Años de juventud del doctor Angélico - 19

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es pura prestidigitación. ¿Te acuerdas de aquellas célebres experiencias
de materialización que te conté haber presenciado en París? Era una
famosa _medium_ americana llamada Miss Betteman que materializaba el
espíritu de un doctor con una gran barba acompañado de su hija vestida
de blanco. Pues bien, unos cuantos espectadores lograron al fin
desenmascararla. A una señal convenida un espectador se apodera de Miss
Betteman, otros dos sujetan las apariciones, otro, en fin, ilumina
repentinamente la escena. Entonces se vió a la _medium_ que trataba de
zafarse de los brazos del espectador dando gritos agudos. Era ella misma
que con gabán negro, una gran peluca y una barba postiza figuraba la
aparición del doctor. La jovencita que acompañaba a éste no era más que
un maniquí de donde colgaba un velo y que Miss Betteman sujetaba con la
mano izquierda mientras con la derecha tiraba de una cuerda que
correspondía a un aparato luminoso que permitía obtener las luces de
colores diferentes que acompañaban a las apariciones. Después se han
descubierto otros muchos fraudes como éste.
--Todo eso está bien--le repliqué--. ¿Pero y aquellas sesiones
prolongadas que tú tenías con Sócrates y Pedro el Grande de Rusia?
Jáuregui volvió a reír con mejor gana aún.
--La cuestión de las mesas giratorias está resuelta, querido. Son los
movimientos involuntarios e inconscientes del mismo experimentador lo
que las hace girar. No hay en ello misterio alguno.
--Entonces, puesto que los espíritus no existen, bebamos a su salud--le
dije chocando mi copa con la de él.
--¡Muera Sócrates! ¡Muera Pedro el Grande!--contestó riendo y vaciando
la suya.
Todavía charlamos un rato. Al cabo decidimos salir porque a mi amigo le
apuraba el tiempo para evacuar sus negocios y llamó al mozo.
--¿Cuánto es esto?
--Una peseta cincuenta.
--¿Tres reales cada copa de jerez? ¡Pero es horriblemente caro!
--Es jerez superior el que aquí servimos--replicó el mozo.
--Es un jerez vulgarísimo. Yo lo compro mucho mejor y no me sale a
treinta céntimos la copa.
Yo me lancé a la puerta y Jáuregui me siguió refunfuñando y murmurando
denuestos contra la avaricia de los cafeteros.
En la calle me suplicó, para estar más tiempo en mi compañía, que le
acompañase a una zapatería donde tenía que comprar calzado para sus
niños. Entramos, le presentaron un par de botinas y preguntó el precio.
--Doce pesetas.
Jáuregui dió un salto atrás y quiso chocar con la puerta de cristales.
--¡Pero ese es un precio absurdo tratándose de calzado para niño!
--Será absurdo, pero yo no puedo darlas por menos.
--Le doy a usted ocho pesetas por ellas.
--Si se las diese en ese precio perdería dinero.
--Es que si usted me las deja le tomaría unos cuantos pares.
--Cuantos más me tomase usted más perdería--replicó tranquilamente el
zapatero.
Al fin salió de la tienda sin comprar nada y fuertemente irritado contra
la avaricia de los zapateros.
Como no me divertían estas excursiones por los comercios y ya tenía bien
comprobada aquella singular transformación de un carácter me despedí de
él pretextando urgentes ocupaciones y le invité para la inauguración del
Sanatorio que debía efectuarse en la próxima semana.
--No faltaré, Jiménez, por verte a ti otra vez y por tener el gusto de
escuchar a Moro, a quien admiro de lejos. Leo sus discursos en las
Cortes y me entusiasman.
--No dejes de traer también a tu mujer. Estáis invitados los dos. Pérez
de Vargas me ha dado facultades para todo.
Le vi ponerse rojo. Quedó un instante suspenso y apretándome la mano con
fuerza me dijo:
--Gracias, Jiménez. Eres el hombre bueno de siempre.
Esta emoción me probó que Jáuregui amaba a su esposa, lo cual me le hizo
aún más estimable.
Pero al despedirse quise observar una nube de inquietud en sus ojos. No
se necesitaba ser un psicólogo profundo, después de lo que acababa de
observar, para penetrar lo que pasaba por su mente, y le dije:
--En el Sanatorio hay habitaciones preparadas para los invitados. Todos
los gastos corren de cuenta de Pérez de Vargas.
Se disipó la nube. En sus ojos brilló de nuevo la alegría del cielo
azul. Nos despedimos con toda cordialidad. Al estrechar su mano ruda y
vigorosa con la mía no me cansaba de admirar el cambio radical que la
vida campestre había operado en aquel hombre.
Por la tarde me trasladé en coche con el secretario de Martín a V...,
donde nos esperaba Bruno Mezquita. No me costó trabajo reconocerle, a
pesar de los veinte o más años transcurridos. Nos abrazamos
estrechamente y me dió las gracias de nuevo con tan fervorosas palabras,
que logró conmoverme.
--Mi mujer tiene unos deseos enormes de verte. Te recuerda tan bien, que
muchas veces me cita ocurrencias tuyas que yo había olvidado.
--Pero ¿quién es tu mujer?--le pregunté yo entonces con asombro.
--¿Quién ha de ser?... ¡Lola!
--¿Qué Lola?
--Lolita, nuestra vecina de la calle de Carretas a quien tú has conocido
como yo.
--Perdona, hijo, pero no sabía una palabra...
--¿De modo que no has recibido la carta en que te daba parte de mi
matrimonio?
--Nada he recibido.
--¡Ya me lo parecía!--exclamó dándose una palmada en la frente--. ¡Cómo
un caballero tan perfecto como tú había de dejar mi carta sin
contestación! No conocía tus señas y te la dirigí al periódico del cual
sabía que eras redactor.
--¡Oh los periódicos! Allí se pierden la mitad de las cartas.
Montamos en uno de los coches del sanatorio y durante el trayecto me
informó minuciosamente de una porción de extremos interesantes. Lolita y
Rosarito, nuestras vecinas, después de haber perdido a su madre en
Madrid se habían trasladado a Sevilla al amparo de una tía que allí
tenían. Su hermano se había ido a Cuba y allí estaba aún. Como Bruno se
hallaba de médico en uno de los pueblos cercanos a Sevilla y venía con
frecuencia a esta población tropezó un día en la calle con las dos
hermanitas, se reconocieron, las fué a visitar, se anudaron nuevamente
las antiguas relaciones y pocos meses después se casaba con Lolita. Su
hermana Rosarito se había ido a vivir con ellos y allí se estuvo dos
años hasta que se casó.
--¿Se casó Rosarito?--pregunté con mayor interés, por la simpatía que me
inspiraba y el recuerdo de sus desgraciados amores con Pasarón.
--¿Tampoco sabes con quién?--me preguntó mirándome con asombro.
--Ya te he dicho que no he vuelto a tener noticia de esas chicas.
--Pues se casó con Pepito Albornoz.
--¿Nuestro compañero?
--El mismo. Verás: yo conservé siempre relación con Pepito y de vez en
cuando nos escribíamos. Ha hecho una carrera brillante. Dejó pronto el
servicio del Estado y se puso al frente de una Compañía constructora que
le da un sueldo de cinco mil duros y una participación en las ganancias.
Vino a Sevilla en cierta ocasión, le invité a pasar un día con nosotros
en el pueblo. En vez de un día se quedó tres: le gustó mi cuñada Rosario
(que entre paréntesis y como ya verás todavía es una real hembra),
volvió después, se pusieron en relaciones y se casaron a escape. No
tienen hijos y serían al cabo millonarios si no gastasen tanto. Pero
viven a lo príncipe y se divierten como dos angelitos; viajecitos a
Madrid y París, cuatro o cinco criados, buena mesa, etcétera, etcétera.
En este momento se encuentran en Cartagena donde Pepito está
construyendo un dique, pero me han prometido venir para el día de la
inauguración y Rosario se quedará algunos días con nosotros.
Todas aquellas noticias me alegraron porque guardaba recuerdo muy grato
de nuestras vecinitas de la buhardilla.
Cuando llegamos y penetramos en el lindo pabellón que Pérez de Vargas
había hecho construír para el director y éste gritó desde el jardín:
«¡Lolita, aquí tienes a Jiménez!, experimenté una terrible decepción.
¡Qué enorme diferencia! Aquella hermosa Lolita, fresca y pizpireta, era
ya casi una vieja y apenas se veía rastro de su antigua belleza. Me
acogió con ruidosa alegría. Su carácter vivaracho y juguetón era lo
único que se había salvado de la ruina de sus atractivos.
Pasé dos días muy gratos con ellos. Marido y mujer me agasajaron a
porfía. Tenían un niño y dos niñas encantadores. Parecían felices y
experimenté la dulce satisfacción de haber contribuído un poco a su
felicidad.
--¿Y que ha sido de tu primo Manuel?--le pregunté mientras cenábamos.
--Manolo vive en Sevilla.
--¿Ejerce la medicina?
--Jamás la ha ejercido. Desde que terminó la carrera comenzó a ayudar a
su padre, que ya estaba enfermo, en el negocio del aceite y en este
negocio continuó después de la muerte de aquél. Le va muy bien: tiene
un bonito capital. ¿Quieres que le invite para la fiesta de la
inauguración?
--¡Ya lo creo!... Pero ¿vendrá?
--No lo dudes. Nada hay que se lo impida. Es un solterón recalcitrante.
Además, me consta que tiene grandes deseos de ver a Sixto Moro. ¡No
sabes el tono que se da pregonando que es su amigo y compañero de
juventud!
Después de dar cumplimiento a los encargos que Martín me había hecho
volví a Madrid.
Pocos días después salía un tren especial conduciendo a Alicante hasta
dos docenas de personas, entre las cuales se contaban periodistas,
diputados y amigos íntimos de Pérez de Vargas. La pequeña Natalia, que
había de ser la reina de la fiesta, iba con la Condesa del Malojal en un
coche separado. Moro y yo, dejando el departamento de los hombres,
pasamos largos ratos en su compañía.
Natalia se iba pareciendo cada día más a su madre. Grande, robusta, con
tendencias a la obesidad, a los nueve años de edad parecía que tenía ya
doce. Sus cabellos ondulados, su tez morena sonrosada, la franqueza y
lealtad que se pintaba en sus grandes ojos negros, la resolución de sus
ademanes y la graciosa impetuosidad de su genio, todo evocaba la figura
inolvidable de aquella desgraciada amiga que tanto habíamos amado.
Mientras jugábamos con ella en el coche llegó un instante en que hizo un
gesto tan idéntico a los de su madre, que no pude menos de exclamar:
--¡Qué asombro! ¡Pero esto es Natalia que vuelve!
Moro se estremeció, sus mejillas se colorearon, sus labios temblaron y
al fin dijo sordamente:
--¡Sí; mi desgracia se ha reducido a la mitad, pero era tan grande, que
basta la mitad para ennegrecer mi vida!
La señora de Pérez de Vargas apretó a la niña contra su pecho y la besó
repetidas veces.
Llegamos a Alicante. Allí nos aguardaban los coches que nos trasladaron
a V... y al Sanatorio. Una gran muchedumbre nos esperaba y a su frente
las autoridades de Alicante y el arzobispo de Valencia que había querido
bendecir aquella obra benéfica.
En un grupo estaban Bruno Mezquita, su esposa, su primo Manuel,
Rosarito, Albornoz, Jáuregui y su mujer.
Sixto y yo nos dirigimos a ellos con presteza y hubo abrazos y apretones
de manos y se cambiaron con emoción palabras muy afectuosas.
Rosarito, al revés de su hermana, me produjo gratísima impresión. Había
embellecido de un modo notable. Aquella niña alta, delgada y pálida se
había transformado en una opulenta matrona de rosadas y tersas mejillas
y porte majestuoso. Vestía con suprema elegancia, tanto que podía
competir con la Condesa del Malojal. Pero sus ojos eran tímidos,
humildes como antes, su voz suave, insinuante. Cuando me dió la mano,
sus mejillas se tiñeron levemente de carmín. Ambos recordamos aquella
penosa escena que pasó en mi gabinete cuando Pasarón cortó bruscamente
sus relaciones con ella.
Albornoz era un caso de asombro. Allí no había habido transformación de
ninguna clase. Tan menudo y exiguo como a los diez y ocho años, sin
sombra de barba y la misma expresión infantil en su rostro fresco y
sonrosado como una manzana.
--¡Esto es una maravilla! ¡No ha pasado un día por este hombre!--decía
yo a Sixto y a los Mezquita mientras Albornoz y su esposa saludaban a
los Condes del Malojal.
--¿Verdad que apetece pedirle las notas mensuales de clase?--exclamó
Sixto Moro--. Yo creo que si le encuentra su viejo profesor de
matemáticas a deshora de la noche en la calle, le tira de las orejas.
Soltamos una carcajada.
--Hombre, voy a decírselo, porque se reirá--manifestó Bruno Mezquita.
--¡No, por Dios!--repuso Moro--. No le hará ninguna gracia; estoy seguro
de que le subirá el pavo a la cara, rechinará los dientes y buscará un
chiste sin encontrarlo, como en los buenos tiempos de Doña Encarnación.
Pero no le fué posible a él mismo resistir a la tentación de embromarle.
Al visitar el Sanatorio, cuando bajábamos la escalera de caracol de la
torre, Moro se volvió hacia Rosarito y Albornoz que venían detrás y dijo
en voz alta:
--Rosario, haga usted el favor de dar la mano a Pepito; no vaya a
caerse.
Todos reímos menos Albornoz que se puso colorado y sólo pudo replicar
confusamente:
--Yo no he cambiado; pero tú tampoco.
Se visitaron las dependencias y admiramos todos, no sólo la comodidad,
sino también el lujo con que Pérez de Vargas había querido dotarlo.
A las once de la mañana se efectuó la inauguración. En un vasto salón,
que era el refectorio del establecimiento, se acomodaron más de mil
personas. Bajo el dosel presidencial se sentaron el Arzobispo, el
Gobernador y algunos próceres, y entre ellos la niña Natalia, que
figuraba como fundadora de aquel instituto caritativo. El Arzobispo
pronunció una breve y sentida alocución y bendijo la obra de los Condes
del Malojal. El Gobernador dijo también algunas palabras. Por fin, se
levantó a hablar Sixto Moro, en medio de una expectación ansiosa, pues
éste era el señuelo que allí había atraído tanta gente.
No defraudó nuestras esperanzas. Por espacio de una hora nos tuvo
pendientes de su palabra mágica, provocando a cada instante tempestades
de aplausos. Habló de los niños. El tema era tan seductor y adecuado
para lucir las galas de su fantasía y los tesoros de su sensibilidad,
que no es milagro que lograse arrebatar a su auditorio.
Pero el que más se distinguía por su ardoroso entusiasmo era Manolo
Mezquita. Como era amigo y compañero de Moro, creía tener parte en su
triunfo.
--¡Ole, ole, viva tu madre! ¡A ver si hay en toda la esfera armilar un
tío que le sople en los ojos a este gachó!
Y paseaba sus ojos furibundos por los circunstantes buscando al atrevido
que quisiera desmentirle para caer sobre él y estrangularle.
No faltó mucho para que estrangulase al propio Moro cuando terminó su
discurso. Lo tomó entre sus brazos robustos y quiso sacarlo así del
salón y pasearlo en triunfo como si fuese un torero; pero vimos el
rostro de Moro tan contraído y angustiado que nos apresuramos a
arrancárselo de las manos.
Después se celebró un banquete al aire libre en los jardines del
establecimiento. Natalita presidía la fiesta y era objeto de las miradas
y caricias de todo el mundo. Yo me senté entre mi amigo Jáuregui, que
vestía el uniforme de maestrante de Granada con la cruz roja de
Calatrava sobre el pecho, y Bruno Mezquita. La bella Condesa del Malojal
había colocado a su lado a la esposa de Jáuregui, y con esa propensión
celeste que tienen las almas nobles para levantar a los humildes la
colmaba de atenciones. Celedonia las recibía confusa y con los ojos
húmedos de agradecimiento. No los tenía tampoco muy secos su marido,
quien me dijo al oído que si creyese en los espíritus como antes,
pensaría que la señora de Pérez de Vargas era una nueva encarnación de
Isabel la Católica.
La buena de Celedonia no había embellecido, como debe suponerse, después
de haber echado al mundo doce hijos; pero era una mujer humilde y una
esposa tierna y abnegada. Esto bastaba para que yo no la encontrase fea.
Al día siguiente partieron en tren especial los invitados de Madrid.
Quedamos un día más con los Condes, sus viejos amigos. Aquella noche
quiso Martín que cenásemos con ellos Sixto Moro y su hija, Albornoz y
Rosario, Jáuregui y su esposa, Bruno Mezquita y la suya, Manolo Mezquita
y yo.
Fué una comida de gran intimidad y tan grata, que seguramente ninguno de
nosotros la olvidará. Franqueza, cordialidad, alegría reinaron en toda
ella. Al destaparse el champaña Pérez de Vargas suplicó a Moro que
iniciase los brindis. El glorioso orador se levantó con la copa en la
mano y nos dirigió en tono familiar unas cuantas palabras, que por
habernos llegado profundamente al corazón quedaron grabadas en mi
memoria.
«¡Alegrémonos, amigos míos muy queridos! Alegrémonos de haber llegado a
esta isla de reposo para gozar unos momentos de paz y de ventura.
Marineros somos que hemos corrido más de una borrasca en los mares de la
vida. No la maldigamos. En el seno de las dificultades y los disgustos
han nacido siempre los grandes pensamientos y las nobles acciones.
Nuestra amistad se ha anudado en la mañana de la existencia cuando el
sol brillaba sobre nuestra frente, cuando el ruiseñor de la dicha
gorjeaba en nuestro corazón. Sólo en la primera juventud nos entregamos
sin reserva a los goces de la amistad. Hoy anclamos en este puerto donde
la suerte nos brinda un refugio para restañar con una sana alegría las
heridas y resquemores que el rodar de la vida nos inflige. Aprovechemos
estos momentos de respiro para cobrar ánimos y lanzarnos con más brío a
la lucha.
»Hay en este mundo algunos pájaros privilegiados, como mi ilustre amigo
Pérez de Vargas, que hallan el campo repleto de mieses. No tienen más
que introducirse en él para gozar sus delicias. Los hay que, como yo, lo
han hallado cubierto de nieve, pobres pajaritos que se ven obligados a
rebuscar aquí y allí algunos granos. Pero a todos nos ha dado Dios alas
y podemos volar por el mismo firmamento azul. Hemos trabajado, hemos
vivido, hemos cumplido con nuestro deber. ¿Qué más podemos pedir?
»Es cierto que existen hombres en los cuales todas las prosperidades de
la tierra y todos los dones del cielo sólo sirven para saciar sus ruines
pasiones. Como los escarabajos, trabajan sin cesar para fabricar bolitas
de porquería. Pero los hay que utilizan las alegrías, la riqueza, los
triunfos para acrisolar su alma y ponerla como luciente espada al
servicio de sus semejantes. Son abejas espirituales, como nuestro amable
anfitrión, que no se cansan de fabricar miel.
»Nos quejamos de la brevedad de la vida. En nuestras manos está el
hacerla infinita si sabemos llenarla de generosas acciones y sinceros
afectos. La vida no es más que el cañamazo en el que cada cual borda
grosera o primorosamente el dibujo que lleva en sus entrañas. Nos
mostramos desengañados de ella porque le pedimos lo que no debe darnos.
Le pedimos placeres, honores, riquezas. Todas estas cosas son venenos
deliciosos, pero venenos al fin que sólo dejan intactas a las almas
privilegiadas. Lo único que hace a la vida digna de ser vivida, lo único
que la justifica son los afectos tiernos que nacen dentro de ella. El
hombre que llega a la muerte sin sentirlos ni inspirarlos, ¡ay!, ese sí
que puede llamarse estafado.
«Gracias al cielo henos aquí todos reunidos, todos alegres, gozando la
dulzura de este rayo de sol. Mañana nos dispersaremos. Tal vez sobre
nuestras cabezas se amontonen de nuevo las nubes temerosas; las olas se
alzarán amenazadoras; nuestro débil esquife gemirá a su embate; quizá se
hunda. ¿Y qué? En aquel instante acordémonos de los seres amados,
tengamos fe y pensemos que los lazos de amistad que la muerte corta
volverán a ser anudados en otra región más alta. ¡Desgraciado quien de
las experiencias de este mundo visible no saca la fe de un mundo
invisible! ¡Ay del hombre que en sus alegrías y sus dolores no tiene el
oído bastante fino para escuchar los murmullos de lo desconocido!
»¡Brindo, amigos míos, por nuestra juventud pasada, por nuestra amistad
inquebrantable, por nuestro trabajo, por nuestros recuerdos, por
nuestros sueños! Brindo por vuestros hijos y por vuestras nobles
esposas...»
Se detuvo un instante y añadió con voz alterada:
«Brindo también porque Dios me permita al cabo reunirme con la mía.»
Bebió. Una lágrima bajó rodando por sus mejillas y cayó en la copa del
champaña. El símbolo del dolor se mezcló al de la alegría. Lo mismo que
en la vida.
FIN
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