Años de juventud del doctor Angélico - 11

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la hacían reír a carcajadas, mostrando al hacerlo los dientes nacarados
de su boca, que me tenía enloquecido.
Por la mañana almorcé mano a mano con el capitán y le conté este sueño.
Por la noche, a la hora de la comida, Bellido me clavó una mirada tan
agresiva, que me dejó desconcertado. Nos pusimos a comer y sus ojos
encarnizados, cargados de odio, apenas se apartaban de mí. Comprendí que
se acercaba la catástrofe y me resolví de una vez a precipitarla y
hacerla frente. Clavé mis ojos descaradamente en la bella rusa y mantuve
la mirada sobre ella con osadía. De pronto Bellido me interpela alzando
enérgicamente la voz:
--¿Qué es lo que usted mira?
La sangre se me agolpó a la cabeza y contesto rojo de ira:
--Miro lo que se me antoja.
--¡Es usted un joven bien insolente!
--¡Y usted un viejo mamarracho!
Ambos nos alzamos de la silla y quisimos arrojarnos el uno sobre el
otro. Pero a él le retuvieron algunas manos y a mí también.
Reinó un silencio angustioso en el comedor. La comida prosiguió, y en
vez de la conversación general que solía entablarse cada cual hablaba
con su vecino. Cuando hubo terminado, Bellido salió el primero con su
esposa y algunos le siguieron. Pero quedamos otros pocos y se hicieron
comentarios. El viejo general de Marina los resumió diciendo gravemente:
--Desgraciadamente, esto se arreglará con algunos sablazos.
--¡Cuanto primero mejor!--exclamé yo encolerizado.
Pero aguardé en mi cuarto hasta las diez esperando la visita de sus
amigos y nadie pareció. A la mañana siguiente ni por la tarde, tampoco.
Por la noche se presentó en el comedor como si no hubiera pasado nada.
Lo único que hizo fué obligar al mozo a que les colocase a él y a su
esposa al otro extremo de la mesa, volviéndome la espalda. Los
comensales me hacían guiños maliciosos y sonreían.
Así se pasaron algunos días sin que yo, por delicadeza, intentase mirar
de nuevo a la bella rusa, cuando una noche, después de comer y estando
en mi cuarto preparándome para salir, oigo llamar con la mano en mi
puerta.
--Adelante.
Se abre la puerta y aparece Bellido. Yo di un paso atrás y dirigí una
mirada codiciosa a la mesa de noche donde tenía el revólver.
Pero Bellido sonreía dulcemente y me dió las buenas noches humilde y
ruborizado.
--Siento mucho molestar al señor Jiménez...
Nada, nada, el señor Jiménez no sentía molestia alguna.
--El caso es que hoy debía girarme mi representante de Barcelona cinco
mil pesetas y la carta no ha llegado, no sé por qué, quizá debido al mal
estado de las vías con motivo de las recientes inundaciones. Y como me
encontré de pronto sin dinero, me dije: «Tal vez el señor Jiménez tendrá
la amabilidad de prestarme cincuenta pesetas hasta mañana o pasado, si
no le sirve de molestia...»
El señor Jiménez, sorprendido y edificado, no vaciló en desprenderse de
aquellas pesetas que resolvían de modo tan cómico una espeluznante
tragedia. Bellido se partió deshaciéndose en gracias y contorsiones.
Pero al día siguiente en la mesa volvió a mostrarse grave y ceñudo como
si no me conociese. Entonces yo no pude resistir a la tentación de
contar el lance a los pocos comensales que nos quedábamos siempre
algunos instantes de sobremesa. Se rió mucho el paso y se hicieron
comentarios muy picantes. El viejo general volvió a resumirlos diciendo
gravemente:
--Ya le había anunciado a usted, Jiménez que esto pararía en algunos
sablazos.


II
LOS PERÍODOS INTERGLACIALES DEL CAPITÁN PÉREZ DE VARGAS

Aunque tenía muchos y buenos amigos, y el primero de todos Sixto Moro,
alguna vez acudía a mi memoria la figura de aquel joven geólogo llamado
Martín Pérez de Vargas con quien tanto había intimado el primer año que
pasé en Madrid. Supe que salió a teniente de ingenieros, que había
estado en Cuba, después en Valencia y que allí se había casado con una
mujer extraordinariamente rica. Vino después a Madrid cuando lo mismo él
que yo nos acercábamos a los treinta años y al encontrarnos nos
abrazamos con efusión. Ya no era aquel lindo mancebillo que semejaba el
paje de una princesa sueca, de rostro blanco y nacarado, de cabellos
rubios ensortijados y ojos como los de Ofelia. Su belleza había
adquirido grato tinte varonil.
Su amor al estudio no se había entibiado con la fortuna. Pronto adquirió
fama de hombre de ciencia y geólogo distinguido con algunos ensayos que
publicó en diversas revistas. Últimamente había dado a luz un
notabilísimo libro acerca de algunos fósiles hallados en el terreno
jurásico de la provincia de Navarra.
Nos veíamos poco, pero cuando esto sucedía nos hablábamos con la
cordialidad de siempre y si iba arrellanado en su magnífica berlina
arrastrada por un tronco de caballos extranjeros y me veía, nunca dejaba
de sacar la cabeza por la ventanilla y hacerme un afectuoso saludo.
Un domingo, a la hora de mediodía, le hallé paseando por la calle de
Alcalá delante de la Iglesia de San José. La acera rebosaba de gente en
aquella hora y mi capitán, en traje de paisano, como casi siempre,
marchaba distraído sujetando por medio de cordón de seda a una galguita
inglesa, uno de esos animalitos que parecen montados en alambre,
friolentos y temblorosos.
Me detuve a saludarle y me dijo que estaba aguardando a su mujer, que
había entrado a oír misa de doce en San José.
--Si no tienes prisa--añadió--podemos pasear hasta que salga.
--Acepté con gusto, y pasándole cariñosamente el brazo por la espalda le
dije:
--¡Déjame abrazar a un hombre feliz por ver si se me pega algo!
--¿Feliz?... Así, así...
--¡Cómo! ¿No es feliz un hombre joven, fuerte, que ocupa brillante
posición en el mundo y disfruta ya de una envidiable reputación como
sabio?
--Nada hay en esta vida sin mezcla--dijo sonriendo.
--¿Acaso en tu matrimonio?...--le pregunté un poco indiscretamente.
Pérez de Vargas calló. Al cabo de unos instantes comenzó con semblante
distraído a hablar de esta manera:
--La historia de mi matrimonio semeja un poco a la del planeta en que
habitamos. Una vez más el microcosmos repite en cierto modo los períodos
evolutivos del macrocosmos... Principió como la tierra por la fase
estelar, por el período de incandescencia. Los dos estábamos enamorados
y nuestra pasión se mantuvo más de un año en el rojo blanco. Terminó la
incandescencia y se inició la fase planetaria, pero aun había bastante
calor y continuamos siendo felices. La fauna de la edad primaria, los
trilobitas y cefalópodos, representada por los pequeños rozamientos de
la vida doméstica, no me causaban graves molestias. Pero llegó el
período secundario y con él los grandes reptiles. A mi suegra se le
ocurrió que debíamos estar aquí muy mal servidos y nos envió a una
antigua doncella de la casa con su marido; un par de monstruosos
lagartos ¿sabes tú? Esta doncella había visto nacer a mi esposa y
ejercía sobre ella una influencia decisiva que presto se convirtió en
declarada tiranía. El marido era un redomado bribón. Comenzamos a ser
saqueados de lo lindo; pero mi mujer estaba tan ciegamente prendada de
aquella doncella, que a pesar de mis representaciones lo veía o no
quería verlo, prefiriendo ser robada a privarse de tan raro tesoro...
Al fin, no tuve más remedio que tomar una decisión. Un día cogí con las
manos en la masa a aquel ladrón, le di dos puntapiés y le eché a la
calle. Con él, como es lógico, se fué su simpática consorte.
Aquí comienza al primer período glacial de mi matrimonio. Grandes
témpanos de hielo se acumulan sobre nosotros. Mi mujer se entristece,
llora, se llama desgraciada y su amor hacia mí decrece visiblemente.
Duró poco tiempo. Un mes después ocurrió la muerte de su padre.
Necesitamos ir a Barcelona y con aquel grave suceso se disipó el
malestar que entre nosotros reinaba. Algunos días después regresamos a
Madrid. Mi mujer había heredado una fortuna considerable. Con arreglo a
ella montamos nuestra existencia: alquilé un hotel en el barrio de
Pozas, compramos coches y caballos, tomamos criados, etc., etc. Pero una
vez instalados, mi suegra se resuelve a venir a vivir con nosotros y con
ella importa a una hermana viuda que desde largos años antes habitaba ya
en su compañía.
Mi matrimonio con esto entró en el período mioceno de los grandes
mamíferos. Mi suegra pesa ciento seis kilos y semeja bastante bien un
mastodonte. Su hermana pesa ciento diez y nueve y es un verdadero
dinoterio.
Naturalmente, aunque mi casa era espaciosa, yo no cabía ya dentro de
ella. El desgraciado capitán Pérez de Vargas veíase obligado a
estrecharse, estrecharse, y pronto quedó convertido en un despreciable
papel de fumar. Los criados no recibían ni acataban otras órdenes que
las que salían de la boca de aquellos monstruos herbívoros; a mi mujer
se la tragaron como una píldora. Yo no sabía ya si era en efecto Pérez
de Vargas, capitán de ingenieros, o un fantasma impalpable y aéreo que
se deslizaba furtivamente por las noches en el lecho de su esposa.
A grandes males grandes remedios. Un día me hallaba tan oscurecido y
acongojado, tan envuelto en espesas tinieblas, que me resolví a gritar
con toda la fuerza de mis pulmones: «¡Hágase la luz! Una de dos: o salen
los elefantes de esta casa y se van con la música a otra parte o ahora
mismo toma la puerta el capitán.»
Hubo gritos y lágrimas y formidables trastornos sísmicos. La tierra
osciló bajo mis pies como un barco sacudido por la tempestad; brotaron
llamas; una lluvia de cenizas cayó sobre mi cabeza; estuve a punto de
ser tragado por el volcán. Sin embargo, logré escapar de tan grave
catástrofe y pude respirar al cabo con libertad.
Como podrás presumir, a este período de trastornos y erupciones sucedió
otro glacial muy intenso. Mi mujer no comprendía que yo tuviese
necesidad de más espacio y más oxígeno que el que me dejaban sus
monstruosas mamá y tía. No traté de convencerla de lo contrario. Contra
el frío glacial me refugié en las cavernas, esto es, en la Peña y el
Ateneo todo el tiempo que mis ocupaciones me dejaban libre. Al cabo los
hielos se fueron fundiendo por sí mismos, la temperatura se hizo más
agradable y pude gozar de un período de bonanza.
Hice mal, no obstante, en vivir confiado. La corteza terrestre era aún
más delgada: el elemento sólido no se había afirmado y ofrecía poca
seguridad. La catástrofe vino cuando menos podía imaginarlo, en el
momento mismo en que mi esposa y yo nos hallábamos tranquilamente
sentados en una butaca, ella sobre mis rodillas prodigándome mil
caricias apasionadas. No recuerdo cómo fue; no hubo ruidos subterráneos
ni relámpagos temerosos, ni aurora sangrienta; ninguno de los síntomas
precursores y alarmantes del cataclismo. Éste se produjo súbitamente.
Ignoro qué palabras le dije yo a propósito de cierta cuenta exorbitante
de la modista que el día anterior había pagado; no sé qué palabras vivas
me respondió ella; no sé qué palabras un poco más vivas le repliqué yo.
Las que recuerdo con admirable precisión son las que salieron entonces
de sus labios y sonaron en mis oídos como otros tantos estampidos: «Tú
eres un pobre; todo lo que hay en esta casa es mío.»
--En un caso semejante--dije yo riendo--, San Juan Crisóstomo aconseja
que se responda a la esposa: «No comprendo lo que dices, amada mía.
Nadie puede dudar de que todo cuanto hay aquí es tuyo, porque yo mismo
soy tuyo también.»
--San Juan Crisóstomo era un novato. Yo lo hice mejor. En cuanto escuché
tales palabras, sin descomponerme poco ni mucho, me alzo de la butaca,
voy con paso solemne a mi despacho y escribo una carta a mi casero
manifestándole que desde el día siguiente tenía el hotelito a su
disposición. Inmediatamente salgo de casa, me entrevisto con el más rico
prendero de Madrid, le traigo conmigo, le muestro todos los muebles y se
los vendo por una cantidad alzada. Busco un empresario de coches y le
traspaso los míos y los caballos. Después ajusto la cuenta a los criados
y los despido a todos. Inmediatamente salgo de nuevo y tomo una
habitación con dos camas en una modesta casa de huéspedes. Torno a la
mía: eran las seis de la tarde. Subo a la habitación de mi mujer, que se
hallaba aterrada sin saber a punto fijo lo que todas aquellas marchas y
contramarchas significaban, y le dirijo este elocuente discurso:
«--Querida esposa: has hecho bien en recordarme que nada de cuanto hay
en esta casa me pertenece, porque lo había ido olvidando. Te pido perdón
por mi falta de memoria. Lo único que aquí me pertenece eres tú y por
eso es lo único que me llevo.»
Y diciendo y haciendo le tomo delicadamente la mano, la coloco sobre mi
brazo y un minuto después estábamos en la calle. Quiso protestar, lloró,
pidió perdón, prometió... Todo fué en vano. «Soy un modesto, pero
pundonoroso capitán del ejército--le dije--y debo vivir con el sueldo
que la nación me tiene asignado. Pero tú eres la honrada y fiel esposa
de este capitán y debes sustentarte con lo que él gana. Lo que te
pertenece por herencia pasará íntegro a tu familia si mueres antes que
yo o gozarán de ello en caso contrario. El producto del mobiliario y los
coches queda depositado a tu nombre en el Banco de España.»
Tres meses y algunos días permanecimos en aquella pobrecita casa de la
calle de San Bartolomé. Renuncio a contarte, porque ya lo supondrás,
cuanto allí pasó. Lágrimas, suspiros, profundas humillaciones, un
desfile constante de deudos y amigos de la familia de mi esposa que me
asediaban y me suplicaban sin cesar. Al cabo, cuando entendí que el
arrepentimiento era sincero y profundo y que no volveríamos a empezar,
me avine generosamente a abandonar el catre y los garbanzos de la casa
de huéspedes para instalarme en el hotel que hoy habito en la Castellana
y que pongo a tu disposición. Con esto los hielos se retiraron
velozmente hacia las regiones boreales; reina en mi hogar una
temperatura deliciosa; los campos se vistieron de una flora casi
tropical, y en cuanto a la fauna... ya lo ves, está representada por
esta galguita, a la que mi mujer y yo mimamos a porfía.
--¿Y tu suegra?
--Mi suegra, hoy por hoy no es más que un cetáceo inofensivo... Ya te
hablaré otra vez porque están saliendo de misa. Ven a verme. De tres a
cinco estoy siempre en casa.
En lo alto de la escalera de San José apareció la gallarda figura de la
señora de Pérez de Vargas. Era una hermosa mujer vestida con refinada
elegancia. Derramó una mirada inquieta y escrutadora por la calle y al
divisar a su marido su rostro se dilató con una sonrisa tan dulce y
afectuosa que instantáneamente quedé persuadido de que el capitán Pérez
de Vargas sabía mucho más que San Juan Crisóstomo en achaques
matrimoniales.


III
MÁS TRAVESURAS DE MI AMIGO PÉREZ DE VARGAS

Algunas días después me decidí a hacer una visita a Pérez de Vargas. El
hotel en que habitaba era una espléndida mansión y el tren de su vida
verdaderamente fastuoso.
Un criado con chaleco rojo y corbata blanca me introdujo en un
despachito tan primorosamente decorado, que más parecía el saloncito de
una dama que el escritorio de un hombre de ciencia. Contiguo a él había
un vasto salón dedicado a biblioteca.
Pérez de Vargas me recibió con extremada alegría. Vestía traje de casa
un poco fantástico, como sólo se autorizan aquí los artistas. Cuando
hubimos charlado breves momentos de cosas indiferentes y me hubo
mostrado su biblioteca, que era verdaderamente excepcional, tanto por la
instalación como por el número de volúmenes, me dijo:
--Espero que me permitirás cambiar de traje, pues algunos amigos vendrán
dentro de poco a tomar el té con nosotros...
Quedó algunos instantes silencioso y añadió al cabo sonriendo:
--Tú te quedarás también y pasarás un rato divertido. Es una broma que
voy a dar a mi suegra, que llegó ayer de Barcelona a pasar unos días con
nosotros. Ya sabes que aquí cerca viven los chinos de la Embajada que
reside temporalmente en las principales capitales de Europa.
En efecto, yo conocía su hotelito y los había visto repetidas veces en
la calle ataviados con su traje nacional y su coleta. En aquel tiempo
los chinos no se habían decidido a trocar su típica indumentaria por la
nuestra. Uno de ellos llamaba extraordinariamente la atención de los
transeuntes por su talla gigantesca y por la fealdad inverosímil de su
rostro. Era el secretario, según mis noticias.
Pérez de Vargas hacía unos días que había entrado en relación con ellos
y me hizo un elogio caluroso de su discreción y cortesía.
--El embajador es una excelente persona, un político muy respetado en su
país, bondadoso, instruído; pero el secretario... el secretario es un
sabio.
--¿Quién? ¿Aquel gigante feo marcado por la viruela?
--El mismo. Es original del Tibet, de raza tártara, y ha sido educado en
Calcuta. No sólo habla el inglés como su propio idioma sino el francés y
español con bastante soltura. Es doctor en medicina, pero sus aficiones
son varias y su lectura inmensa. Conoce la moderna literatura europea
como cualquiera de nosotros.
Pérez de Vargas se extendió considerablemente en el elogio de aquel
extraño personaje excitando mi curiosidad. Después me explicó cómo
había sido presentado a los chinos y había ido a tomar el té en la
Embajada dos o tres veces.
--Hallé su compañía en extremo grata. La cortesía de los chinos es
proverbial y tan exagerada que para nosotros resulta ridícula. Ninguno
permanece sentado cuando alguno de los presentes se pone en pie con
cualquier motivo. Esta ceremonia termina por hacerse enfadosa, pues nos
obliga a no movernos de la silla. Al revés de nosotros los europeos,
estos orientales jamás hablan de sí mismos como no se les pregunte, y en
cambio, manifiestan vivo interés, natural o afectado, por lo que atañe a
los demás. No imagino medio más seguro para hacerse simpático en el
mundo. Sin embargo, no he podido menos de observar cierta inquietud y
embarazo en sus ademanes, que por lo que vine a entender depende de un
sentimiento de temor de ser menospreciados. Piensan al parecer, y no
andan descaminados, que los tenemos por un pueblo bárbaro aún y que sólo
por condescendencia nos avenimos a tratarlos como iguales. Esta idea les
roe el corazón y para sacudirla de sí afectan hallarse al corriente de
todos los usos y ceremonias del mundo civilizado. Sus recepciones y sus
tes son exactamente iguales a los que se dan en cualquier otra casa
particular española: los criados, el servicio, el mobiliario, todo igual
y flamante. Te confieso que este sentimiento de humillación, que se les
trasluce, me apena y que desde luego hice cuanto me fué posible por
desvanecerlo, mostrando respeto y estimación, no solamente a sus
personas, sino también a su país. Con esto tuve la fortuna de hacerme
simpático y me lo demuestran por cuantos medios están a su alcance. Hoy,
por primera vez, les he invitado a tomar el té en mi casa. No he dicho
nada a mi mujer ni a mi suegra para divertirme un poco a su costa,
sobre todo de esta última, que no los conoce siquiera de vista.
Martín me invitó a pasar a su dormitorio; hizo sonar un timbre y vino su
ayuda de cámara, que en mi presencia le ayudó a vestir. Después me llevó
al salón, donde ya estaban su mujer y su mamá política, a las cuales me
presentó en términos excesivamente lisonjeros. Pero con ellas se hallaba
un viejo general, vecino y gran amigo de la familia, acompañado de su
hija. Su presencia contrarió bastante a mi amigo, según me hizo saber en
voz baja. Este general era una bellísima persona, pero de mayor corazón
que inteligencia: cariñoso en el fondo y brusco en las formas, de ideas
conservadoras intransigentes, muy religioso, muy bravo y muy apegado a
las costumbres y tradiciones de nuestro país.
En efecto, la visita de tal caballero no podía resultar oportuna en la
presente ocasión y comprendí la inquietud de Pérez de Vargas.
Como éste tenía ya advertidos a los criados, poco tiempo después de
hallarnos reunidos en el salón, uno de ellos levantó la cortina y
profirió en voz alta y solemne:
--El señor Embajador del Imperio chino.
El embajador, su secretario y dos agregados penetraron gravemente en la
sala haciendo reverencias a la europea. Pérez de Vargas se apresuró a
salir a su encuentro y los presentó con toda ceremonia a su esposa, a su
suegra y luego al General, a su hija y a mí.
La sorpresa de las señoras fué grande, pero sobre todo la estupefacción
de la mamá no tuvo límites y temí por un momento que se pusiera enferma.
Quedó pálida, sobrecogida, y cuando su yerno le fué presentando a sus
nuevos amigos, no supo qué decir ni hacer otra cosa que abrir los ojos
desmesuradamente.
Pasada la primera impresión, que los chinos fingieron no advertir,
porque ya estaban acostumbrados a producir tal efecto, nos sentamos y
departimos un rato y la anciana señora se fué serenando.
Poco después los criados entraron con sendas bandejas y algunas mesillas
volantes y la bella esposa de Pérez de Vargas nos sirvió el té.
Pero los temores que mi amigo me había manifestado no tardaron en
verificarse. Porque el General, que conocía a los chinos de vista, como
todo Madrid en aquella época, apenas se dignó corresponder a los muchos
y reverentes saludos que le hicieron cuando aquél se los presentó,
mostrando con sus pocas y bruscas palabras y con todos sus ademanes que
no respetaba mucho su Embajada ni los consideraba casi dignos de
alternar con la buena sociedad española.
Con esto el embarazo y la timidez de los chinos subió de punto, y
Martín, advirtiéndolo, trató de hacer ver al General de un modo
indirecto que no se las había con salvajes como parecía presumir, sino
con hombres bien cultos y civilizados.
Después de tomar el té quedamos colocados en la siguiente forma: el
Embajador acomodado en un sillón y el General frente a él en otro; el
Secretario se sentó en el sofá y Pérez de Vargas y yo también; los dos
agregados, en sillas próximas a nosotros. En el rincón opuesto del
salón, instaladas en lindas butaquitas de colores brillantes, charlaban
la hija del General, la señora de la casa y su mamá. Pero esta última no
parecía estar muy embebida en la conversación, porque apenas apartaba
los ojos del Secretario, que por su estatura y su fealdad sin duda le
inspiraba horror.
--¿De suerte que usted, antes de venir a Europa como secretario de la
Embajada, ha servido en la administración de Pekín?--le preguntaba
Pérez de Vargas con el objeto ya indicado.
--Sí, señor; he servido en algunas provincias como oficial subalterno.
Después pasé a Pekín y fuí empleado en la secretaría imperial y allí
conocí al señor Embajador y cuando éste fué nombrado presidente del
_Hingpon_, que es el supremo tribunal encargado de los asuntos
criminales, me llevó consigo.
--¿Pero allá en su tierra hay tribunales?--preguntó bruscamente y
sonriendo el General.
El Secretario le miró estupefacto.
--¿Que si hay tribunales? Lo mismo, señor, que en todos los países
civilizados. Hay un supremo tribunal, que semeja a vuestro ministerio de
Gracia y Justicia, con diez y ocho divisiones, que corresponden a las
diez y ocho provincias del Imperio, encargadas de los asuntos criminales
de cada provincia. Hay además, un Cuerpo de inspectores, un Consejo que
prepara las ediciones del Código penal...
--Yo tenía entendido que allá juzgaban ustedes a los criminales de
cuclillas en una estera, les mandaban dar tantos o cuantos palos... y en
paz.
El Secretario se inmutó visiblemente, se puso más pálido de lo que era y
con esto su fisonomía adquirió un grado de fealdad inconcebible. El
Embajador, que apenas conocía el español, no se dió cuenta cabal de
aquellas palabras ultrajantes; pero advirtiendo la alteración del
Secretario comprendió que se les había ofendido y manifestó señales de
abatimiento. Pérez de Vargas estaba verdaderamente corrido y maldiciendo
sin duda del momento en que a su agresivo vecino se le había ocurrido
venir a visitarles.
El Secretario se mantuvo silencioso algunos instantes haciendo esfuerzos
por serenarse y luego principió a hablar en tono firme y reposado de
esta manera:
--Desde hace más de tres mil años, esto es, desde el tiempo en que el
Occidente se hallaba sumido en la más completa barbarie, el Celeste
Imperio es un país civilizado donde funcionan regularmente los
tribunales, donde hay una Administración prudente y sabia que provee a
todas las necesidades de la vida social. Existe un fuerte poder central
necesario para dar unidad a un Imperio que cuenta hoy con cuatrocientos
millones de súbditos; pero este poder absoluto asumido por el gran
emperador está templado por las costumbres que en China tienen una
influencia decisiva. El emperador es para nosotros un gran padre de
familia. Su autoridad la delega a sus ministros, que transmiten sus
poderes a sus subordinados y así se va extendiendo gradualmente hasta
los grupos de familia, donde los padres son los jefes naturales. La
familia es el tipo por donde se modela la vasta administración del
Imperio. Además, el gran contrapeso que tiene entre nosotros el poder
imperial consiste en la corporación de literatos, que existe igualmente
desde hace tres mil años. El emperador no puede elegir sus agentes
civiles más que entre los literatos y conformándose a las
clasificaciones establecidas por el concurso. Todos los chinos tenemos
derecho a desempeñar los cargos del Imperio, hasta los más altos, con
tal que demostremos nuestra suficiencia en los diferentes exámenes que
vamos sufriendo y obtengamos el diploma necesario. Porque en China no
existe una aristocracia como ha existido siempre en el Occidente, que
vincula para sí los puestos civiles y militares. Nuestra sola
aristocracia, o clase privilegiada, la constituye la corporación de los
literatos, que se recluta cada año por medio de los exámenes. No existen
títulos hereditarios sino para los miembros de la familia imperial;
pero estos títulos sólo les da derecho a una módica pensión y a gastar
como distintivo un cinturón rojo. Ni aun tienen derecho a desempeñar los
cargos públicos sino después de haber sufrido los exámenes y haber
obtenido el diploma necesario como cualquiera de nosotros. Los títulos y
los honores que un hombre por su mérito ha logrado adquirir no los
heredan sus hijos, sino sus padres...
El General, al oír esto, soltó una insolente carcajada.
--¡Hombre, no deja de tener gracia! Ya me habían dicho que los chinos lo
hacen todo al revés, que principian a comer por los postres y concluyen
por la sopa.
El Secretario quedó un instante acortado, pero siguió su discurso
dirigiéndose siempre a Pérez de Vargas:
--Ya he dicho que todo nuestro sistema político se modela por el tipo de
la familia. El respeto a los padres es el más poderoso resorte de
nuestra vida y como estamos obligados a tributárselo aún después de
muertos por medio de ciertos ritos y ceremonias fúnebres no podríamos
hacerlo de un modo decoroso suponiendo que nuestros antepasados se
hallaban colocados más bajos que nosotros en la escala social... Por lo
demás, convengo en que nuestras costumbres son muy diversas de las de
Europa, pero tienen su razón de ser. La vida no es tan mala allá como
aquí se supone. No diré que existen los refinamientos de las naciones
occidentales, pero vivimos mejor y con más comodidades que gozaban los
europeos hace cien años. El Imperio, con ser tan vasto, se halla cruzado
de un cabo a otro por magníficas carreteras y lo surcan un número
considerable de canales que ponen en comunicación los dos grandes ríos
que lo atraviesan, el río Amarillo y el río Azul. Todo nuestro país está
cultivado como un jardín y su población en el centro es más densa que la
de Bélgica...
--La China es un país bárbaro donde se asesina a los cristianos y se
martiriza a los misioneros--profirió de mal talante el General.
--«El malvado que persigue a un hombre de bien es semejante al insensato
que escupe al cielo», dice el Buda en sus enseñanzas. Los chinos se
guardarían de contristar el corazón de los cristianos que son hombres de
bien, si para ello no hubiera un motivo poderoso. Pero es menester que
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