Años de juventud del doctor Angélico - 16

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almorzar se presentó por allí un caballero que vino a saludar muy
afectuosamente a mi marido. Este me lo presentó como uno de sus mejores
amigos. Era un hombre joven todavía, grueso, no mal parecido, pero de
aspecto ordinario; vestía bien y lucía en el dedo meñique un enorme
brillante, uno de esos brillantes que llamamos «de jugador». No era otra
cosa, al parecer, aquel sujeto. Se sentó a nuestro lado, charló mucho,
se mostró galante conmigo, bebió dos copitas de cognac y regaló a mi
marido con algunos cigarros. Cuando nos levantamos de la mesa observé
que se dirigió al mozo y pagó todo el gasto que habíamos hecho. Esto me
sorprendió y me ofendió: se lo dije por lo bajo a mi marido; él se echó
a reír diciendo: «--¡Déjale, es rico!» Este sujeto nos acompañó después
en el paseo y por último nos dejó en el tranvía. Rodrigo continuó
mostrándose conmigo amable. Por la noche después de cenar, en vez de
salir, como siempre, se quedó en casa charlando. De pronto me dice
sonriendo: «--¿Te gusta Manolo López?» «--¿Quién es Manolo López?»--le
respondí, aunque sabía perfectamente a quién se refería. «--Anda, pues
el amigo con quien hemos paseado esta tarde.» «--¡Ah! sí, se me había
olvidado su nombre... Ni me gusta ni me disgusta.» «--Pues tú a él le
has chiflado.» «--¡Qué raro! ¿Cuándo te lo ha dicho?» «--Pues en un
momento en que tú estabas distraída.» Yo callé porque algo extraño y
terrible comenzaba a moverse en mi corazón. Guardamos silencio algunos
minutos y al cabo Rodrigo comenzó a decir como si hablase consigo mismo
y no para mí: «--Manolo López ha heredado hace algunos meses un millón
de pesetas de un tío prestamista. Manolo López es generoso: si quisiera
podía sacarnos de apuros. ¿Y por qué no había de querer? ¡Vaya si
quiere! Bastaría con que una personita que yo conozco hiciese una seña
para que todo su dinero se pusiese a nuestra disposición.» Una ola de
fuego subió a mi cara en aquel momento. Me levanté de la silla como si
me hubieran pinchado. «--¡Ni una palabra más, Rodrigo!» Pero él se
obstinó en hablar y entonces yo perdí la razón y le cubrí de denuestos.
El los sufrió mientras supuso que con la blandura podría conseguir algo;
pero una vez convencido de que todo era inútil se volvió a mostrar lo
que siempre ha sido, una hiena. Me insultó con las palabras más inmundas
y me golpeó bárbaramente. Entonces yo juré interiormente que no volvería
a poner la mano sobre mí. Por la mañana en cuanto salí a la calle compré
en la droguería un frasco lleno de vitriolo y lo guardé en mi seno.
Cuando tú me has encontrado ayer, Angel, lo llevaba ya. Rodrigo no me
dirigió la palabra en todo el día. Por la noche llegó temprano, contra
su costumbre; se conocía que le pedía el cuerpo reyerta; estaba
despechado, furioso: los planes que, sin duda, había trazado, se le
venían abajo. Comenzó por dirigirme indirectas y burlas y concluyó por
insultarme. Yo le respondí, porque estaba resuelta a no sufrirle más: él
me dió una bofetada que me batió contra la pared; entonces yo le grité:
«--¡No me tocarás más en tu vida, malvado!» Y sacando el frasco del
pecho se lo arrojé con todas mis fuerzas a la cara. Se hizo mil pedazos
en ella y Rodrigo cayó al suelo dando gritos horribles. Yo me di a la
fuga instintivamente, sin saber lo que hacía; abrí la puerta del cuarto
y me precipité por la escalera. Cuando estaba en el portal todavía
llegaban a mis oídos sus gritos. Salí y emprendí por las calles una
carrera loca: recorrí calles, muchas calles ¡muchas! y por fin salí al
campo; seguí una carretera: estaba muy oscura; al poco rato salió la
luna y pasé junto a unas casas; había algunos hombres delante de una de
ellas que me chichearon y viendo que yo no les respondía me insultaron.
Seguí la carretera que estaba llena de polvo; después atravesé un
puente: el río era poco caudaloso, más bien un arroyo; me detuve un
instante a mirarle y tuve intención de tirarme; pero comprendí que no
conseguiría privarme de la vida, sino herirme. Seguí mi marcha anhelante
por la carretera; volví a encontrar algunas casas; salí de nuevo al
campo; me sentí al fin tan abatida como si fuese a morir; me dejé caer
debajo de un árbol y me quedé dormida. Cuando desperté, la luna se había
ocultado de nuevo; estaba muy oscuro: no sabía dónde me hallaba. El
pensamiento de lo que había hecho me asaltó de pronto; volvieron a sonar
en mis oídos los gritos desgarradores de mi marido. Otra vez corrí
desalada y otra vez caí rendida al cabo de unos instantes. Me levanté en
cuanto me fué posible y seguí marchando aunque más lentamente. Al fin
tropecé con casas elevadas, vi una calle alumbrada con faroles y me
sentí más tranquila porque comprendí que había llegado a un pueblo.
Seguí aquella calle, luego otras y otras. Por fin, cuando ya rayaba el
día me encontré a la puerta de mi casa. Un guardia me apresó, me llevó
primero a la Inspección y después a esta cárcel.
Calló. Nos hallábamos tan conmovidos que no pudimos decir una palabra.
Después de un corto silencio, Moro levantó la cabeza y con resuelto
ademán profirió:
--Por hoy basta. Lo importante ahora es la salud de usted. De lo demás
que necesito saber tenemos tiempo a hablar más adelante.
Y se puso a hablar de la salud de Natalia como si estuviese en visita,
haciéndole minuciosas recomendaciones, proponiéndole remedios
preventivos. En cuanto se fuese hablaría con el médico de la cárcel y le
enviaría también el suyo. Estaba muy excitada: luego vendría la
depresión: era necesario prevenirse contra ella. Y después de haberla
animado con afectuosas palabras haciéndole comprender que había obrado
con perfecto derecho y en legítima defensa de su honor y de su vida dió
con extremada habilidad otro giro a la conversación; habló de los países
donde Natalia había vivido; le pidió noticias, hizo observaciones
jocosas; en suma, logró distraerla hasta el punto de que por un momento
la joven se olvidó de donde estaba y lo que había hecho.
Sin embargo, era necesario separarse. Moro se alzó de la silla
bromeando. La visita había sido demasiado larga. ¡Buena cansera le
habíamos dado! Y le tendió la mano sonriente como si se despidiese en
una visita ordinaria. Natalia se la apretó y se la retuvo unos momentos
sonriente también. Ambos se miraron a los ojos con una larga, intensa
mirada en que sus almas se besaron.
Pero Natalia volvió bruscamente la cabeza, se llevó las manos al rostro
y estalló nuevamente en sollozos. Moro volvió también la suya para
ocultar las lágrimas y se precipitó fuera de la estancia.
En el despacho del director convinimos los medios conducentes para hacer
más llevadera a nuestra amiga su posición. Aquél nos prometió
proporcionarle todas las comodidades compatibles con el Reglamento. Moro
dispuso que se le sirviesen las comidas de un restaurán próximo. Cuando
iba a decir que los gastos corrían por su cuenta, yo le toqué en el
brazo con disimulo. Comprendió bien lo que mi seña significaba. Natalia
no hubiera aceptado de su parte estos regalos. Bajó tristemente la
cabeza y me dejó la iniciativa y el privilegio de costearlo todo.
Nos retiramos tristes y silenciosos de aquel paraje. La alegría que en
los últimos momentos habíamos mostrado era una comedia destinada a
divertir de su aflictiva situación el espíritu de nuestra amiga. Cuando
nos despedimos a la puerta de su casa me estrechó la mano con fuerza y
me dijo:
--Hasta mañana. Tengo la seguridad de que Natalia será absuelta... Pero
si no fuese, procuraría hacer mejor la puntería que la vez pasada.


X
EN QUE SE DECLARA EL JUICIO DE LOS HOMBRES.

Aquellas palabras de mi amigo me inquietaron bastante. No soy un
optimista convencido; la vida nunca me demostró que debía serlo. Era
justo que Natalia fuese absuelta; ¿pero se impone la justicia en este
mundo?
De todos modos comenzamos con gran ardor la preparación de la defensa.
Rodrigo se hallaba en el hospital. Me informé de los médicos; las
heridas eran gravísimas: quedaría ciego y desfigurado. Tales noticias me
aterraron porque hacían peligrosa la situación de Natalia. En cambio a
Sixto le impresionaron agradablemente. Nadie quede sorprendido: así como
su amor por Natalia era mayor que el mío, el odio que profesaba al
malvado de su marido era cien veces más vivo.
Pocos días después hice un viaje a Barcelona con instrucciones de Moro
para obtener el testimonio de la patrona en cuya casa se hospedaron los
esposos en otro tiempo. Fuí dichoso en mis investigaciones; no sólo
adquirí este testimonio y la promesa de venir a Madrid cuando el juez la
llamase, sino también el de otras dos personas que habían presenciado
las violencias de Rodrigo. Sixto hizo otro viaje a Sevilla, también
afortunado.
Pero lo que había acaecido en Cuba y Filipinas era igualmente de gran
importancia. En este último punto algunas escenas habían sido
particularmente repugnantes. Los testigos eran criados. ¿Cómo averiguar
su paradero? ¿Cómo hacerles venir a España?
En esta ocasión la Providencia quiso ayudarnos por modo maravilloso. Un
día recibí una tarjeta de mi amigo Pérez de Vargas invitándome a
almorzar. Durante el almuerzo, que se efectuó en completa intimidad,
esto es, entre su esposa, él y yo, me manifestó que estaba
interesadísimo en el proceso de Natalia, no sólo porque yo lo estaba y
por la parte que tomaba en él un hombre a quien admiraba tanto como
Moro, sino por la simpatía y la compasión que le inspiraba la procesada,
a cuyo padre había conocido. Por lo mismo quería contribuír en la forma
que pudiese, con su influencia y con su dinero, al buen éxito del asunto
y se ponía desde luego a nuestra disposición. Entonces yo viéndole tan
propicio le hice saber nuestro embarazo. Testigos muy importantes y que
podían influír notablemente sobre el Jurado se hallaban en Filipinas.
Apenas hube pronunciado la última palabra exclamó:
--¡Cosa resuelta! Yo me encargo de buscar a esos testigos aunque se
escondan en el centro de la tierra.
Fuimos juntos a ver a Moro; celebramos algunas conferencias. Pocos días
después dos hombres hábiles y de toda confianza salían embarcados el uno
para Filipinas el otro para Cuba con amplios poderes y todo el dinero
necesario. Costase lo que costase era necesario traer a Madrid los
testigos que Moro les había designado.
La confianza de éste seguía siendo absoluta. Y sus ojos no sólo
expresaban la confianza, sino una secreta y concentrada fecilidad que yo
sabía bien de donde manaba. Esta misma expresión dulce y expansiva la
advertía en el rostro de Natalia cada vez que iba a visitarla una vez
por semana. Moro celebraba con ella frecuentes conferencias prevalido de
su cualidad de abogado defensor. Yo no podía dudar de lo que acaecía en
el alma de estos dos seres para mí tan caros y esto me causaba una
mezcla de alegría y de inquietud que no podría bien definir.
La preparación de la defensa no se limitaba solamente a la busca de
testigos. Empecé a trabajar también con todas mis fuerzas a fin de crear
en el público una atmósfera favorable a mi desgraciada amiga. En los
cafés, en los saloncillos de los teatros, en el Ateneo, a todas partes
donde iba me esforzaba en poner de nuestra parte a mis amigos y
conocidos. Fuí a visitar a todos los que lo habían sido del general
Reyes, les pinté la situación de su hija, los martirios que había
sufrido, y logré pronto que se convirtiesen en otros tantos ardientes
defensores de ella. Pero lo principal, como debe suponerse, era la
Prensa. Mis compañeros me dieron prueba en aquella ocasión de un afecto
que jamás agradeceré bastante. Hicieron una campaña discreta y
formidable. Dios se lo pague.
Dos meses después desembarcó en La Coruña el emisario que Pérez de
Vargas había enviado a Cuba, trayendo consigo una negra que había sido
doncella de Natalia. Cuarenta días más tarde hizo lo mismo en Cádiz el
que había enviado a Manila. Éste traía a dos indios, cochero y cocinero
que habían servido en casa de Céspedes. La instrucción del proceso se
desenvolvía, a no dudarlo, en sentido favorable.
Todo se hallaba preparado. Llegó por fin el gran día, el día del juicio
oral, que yo esperaba a la vez con ansiedad y temor. No podía desechar
éste de mi alma. Por más que me representaba las probabilidades de buen
éxito con que podíamos contar dada la naturaleza de los testimonios que
se ofrecían, el talento y la pericia de Moro, la simpatía que había
llegado a inspirar Natalia, no obstante, el hecho brutal estaba allí,
imborrable, incontrovertible: una mujer que hiere gravemente a su
marido, le desfigura, le deja ciego para siempre. No era fácil dejar
esto sin castigo.
Puede inferirse que la noche precedente dormí mal. Me levanté temprano,
di algunas vueltas por las calles, y, por fin, me personé en casa de
Moro. Estaba durmiendo aún. Volví a pasearme otro rato y cuando presumí
que ya estaría levantado llamé de nuevo a su puerta. El criado me dijo
que todavía se hallaba en la cama. Entonces, no pudiendo reprimir la
impaciencia, tomé sobre mí la responsabilidad de despertarle y me dirigí
a su dormitorio. En efecto, Sixto se hallaba sumido en profundo sueño.
Cuando abrí las maderas del balcón volvió la cabeza, abrió los ojos y me
miró un instante con vaga expresión sin darse cuenta de lo que mi visita
significaba. Por fin, comprendiendo, una sonrisa se dibujó en sus
labios.
--Perdona que te despierte, pero ya son las ocho... El juicio es a las
diez y...
--¿Y qué?--preguntó incorporándose y mirándome con la misma sonrisa.
Yo no sabía qué decir. Me puse a dar vueltas agitadamente por la
estancia.
--No puedo reprimir mi inquietud desde ayer, te lo confieso. Temo que
ocurra una cosa mala.
--¿Y por qué lo temes?--me preguntó con calma.
--No lo sé, pero lo temo... Francamente, no comprendo tu flema.
--Para vencer, querido Jiménez, es necesario creer en la victoria.
Y dando un salto fuera de la cama se dirigió a su bañera y se dispuso a
tomar una ducha.
Yo estaba admirado de aquella calma. Me trajo a la memoria la de
Napoleón cuando la noche víspera de la batalla de Austerlitz, después de
recorrer las posiciones de sus tropas, sacó el reloj y dijo:--«Voy a
dormir cuatro horas.» Y las durmió sin faltar un minuto. ¡Cuánto he
admirado siempre a estos hombres dueños de sí mismos! ¡Cuánto me he
despreciado a mí mismo y maldecido de mis nervios alborotadores!
--Bueno, ahora mientras me desayuno y preparo mis papeles, te vas a la
cárcel, le encargas bien a Natalia que se atenga estrictamente a las
instrucciones que le he dado y le infundes ánimo... si es que puedes.
--Procuraré tenerlo.
Volvió a mirarme sonriente y me apretó la mano.
--Hasta luego, poltrón.
Hallé a Natalia serena y confiada como él. Procuré, como había
prometido, hacerme el valiente y me desbordé en palabras de aliento que
sobre ser innecesarias debían de sonar a falso. Cuando llegó el momento
de separarnos para ir a la Audiencia, mi mano, al estrechar la suya,
temblaba. Natalia me miró con sorpresa.
--¿Tiemblas, Angel?... No temas, amigo mío. Venceremos probablemente,
pero si no vencemos marcharé al presidio tranquila porque hay todavía en
el mundo algunos corazones que se interesan por mí.
Me volví rápidamente para ocultar la emoción que me embargaba. Bajé a la
calle y esperé su salida. La vi montar en el coche de la cárcel. Yo
monté en el mío de punto y la hice seguir. Cuando llegamos al palacio de
la Audiencia, donde debía efectuarse el juicio quise hablar con ella,
pero me lo impidieron. La llevaron a la estancia reservada desde donde
pasaría a su tiempo a la sala. Yo me introduje en ésta, que se hallaba
ya llena. El proceso había despertado vivo interés. No sólo muchos
señores de la alta sociedad, sino también un gran número de damas habían
solicitado y obtenido entradas para presenciar el juicio y ocupaban los
mejores puestos. Yo lo tenía especial por mi condición de periodista.
Encontré ya sentados a algunos de mis compañeros. Éstos conocían el
interés que yo tenía por la procesada y se mostraban desde luego
partidarios resueltos de ella, expresando sus sentimientos en voz alta y
con poca discreción. Tuve que llamarles alguna vez al orden porque temía
que comprometiesen el éxito del negocio.
Se constituyó el Jurado después de las formalidades acostumbradas. Moro
ocupó su puesto y el fiscal el suyo. Todo el mundo sabía que éste pedía
para Natalia la pena de doce años de presidio. Era un funcionario de los
que juzgan que su deber es mostrarse en toda ocasión, con razón o sin
ella, implacables acusadores del procesado y hacen cuestión de amor
propio el que sea condenado. Yo le temía porque era hombre influyente y
hábil.
Se declaró abierto el juicio y apareció Natalia. Todas las miradas se
clavaron sobre ella con intensa curiosidad. Vestía el mismo traje negro
y la misma pobre mantilla con que la había visto la primera vez en la
calle. Su semblante estaba pálido, pero sus hermosos ojos brillaban
sobre él dulces y serenos sin arrogancia y sin confusión.
Hubo en el público un movimiento de simpatía. «--¡Qué hermosa es! ¡qué
hermosa es!», oí repetir en voz baja a los que estaban cerca.
Se sentó en el banquillo de los acusados y un guardia se colocó en pie
detrás de ella. Desgraciadamente, casi al mismo tiempo se presentó
Céspedes. Un ujier le conducía y fué a sentarle en el sitio que le
estaba designado. Tenía el rostro horriblemente desfigurado por las
quemaduras: los ojos habían casi desaparecido. Un rumor producido por el
horror y la compasión se esparció por toda la sala. Yo temblé y miré a
Natalia. Ésta bajó la vista y ni por casualidad volvió a mirar a su
marido mientras duró el juicio. Después volví los ojos a Moro: éste
tenía clavados los suyos en el verdugo de su adorada con expresión de
odio.
Fueron examinados los testigos de la acusación. No eran más que tres o
cuatro vecinos de la casa que habían escuchado los gritos de Céspedes y
habían presenciado la huída de Natalia.
Vinieron los de la defensa. Sus testimonios fueron terribles,
abrumadores: los malos tratamientos de Céspedes allí relatados
despertaron viva indignación en la asamblea. La sevicia quedaba
perfectamente probada; yo volví a recuperar la calma. Sin embargo, el
fiscal hizo lo posible por desvirtuarlos dirigiendo preguntas insidiosas
a los testigos, procurando ponerlos en contradicción, hasta mostrando
hacia algunos ostensible desdén a causa de su raza, pues los de
Filipinas eran indios y la doncella de Cuba, negra. Con Natalia también
se mostró desconsiderado y duro. Felizmente, ésta supo manifestarse tan
serena y animosa que no logró poco ni mucho turbarla: su modestia, el
acento sincero de sus palabras, su voz insinuante y dulce, causaron
grata impresión en el público. Por otra parte, Moro dirigió hábiles
preguntas a Céspedes. Éste respondió a ellas en forma tan altanera, con
aquel tono sarcástico en él congénito, que en un instante perdió la
simpatía que su lamentable estado inspiraba. Todo el mundo quedó
persuadido de que aquel hombre era bien capaz de cometer las maldades
que se le atribuían.
El juicio tomaba un giro evidentemente favorable para mi amiga. Sin
embargo, a medida que se desenvolvía aumentaba mi agitación. ¡Oh los
nervios! ¿Quién sabe lo que podía ocurrir? Cierto que Natalia había
sufrido crueles tratamientos, pero al mismo tiempo era evidente que
había cometido un delito y que a este delito no fué empujada por una
necesidad irremediable. Por otra parte, las inteligencias de los hombres
son tan diversas, pesan sobre ellas móviles tan varios... En fin, mi
imaginación daba tantas vueltas que concluí por sentirme mareado.
El informe del fiscal vino todavía a turbarme y afligirme más. Fué
despiadado, cruel: parecía que advirtiendo las simpatías que Natalia
había despertado ponía empeño en contrariarlas y desvanecerlas. Pintó a
la acusada como una joven frívola, caprichosa, que habiendo sido
demasiado mimada por su padre como hija única y dotada por la Naturaleza
de un carácter altanero había contraído hábitos insufribles de
dominación. Forzosamente tenía que chocar con su marido, hombre de
temperamento rudo y violento. Cierto que éste se había excedido en los
medios de corrección; pero debía tenerse presente que era un militar y
que en éstos ciertos actos de violencia no son tan vituperables como en
los civiles por lo mismo que la férrea disciplina del ejército y los
excesos de la guerra los prepara para ellos. Por otra parte, su mujer,
por todas las leyes divinas y humanas, estaba obligada a respetarle y
obedecerle. ¿Lo había hecho siempre? No; por el contrario, se complacía
en contrariar sus gustos y aficiones. El delito que había cometido era
odioso, repugnante y sobre todo injustificado. Si se sentía maltratada
¿por qué no daba parte a la autoridad? ¿Por qué no huía de su marido? Se
dice que estaba retenida a su lado por el amor de su hijo. ¿Y después de
muerto éste? Por el contrario, en vez de abandonar el domicilio conyugal
se pone a meditar friamente su venganza.
«¡Vedla ahí!--exclamaba--. Ved ahí a esa perversa mujer marchando
solapadamente a comprar el frasco de vitriolo, guardándolo un día entero
en su seno, esperando como el tigre pacientemente a que la víctima se
mueva para caer sobre ella, ejecutando, al fin, ese acto inconcebible de
crueldad y de barbarie que priva de la luz del sol y deja para siempre
desfigurado al hombre a quien había jurado fidelidad y amor ante el
altar.»
Natalia, al escuchar estas palabras, se puso horriblemente pálida y
comenzó a sollozar. Una voz gritó en el público:
--¡Eso es indigno!
Yo conocía bien aquella voz. Se alzó un fuerte rumor. El presidente,
airado, convulso, tartamudeando por la cólera, gritó:
--¡Inmediatamente! Inmediatamente los guardias detendrán al sujeto que
ha dado esa voz y lo pondrán a disposición de mi autoridad.
Los guardias y los ujieres se lanzaron con solicitud a buscarlo, pero no
lograron dar con él, mejor dicho, nadie quiso denunciarlo. Sin embargo,
el mismo Pérez de Vargas, que no era otro el delincuente, se entregó
voluntariamente y fué trasladado al interior. Allí hizo valer su calidad
de diputado y fué puesto inmediatamente en libertad. Pocos días después
se envió al Congreso por el irritado presidente un suplicatorio para
procesarle, que fué denegado.
La interrupción había producido fuerte conmoción en el público y
desconcertado un poco al fiscal, quien terminó su discurso al cabo
pidiendo que se declarase culpable a la procesada y se le impusiera la
pena por el código señalada.
El presidente concedió la palabra al abogado defensor. Moro comenzó a
hablar en medio de una gran expectación.
»Si alzo mi voz en este momento no es para añadir algo nuevo al proceso
ni para esclarecerlo, sino para dar cumplimiento a uno de los trámites
que la ley determina en estos casos. Después de lo que acaba de oír, por
boca de los testigos, el Jurado quedará convencido de que el delito se
halla perfectamente probado, un delito que se ha perpetrado por espacio
de diez años y que ha terminado por el castigo del culpable sin
intervención de las leyes, por la misma mano de Dios, de la cual sólo ha
sido instrumento la desgraciada mujer que por caso extraño hoy se sienta
en el banquillo de los acusados.
»En un día nefasto ese hombre, que la ira de Dios ha cegado, condujo al
altar a una niña de diez y seis años. ¿Qué es lo que ese hombre aportaba
a esa niña en cambio de su amor, de su inocencia, de su belleza, de la
alta posición que ocupaba en el mundo? Un corazón gastado, una vejez
prematura labrada por los vicios y por toda fortuna un honroso uniforme
que ya deshonraba. Arrebatada por las dulces ilusiones de un corazón que
se abre al primer llamamiento del amor como una rosa de abril al primer
rayo del sol de la mañana, esa niña inocente abandona gozosa los tibios
regalos de una casa espléndida, los placeres que la sociedad brinda a
los que se hallan en su cima, las lisonjas y el aplauso de los salones,
las caricias de un padre noble y apasionado para seguir al través de los
mares la fortuna precaria y compartir las estrecheces de un modesto
oficial del ejército. Todo para ella era nada; los peligros, los azares
de la vida militar, las molestias de los viajes, la sordidez del
hospedaje, la escasez de recursos; todo era alfombra de flores porque en
su tierno corazón reía y cantaba el primer amor con delirio de alegría.
La fuerza del amor es superior a los embates de la mar y a la amargura
de sus olas, convierte en fragantes azucenas los abrojos de la tierra.
¡Ay! no tardó mucho tiempo en despertar de su mágico sueño de oro. Hay
un cuento titulado _El Lobo y Caperucita_ que muy pocos habrán dejado de
leer en su infancia. Una niña tropieza en el bosque con un lobo el cual
la engaña con palabras melosas, la lleva a su madriguera con promesa de
regalarle juguetes y golosinas y concluye por devorarla. Pues bien, esta
Caperucita también había encontrado su lobo. En los primeros tiempos los
ojos de la fiera eran dulces, atractivos: Caperucita se dejaba guiar por
ellos llena de fe y entusiasmo. Poco a poco comienzan a tornarse
burlones y sarcásticos, y, por fin, se hacen feroces. Pero aun no había
llegado la hora de saciarse en su sangre. Aquella fiera era como todas,
cobarde: temía la venganza de un padre irritado y poderoso. Si el bravo
general Don Luis de los Reyes contase entre los vivos es bien seguro
que ese hombre no se sentaría hoy delante de nosotros.
»En los primeros tiempos se limitó a degradar a su inocente esposa
introduciéndola en una sociedad de hombres viciosos y mujeres frágiles,
haciéndola presenciar los desórdenes de una vida crapulosa y a compartir
los apuros y miserias que el vicio arrastra consigo. Exige de ella que
escriba a su padre pidiéndole dinero y porque el General lo niega como
era justo sabiendo a lo que se destinaba, la injuria, la hiere en sus
más caros sentimientos de familia, de tal modo que, indignada y aterrada
a la vez, corre a refugiarse en casa de una amiga, esposa de un
pundonoroso jefe del ejército. Otra vez la fiera vuelve a poner los ojos
dulces, se muestra arrepentida y logra que la perdonen. No le convenía
que aquellas injurias fuesen a oídos del general Reyes ni menos que se
enterase el Capitán general de la isla de Cuba a cuyas órdenes se
hallaba. Pero llega por fin, en medio de estas tristezas y penalidades,
la noticia del fallecimiento del general Reyes. Su desgraciada hija,
privada de tal protección, queda a merced del abominable monstruo que la
fatalidad le había dado por compañero. La última paletada de tierra
echada sobre los restos inanimados del héroe fué la señal del comienzo
de su martirio.»
Y Moro, con calma aterradora, comenzó a referir uno por uno los
tratamientos crueles que Céspedes infligió a su esposa en Filipinas, en
Barcelona y en Sevilla sin omitir un detalle por repugnante que fuese.
Su voz acusadora resonaba con eco profundo en la sala y la frialdad
implacable de su gesto comunicaba frío y terror a cuantos le escuchaban.
Los hombres arrugaban la frente y apretaban los dientes; las señoras se
llevaban el pañuelo a los ojos para secarse las lágrimas.
Cuando terminó el relato hizo una pausa, permaneciendo algunos instantes
con la cabeza baja mirando a la mesa. De pronto la levanta, sacude su
melena como un león que advierte el peligro y se dispone a defender a
sus cachorros. Entonces dió comienzo la oración más fogosa y elocuente
que se ha escuchado en el foro español. ¡No la olvidaremos, no, los que
hemos tenido la fortuna de oirla; no olvidaremos aquellas palabras
vibrantes que sin rozarse jamás caían como gotas de fuego sobre nuestras
cabezas! Su lógica era abrumadora, sus imágenes deslumbrantes. ¿Cómo es
posible que con tal pasión y vehemencia en el alma las palabras fluyan
de los labios artísticas, formando períodos de una belleza acabada? Es
un misterio de la oratoria; es un privilegio del cielo.
Cerca de una hora nos tuvo pendientes de sus labios, maravillados y
seducidos por aquel terso y luciente manantial de generosa elocuencia.
La misma Natalia, olvidando su situación, le miraba estupefacta con los
ojos muy abiertos, arrebatada a los intereses de su vida por el mágico
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