de la
habitación...
--¡Qué lástima!--exclamó Sixto Moro.
--¿Cómo lástima?--preguntó Doña Enriqueta.
--Sí; qué lástima y qué tristeza para aquellos señores el verse privados
tan pronto de su presencia.
--Muchas gracias, es usted muy galante--replicó Doña Enriqueta, y
prosiguió inmediatamente--. El cochero que yo tenía era cuarterón: un
hombre muy notable; un verdadero talento. Ya quisieran aquí en Madrid el
Duque de Osuna o el de Fernán Núñez tener un hombre parecido a su
servicio. Jamás he sufrido un percance con él, y eso que mi tronco de
caballos era de lo más vivo y rozagante que pudiera verse; como que lo
había comprado mi papá en Nueva York a un banquero inglés que levantaba
su casa y se marchaba a Italia, porque no le sentaba bien el clima de
los Estados Unidos. En cambio, dos de mis hermanas han tenido más de un
accidente con los suyos... Porque cada una de nosotras tenía su coche y
su cochero. Mi papá no quería que hubiese disputas entre nosotras sobre
las horas de paseo o de tiendas, y deseaba que cada cual pudiera salir
con su doncella cuando quisiese sin verse obligada a esperar por las
otras.
--¿Y cuántas eran ustedes, si la pregunta no es indiscreta?--dijo Moro.
--Éramos cuatro hermanas y un hermano. Éste era un calavera deshecho y
no sólo tenía coche, sino varios caballos de silla; pero no hacía caso;
en vez de usar el suyo se apoderaba de cualquiera de los nuestros,
porque se complacía en hacernos rabiar. ¡Qué cabeza! Pero tenía mucho
ángel, como aquí se dice: todo el mundo le quería en la Habana; nosotras
mismas, a pesar de sus bromitas, le adorábamos. Verdad que era generoso
y espléndido como nadie. Cuando nos había enfadado un poco más de lo
ordinario, para ponernos contentas nos traía cualquier regalito, una
sortija, un relojito de oro, unos peinecillos de concha...
Esta interesante descripción del carácter y costumbres de su único
hermano fué interrumpida desgraciadamente por la aparición de un gato
que llevaba en la boca un trozo de bacalao. Verlo Doña Enriqueta,
exhalar un gemido lastimero, que nos hizo dar un salto, y lanzarse en su
persecución fué todo uno.
Pero el gato no estaba en humor de dejarse atrapar y comenzó a saltar de
un rincón a otro y por fin se escapó de nuevo a la cocina, que era el
paraje mismo donde había perpetrado su crimen.
--Mamá, ¿qué le vas a hacer ya?--exclamó avergonzada Lolita.
--¿Qué le vas a hacer tú, estúpida, cuando te quedes sin cenar?--gritó
enfurecida Doña Enriqueta, clavando en su hija una mirada iracunda.
--¡Mamá!--exclamaron a un tiempo las dos niñas.
Entonces Doña Enriqueta hizo un esfuerzo inverosímil sobre sí misma y
recobró súbito toda su majestad.
--¡Pobrecito! Dejarle que se regale un poco esta noche... Después de
todo no tiene la culpa él, sino yo, que me he olvidado de guardar el
pescado.
--Lo mejor que podías hacer--manifestó Lolita, que continuaba
ruborizada--es ir a guisarlo.
La mamá alzó la cabeza como hubiera hecho la reina Isabel de Inglaterra
en su caso, dirigió una larga y seria mirada a su hija y, por fin, giró
lentamente sobre sus talones y salió con dignidad por el foro.
Pocos minutos después se sintió el chirrido del aceite y llegó a nuestra
nariz su ingrato olor peculiar.
Por razones de delicadeza que todo el mundo comprenderá, hubiera sido
procedente que su familia le enviase uno de los seiscientos esclavos
para guisar el bacalao.
Las niñas eran extremadamente simpáticas. Lolita, una linda morena de
ojos vivos y picarescos, toda alegría y movilidad. Rosarito, morena
también, pero del género sentimental, con grandes círculos azulados en
torno de los ojos, lánguidos ademanes y aspecto un poco enfermizo. No
era hermosa como su hermana, pero nadie con justicia pudiera llamarla
fea.
Naturalmente, Bruno Mezquita, su primo Manolo y Pepito Albornoz cayeron
a los pies de la primera, le rindieron pleitesía y le dedicaron una
fervorosa adoración, que en Pepito Albornoz adquirió caracteres
alarmantes. En el espacio de quince días perdió tres kilos de peso.
Verdad que después ganó dos; pero inmediatamente perdió uno y así
sucesivamente. Siendo cada vez mayores las salidas que las entradas
llegó a fin de curso con la piel y algunas piltrafas.
Doña Encarnación estaba desesperada porque su mamá le había recomendado
con lágrimas en los ojos el cuidado de su alimentación. ¿Qué iba a decir
al verle llegar tan desnutrido? Pensaría que no le daba de comer más que
lechugas. Doña Encarnación maldecía del momento en que había tenido la
ocurrencia de presentarle en casa de las bordadoras.
Lolita gozaba recibiendo el incienso de sus devotos, tenía para cada uno
una palabrita amable o una bromita salada, pero no acababa de entregar
el corazón a ninguno, como un niño que se encuentra enfrente de tres
pastelitos y no sabe por cuál optar. Hubiera preferido comerse los tres,
claro está, pero comprendía que esto no era posible. Después que Sixto
Moro y yo fuimos presentados, tal vez nos hubiera engullido también de
buen grado a juzgar por las miradas rapaces que nos dirigía. Esto era
más imposible aún, porque repito que Sixto y yo llevábamos ambos clavado
en el corazón un dardo envenenado.
Bruno Mezquita, su primo y Albornoz no se sintieron regocijados con
nuestra llegada: disimulaban su malestar difícilmente. Los tres pensaban
que íbamos a competir con ellos en el corazón de Lolita. Pero el primero
se sentía más molesto que los otros porque ejercía en aquellas alturas
el monopolio del humorismo. No se hartaba Doña Encarnación de celebrar
lo bien que se pasaba allá arriba con sus chistes y sus invenciones
felices. Unas veces haciendo juegos de manos, otras con disfraces
cómicos, otras narrándoles historias graciosas o haciéndoles reír con
dichos agudos, tenía, al parecer, casi siempre en grata suspensión a la
tertulia.
Así que aparecimos nosotros se encerró en una hosca reserva, donde se
advertía el mal humor y la inquietud. Desde luego que esta actitud no
era yo quien la provocaba, sino Sixto Moro, hacia el cual sentía un
miedo vecino del terror.
Pasado largo rato sin que dejase advertir su presencia, Moro le clavó
una mirada risueña.
--¿Qué es eso, Bruno; cómo no das suelta ya a ese raudal de chistes con
que alegras esta tertulia todas las noches?
--Esperamos que tú sueltes el tuyo--respondió de malísimo talante
Mezquita.
--Mi ingenio está pasado ya de puro viejo, pero el tuyo es una
verdadera novedad, de la cual ni Jiménez ni yo teníamos la menor
noticia. Venga, pues, alguna gracia para compensarnos del mucho tiempo
que nos has estado privando de ellas.
Bruno Mezquita se enfurruñó todavía más y murmuró algunas frases
impolíticas que Moro y yo hicimos ademán de no escuchar.
Rosarito, que era dulce y amable más que su hermana, atajó la disputa.
--Bruno es una persona muy agradable que se esfuerza en hacernos pasar
bien un rato sin presunción alguna.
--Todos lo sabemos, señorita--replicó Moro inclinándose--; pero yo sé
también por qué sale usted con tal solicitud a su defensa.
--¿Por qué?--dijo la niña ruborizándose.
--Porque la magnetiza.
--Sí que me magnetiza--manifestó Rosarito, ruborizándose todavía más--.
¿Y cómo sabe usted eso?
--Porque Bruno es un hombre excesivamente cargado de flúido y no puede
menos.


IX
LOS AMORES DE MI AMIGO PASARÓN, BIBLIÓFILO

Cierto, Bruno Mezquita se dedicaba desde hacía algún tiempo a magnetizar
a todos los adultos que se prestaban a ello.
El hipnotismo, recientemente importado del extranjero, se hallaba como
novedad en plena boga. En todas les reuniones de la clase media, a falta
de otros atractivos, los tertulios se hipnotizaban los unos a los
otros; los jóvenes dormían a las jóvenes y hacían con ellas pruebas
maravillosas; los maridos dormían a sus esposas y pretendían descubrir
sus pensamientos más íntimos.
Era un entretenimiento agradable que a veces no resultaba perfectamente
honesto.
Habíamos vuelto a los buenos tiempos del _mesmerismo_. Así que
entrábamos en cualquier tertulia no era raro hallar a un joven
magnetizador sentado enfrente de la niña de la casa o de cualquiera de
sus amiguitas, las rodillas tocando con las rodillas, los ojos fijos
sobre sus ojos, las manos sobre el epigastrio, haciendo pases y
describiendo semicírculos con los dedos. Esta faena interesante, que
provocaba gritos de admiración reprimidos, terminaba algunas veces en la
Vicaría, otras, en el juzgado de guardia.
Digo que Bruno Mezquita, atacado de furor hipnótico, se empeñaba en
dormir a cuantas personas estaban a su alcance. Había intentado dormir a
su primo sin resultado alguno, después a Doña Encarnación, a Pepito
Albornoz, a la criada y a mí mismo con idéntico éxito. La criada fué la
única persona que pareció ceder un poco a la influencia de su mirada
fascinadora. No era extraño, porque se levantaba demasiado temprano.
Pero a las preguntas capciosas que Bruno le dirigía con voz insinuante y
misteriosa sólo contestaba con ronquidos estridentes. Y no se pudo
obtener de ella otra cosa.
Con Rosarito acaeció algo muy distinto. Esta joven, si no era histérica,
tenía por lo menos un temperamento neurópata, como se adivinaba
fácilmente por su aspecto, y fué un sujeto admirablemente adecuado para
la experiencia hipnótica.
Bruno quiso volverse loco de alegría al poder realizar con ella los
experimentos que había leído en los libros o había oído en la cátedra.
Como hombre de ciencia, sabía a qué atenerse en lo referente al flúido
magnético. Esta antigualla estaba desechada. Se conocían en la escuela
de San Carlos los trabajos de Faria, de Braid y de otros, y el sueño
hipnótico no se producía como el vulgo imaginaba arrojando puñados de
flúido a los ojos, sino por la sugestión o por el cansancio de la vista.
Rosarito a los pocos días llegó a dormirse sólo con ponerle la mano
sobre la frente y decirle en tono imperativo: «¡Duerma usted!» No
solamente contestaba a las preguntas del hipnotizador, sino que obedecía
a sus mandatos. Le ordenaba, por ejemplo, frotarse las manos,
diciéndole: «No puede usted ya detenerse.» Y la pobre chica continuaba
frotándolas sin tregua, a pesar de todos los esfuerzos de su voluntad.
Ejecutaba con ella las sorprendentes sugestiones sobre el gusto y el
olfato, tan conocidas en el mundo extracientífico, haciéndole morder una
patata cruda con la misma delicia que si fuese un fragante albaricoque o
dándole a beber agua por jerez. Llegó también a producir con ella
durante el sueño hipnótico las aún más sorprendentes sugestiones
visuales, verdaderas alucinaciones en que trocaba a las personas,
hablando a su madre como si fuese Doña Encarnación o dirigiéndose a
Albornoz como si fuese su hermana Lolita.
Pero lo que más nos sorprendía era que ejecutaba las órdenes del
hipnotizador no sólo inmediatamente después de despertar, sino a
distancia, esto es, uno o dos días después. Le decía Mezquita: «Mañana,
a las doce, abrirá usted la ventana y sacará usted la mano fuera para
cerciorarse si llueve.» Y en efecto, a la hora indicada y a presencia de
nosotros, que la espiábamos desde nuestro comedor, Rosarito abría la
ventana y extendía el brazo para ver si llovía, aunque no hubiese una
nube en el firmamento.
Estos últimos experimentos hicieron surgir en la mente de Sixto Moro la
idea de dar una broma a nuestro amigo Pasarón. Era el único de los
huéspedes que no había subido aún a casa de las bordadoras. Se lo
habíamos propuesto diferentes veces, pero siempre se negó a ello
resueltamente, a mi entender no sólo porque esto podía distraerle de sus
estudios incesantes, sino porque, como la mayoría de los sabios, era de
una extremada timidez con las mujeres.
Ignoro cómo Moro se arregló para convencerle, pero el hecho fué que al
cabo cedió a ser presentado. Designóse para tal ceremonia la noche de un
sábado, pues alguna que otra vez, no siempre, Pasarón se autorizaba en
estas noches apartarse algunos momentos de sus libros y dar una
vueltecita por las calles.
Una vez fijado el día, Moro hizo que Bruno Mezquita durmiese a Rosarito
y le ordenase lo siguiente: Cuando mañana sea presentado en esta casa
nuestro amigo José Luis Pasarón, usted al verle entrar se levantará de
la silla, se dirigirá a él, le tenderá la mano y le dirá: «Buenas
noches, señor Pasarón. ¡Cuánto me alegro de ver a usted por aquí! Es
usted el joven más guapo y más simpático de la casa.»
Aprovechamos un momento en que Doña Enriqueta se ocupaba en freír algo
allá en la cocina para que Bruno durmiese a Rosarito y le intimase la
orden. Lolita quiso protestar, pero la argüimos que era una inocente
broma sin consecuencia alguna y la permitió, no sin haberle prometido
descubrirla después al mismo Pasarón.
Subió éste por fin, con poquísima gana, al cuartito de las bordadoras.
Veíamos claramente que necesitaba hacer un esfuerzo grande sobre sí
mismo para vencer su imponderable timidez. Es seguro que en el fondo le
halagaba la visita, porque asomadas a las ventanas y de refilón en los
pasillos de la casa había tenido ocasión de ver aquellas lindas
muchachas, y al fin era hombre y tenía pocos años; pero la idea de verse
frente a frente de ellas le sobrecogía.
Moro y yo subimos con él. Ya estaban en la salita acompañando a las
bordadoras y a su magnífica mamá nuestros amigos los Mezquita y
Albornoz.
Cuando entramos yo clavé mis ojos en Rosarito, que se hallaba sentada al
lado de su madre, y observé con viva curiosidad que se ponía fuertemente
colorada. Después la vi agitarse en la silla, bajar la cabeza,
levantarla, mirar con ojos extraviados a todas partes; por último, como
movida por un resorte, alzóse del asiento, y tendiendo la mano al nuevo
visitante repitió con voz alterada las palabras mencionadas.
Pasarón se puso aún más rojo que ella, lo que realmente parecía
imposible, y balbució algunas palabras que no pudimos entender. Pero
Doña Enriqueta se irguió como si la hubiesen pinchado, se puso en pie
desplegando su majestuosa figura, que nos dominaba a todos, y sacudiendo
a su hija por un brazo profirió con voz irritada.
--¡Cómo! ¿Qué palabras son esas? ¿Te parecen dignas de una joven bien
educada? ¿Dónde está la modestia y el recato que te ha enseñado tu
madre? Si mi papá te hubiera escuchado en este momento te hubiera
enviado a la _Piñata_ lo menos por ocho días... Pida usted ahora mismo
la bendición... ¡y a la cama!
Rosarito, en un estado de alteración indescriptible, cruzó los brazos
sobre el pecho y pidiendo la bendición a su mamá, en la forma que al
parecer usan los niños en Cuba, se retiró a la alcoba sollozando
perdidamente.
Lolita, roja también y alterada, nos dirigió una mirada suplicante de
angustia y se llevó el dedo a los labios implorando nuestro silencio.
Se lo concedimos de buen grado porque comprendimos que la broma no era
tan inocente como habíamos imaginado y podía traer consecuencias
enfadosas. Doña Enriqueta se hallaba fuertemente excitada, y necesitó
hacer un gran esfuerzo sobre sí misma para saludar a Pasarón. De todos
modos lo hizo tan fríamente y en actitud tan altanera, que aquél,
confuso y tembloroso, dirigía miradas ansiosas a la puerta mostrando
vivos anhelos de emprender la fuga.
El embarazo de todos era grande. Moro, principal responsable de aquella
escena, supo no obstante disiparlo al cabo iniciando una conversación
indiferente que pronto, con sus habituales donaires, se convirtió en
jocosa. Doña Enriqueta permaneció todavía algún tiempo silenciosa y
enfoscada, sin querer tomar parte en ella. Pero Moro, como profundo
psicólogo que era, logró, cuando menos se esperaba, desarrugarla por
medio de una pregunta habilísima.
--Diga usted, Doña Enriqueta (y perdone si la pregunta es indiscreta),
¿la _Piñata_ es una prisión de la Habana?
La poderosa y alta señora, al escuchar tal disparate, se dignó sonreír
levemente y respondió con graciosa condescendencia.
--No, querido, la _Piñata_ no es una prisión. La _Piñata_ era un ingenio
de poca importancia, pues no trabajaban en él más de doscientos
esclavos, que mi papá poseía bastante lejos de la Habana. Era el sitio
donde acostumbraba a confinarnos cuando alguna de nosotras cometía
alguna falta que mereciese castigo. Nos enviaba a allá con algunos
criados y nos tenía varios días desterradas sin gozar de ninguna de las
diversiones de la capital. Para nosotras era un castigo terrible, sobre
todo cuando sucedía que por aquellos mismos días hubiese un baile en la
Capitanía o en el palacio de los marqueses de la Reunión.
Por qué ocultos y silenciosos pasos, a partir de esta escena, se
introdujo el amor en el alma erudita y bibliográfica de nuestro amigo
Pasarón, es cosa que nunca podrá saberse. Fué un hecho averiguado pronto
por todos nosotros, por nuestra patrona Doña Encarnación, por la misma
Doña Enriqueta, cuya cabeza a larga distancia de la tierra parecía
traspasar las mismas nubes y vivir solamente en relación con sus
alcázares flotantes. Pero fué asimismo una sorpresa para todos.
Pasarón comenzó a subir a la buhardilla con notable regularidad, con la
misma asiduidad que si allí existiese una biblioteca de veinte mil
volúmenes y entre ellos algunos raros y preciosos. Y sin embargo, en
aquel cuartito yo no había visto más libros que dos novelas
sentimentales con la pasta deteriorada y las hojas grasientas. Si se
forzase la cerradura de los cajones de la cómoda que existía en la
alcoba de las niñas y la del viejo armario de Doña Enriqueta, seguro
estoy de que no se encontraría tampoco ningún incunable, sino tal vez
tres o cuatro devocionarios y la novena de Santa Rita de Casia.
No sólo ejecutaba estas maniobras, que contrastaban con sus antiguos
hábitos de estudio y retiro, sino que ponía en práctica aun otras más
insólitas entrando y saliendo infinitas veces en el comedor, desde cuyos
balcones se veían las ventanas de las bordadoras y espiando a éstas por
detrás de los visillos.
En suma, a los pocos días Pasarón había conquistado el corazón de
Rosarito y ésta era señora absoluta del albedrío de Pasarón. Pocas veces
se había visto unos novios más tiernos y acaramelados; pero pocas
también más grotescos.
Pasarón, por completo ignorante de los artificios con que el amor se
vela y de los usos consagrados por todos los novios que hasta ahora han
sido en el mundo, se mostraba tan extravagante en sus pasos y ademanes,
que nos hacía reír a carcajadas. Era ridículo como un salvaje del Africa
del Sur, que para saludar a sus amigos se arroja al suelo y se palmotea
las nalgas.
Si Pasarón a la vista de Rosarito no hacía otro tanto, poco le faltaba.
Causaba risa, sin duda, pero compasión también ver a aquel joven de tan
superior inteligencia colocado en tan ridículas actitudes. Aunque si
bien se hurgase en el fondo de nuestra alma quizá se hallasen huellas de
cierta malévola alegría. Porque en el fondo de casi todos, sino de todos
los seres humanos, se alza un grito más o menos clamoroso contra la
superioridad ajena y nos place verla humillada.
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