Años de juventud del doctor Angélico - 04

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¿Por qué esta sonrisa desdeñosa aparecía en los labios del servicio
doméstico de la casa de Pérez de Vargas cada vez que tropezábamos con
uno de sus individuos en los corredores?
No por otra razón sino porque Martín era el último vástago de aquella
noble familia.
Su hermano mayor se acercaba ya a los cuarenta años y era comandante de
artillería; el segundo, que pasaba de los treinta, era capitán del
mismo cuerpo facultativo; después venía una cola del género femenino,
compuesta de cinco niñas, Rosalía, Caridad, etc., hasta llegar a
Mercedes que contaba veintiún años, tres más que mi buen amigo y
condiscípulo.
Esta familia hacía algún papel en la alta sociedad madrileña.
Particularmente las cinco ninfas brillaban y centelleaban como claros
luceros en los teatros, paseos y conciertos y en todos los bailes, _tes
bridge y five o clock_, del gran mundo. Los cronistas de los periódicos
no omitían jamás sus nombres.
Que estas cinco jóvenes tenían el propósito firme de encontrar cinco
maridos no era un secreto para nadie. La razón de por qué no los habían
hallado hasta entonces, ya estaba más oculta.
Sin embargo, en la Universidad, donde no sólo se aprenden teorías y
clasificaciones científicas, sino que hay tiempo de averiguar los
recursos pecuniarios con que cuentan las familias de los estudiantes, se
decía que la casa de Pérez de Vargas estaba arruinada y que si no venía
pronto un marido rico a ponerle algunos puntales no tardaría en
desmoronarse.
Al mismo tiempo, aunque todo el mundo reconocía que vestían con
elegancia, ninguna de ellas llamaba la atención por su hermosura. Un
estudiante bromista me dijo un día al oído que la más bonita de las
niñas de Pérez de Vargas era Martín, nuestro condiscípulo. En efecto, su
belleza era tan acabada, y al mismo tiempo tan femenina que si hubiese
cambiado su rostro por el de una de sus hermanas ésta hubiera realizado
un negocio magnífico.
Pero si su frente era tersa y pura como la de una Venus helena, los
pensamientos que bajo ella germinaban no podían ser más viriles. Mi
amigo Pérez de Vargas aspiraba nada menos que a dejar huellas profundas
en la historia de la ciencia: hablaba de hacer viajes exploradores por
el Africa Central, de reconocer por sí mismo los estratos terciarios de
los Andes chilenos y los silurianos de Noruega, de estudiar
concienzudamente los fósiles marinos pertenecientes a especies
extinguidas. Sobre todo tenía en su corazón el propósito inquebrantable
de dar a conocer al mundo los restos de un colmillo de elefante y de
algunos molares del mismo animal que había tenido la dicha de encontrar
en el cerro de San Isidro.
Allá en las soledades de su estudio-desván pasábamos a veces largos
ratos hablando de estos y otros proyectos, haciendo experimentos de
física o trasegando disoluciones de un frasco a otro. Hasta nosotros
llegaban las notas alegres del piano y el ruido del bailoteo del salón,
que escuchábamos con indiferencia desdeñosa. Eramos unos sabios y aquel
mundo frívolo que allá abajo se agitaba no excitaba en nosotros más que
desprecio y compasión.
Pero el mundo frívolo pagaba con creces nuestro desdén y hasta sospecho
que se reía de nuestro ardiente deseo de saber. Un mozalbete de los que
bailaban y representaban charadas en los salones de Pérez de Vargas, un
día que nos tropezó en la calle habló a mi amigo con tal tono de
superioridad protectora, que me sorprendió y me irritó lo indecible.
Esta sorpresa aumentó notablemente cuando Martín me hizo saber que aquel
mequetrefe, que sólo contaría cuatro o cinco años más que nosotros,
había intentado seguir tres carreras y en todas tres se había quedado
atascado a la puerta sin lograr aprobar el primer curso. Aún no había
averiguado que en una sociedad brillante, pero inculta, el hombre culto
es objeto siempre de aversión y desprecio.
Nos hallábamos a la sazón en un período bastante agitado. Las
manifestaciones políticas y los motines eran frecuentísimos en Madrid.
Nosotros los estudiantes no nos substraímos a este humor turbulento;
antes al contrario, éramos los primeros en participar de todas las
algaradas que se sucedían casi sin interrupción y aun promover algunas
por nuestra cuenta. Por la cosa más insignificante nos encrespábamos,
salíamos a la calle furibundos y gritando como energúmenos. Un día era
porque cierto profesor había expulsado de la cátedra a un alumno sin
razón alguna; otro día porque exigíamos que se nos concediesen las
vacaciones antes del tiempo reglamentario; otro porque el catedrático de
Historia, según noticias de sus discípulos, había defendido el tribunal
de la Inquisición en sus explicaciones. Por todo nos alborotábamos y
todo nos servía de pretexto para no entrar en clase y hacer ruido. La
Policía nos tenía sobre ojo y nos detestaba cordialmente. Y en cuanto se
presentaba una ocasión propicia, ya se sabía, nos zurraba la badana de
lo lindo.
Tanto Pérez de Vargas como yo abominábamos de estos ridículos alborotos,
que nos parecían engendrados las más de las veces por la necedad y la
holgazanería.
Acaeció que un día, como ya había acaecido otros varios durante aquel
curso, llegaron los estudiantes de la Escuela de Medicina de San Carlos
a las puertas de la Universidad en furioso tropel, lanzando alaridos
lamentables para solicitar nuestra ayuda en un caso verdaderamente
grave. Se trataba de que el decano de la Facultad, en un alarde de feroz
despotismo, había decretado que no se expusiera en la sala de disección
más que un cadáver por semana para el estudio de los alumnos. Esta
resolución arbitraria y desacertada hirió en lo más vivo la dignidad de
aquellos que creían tener derecho a dos cadáveres por lo menos. Se
agitaron, se arremolinaron y decidieron reclamar de los Poderes públicos
por medio de una manifestación en que tomasen parte todas las Facultades
de la Universidad, los cadáveres que de antiguo les correspondían.
Los estudiantes de Derecho, como es natural, tratándose de sujetos
consagrados al cultivo de la Justicia, tomaron parte inmediatamente en
la vindicación de la ofensa y se lanzaron a la calle gritando tanto o
más que los directamente agraviados. Las demás Facultades fueron
arrastradas también por esta gran marejada y se decidieron igualmente a
solicitar con el mayor ruido posible la destitución del infame decano.
Algunos no se daban por satisfechos con verle destituído y expresaban
sin rebozo alguno su deseo ardiente de hacerle la autopsia el primer día
que se presentase ante ellos en clase.
Con estos sentimientos crueles, en mayor o menor grado de intensidad, se
formó delante de la Universidad una manifestación imponente. Antes de
ponerse en marcha hicieron uso de la palabra algunos oradores, que
arengaron a las masas encaramados sobre los hombros de sus compañeros En
todos sus discursos resplandecía un amor entrañable a la libertad y
todos expresaron el propósito firme de dar por ella hasta la última gota
de sangre.
Mi amigo Pérez de Vargas y yo, ignorábamos la relación que existía entre
la libertad y los cadáveres reclamados; pero seguimos por curiosidad la
manifestación, aunque de lejos, haciendo comentarios poco halagüeños
para sus tribunos.
--Me parece--decía Martín, riendo,--que lo que están dispuestos a dar,
no es la última gota de su sangre, sino la de sus cadáveres.
La masa de estudiantes descendió por la calle de San Bernardo, lanzando
gritos de guerra, con el propósito de llegar hasta la Puerta del Sol y
asaltar el Ministerio de la Gobernación.
--¡Qué manifestación macabra!--exclamaba Pérez de Vargas.
Pero al llegar cerca de la plaza de Santo Domingo, una sección de
guardias de orden público les salió al encuentro y les obligó a
retroceder precipitadamente. Esta retirada precipitada se convirtió
pronto en huída vergonzosa; porque los guardias, exasperados por los
insultos antiguos y modernos que de los estudiantes recibían, comenzaron
a repartir sablazos con verdadera prodigalidad. Para que la ola no nos
arrastrase tuvimos necesidad de arrimarnos al muro de las casas. No nos
parecía ni conveniente ni decoroso el huir, ya que nosotros no habíamos
tomado parte en la manifestación. Pasaron, pues, nuestros compañeros
como un vil rebaño perseguidos de los guardias; pero al aparecer éstos
con los sables desenvainados, nosotros, en vez de seguir tranquilos, no
pudimos reprimir un movimiento instintivo de miedo y dimos la vuelta y
nos pusimos a correr como los otros. Fué nuestra perdición. A los pocos
pasos que dimos, Martín cayó herido de un sablazo en la cabeza. Yo me
detuve y felizmente me bajé para socorrer a mi amigo y esto me salvó de
otro sablazo igual o mejor.
La calle había quedado desierta. Las tiendas y las puertas de las casas
se habían cerrado hacía tiempo. Los comerciantes y porteros, sabiendo ya
por experiencia en lo que paraban estas manifestaciones estudiantiles,
en cuanto vislumbraban una se apresuraban a echar el cerrojo.
En un principio imaginé que Martín había caído al suelo por virtud de un
golpe de plano; pero al levantarle observé con horror que estaba
cubierto de sangre. Entonces llamé con todas mis fuerzas en la puerta
de la tienda que tenía cerca, pidiendo socorro. Al cabo de unos
momentos, un dependiente asomó la nariz por una estrecha rendija y
paseando sus ojos investigadores por el ámbito de la calle y
cerciorándose de que el peligro había desaparecido, abrió a medias la
puerta, alzamos entre los dos al herido y lo metimos dentro. No había
perdido el conocimiento, pero soltaba bastante sangre y como ésta le
corría por la cara, el efecto no podía ser más aflictivo. Después que
hicimos vanos esfuerzos por restañársela con un pañuelo y con una
toalla, el dueño del comercio y sus dependientes opinaron que debíamos
conducirlo a la botica más próxima.
Así lo hicimos, y el farmacéutico, que ya tenía abierta la puerta,
aunque no el escaparate, se apresuró a bañarle la herida con un líquido
astringente que detuvo la sangre; pero me aconsejó que lo llevase a la
Casa de Socorro. Echadas mis cuentas, vi que ésta se hallaba bastante
más lejos que la suya y en consecuencia decidí transportarle a su propio
domicilio, y él así me lo rogó también. Corrí a la plaza de Santo
Domingo donde había puesto de coches de punto, me metí en uno, vine a la
farmacia y acomodando en él a mi amigo, di las señas al cochero del
palacio de Pérez de Vargas.
En pocos momentos llegamos delante de la puerta. El enano hirsuto y
severo de la portería nos recibió sin conmoverse ni ceder un punto de su
severidad. Hizo sonar un timbre, bajó un criado y tampoco éste pareció
dar señales de sobresalto y dolor viendo a su joven señorito con la
frente vendada y con señales de sangre en la venda. Lo que hizo fué
subir apresuradamente la escalera y enterar a la familia de que Martín
había sido herido por un guardia en un motín de estudiantes.
Cuando llegamos arriba salieron la señora de Pérez de Vargas, mamá de
mi amigo, y dos de sus elegantes hermanas. La mamá se conmovió al verle
tan pálido y herido.
--Hijo mío, ¿qué has hecho?--exclamó poniéndole las manos sobre los
hombros.
--¿Qué había de hacer? ¡Alguna tontería de las suyas!--respondió
agriamente una de sus hermanas.
--¡Como si lo viera!--corroboró la otra con no menos acritud.
--¡A ver, Gabino, corre inmediatamente a casa de Huerta!... No, no
avises a Huerta, que está muy lejos... Aquí en el número siete hay un
médico. Pregunta al portero. Dile que venga contigo sin pérdida de
tiempo--profirió la señora temblando de emoción dirigiéndose al criado
mientras besaba a su hijo y le empujaba suavemente hacia las
habitaciones interiores.
Pero en aquel momento salieron al ruido las tres ninfas que restaban, se
pusieron al tanto de lo que ocurría, y sin compasión alguna comenzaron a
pronunciar ásperas palabras contra mi pobre amigo.
--¡Bien empleado te está!--decía una.
--¡Eso es!--replicaba otra--. Estos chicuelos son insufribles, siempre
armando alborotos.
--Y faltando al respeto a los profesores.
Yo estaba escandalizado de aquella dureza injustificada. Quise hacerles
entender que nosotros no habíamos tomado parte en el motín, y sólo por
una circunstancia fortuita había sido herido mi amigo. Aquellas
elegantes arpías me atajaron con unas miradas tan furiosas y
despreciativas que las palabras expiraron en mis labios. Avergonzado y
confuso, cuando vi que todas me volvían la espalda, me puse el sombrero
y bajé apresuradamente la escalera.
Cuando llegó el fin del curso, repasamos juntos nuestras asignaturas:
en los últimos días resolvimos velar hasta la madrugada. Al efecto,
después de cenar me iba a su casa. Sobre la mesa de su cuarto se
hallaba, a más de los libros, una maquinilla para hacer café.
Es cosa sabida por todos que este producto ultramarino desvela y aguza
la memoria. Lo confeccionábamos, pues, con prolijo esmero y bebíamos
algunas tazas. El resultado no correspondía siempre a nuestro propósito.
Más de una vez y más de dos a la media hora de ingerirlo roncábamos
ambos de bruces sobre la mesa.
Aquel fué el primero y último curso que estudiamos juntos. En uno de los
primeros días del segundo llegó a la Universidad triste y abatido, y me
comunicó con voz apagada, que por exigencias de su familia se veía
obligado a dejar la carrera de Ciencias y prepararse para entrar en la
milicia. Con prudente vaguedad me dió a entender que los negocios de su
casa no marchaban muy bien y que necesitaba pronto ponerse en
condiciones de ganarse la vida por sí mismo. Había elegido la carrera de
ingeniero militar como más compatible con el cultivo de las ciencias que
amaba y no quería abandonar.
Pronto averigüé, como averiguó todo Madrid, la ruina y caída de la Casa
de Pérez de Vargas. Sus acreedores se habían echado sobre ella, y no
sólo sus bienes, sino hasta el mismo viejo palaciote había quedado en su
poder. Sus hermanos varones permanecieron en Madrid, pues aquí tenían
sus destinos: los papás y las hijas se habían ido a vivir a cierto
lugarcillo de una provincia lejana donde un hermano de la señora les
había dejado una casa y algunas pequeñas rentas para sostenerse. Allí
fueron a refugiar su desnudez aquellas cinco elegantes que tanto
esplendor habían dado a la corte.
Martín quedó aquel año en Madrid preparándose para el ingreso en la
escuela. Después se fué a Guadalajara y no volví a verlo en muchos años.


VI
LA GLÁNDULA DEL ATEÍSMO

Bien; quedamos en que la rosa espléndida que brotó en la mañana de mi
vida se marchitó apenas brotada. No acaeció otro tanto con la que
embalsamó la existencia de mi amigo Sixto Moro. He de contar su historia
en estas memorias con la esperanza de producir algo digno de ser
conocido.
Y ¿por qué he de maldecir de mi fracaso? Al contrario; quiero alegrarme
como si fuese uno de los sucesos más dichosos de mi vida. Cuando un
hombre, a punto de cometer una mala acción, tropieza con cualquier
obstáculo que se lo impide, esto significa que no está dejado de la mano
de Dios. El ángel de su guarda le ha suscitado aquel impedimento para
salvarle. Yo bendigo a la Providencia porque el mío en aquella ocasión
me haya hecho caer de bruces. A la hora presente no me atormenta el
remordimiento de haber engañado vilmente a un amigo de mi padre.
Ya sé que esto no es completamente moderno, que existe en la actualidad
una moral más perfeccionada; pero soy viejo ya y no tengo tiempo ni
humor para ponerme al tanto de los nuevos descubrimientos.
La aventura de Moro se desarrolló desde un principio con la mayor
inocencia. Los cortos momentos que pudo estar cerca de Natalia y las
pocas palabras que con ella había cruzado causaron sobre él tan profunda
impresión, que durante algún tiempo apenas sabía hablarme de otra cosa.
Quería averiguar no solamente los rasgos de su carácter, sino también
los pormenores referentes a su vida y costumbres, y me saeteaba con
preguntas que la mayor parte de las veces no podía yo satisfacer. Me
confesaba ingenuamente que la imagen de aquella niña le seguía a todas
partes y turbaba la marcha hasta entonces tranquila de su vida.
Yo comprendía el estado de su alma por lo que en la mía pasaba: hubiera
tenido placer en ayudarle a conquistar el corazón o la mano de aquella
bella criatura, mas vi prontamente lo absurdo de tal empresa. Moro era
un joven de extraordinario talento, de una maravillosa facilidad de
palabra, que a no dudarlo se abriría camino en la sociedad y alcanzaría
los primeros puestos de la política. Pero su mérito hasta ahora se
hallaba inédito: sólo sus condiscípulos de la Universidad y sus
compañeros de la Academia de Jurisprudencia podían apreciarlo. En el
mundo no se cotizan las esperanzas, y a la hora presente mi amigo no era
otra cosa que el hijo de un pobre zapatero de Alcalá y un aprendiz de
abogado. ¿Cómo poner los ojos en la hija única de un tan encumbrado
personaje como el general Reyes?
Demasiado lo comprendía él. Por eso jamás, ni directa ni indirectamente,
salió de sus labios en nuestras conversaciones una palabra que pudiese
significar alguna remota esperanza de ser correspondido. En cambio, se
entregaba libremente a los goces del amor platónico, buscando las
ocasiones de dar satisfacción a los ojos con la imagen de su adorada.
No le faltaban, ciertamente, porque yo conocía bien las costumbres de
las damas; sabía en qué iglesia y a qué hora oían misa los domingos y
cuáles los teatros que frecuentaban durante la semana. El pobre Moro,
aunque disponía de escasísimos recursos, encontraba de vez en cuando
una peseta en su bolsillo para procurarse una entrada de _paraíso_. Yo
le prestaba mis gemelos y desde aquellas alturas se saciaba contemplando
toda la noche a su ídolo.
Más de una vez, cuando yo tenía el honor de acompañarlas, al levantar
los ojos desde nuestra platea a la galería tropezaron con los de mi
amigo ávidamente posados en nosotros. Yo le hacía un signo, él me hacía
otro, y nada más. Me había suplicado con mucho encarecimiento que jamás
diese a entender a Natalia aquel amor que le había inspirado, y le
cumplía la promesa. Más de una vez también, hallándole por la mañana con
los ojos enrojecidos, he comprendido que había pasado la noche anterior
con ellos pegados a los cristales de los gemelos en algún teatro. Yo le
embromaba con aquellas manchas sanguinolentas y él no me negaba el
hecho.
Natalia me dijo un día:
--Tu amigo Moro debe de ser muy aficionado al teatro: le he visto ya
diferentes veces.
--Sí--le respondí con alguna vacilación--; le gusta mucho la música y la
literatura... pero le habrás visto en las alturas, porque todavía no
puede permitirse el lujo de una butaca.
--Eso demuestra que es un sincero aficionado--replicó graciosamente--.
La mayoría de los que vamos a butacas y a palcos no asistimos al teatro
por el drama o por la ópera que representan, sino por ver gente, por
exhibirnos, por pasar el rato.
Repetí estas palabras a Moro y le causaron muy grata impresión. El
espíritu grave, recto y sincero de Natalia se adivinaba al través de
ellas.
--¡Ya ves cómo no adoro a una muñeca!--exclamó con los ojos brillantes
de alegría.
Se hizo más cauto, sin embargo, y redobló sus precauciones para no ser
visto por ella.
¡Qué placer infinito le causé un día que le traje la rosa que Natalia
había llevado sobre el pecho en el teatro! Se le había caído cuando
salimos. Yo la recogí del suelo y quise entregársela.
--Tírala, no sirve ya para nada.
--Es lástima--le respondí--; me quedo con ella.
--¡Con tal que no te sirva para hacer alguna conquista!
--Bueno, se la regalaré a mi patrona Doña Encarnación, a ver si consigo
que se ablande.
--¿Qué estás diciendo?--exclamó, mirándome con espanto.
--Sí; que se ablande el _beefsteak_ que nos sirve en el almuerzo.
Soltó una fresca carcajada. El General y Guadalupe se volvieron, y mi
palabrita, repetida por Natalia, obtuvo un gran éxito.
El pobre Moro quiso volverse loco de alegría cuando le entregué esta
rosa. Me hizo jurar que no le engañaba, que había estado, en efecto,
sobre el pecho de su amada. Una vez convencido se entregó a tan
graciosos extremos de alegría, que pasamos un rato delicioso. La colocó
en un pequeño florero, se arrodilló delante de ella, se puso a cantar el
_Tantum ergo_ y a guisa de incensario quemó en su honor algunas hojas de
_papel de Armenia_. Después la llevó con toda solemnidad a su cuarto y,
haciendo previamente grandes y repetidas genuflexiones, la encerró en su
armario, prometiéndome que de vez en cuando la «pondría de manifiesto»,
sonando antes la campanilla para que todo el mundo de la casa viniese a
adorarla.
¡Cuánto nos hacían reír estas bromas! Nos hallábamos en la edad dichosa
en que se ríe con las alegrías y también con las penas.
Como ejemplo igualmente de que el humor jocoso de Moro no se había
extinguido por la pasión sin esperanza que le había cogido, contaré una
chanza que por aquellos días nos hizo reír mucho.
Algunas noches, después de comer, los primos Mezquita solían
arrastrarnos consigo al _Café de Madrid_.
En aquel tiempo se juntaban por las noches en este café los enemigos más
caracterizados que el Sér Supremo tenía en la capital de España. La
mayor parte eran estudiantes de Medicina. Había también muchos
dependientes de comercio y algún que otro borracho sin profesión
conocida.
Se hallaba situado entonces frente al Ministerio de Hacienda. A un lado
de la puerta de éste aparecía un gran letrero en negro, trazado con
brocha gorda, que decía: «_Cayó para siempre la raza espúrea de los
Borbones._» Al otro lado decía: «_Justo castigo a su perversidad._»
Estos renglones fatídicos, que podían leerse a la luz de los faroles,
contribuían no poco a mantener vivo el espíritu revolucionario en el
café.
Todo el mundo era rebelde en el _Café de Madrid_: el dueño, los mozos,
la clientela. Si por casualidad se deslizaba allí algún incauto
monárquico, pronto se marchaba escandalizado por los conceptos
sediciosos que se vertían en voz alta.
Verdad que en aquella época no se corría peligro amenazando a lo
existente en voz alta. Nos hallábamos en plena revolución. Los
ministerios se sucedían unos a otros alzados y derrocados por la presión
del populacho y de los periódicos que mejor lo representaban. El
Ejército se cruzaba de brazos, presenciando con desdeñosa indiferencia
la agitación de las masas; la Policía ejercía su ministerio tan
tímidamente, que no se la sentía, como si tuviese vergüenza de sí misma.
Con todo, no podía dudarse de que los clientes del _Café de Madrid_ eran
hombres indómitos y peligrosos, y el más feroz de todos su mismo
propietario, un hombrecillo gordo, barrigudo, que acostumbraba a
situarse en una mesa próxima al mostrador, rodeado siempre de una
camarilla o guardia negra que comentaba sus hazañas y bebía sus licores.
Corría, como válido en el café, que Don Pancracio (así se llamaba su
dueño) se había batido heroicamente en las barricadas y había entrado en
todas las conspiraciones fraguadas diez años antes de la revolución, por
lo cual había sido condenado cinco veces a muerte, sin que estas
condenaciones hubiesen alterado poco ni mucho sus facultades digestivas.
Don Pancracio era hombre feroz por convicción más que por temperamento.
Todo el mundo convenía en que tenía un corazón bondadoso y tierno y se
contaban de él algunos rasgos de generosidad muy laudables. Pero había
llegado a imaginar que era un sér temeroso y esto le lisonjeaba hasta un
punto indecible. Se susurraba que en los barrios bajos de Madrid había
dos mil hombres de pelo en pecho que no aguardaban más que una señal
suya para empuñar el trabuco y lanzarse a la barricada.
Aunque esto no fuese cierto, los clientes así lo creían y él debía de
creerlo aún más firmemente que ellos, a juzgar por su entrecejo siempre
fruncido y la manera temerosa de hacer rodar sus ojos sanguinarios por
todo el ámbito del café. Cuando allá en una mesa lejana se producía una
disputa demasiado violenta y los contendientes se hallaban próximos a
venir a las manos, esto despertaba inmediatamente los instintos
guerreros del propietario quien, soltando una terrible blasfemia,
tomaba una botella por el cuello y, mirando hacia los perturbadores del
orden de un modo provocativo, murmuraba amenazas capaces de hacer
estremecerse al Cid en su tumba. Pero sus genízaros se apresuraban a
calmarle: «--¡Don Pancracio! ¡Don Pancracio!... ¡Un hombre como usted
ensuciarse las manos en esos peleles!»
El propietario se calmaba con estas o semejantes razones, soltaba el
cuello de la botella y no tardaba en bebérsela en compañía de su estado
mayor. No puedo medir la capacidad estratégica que éste alcanzaba,
porque nunca le he visto a la hora de la batalla, pero sí puedo
certificar de la que poseía para los líquidos espirituosos.
Todas las horas eran trágicas para este café de conspiradores; pero la
más trágica de todas era aquella de la noche en que aparecía un
periódico revolucionario titulado _El Combate_. Cuando se abría la
puerta y el vendedor se presentaba con su gran paquete debajo del brazo,
los clientes todos como un solo hombre se ponían en pie, se agitaban
convulsos, gritaban, gesticulaban y el orden no quedaba restablecido
hasta que todos se veían poseedores de la preciosa hoja que devoraban
con espasmos de alegría. En esta hoja se llamaba todos los días
«granuja» al presidente del Consejo de Ministros, se le desafiaba y se
empleaban las palabras más sucias del diccionario para calificar a los
ministros.
¿Cómo podía consentirse esto?, preguntará tal vez el lector.
Sencillamente, porque habíamos concluído con la ominosa tiranía y
gozábamos de todos los derechos individuales.
No pudiendo reprimir legalmente la injuria, el Gobierno acudía al
recurso de pagar a unos cuantos bravucones que entraban de improviso en
las redacciones de los periódicos, apaleaban a los redactores y rompían
y deshacían cuanto encontraban. Todo el mundo habrá oído hablar de la
famosa _partida de la porra_. De un día a otro se esperaba que estos
terribles apaleadores penetrasen en la redacción de _El Combate_. Si no
lo habían hecho hasta entonces era porque los redactores se hallaban
prevenidos y escribían con un par de revólveres delante de las
cuartillas. Pero en cuanto se demoraba un cuarto de hora la salida del
periódico, una gran impaciencia reinaba en el café, algunos salían a la
calle, circulaban noticias alarmantes y sólo respirábamos cuando
aparecía el enorme paquete por la puerta.
Una noche no apareció. ¡Noche terrible, noche aciaga en los fastos de
aquel memorable café! A medida que el tiempo transcurría la
consternación se pintaba en todos los semblantes. Al principio se
gritaba mucho, se gesticulaba, había gran movimiento de entradas y
salidas: los clientes más jóvenes se lanzaban en descubierta por las
calles y volvían pálidos sin poder dar noticias concretas. Más tarde una
desesperación sombría se apoderó de todas las cabezas. Las voces
comenzaron a sonar más roncas. Después se apagaron por completo y un
silencio heroico se extendió por todo el café.
Don Pancracio ordenó cerrar las puertas como estaba prevenido, pero sus
camareros recorrieron como agentes ejecutivos todas las mesas,
advirtiéndonos que podíamos permanecer allí el tiempo que tuviéramos por
conveniente.
Nadie se movió en efecto. Allí permanecimos todos hasta que rayó la luz
del día, convencidos de que el dios Morfeo no tenía poder para prender
nuestros párpados si antes no habíamos leído las fulgurantes amenazas de
_El Combate_.
Es de saber, no obstante, que en el _Café de Madrid_ no todos eran
hombres de acción. Había también pensadores. Y siento verdadera
satisfacción al declarar que los que correspondían a la mesa donde se
sentaban los Mezquita con otros estudiantes eran los más conspicuos.
Después que se había injuriado suficientemente a los Poderes
constituídos se discutía indefectiblemente el tema de la espiritualidad
del alma. En realidad no se discutía, porque aquellos estudiantes no
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