Años de juventud del doctor Angélico - 15

Total number of words is 4759
Total number of unique words is 1609
37.6 of words are in the 2000 most common words
50.0 of words are in the 5000 most common words
55.4 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
apretándole la mano en silencio, pues comprendía que ninguna palabra
sería oportuna en aquella ocasión.
Al cabo alzó la frente, se secó los ojos y me preguntó:
--¿Me has encontrado por casualidad?
--No; te he venido a buscar.
--¿Cómo has sabido que estaba en Madrid?
--Por tu marido.
Le expliqué que éste no había querido darme sus señas y me había valido
de una estratagema para averiguarlas.
--¿Dónde le has visto?
--Ha venido a visitarme.
Una gran inquietud llameó en sus ojos.
--¿Para pedirte dinero?
--Una cosa insignificante.
Se puso roja.
--¿Y se lo has dado?
--¿Pues qué iba a hacer?
Bajó los ojos y dijo sordamente:
--No se lo des más.
--Pero si me dice que estáis pasando grandes apuros, que apenas tenéis
que comer, que no tiene dinero para comprarte unas botas...
--No importa, no se lo des más--replicó con resolución.
--Eso es fácil de decir; pero yo no puedo tolerar que pases hambre y que
vayas descalza mientras me queden unas pesetas en el bolsillo. Tú eres
para mí una hermana.
--Gracias, Angel--profirió conmovida apretándome la mano.
Guardó unos instantes silencio y después haciendo un esfuerzo sobre sí
misma y como si le costase enorme trabajo pronunciar las palabras,
comenzó a decir:
--No se lo des más porque... desgraciadamente tu dinero no serviría para
aliviar nuestras necesidades sino para alimentar sus vicios. Jugaría, se
emborracharía y en vez de darme unas botas me daría un mal rato.
--Pero, ¿es que te maltrata?--pregunté con voz alterada.
No me respondió. Al cabo exclamó con vehemencia:
--¡He sido muy desgraciada, mucho, muchísimo!... pero todas mis
desgracias no eran nada, no serían nada si Dios me hubiese dejado aquel
hijo de mis entrañas que acabo de perder.
Al pronunciar estas últimas palabras rompió de nuevo en sollozos.
Cuando se hubo calmado un poco comenzó a hablarme de su niño muerto: una
criatura de siete años, hermoso como un ángel, de una inteligencia tan
precoz que ya se daba cuenta de las penas de su madre y la consolaba
prodigándole palabras tan cariñosas y apasionadas que no podía
recordarlas ahora sin que se le partiese el corazón: «--Mira, mamita,
cuando yo sea grande trabajaré y ganaré mucho dinero y te compraré
bonitos trajes y viviremos en una casa mejor que ésta y tú no lavarás la
ropa porque tendremos criadas como antes. Yo no me casaré nunca más que
contigo.»
Me describió su enfermedad con todos los pormenores imaginables. Me
repitió sus últimas palabras:
«Mamá, estoy viendo el cielo. Hay una señora muy hermosa, muy hermosa
que se parece a ti. Muchos niños la rodean... ¡Mira, mira cómo me hacen
señas para que me vaya con ellos!... Dame la mano... Yo no quiero
separarme de ti, mamita. Ven conmigo, mamita,..»
La infeliz no dejaba de llorar mientras me narraba estas historias.
Algún transeunte al cruzar la miraba con sorpresa, pero viéndola
enlutada, comprendía que estaba hablando de algún ser desaparecido y
apartaba los ojos con respeto.
Sin embargo, yo tenía clavada en el alma una sospecha que me
atormentaba. Bruscamente le repetí:
--Pero dime, ¿tu marido te maltrata?
Sus ojos se secaron, adquiriendo una expresión dura.
--No hablemos de eso. Al morir mi niño concluyó todo... Y te juro que no
volverá a empezar.
No pude menos de recordar, observando su acento resuelto y la expresión
colérica de su mirada, a la Natalia de otros días, a aquella niña tan
viva, tan impetuosa, tan seductora.
No quise insistir; pero le dije:
--De todos modos deseo que sepas que no estás sola en el mundo y que
estoy dispuesto a hacer por ti todo cuanto puede hacer un hermano.
Me miró con tal expresión de gratitud y de afecto que largo tiempo
después, todavía al recordar aquella mirada, me sentía conmovido.
--¿Tu padre no tenía una hermana?
-Sí; la tía Leocadia. Se ha muerto un año después que él.
--¡Pobre Don Luis!--exclamé--. ¡Quién le había de decir!...
--Cuando se recibió la noticia en La Habana acababa yo de dar a luz a
Luisito. Me lo ocultaron mucho tiempo hasta que me puse buena... ¡Pobre
papá!... Su sino era malo como el mío.
Guardó silencio y yo también. Los dos pensábamos en lo mismo, pero el
nombre que palpitaba en nuestros labios no se llegó a pronunciar. Ni yo
tenía ganas de pronunciarlo ni ella seguramente de oírlo.
Nos apretamos de nuevo la mano para despedirnos Yo me decidí a
preguntarle:
--¿Necesitas dinero? Cuanto tengo es tuyo.
Hizo un gesto negativo.
--Aunque lo necesitase no podría aceptarlo porque _él_ lo advertiría
bien pronto.
--¡Es bien triste! Sin embargo, yo no me separo de ti sin que me
prometas que en un caso de apuro, lo mismo de dinero que de otra cosa,
acudirás a mí. Vivo en la calle del Arenal, en el hotel de... ¿Me lo
prometes?
--Te lo juro.
--¿Podré verte alguna vez?
--Sí; ven a esta misma hora a la iglesia... No muchas veces... Ya
comprenderás que pudieran observarnos y sospechar otra cosa.
La vi alejarse con su pobre cestita pendiente de la mano. Me sentí tan
melancólico, tan preocupado, que en todo el día no pude apartarla de mi
imaginación.
Me guardé bien de comunicar con Moro estas nuevas. No harían otra cosa
que inquietar su vida y entristecerla aún más que la mía. Continué
viendo a Natalia cada ocho o diez días al salir de la iglesia y hablando
con ella algunos minutos. No me fué posible obtener que aceptase el más
corto obsequio. En estas breves conferencias lloraba siempre. Sin
embargo, alguna vez la hice sonreír recordando algunos incidentes
cómicos del tiempo pasado.
--¿Te acuerdas de Sixto Moro, tu profesor?--le pregunté un día
repentinamente.
Observé una leve turbación en su fisonomía.
--¿Continuáis siendo tan amigos?--me replicó en un tono que se esforzaba
en aparecer indiferente.
--¡Ya lo creo! Nos vemos con mucha frecuencia. Pero el amigo Sixto ha
hecho gran carrera desde que le has perdido de vista. Es actualmente uno
de los primeros abogados de Madrid, gana mucho dinero, se le conoce, se
le respeta, es diputado y será pronto cuanto se le antoje.
--Todo se lo merece: es un hombre muy inteligente y muy simpático--me
dijo ya con perfecta tranquilidad.
Pero desvió inmediatamente la conversación hacia otro asunto, sin
mostrar curiosidad por conocer más detalles. Sin embargo, cuando nos
despedimos, al darme la mano me dijo con alguna vacilación.
--¿Sabes, Angelito?... No digas a Moro que estamos aquí.
--Pierde cuidado. Nada sabrá.
Debí haber añadido: «Por lo que a mí se refiere». Porque Sixto lo
averiguó casualmente por sí mismo. Un día que fuí a almorzar a su casa
le hallé pensativo y serio: antes de saludarme me dijo:
--¿Sabes a quién he visto ayer?
--Sí; a Rodrigo Céspedes.
--¿Sabías que estaba aquí?
--Lo he averiguado hace unos días.
--El traje que llevaba era deplorable. Parece hallarse en mala
situación. ¿No pertenece ya al ejército?
--Ha sido expulsado hace tiempo.
--¿Y su mujer?--preguntó con voz levemente alterada.
--Su mujer vive y está aquí.
--¿La has visto?
--No, no la he visto. Rodrigo, con quien hablé unos instantes en la
calle, ha evitado el darme las señas de su casa.
Me pareció que debía mentir en aquella ocasión. ¿Qué ventaja podía
resultar de que supiese que hablaba con Natalia? Al contrario, para ésta
y para él acaso hubiera peligro.
Guardó silencio obstinado largo rato, almorzó con poco apetito y le
observé distraído y meditabundo mientras permanecí en su casa.
Otro tanto me acaeció pocos días después al entrevistarme con Natalia a
la puerta de la iglesia. La hallé terriblemente seria: había en sus ojos
una gran inquietud: un pliegue profundo surcaba su frente.
Le pregunté si se sentía mal, si había tenido algún disgusto, Me
respondió secamente que se encontraba bien de salud y que nada le
ocurría. Hablamos pocos minutos y se apresuró a despedirse. Sin embargo,
al tiempo de separarnos volvió sobre sus pasos, me tomó la mano de nuevo
y apretándola con extraordinaria fuerza me dijo con un sollozo
reprimido:
--Pide a Dios por mí..., porque nunca lo he necesitado más que hoy.
Y se alejó rápidamente. Corrí detrás de ella.
--Dime, dime; ¿qué es lo que te pasa?
Pero ella, sin volverse, me hizo seña de que no la siguiese.


IX
LA DELINCUENTE HONRADA

Sobre las once de la mañana me desperté. Había llegado tarde del teatro:
todavía me quedé dormido algunos minutos. Al fin, dominando la pereza,
me planté de un salto fuera de la cama, hice las abluciones
acostumbradas; me vestí y me dirigí al comedor para almorzar.
El periódico estaba, como siempre, al lado de mi plato. He tenido toda
mi vida la antihigiénica costumbre de leer los periódicos a la hora de
las comidas. Lo recorrí lentamente mientras masticaba distraído lo que
me ponían delante, y ya iba a soltarlo cuando entre los _sucesos del
día_, colocados al final y que rara vez leo, tropezaron mis ojos con un
epígrafe en letra grande que decía: «Las vitrioleras».
«Ayer noche se desarrolló en la casa de la calle de Toledo, número...,
una escena que, por desgracia, se repiten con alguna frecuencia. Natalia
de los Reyes, de veintiséis años de edad, después de una acalorada
disputa con su marido Rodrigo Céspedes, de cuarenta y cinco, le arrojó
al rostro un frasco lleno de ácido sulfúrico, que le produjo graves
heridas. El herido fué llevado a la Casa de Socorro y desde allí al
hospital. La esposa criminal huyó del domicilio y hasta la hora presente
no pudo ser habida.»
Quedé sin gota de sangre en las venas. Dejé caer el periódico sobre la
mesa y mi consternación fué tal, que permanecí largo tiempo inmóvil sin
acertar a levantarme de la silla. Por fin tomé de nuevo el papel entre
las manos y volví a leer la noticia, imaginando vagamente que pudiera
haberme equivocado en los nombres. No, no; eran bien exactos: Natalia de
los Reyes, Rodrigo Céspedes. Seguí leyendo, sin saber lo que hacía, y al
final de la columna me encontré con otra noticia referente al mismo
asunto.
«Al cerrar nuestra edición tenemos noticia de que la autora del atentado
de la calle de Toledo, Natalia de los Reyes, se ha entregado
voluntariamente a la autoridad esta madrugada. Según hemos podido
averiguar los protagonistas de este drama son personas de buena sociedad
que por reveses de fortuna han llegado casi a la indigencia. Natalia de
los Reyes es hija del difunto general Don Luis de los Reyes, que hace
años representó un papel importante en la milicia y la política. Su
marido es un antiguo oficial del ejército, separado de él hace tiempo.
Tendremos a nuestros lectores al corriente de las fases de este suceso,
que por tratarse de personas conocidas llamará seguramente la atención
pública.»
Recordé la actitud extraña en que había hallado a Natalia y sus palabras
enigmáticas en el día anterior y comprendí que alguna nueva infamia de
Céspedes había venido a llenar la medida de su paciencia. Mi primer
pensamiento fué volar a la cárcel y hacer por mi desgraciada amiga
cuanto humanamente me fuese posible.
Cuando bajaba la escalera del hotel la subía Sixto Moro. Nuestras
miradas se cruzaron y nos entendimos. Nos estrechamos las manos en
silencio.
--¿Vas a la cárcel?--me preguntó.
--En este instante.
--Tengo el coche a la puerta. Vamos juntos.
Mientras rodábamos por las calles le expliqué lo que sabía y lo que
sospechaba de las relaciones de Natalia con su marido y le referí las
últimas conmovedoras palabras que habían salido de su boca cuando nos
despedimos el día antes.
En la cárcel nos dijeron que Natalia se hallaba incomunicada por orden
judicial.
--Vamos a ver al juez: es mi amigo--dijo Sixto.
Y de nuevo, más tristes e impacientes todavía, volvimos a rodar por las
calles.
El juez nos recibió atentamente, y nos manifestó que la incomunicación
sólo duraría hasta que tomase nueva declaración al herido. Sixto le dijo
que él se encargaba de la defensa de la procesada. Yo le hice saber que
era redactor de un periódico importante. En vista de ello nos dió un
permiso escrito para que pudiéramos verla particularmente una vez
levantada la incomunicación.
Cuando lo logramos era ya cerca de la noche. El jefe de la prisión se
mostró cortés en extremo con nosotros, nos hizo pasar a su despacho y él
mismo fué a informar a Natalia de mi visita. Le rogamos que nada dijera
de la presencia de Moro. Este se quedó en el despacho con él mientras
yo, guiado por un dependiente, llegué hasta la celda. Al abrirme la
puerta, Natalia salió a mi encuentro con las manos extendidas. Sentí mi
corazón tan oprimido al estrechárselas, que me saltaron las lágrimas a
los ojos.
--No llores, Angel. Por mala que sea mi situación en este momento, era
peor la que antes ocupaba.
Tenía los ojos secos, las mejillas encendidas y en su mirada había un
cierto extravío de locura.
Yo no podía hablar.
--No vayas a creer que estoy arrepentida--profirió sacudiéndome las
manos--. Nada de eso. ¡Estoy contenta, contentísima!
Y bruscamente, atropellándose para hablar, me dió cuenta de la forma en
que había llevado a cabo su acto. Le había arrojado el frasco entero de
vitriolo, ¡zas!, a la cara y se había hecho pedazos en ella.
--¡No estoy arrepentida, no! Cien veces volvería a hacer lo mismo con
ese miserable.
Comprendí que se hallaba presa de una gran excitación nerviosa y traté
de calmarla. Cuando le dije que Sixto Moro se había ofrecido a ser su
abogado defensor quedó repentinamente paralizada. Guardó silencio unos
instantes y dijo al cabo con voz demudada:
--Pero ¿es verdad lo que dices?
--Tan verdad, Natalia, que está ahí fuera esperando que yo le llame para
entrar.
--¡Oh, no, por Dios!--exclamó tapándose la cara con las manos--. ¡Qué
vergüenza!
--Sí, sí, Natalia, debe entrar. Lo está deseando ardientemente y va a
ser tu salvación.
Y sin más esperar me apresuré a salir de la estancia, fuí al despacho
del jefe y traje a Sixto conmigo. Antes de entrar éste se llevó la mano
al pecho y me dijo:
--Déjame un instante. Mi corazón parece que quiere salir de su sitio.
Cuando entramos Natalia estaba tan roja que daba miedo. Se adelantó
sonriente hacia Moro, que casi estaba tan rojo como ella. Pero al
estrecharle la mano le sucedió lo que a mí, no pudo reprimir las
lágrimas. Entonces Natalia, lanzando un grito sofocado, se dejó caer
sobre el pobre lecho que tenía cerca y estalló en sollozos. Fué una
crisis terrible de lágrimas. Sixto quería salir para llamar al médico;
pero yo le retuve.
--Déjala; este llanto le ha de venir muy bien.
En efecto, pocos minutos después se incorporó. Su fisonomía se había
serenado por completo: tenía otra vez aquella inocente expresión
infantil que la hacía tan adorable.
--Gracias, Moro--dijo alargándole la mano--. No merezco esas lágrimas ni
puedo pagárselas, pero Dios se las pagará... A mí ya me ha dado lo que
merecía.
--Nadie conoce sus designios, Natalia--repuso Moro gravemente--.
Confiemos en Él y apresurémonos a hacer lo que esté en nuestra mano para
salir de este mal paso.
Sus ojos inteligentes brillaron con firme resolución preparándose al
combate. Me invitó a sentarme en la única silla que allí había, salió un
momento a pedir otra y acomodándose con enérgica actitud frente a
Natalia, que se hallaba sentada sobre el borde del lecho, le dijo con
autoridad:
--Necesito saber todo lo que ha pasado: necesito saber también los
antecedentes del hecho.
--¿Es necesario que cuente mi historia?
--Sí; es necesario.
--¿Que lo cuente todo?
--Absolutamente todo.
--Pues bien, ustedes saben que después de mi boda estuvimos unos días en
Piedra, que volvimos y que poco después embarcamos en Cádiz para Cuba.
Por recomendación de papá, Rodrigo en vez de salir al campo de
operaciones, se quedó en La Habana a las órdenes del Capitán general.
Los primeros meses de mi matrimonio fueron los únicos felices. Mi marido
salía poco de casa y casi siempre conmigo: parecía haber abandonado sus
hábitos de juego: se mostraba deferente, afectuoso y alegre. Sin
embargo, en ciertos momentos aparecía taciturno y respondía a mis
preguntas en un tono sarcástico que no dejaba de herirme vivamente. Como
duraba poco tiempo, no eran más que leves nubecillas que no lograban
empañar mi dicha. Pero estos momentos de mal humor se fueron repitiendo
con alguna frecuencia y empezaron a darme que sentir y que pensar.
Sobre todo, vuelvo a decir, lo que más me hería y lo que más me ha
hecho sufrir toda la vida, aún más que otras cosas peores de que
hablaré, era su acento displicente, su actitud despreciativa. Pensando
en la manera de remediarlo imaginé ¡pobre de mí! que Rodrigo estaba
demasiado habituado a una vida divertida y frívola para soportar
fácilmente esta otra un poco monótona de familia. Y yo misma le insté
para que se fuese más tiempo con sus amigos y procurase distraerse. No
se lo hizo repetir. Comenzó de nuevo a hacer la vida de soltero y
calavera. Llegaba tarde a casa y alguna vez con señales de haber bebido
en demasía. Pero estaba alegre y me trataba con amabilidad: era
suficiente para que yo estuviese contenta. Más tarde quiso que yo
también participase de esta vida alegre y me llevó a varias casas donde
se bailaba, se cantaba y se jugaba. Pronto advertí que aquella sociedad
equívoca no estaba hecha para mí. Se hablaba con una libertad a la cual
no estaba acostumbrada; se usaban bromas subidas de color; las señoras
fumaban como los caballeros y jugaban a los naipes; los caballeros
juraban como carreteros cuando perdían y las damas, en vez de
indignarse, reían. A altas horas de la noche se salía algunas veces
formando pandilla, se recorría la ciudad y por fin se entraba en
cualquier café que estuviese abierto y allí continuaba la jarana hasta
que amaneciera...
Me hallaba tan avergonzada de esta sociedad poco honrosa y de esta vida
sin recato que a los pocos días le signifiqué a Rodrigo que estaba
resuelta a no entrar más en ella. Esto ocasionó el primer altercado
serio que habíamos tenido. Me trató con dureza y dejó escapar palabras
que me hirieron profundamente trayendo a cuento a mi padre y algunos
antecedentes de mi familia. Me mantuve firme y guardé de aquella disputa
un resentimiento que con el tiempo fué creciendo. Rodrigo, en vez de
apagarlo, le fué echando más leña con su actitud despegada y su conducta
libertina. Venía a casa cada noche más tarde; algunas veces no venía
hasta la madrugada. Yo me pasaba las horas llorando en una butaca.
Después vinieron los apuros de dinero. Rodrigo jugaba y cuando perdía
transcurrían algunos días sin entregarme ninguno para las necesidades de
la casa. Pasaba unos momentos crueles, unas vergüenzas increíbles cuando
me veía precisada a pedir prórroga para mis compras. ¡Ay!, después tuve
tiempo para acostumbrarme a estas penas, que no son las menos
insufribles para una persona decente. Un día Rodrigo se mostró conmigo
más afectuoso que de ordinario; al día siguiente igual, al otro lo
mismo. Yo acepté aquellas caricias como moneda de buena ley y me puse a
imaginar con alegría que había vuelto sobre sí, que estaba arrepentido
de su vida disoluta y que para nosotros comenzaba una nueva luna de
miel. Pronto vinieron al suelo mis ilusiones. Al cuarto día, con no
pocos preámbulos de caricias y palabras melosas, me hizo saber que se
hallaba en un compromiso de honor muy apremiante, que había jugado bajo
su palabra y que había perdido, que había prometido saldar su deuda en
el plazo de dos meses cuando le llegase el dinero que tenía en España y
que si no lo hacía quedaría deshonrado y no tenía otro recurso que darse
un tiro. «--¿Bien, y qué es lo que quieres de mí?»--le pregunté
sospechando inmediatamente de lo que se trataba y apreciando en su justo
valor ya las caricias de los días anteriores. Ante esta pregunta se hizo
el avergonzado, hasta quiso ruborizarse y me insinuó después de largas
vacilaciones que debía escribir a mi padre pidiéndole diez mil pesetas.
Me negué rotundamente a hacerlo. Insistió, rogó, se puso de rodillas
delante de mí y tanto hizo que al cabo logró ablandarme. Escribí a mi
padre con una repugnancia invencible. Yo conocía perfectamente su
situación, que su sueldo apenas bastaba a cubrir sus gastos personales y
que los de la casa pesaban todos sobre la fortuna de mi madrastra. En
efecto, a vuelta de correo me envió una carta severísima doliéndose de
que le pusiera en el trance de manifestarme su posición un poco
humillante, pues Guadalupe, por estipulaciones matrimoniales, guardaba
la libre administración de sus bienes. Le era imposible enviarme un
céntimo; apenas tenía para sus gastos de representación; pedir el dinero
a su mujer le parecía vergonzoso. Sin decirlo claramente dejaba
traslucir que sabía perfectamente a qué se destinaban las diez mil
pesetas que le pedía. Presenté la carta a Rodrigo; la leyó con gesto
avinagrado, pues veía que no venía letra alguna dentro de ella, y
dibujándose en sus labios una sonrisa amarga, me la entregó diciendo con
sarcasmo:--Muchas gracias al papá y a la hija.
Desde entonces cambió la decoración. Empezó a tratarme con el mayor
desprecio y a hacerme la vida muy dura.
--¿Llegó a maltratar a usted de obra?--preguntó Moro.
--Todavía no, pero me hablaba ya sin consideración alguna, paraba
poquísimo en casa, dejaba sobre su mesa para que yo las viese cartas de
mujeres. A tal extremo llegó en sus desprecios, que un día hice un
paquete de mi ropa y dejándole una carta sobre la mesa de noche salí de
la casa y me fuí a la de una amiga, señora de un coronel de artillería a
quien había conocido en Madrid. Entonces Rodrigo vino inmediatamente a
buscarme, se hizo el sorprendido ante mis amigos de mi decisión,
procuró quitar importancia a los agravios, me pidió perdón de ellos y,
en fin, se reconcilió conmigo. Todo aquello era pura hipocresía. Temía
que el coronel diese publicidad a su conducta, que llegase a oídos de mi
padre, el cual era hombre bien capaz de tomar venganza de ella y sobre
todo que se enterase el Capitán general, a quien le convenía tener
propicio. Volviendo, pues, sobre su acuerdo me trató desde entonces
relativamente bien. No logró, sin embargo, disimular lo bastante para
que yo no comprendiese que en el fondo de su corazón me guardaba rencor.
En esto llegó la fatal noticia de la muerte de papá. El Capitán general
y todo el elemento militar de la Habana me dieron en aquella ocasión
pruebas inolvidables de aprecio. Mi dolor fué tan vivo que quise
volverme loca. Yo quería a mi padre apasionadamente, pero desde que
advertí el despego de Rodrigo le quise mucho más. Ahora entendí bien que
me hallaba verdaderamente sola en el mundo: este pensamiento me dejó
abatida, aniquilada. Pronto vino a añadirse un nuevo dolor a este
abatimiento. El Capitán general estaba perfectamente enterado de la
conducta disoluta de Rodrigo, de sus escándalos y sus trampas. Hasta
entonces había cerrado los ojos por respeto a mi padre; pero tres meses
después de la muerte de éste le llamó a su despacho y le intimó la orden
de volver a la Península. Fué necesario obedecer. Vinimos destinados a
Barcelona. Como no había cumplido el plazo reglamentario en Ultramar
para consolidar su ascenso, Rodrigo volvió a ser capitán. Yo estaba ya
encinta de mi hijo Luisito. La vida volvió a ser muy dura para mí;
teníamos escasísimos recursos: Rodrigo estaba siempre de un humor
endiablado. Como ustedes presumirán, todas mis joyas habían desaparecido
ya desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, conservaba colgado al cuello
siempre un retrato de mi madre orlado de perlas y brillantes que papá me
había regalado el día de mi primera comunión. Rodrigo me lo pidió,
primero con muy amables súplicas, después con amenazas. Me negué a
dárselo. Entonces se desató en injurias y por fin me dio un fuerte
empellón que me hizo caer sobre la chimenea hiriéndome en la cabeza...
--¿Ha habido testigos de ese acto?--preguntó Moro.
--En aquel momento no había allí nadie, pero la patrona de la casa de
huéspedes donde nos hallábamos estaba escuchando la disputa y acudió al
grito que yo di y me restañó la sangre recriminando duramente a mi
marido, porque yo estaba embarazada de siete meses.
Moro sacó la cartera y apuntó las señas de la casa y el nombre de la
huéspeda.
--Yo me hallaba tan preocupada con mi estado y era tan feliz con la
esperanza que ya casi había perdido, de tener un hijo, que no di gran
importancia a aquel acto. Nació mi niño y poco después Rodrigo fué
destinado a Filipinas y ascendió otra vez a comandante. Allí pasamos
algunos años. No me trataba bien, pero sólo en contadas ocasiones puso
la mano sobre mí. Por otra parte, las caricias de mi niño me compensaban
de todas mis desdichas. Pero llegó un momento en que se mezcló en cierto
asunto muy sucio de contrabando y sólo el recuerdo de mi padre, que el
Capitán general guardaba religiosamente, le salvó del presidio. Se
contentaron con expulsarle del ejército: quedamos a la gracia de Dios;
salimos de Filipinas; vinimos a Barcelona donde Rodrigo tenía amigos de
su misma calaña. Desde entonces mi vida fué un verdadero martirio.
Rodrigo, agriado por la miseria, viviendo entre gente crapulosa,
sirviendo de crupié en las casas de juego: pasé hambre algunas veces
porque mi hijo no la pasara; estuve encerrada en casa temporadas porque
no tenía zapatos que ponerme. Fuimos a Sevilla y mi vida aun fué peor...
No tengo fuerzas en este momento para contar los malos tratos que sufrí
de ese hombre. Fuí golpeada, humillada, privada de alimento y de ropa
con que abrigarme...
--¿Por qué no has huído de su lado?--exclamé yo--. Más valía para ti
morir en la calle.
--No huí porque me amenazó con que en ese caso se apoderaría de mi hijo,
a lo cual le daba derecho la ley, y le haría sufrir a él los martirios
que estaban destinados para mí.
Moro dejó escapar un rugido; saltó de la silla y se puso a dar vueltas
por la estancia como si estuviera loco, mesándose los cabellos,
rechinando los dientes.
Por fin se sentó otra vez y dijo con voz ronca:
--Siga usted.
Natalia le clavó una mirada de asombro y reconocimiento que él no pudo
sostener. Bajó la cabeza y observé que sus manos temblaban.
--No quiero entrar en los detalles de las maldades con que me ha
atormentado.
--¡Es necesario!--profirió Sixto.
--Dispénseme usted... No puedo en este momento... Me encuentro muy
excitada. Acaso más adelante... El amor de mi hijo me ha sostenido en
esas duras pruebas. Pero hará pronto tres meses que este ángel subió al
cielo comprendiendo que aquí no le aguardaban más que desdichas.
Al llegar a este punto rompió de nuevo en sollozos. Cuando se hubo
serenado prosiguió de esta manera:
--Con la muerte de mi hijo todo concluyó. Rodrigo sabía perfectamente
que éste era el único lazo que me ligaba los pies. No le convenía que yo
me marchase; le era necesaria. Así que desde entonces se abstuvo de
maltratarme; aun más, comenzó a mostrarse conmigo deferente, respetando
mi dolor: parecía interesarse por mi salud; me trajo algunos
medicamentos para la anemia que según él padezco. Por fin anteayer
domingo por la mañana me dijo con acento cariñoso: «--¿Quieres que
pasemos hoy el día en el campo? A ti te conviene respirar el aire puro,
distraerte un poco.»--Como ya todo me tenía sin cuidado en este mundo y
lo mismo me importaba quedarme en casa que salir, le dije que sí.
Tomamos el tranvía y nos fuimos a la Moncloa, nos paseamos, nos sentamos
después sobre el césped. Rodrigo se durmió: yo mientras tanto pensaba en
mi hijo y lloraba. Cuando despertó me propuso ir a almorzar a uno de los
restauranes de la Bombilla, pues había ganado el día anterior algún
dinero. Entramos, pues, en uno de ellos y Rodrigo me hizo elegir
amablemente en la carta lo que más me apetecía. Antes de concluir de
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Años de juventud del doctor Angélico - 16
  • Parts
  • Años de juventud del doctor Angélico - 01
    Total number of words is 4637
    Total number of unique words is 1656
    33.0 of words are in the 2000 most common words
    46.0 of words are in the 5000 most common words
    51.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 02
    Total number of words is 4778
    Total number of unique words is 1787
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    47.6 of words are in the 5000 most common words
    54.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 03
    Total number of words is 4635
    Total number of unique words is 1731
    35.1 of words are in the 2000 most common words
    49.1 of words are in the 5000 most common words
    55.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 04
    Total number of words is 4689
    Total number of unique words is 1689
    32.1 of words are in the 2000 most common words
    46.0 of words are in the 5000 most common words
    53.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 05
    Total number of words is 4548
    Total number of unique words is 1705
    31.6 of words are in the 2000 most common words
    44.4 of words are in the 5000 most common words
    50.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 06
    Total number of words is 4710
    Total number of unique words is 1676
    33.5 of words are in the 2000 most common words
    47.0 of words are in the 5000 most common words
    54.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 07
    Total number of words is 4719
    Total number of unique words is 1700
    35.0 of words are in the 2000 most common words
    49.9 of words are in the 5000 most common words
    56.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 08
    Total number of words is 4698
    Total number of unique words is 1615
    34.4 of words are in the 2000 most common words
    47.5 of words are in the 5000 most common words
    54.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 09
    Total number of words is 4630
    Total number of unique words is 1672
    33.7 of words are in the 2000 most common words
    47.1 of words are in the 5000 most common words
    53.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 10
    Total number of words is 4798
    Total number of unique words is 1713
    34.9 of words are in the 2000 most common words
    47.6 of words are in the 5000 most common words
    53.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 11
    Total number of words is 4789
    Total number of unique words is 1681
    34.5 of words are in the 2000 most common words
    46.9 of words are in the 5000 most common words
    52.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 12
    Total number of words is 4697
    Total number of unique words is 1702
    36.2 of words are in the 2000 most common words
    48.6 of words are in the 5000 most common words
    55.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 13
    Total number of words is 4719
    Total number of unique words is 1709
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    45.6 of words are in the 5000 most common words
    52.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 14
    Total number of words is 4780
    Total number of unique words is 1719
    35.2 of words are in the 2000 most common words
    47.9 of words are in the 5000 most common words
    54.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 15
    Total number of words is 4759
    Total number of unique words is 1609
    37.6 of words are in the 2000 most common words
    50.0 of words are in the 5000 most common words
    55.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 16
    Total number of words is 4855
    Total number of unique words is 1702
    34.8 of words are in the 2000 most common words
    48.3 of words are in the 5000 most common words
    54.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 17
    Total number of words is 4695
    Total number of unique words is 1770
    35.0 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    54.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 18
    Total number of words is 4739
    Total number of unique words is 1751
    36.3 of words are in the 2000 most common words
    49.2 of words are in the 5000 most common words
    56.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Años de juventud del doctor Angélico - 19
    Total number of words is 3421
    Total number of unique words is 1332
    36.7 of words are in the 2000 most common words
    50.5 of words are in the 5000 most common words
    56.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.