Años de juventud del doctor Angélico - 10

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--No es manera de agradecer los muchos sacrificios que por ti hemos
hecho.
--Bien sabes que nos hemos quitado el pan de la boca por que tú fueses
un caballero.
--Todo cuanto podíamos juntar ha sido para pagarte los estudios.
--No es por echártelo en cara, pero los duros que contigo hemos gastado
harían un buen montón si los tuviéramos juntos.
--¿Te ha faltado la buena comida? ¿Te ha faltado la buena cama? ¿Te ha
faltado la camisa planchada y la corbata de seda y el reloj de plata y
la peseta en el bolsillo?... Entonces ¿por qué quitarse del medio?
Sixto, tendido en su lecho boca arriba con los ojos cerrados, escuchaba
en silencio aquellas groseras recriminaciones y en su rostro pálido y
contraído se adivinaba el sentimiento de vergüenza que le embargaba.
Quise concluir con su tormento y dando un paso hacia ellos dije con
energía:
--Señores, el estado del enfermo no permite discusiones ni que se le
altere poco ni mucho. El médico ha prescrito un gran silencio y yo les
ruego, si no quieren ocasionar una funesta complicación, que se retiren
y le dejen tranquilo.
Aunque gruñendo todavía, se rindieron a mi dictamen. Cuando iban a
traspasar la puerta, Sixto abrió los ojos, inclinó un poco hacia ellos
la cabeza y les llamó suavemente con el borde de los labios:
--Pss, pss.
Los dos ebanistas se acercaron al lecho. El padre permaneció alejado.
--Pierdan ustedes cuidado--les dijo con voz apagada--. Sólo por darles
gusto llegaré a ministro.
Los periódicos habían dado la noticia aquella mañana. En la mayoría de
ellos venía concisa y escueta: sólo la apuntaban como uno de los sucesos
del día anterior. Pero en algunos se añadían al nombre de Moro algunas
frases lisonjeras; se decía que el joven que había tratado de quitarse
la vida era conocido ventajosamente en los Círculos forenses y que
gozaba ya de envidiable fama de orador en la Academia de Jurisprudencia.
Por la noche fuí a casa del General a enterarme del viaje de los novios
y aquél me interpeló bruscamente con su rudeza simpática:
--¿Pero qué diablo ha sido lo de tu amigo? ¿Por qué ha querido matarse?
Le respondí que se trataba de algunos graves disgustos con su familia.
Moro era un hombre exageradamente sensible...
--Espero que curará pronto de la herida y que no volverá a empezar.
Sería bien deplorable que un joven tan inteligente y simpático se escape
ridículamente de este mundo donde sin duda ha de representar un lucido
papel. Los jóvenes de imaginación se figuran las contrariedades de la
vida como insuperables. Más adelante vemos que todo puede superarse
menos la muerte.
Diez o doce días después me anunciaron que Rodrigo y Natalia llegarían a
la mañana siguiente. Fuí a comer a casa del General, donde aquella noche
había otros tres o cuatro invitados. Se quería festejar la llegada de
los novios. Encontré a éstos risueños y felices en su llena luna de
miel. Céspedes estaba más locuaz que de ordinario y usaba bromas con
todos los comensales, incluso conmigo. Sin embargo, en aquellas mismas
bromas, que sin duda él juzgaba inocentes y chistosas, yo percibía un
dejo amargo que continuaba haciéndomelo repulsivo. En vano me
recriminaba aquella extraña repulsión achacándola ahora más que nunca al
afecto y a la compasión que me inspiraba mi amigo Sixto. Me era
imposible vencerla: todas las palabras de aquel hombre me sonaban a
falso como monedas de plomo.
Después de comer hubo sesión musical. Natalia tocó algunas tandas de
valses alemanes y Céspedes también arañó un poco el violín y cantó
varias romanzas, entre ellas, por supuesto, la imprescindible «Mal haya
la ribera del Yumurí».
Sin embargo, observé que Natalia, en medio de su alegría, padecía
algunas distracciones y me miraba de vez en cuando con cierta curiosidad
y como si quisiera hablarme. En un momento en que su marido cantaba
vuelto de espaldas a nosotros, vino silenciosamente a sentarse a mi
lado, me tomó una mano y me dijo al oído:
--¿Cómo sigue nuestro amigo?
--Ya está bastante bien. Creo que el lunes podrá levantarse.
Guardó un instante silencio y al cabo volvió a preguntarme con la misma
voz de falsete:
--¿Tú sabes por qué ha querido matarse?
--Sí; y tú también.
Los rasgos de su fisonomía se alteraron; movió los labios como para
decir algo, pero no llegó a pronunciar palabra alguna. Por fin, con
enérgica resolución y metiéndome la boca por el oído me dijo.
--Supongo que no me juzgarás una despreciable coquetuela que haya
procurado con artificios infundir una pasión en Moro sólo para
satisfacer la vanidad. Al contrario, me he esforzado, haciéndome
violencia, sobre todo últimamente, en mantenerme dentro de una reserva
exagerada. Porque tu amigo me ha sido desde el primer día muy simpático:
he llegado a cobrarle afecto; le consideraba como un amigo casi tan
seguro y fraternal como tú lo eres... Pero otra cosa no podía ser. No
necesito decirte por qué. Conoces las circunstancias de mi vida, conoces
el carácter de papá... Además, la amistad es una cosa y el amor es
otra. Dios no me había destinado para Moro, sino para Rodrigo.
--¿Estás segura de ello?
Apartó su cabeza de la mía como si se hubiese pinchado y mirándome a los
ojos con expresión severa dijo secamente:
--Sí; estoy segura.
Se alzó del asiento y se alejó en silencio.
FIN DE LA PRIMERA PARTE


SEGUNDA PARTE


I
EL MUNDO DE LOS SUEÑOS

Han transcurrido diez años. Graves mudanzas en ellos. «Todo arde y se
consume, decía el viejo Heráclito; no se baja dos veces en el mismo río;
es otra agua sobre la cual bajamos.» La vida, como el agua, se disipa y
se junta, busca y abandona, se aproxima y se aleja. Y a la postre todo,
todo se olvida.
¿Quién se acuerda ya del bravo general Don Luis de los Reyes? Dos años
después del matrimonio de su hija, al entrar en casa llegando de una
cacería, al poner el pie en su dormitorio, cayó al suelo víctima de una
apoplejía fulminante. Su viejo criado Longinos vino a darme la noticia.
Cuando llegué, la casa estaba llena de amigos. Don Luis no recobró el
conocimiento y falleció en la madrugada.
La hermosa Guadalupe dejó a Madrid y se fué a París a vivir con su
madre. Algunos meses después tuve noticia de su matrimonio con Grimaldi.
¿Quién se acuerda de aquella famosa casa de huéspedes de la calle de
Carretas, mansión deliciosa donde, como en el Olimpo, la risa era
inextinguible? ¿Qué se hicieron los primos Mezquita y Albornoz? Salieron
de Madrid y los unos deben de estar tomando pulsos y recetando jarabes
en algún lugarón de Andalucía y el otro trazando carreteras y erigiendo
puentes por algún otro rincón apartado.
¿Adónde había llegado Pasarón? Muy alto. Era ya un hombre célebre.
Después de unas resonantes oposiciones que los periódicos comentaron
largamente, donde logró aplastar bajo el peso de su erudición a hombres
encanecidos en el estudio, obtuvo una cátedra en la Universidad Central.
Aquel portentoso joven fué al poco tiempo el ídolo de la Prensa.
Escribió algunos libros de crítica retrospectiva que produjeron
verdadero asombro entre los doctos. Dondequiera que iba se le acogía con
señales de respeto y admiración. Tal vez no existiese a la sazón hombre
más festejado en España.
¿Qué se hizo de Doña Encarnación, la simpática y bondadosa patrona que
tantos maternales cuidados nos prodigaba? Su misma generosidad la
perdió. Quedó arruinada, arrastró después algunos años una vida
miserable y hambrienta, durante los cuales tuve ocasión de favorecerla,
y, por fin, murió en un pueblecito de la provincia de Guadalajara donde
había nacido.
¿Quién se acuerda de aquella gentil Natalia, tan bella, tan franca, tan
impetuosa? Nadie más que Sixto Moro. La herida de éste nunca había
logrado cicatrizar por completo. Tres o cuatro años después de haberse
casado aquélla le vi salir de un portal de la calle de la Montera donde
un fotógrafo exhibía sus retratos. Yo sabía que allí había uno grande y
perfecto de Natalia, y se lo dije riendo. Se puso un poco encarnado y me
respondió:
--Es verdad, querido, cuando paso por esta calle no puedo resistir a la
tentación de hacer una visita a su retrato.
--Para decirle cuánto la quieres todavía.
--Justamente... ¡Qué le vamos a hacer! Comprendo que es una locura, pero
es una locura inofensiva. Soy un romántico digno de haber vivido en los
buenos tiempos de Larra y Espronceda... No me falta todo, pues ya poseo
la melena, que tanto preocupa a la atención pública.
En efecto, había logrado pronto alcanzar un puesto envidiable entre los
abogados de Madrid; pronunciaba discursos en el Ateneo y en otras
reuniones públicas, por lo cual empezaba a ser conocido del público.
Pero lo que le iba haciendo más popular era su romántica melena. En
nuestra nación, exageradamente apegada a la uniformidad, cualquier
discrepancia excita la curiosidad. Moro era objeto en la calle de las
miradas sorprendidas de los transeuntes. Unos, los que conocían su
mérito, le miraban con respeto, pero los más reían. Con el tiempo creció
su fama y adelantó en su posición. A la hora presente poseía uno de los
bufetes más lucrativos de la capital, acababa de ser elegido diputado y
vivía con lujo exagerado, como suele acontecer a los que han atravesado
días de penuria y necesitan desquitarse. Ocupaba un magnífico aposento
en la calle Mayor, tenía varios criados y recientemente había puesto
coche.
Nuestra amistad no se había entibiado nunca. Aunque nuestras ocupaciones
eran diversas, nos veíamos a menudo en el Ateneo y apenas se pasaba una
semana sin que almorzásemos juntos. Charlábamos mucho del pasado, poco
del presente, nada del porvenir. Sin embargo, alguna que otra vez yo le
excitaba al matrimonio. Un hombre de su posición debía casarse para
consolidarla. Con su nombre, con sus ganancias y su juventud podía
aspirar a todo. ¿Por qué privarse de los goces de la familia y del
consuelo de transmitir a otros seres el fruto de su esfuerzo y su
talento? Moro se ponía serio y me respondía bajando la voz:
--No puede ser, Jiménez. Tú me llamabas Abelardo en otro tiempo y lo soy
en efecto. No he quedado como él imposibilitado materialmente para el
matrimonio, pero sí moralmente.
Confieso que tanta fidelidad al amor de su juventud me conmovía y me lo
hacía aún más estimable.
De Natalia y su marido escasísimas noticias habían llegado a mis oídos
durante aquellos diez años. Supe por casualidad que, al cabo de cuatro o
cinco, Céspedes había vuelto a la Península y había vivido algún tiempo
en Barcelona, después que se había ido a las islas Filipinas. Y nada
más. Sixto no debía de tener otras más precisas tampoco y no imagino que
tratase de inquirirlas.
En cuanto a mí, después de haber seguido tres carreras diferentes y
hacerme doctor en dos, me hallaba a la sazón de redactor en un periódico
importante de la mañana. Fuí empujado a ello por la necesidad. Algunos
desabrimientos con mi familia me obligaron a prescindir de los recursos
que me proporcionaba. Felizmente, la discordia cesó pronto; pude
abandonar el periodismo; no lo hice porque me placía. Es alegre la
profesión de periodista cuando se ejercita sin apremio de dinero. Yo
tenía lo bastante para darme una vida regalada.
Desde los veinticinco a los treinta años de edad estuve alojado en un
hotel de la calle del Arenal, que aún subsiste. No sé lo que es hoy: en
aquella época era una casa de huéspedes confortable y elegante, con mesa
redonda a la cual nos sentábamos quince o veinte comensales, casi todos
del sexo masculino. Un general de Marina de la escala de reserva, un
senador, un catedrático jubilado, un rentista con su señora y un hijo,
un anciano médico, un capitán de artillería. Estos éramos los fijos; los
demás, huéspedes que venían por tiempo más o menos largo.
Como yo era el más joven, y aún puede decirse el único joven, pues el
capitán, que era quien más se me acercaba, frisaba ya en los cuarenta,
se me trataba por aquellos señores con afectuosa predilección. Podría
decir sin jactancia que me mimaban un poquito. Joven y periodista sonaba
para ellos así como calavera, aturdido, enamorado y trasnochador. No lo
era yo por fortuna, pero me embromaban cariñosamente como si lo fuera.
Yo les daba cuenta de los estrenos de los teatros, de las sesiones del
Ateneo, de los sucesos de la calle y alguna vez también les anunciaba
con anticipación sucesos políticos que el mismo senador ignoraba. Se me
dejaba disparatar con toda libertad y yo usaba y abusaba de ella delante
de aquel venerable areópago lo mismo que si estuviera en la mesa del
café de Fornos entre mis jóvenes camaradas. Aquellos bondadosos señores
se limitaban, cuando mi locuacidad subía de punto, a sacudir la cabeza y
sonreír con piadosa ironía.
Fué dichosa aquella época de mi vida, o al menos así se me representa al
través de los años. Todavía alguna vez, cuando paso por la calle del
Arenal y levanto los ojos a los balcones de aquel hotel, dejo escapar un
suspiro y murmuro con emoción los famosos versos de Espronceda:
¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas
de juventud, de amor y de ventura,
regaladas de músicas sonoras,
adornadas de luz y de hermosura?
Sí; todas las noches me dormía regalado por la música de un piano y un
violín. Mi dormitorio tenía una ventana sobre el patio, cubierto de
cristales, donde se hallaba establecido un café.
Y mis sueños eran felices también como mis vigilias. Sin haber leído
nada de los sueños, había logrado en mi juventud cierto dominio sobre
ellos. No que llegase a dirigirlos y conservar dormido mi libertad de
espíritu como el ilustre orientalista marqués de Hervey de Saint-Denis,
que es quien ha teorizado sobre este asunto; pero sí lograba muchas
veces provocarlos apelando a algunos inocentes artificios.
A primera vista parece asombroso y aun disparatado que conservemos
dentro del sueño nuestro libre arbitrio. Sin embargo, el esfuerzo tenaz
de la voluntad puede llegar a conseguirlo. En el libro curiosísimo del
sabio marqués se observa paso a paso cómo se va adquiriendo este
dominio.
Inútil es advertir que al buscarlo no me guiaba un fin científico como a
aquél, sino puramente el de huir alguna preocupación enfadosa o el de
experimentar un placer. Mas como todo placer en este bajo mundo parece
que lleva aparejado un dolor, mi manía de provocar sueños agradables me
ocasionó una desagradable aventura, que no resisto a la tentación de
narrar puntualmente.
Acaeció que un día llegó al hotel y se alojó en él por algún tiempo un
matrimonio forastero. Al decir matrimonio no he hablado con suficiente
propiedad. No fue un matrimonio, sino la mitad de un matrimonio la causa
de mi aventura. El marido podía haberse quedado en la calle, podía haber
permanecido en París, de donde llegaba gestionando sus negocios, podía
haber ido a pasar unos días a Sevilla en el seno de su familia, podía
haberse muerto (mucho mejor, por de contado). Todo esto no hubiera
producido en mí la más leve emoción. ¡Pero la esposa! ¡Ah, la esposa!
Una cosa increíble, una aparición, un milagro. Jamás he visto ni pienso
ver en lo que me resta de vida una belleza más esplendorosa. La piel
blanca, nacarada; los ojos negros, rasgados, orientales; los cabellos
ondeados; alta y majestuosa como una lady; los dientes africanos, los
pies asiáticos.
Cómo aquel hombrecillo menudo, calvo, feo y no muy joven había logrado
hacerse dueño de tal portento, es lo que se preguntó inmediatamente todo
el personal del hotel, desde el viejo general de Marina hasta el mozo de
comedor.
Pronto se averiguó que la dama era rusa y su marido andaluz. Desde
entonces se la admiró mucho más a ella y se le despreció mucho más a él.
Ignoro por qué, pues la Andalucía es una región española donde abundaron
siempre los santos, los héroes y los poetas. Pero es cosa averiguada que
en el resto de España se habla demasiado bien de las andaluzas y
demasiado mal de los andaluces.
Se hicieron muchos y variados cálculos. Unos pensaban que aquella señora
era una nihilista rusa, que perseguida por la policía había logrado
escapar uniéndose a nuestro compatriota; otros decían que era una
artista ecuestre y su marido un empresario de circo; algunos imaginaban
que se trataba de una princesa que viajaba de incógnito y que aquel
hombrecillo no era su marido, sino un criado; por fin, hubo quien llegó
a suponer que la dama era una esclava circasiana que el andaluz había
logrado substraer del _harem_ de un bajá turco.
Fuese lo que fuese, es lo cierto que nos tenía a todos hechizados y que
se la miraba y se la volvía a mirar y nadie se hartaba de mirarla.
¿Por qué siendo tantos a contemplarla fuí yo el único que logró alterar
los nervios del marido? Seguramente porque era el más joven. Sin
embargo, el capitán lo era también en cierto modo y, además, lo confieso
sin falsa modestia, me aventajaba en la figura.
Pero el capitán se había hecho amigo de Bellido (así se llamaba el
marido de la rusa) desde el día siguiente de su llegada. Cuando todos
nos levantábamos y nos marchábamos a nuestros cuartos, ellos dos solos
se quedaban de sobremesa y departían todavía largo rato. Y en esta
sobremesa el andaluz se desahogaba en el seno de su nuevo amigo
refiriéndole los mil desabrimientos que experimentaba desde que llegara
a España, a causa de la poca educación que aquí había. El infeliz vivía
inquieto y sobresaltado. En la calle requebraban descaradamente a su
señora, la seguían, la hablaban al oído; en el teatro la enviaban
ramilletes de flores; por el correo interior recibía billetes amorosos.
Pero si cruzaba por delante de un grupo de albañiles, estos señores no
se limitaban a requebrar a su esposa, sino que le injuriaban a él mismo
groseramente. Todas estas cosas iban aflojando los lazos que le unían a
su patria y hablaba vagamente de romper con ella de una vez y para
siempre. Así nos lo contaba riendo el capitán cuando el pobre hombre no
estaba delante.
Pues, como decía, el marido de aquella singular mujer me espiaba y
apenas podía posar mis ojos sobre ella sin que los de él me clavasen una
mirada recelosa. Yo le hurtaba, sin embargo, las vueltas, la devoraba
con los ojos y me nutría de sus encantos. Porque los _beesfsteaks_ y los
_ragôuts_ del hotel allá se iban casi siempre a la cocina sin que yo los
tocase.
Tal régimen alimenticio era muy a propósito para quedar enamorado. Lo
quedé a los pocos días de un modo inverosímil y tuve la inocencia de
participárselo al capitán, por ser el único huésped con quien todavía se
podía departir sobre asuntos de galantería.
Debo confesar, en descargo de mi conciencia, que aquella señora, fuese
princesa, esclava o titiritera, jamás alentó mi pasión amorosa ni aun
creo que se haya dado cuenta de ella. Era una estatua, era una diosa; se
la podían clavar las miradas más rendidas, más inflamadas; las suyas no
expresaban más que una tranquila indiferencia.
Entonces me puse a hacer uso de aquellas facultades oníricas de que
antes he hablado. Me puse a soñar. He aquí los medios a que apelé para
provocar los sueños deseados.
Compré algunas historias y novelas rusas y leía por ellas una vez metido
en la cama por la noche. Mi imaginación con estas lecturas se exaltaba y
yo tenía buen cuidado de prestar a la heroína más simpática de cada
novela los rasgos fisonómicos y la figura de la esposa de Bellido. Al
mismo tiempo, en el instante en que me ganaba el sueño llevaba a la
nariz un pañuelo empapado en esencia de reseda, que era el perfume que
aquélla usaba, ordinariamente. Con estos sencillos artificios y con
fijar mi pensamiento tenazmente en la hermosa dama, al tiempo de
dormirme lograba, sino siempre, bastantes veces, soñar con ella.
Recuerdo que una vez soñé que me hallaba al servicio de la Policía rusa
en Petrogrado. Habiendo tenido la fortuna de descubrir una vasta
conspiración de terroristas, logré capturar a algunos de ellos y
averigüé que obedecían las órdenes de una condesa muy conocida en la
alta sociedad. Me personé una noche en el palacio de esta condesa y la
hice detener. Era, como debe suponerse, la hermosa señora de Bellido. Se
puso densamente pálida al saber quién era yo y a lo que venía, pero no
pronunció una palabra y se dispuso a seguirme. Tanta hermosura y tanta
dignidad me cautivaron. En vez de conducirla a la prisión le facilité la
huída. Pero uno de mis compañeros me espiaba. Este compañero, que era un
sér perverso y despreciable, tenía el rostro de Bellido. Entonces
determiné fugarme con ella. Salimos por la noche bien recatados y nos
dirigimos al río, donde yo tenía un bote preparado. Empuñé los remos y
bogué hacia la desembocadura, donde pensaba hallar un buque español que
mandaba un marino amigo mío. Este marino no era otro que el viejo
general, mi compañero de hotel. Cuando me hallé en medio del Newa, me
creí salvado. Solté un instante los remos y tomé las manos de la hermosa
condesa que llevé a los labios con una mezcla de respeto, de admiración
y de amor, que parecía transportar mi alma al paraíso. Porque todo el
mundo habrá observado que nuestra sensibilidad espiritual aumenta
notablemente durante el sueño: el amor, la compasión, el miedo, los
celos son mucho más intensos que en la vigilia. Era una noche oscura de
primavera. A nuestra izquierda se destacaban apenas las enormes masas
del Palacio de Invierno y a nuestra derecha las Fortificaciones, con su
iglesia que sirve de panteón a la familia de los zares. Yo me sentía
enajenado y me preparaba ya a caer de rodillas delante de la bella
conspiradora, cuando acierto a ver entre las sombras el punto negro de
otro bote que navegaba rápidamente hacia nosotros; sentí el chapoteo de
los remos y escucho una voz que grita: «¡Para!» Era la voz de mi
compañero, esto es, de Bellido. En vez de parar, remo con todas mis
fuerzas. De nada me valió. Él traía cuatro marineros y en pocos
instantes fuimos abordados. Entonces yo, presa de irresistible furor, me
arrojé al cuello de Bellido y ambos caímos al agua. La ira me dió tales
fuerzas, que logré estrangularlo y salir después a la superficie. Mas
cuando salí, los marineros se habían apoderado ya de la condesa y
bogaban con ella hacia el muelle. ¡Mi dolor, mi desconsuelo fueron tan
grandes, que desperté!
Soñé otra vez que me hallaba agregado a la Embajada española en
Petrogrado. Trabé amistad con un príncipe en cierta reunión
aristocrática y este príncipe me invitó a visitarle en una de sus
tierras que poseía cerca de Moscou. En los días que allí pasé conocí a
algunos señores de los contornos amigos suyos. Entre ellos uno
pequeñito, calvo y feo... No debo decir más: Bellido. Ver a su esposa y
quedar enamorado de ella fué todo uno. Tampoco era preciso advertirlo.
Ella correspondió a mi amor ¿cómo no? y decidimos fugarnos. El príncipe,
que odiaba y despreciaba como se merecía al marido, aunque se fingía su
amigo, me facilitó los medios. Puso a mi disposición un trineo con seis
caballos. Heme aquí corriendo sobre la nieve al través de la llanura
desierta. Pero esta vez, como la otra, también fuimos alcanzados. El
cochero del marido era más experto que el nuestro. ¡Deteneos! Viéndoles
muy cerca yo me vuelvo y disparo mi revólver. El cochero de nuestro
enemigo cayó muerto del pescante. El coche se detuvo al cabo de unos
instantes y pudimos escapar. Pero mi adorado dueño se sintió mal poco
después y me dijo sin preámbulos que se moría, que aquella emoción le
había roto el corazón. Y en efecto, tal como lo dijo lo hizo. Me echó
los brazos al cuello, me besó apasionadamente y dándome en aquellos
últimos instantes pruebas del más heroico amor, despidiéndose de mí con
las palabras más tiernas expiró en mis brazos como una flor que troncha
el vendaval. Entre el cochero y yo levantamos la nieve, abrimos una fosa
y la sepultamos. Yo lloraba todas las lágrimas que puede tener un
hombre dentro de sí. Al mismo tiempo, sentía un frío tan intenso que
pensaba morir. Este frío me despertó. Se me había caído la ropa de la
cama y observé que mi almohada estaba empapada de lágrimas.
Pero no siempre soñaba cosas trágicas y lúgubres. En otra ocasión soñé
que me hallaba como espectador en un circo, en la primera fila de sillas
tocando con la pista. Después de unos gimnastas que trabajaron en la
barra fija, apareció una amazona montando un caballo amaestrado. Era mi
bella rusa. ¡Qué cambios elegantes!, ¡qué saltos!, ¡qué primores! El
público se mostraba entusiasmado (bien se echa de ver que era un sueño,
porque jamás le vi entusiasmado en tales ocasiones) y aplaudía
frenéticamente. Pero ella no tenía ojos más que para mí. Cada vez que
pasaba delante de mí me dedicaba una sonrisa divina. Los espectadores me
miraban con curiosidad y envidia. Yo me hallaba en el séptimo cielo. Por
fin, al terminar su trabajo la hermosa amazona se apeó de un salto y
vino sonriente hacia mí tendiéndome una mano. Yo se la besé con
transporte y ella me dió un beso en la frente. El público rompió en un
aplauso estrepitoso... Y desperté.
¿Por qué cada vez que soñaba con su esposa me dirigía Bellido en la mesa
tan agresivas y feroces miradas? Sencillamente, porque el capitán de
artillería era un traidor, que le narraba punto por punto mi sueño, pues
yo creo haber dicho que tenía la inocencia de contárselos. Era un sér
perverso que se gozaba en tostar sobre la parrilla al desdichado
andaluz.
Mi último y definitivo sueño en aquella temporada fué como sigue:
Yo era un rico comerciante musulmán que habitaba la ciudad de Kabul en
el Afganistán. Una tarde fuí al mercado de esclavos y compré por
algunas piastras una hermosísima circasiana, que no necesito decir quién
era. En pocos días quedé subyugado por los encantos de aquella mujer;
rendido a sus pies hasta el punto de hacerla mi favorita y mi primera
esposa, pues era polígamo y confieso que no sentía por ello gran
repugnancia. Pero he aquí que al poco tiempo se esparció por la ciudad
la fama de la hermosura de mi esclava, aunque yo tenía cuidado de
mantenerla encerrada, y que llega a los oídos del emir. Era este emir el
hombre más lúbrico de todo su Imperio. No tardó en presentarse en mi
casa con pretexto de hacerme una visita, pues éramos amigos. Yo me eché
a temblar. Se parecía a Bellido como un huevo a otro y esta
circunstancia aumentaba mi aversión infinitamente. Le convidé, le
agasajé, me mostré con él humilde y servil hasta un grado indecible,
todo por amor de mi esclava. No me valió de nada. Cuando nos hallábamos
tomando café, me dijo de pronto:
--Enséñame tus mujeres.
--¡Oh!, no tienen valor alguno comparadas con las tuyas, poderoso señor.
--Quiero verlas--respondió secamente.
-Ya sabes, muy poderoso señor, que los creyentes debemos guardar
nuestras mujeres de las miradas de los hombres.
--Quiero verlas--replicó en tono imperioso.
No hubo remedio; le mostré todas mis mujeres, claro está, salvo una.
--¿No tienes ninguna otra?--me preguntó mirándome fija y severamente.
--Ninguna otra, alto y poderoso señor.
--Repara bien lo que dices porque va en ello tu cabeza--profirió
mirándome con más severidad aún.
Ahora bien, yo siempre tuve extraordinaria afición a mi cabeza lo mismo
soñando que despierto. Así que caí a sus pies diciendo:
--Perdón, señor; tengo, además, una esclava circasiana.
Me ordenó mostrársela, le pareció muy bien, como era natural, y me
obligó a enviársela al palacio.
Heme aquí desesperado y respirando atroces deseos de venganza por todos
los poros de mi cuerpo. Realizo mis riquezas y me voy al Turkestán. Allí
entro en relación con el general-gobernador ruso, le convenzo de que
debe atacar al emir y me confía el mando de la expedición. Después de
una batalla sangrienta en que las huestes del emir fueron derrotadas,
logro entrar en Kabul, me apodero del palacio, rescato a mi bella
circasiana y hago prisionero al tirano. Entonces yo, que había adoptado
las feroces costumbres de los rusos, le hago azotar en uno de los patios
del palacio. Mi esposa favorita y yo contemplábamos desde una terraza
tan agradable operación. Por cierto que los gritos del infeliz Bellido
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