Años de juventud del doctor Angélico - 07

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Era cosa divertida contemplar a nuestro sabio amigo departiendo en un
rincón con Rosarito. Aquellos vivos colores que habían nacido en las
mejillas de ambos en el punto en que se conocieron allí habían quedado
fijos. Lo único que hacían era cambiar un poco de intensidad, pero
siempre compensándose. Unas veces eran las mejillas de Rosarito donde el
rojo se ostentaba más brillante, otras eran las de Pasarón.
A nadie podía ofrecer duda que los dos se hallaban profundamente
enamorados. Sin embargo, Bruno Mezquita, que pretendía ejercer el
monopolio de la seducción, se autorizaba el dudarlo; sonreía
compasivamente cuando se tocaba a este punto, dando a entender con esta
sonrisa que, en su opinión, Rosarito se hallaba aún bajo la influencia
del sueño hipnótico que él la había comunicado.
¡Falso de toda falsedad! Rosarito no sólo le miraba con profunda
indiferencia, sino que se había negado a dejarse dormir por él
nuevamente. Si algo lograba magnetizarla ya era el brillo de los lentes
de Pasarón. Y si esto no era bastante, ¿cómo escapar al influjo de unos
sáficos adónicos y una silva en verso blanco, estilo horaciano, que
aquél había compuesto en su honor? En estas composiciones de clásica
inspiración la llamaba Lidia en vez de Rosarito y hablaba del fuego de
Vesta, de las umbrosas faldas de Helicona, del Pindo, de Febo y de los
Dióscoros.


X
EN QUÉ PARÓ EL IDILIO CLÁSICO DE MI AMIGO PASARÓN

Terminamos al fin nuestro curso académico. Todos los huéspedes de la
casa de la calle de Carretas salieron airosamente de los exámenes:
algunos con extraordinaria brillantez. Pasarón obtuvo el premio
extraordinario del doctorado de Letras y Moro el de la licenciatura de
Derecho. Luego nos diseminamos marchando cada cual a reunirse con su
familia. La del general Reyes se fué a veranear a San Sebastián.
Sin embargo, Pasarón, con pretexto de consultar algunos libros y
manuscritos de la Biblioteca Nacional para su discurso del doctorado,
permaneció más tiempo en Madrid; pero al cabo también se fué en los
últimos días del mes de julio para volver en los primeros de septiembre.
En los cuarenta y cinco días que residió en su tierra envió a Rosarito
cuarenta y cinco cartas, alguna de las cuales tuve ocasión de ver más
adelante. Por el aliño y la galanura de la dicción, tanto como por la
nobleza de los pensamientos, estas misivas, aunque del género amoroso,
serían si se publicasen de tan sabrosa lectura como las de Plinio el
Joven.
Aquel idilio clásico prosiguió tan suave como una égloga de Virgilio y
tan vehemente como una elegía de Tíbulo. Pasarón dejaba transcurrir las
horas dulcemente al lado de Rosarito viendo cómo sus dedos ágiles
imprimían en relieve sobre la batista guirnaldas de hojas y flores. Y
cuando los respetos sociales le obligaban a apartarse un mínimo espacio
de tiempo, era todavía para sentarse en el comedor al lado del balcón
con un libro en la mano, que recibía menos de la mitad de las miradas
que la ventana de la bordadora.
Y en verdad que ésta merecía tan rendida pasión. En este punto todos
estábamos de acuerdo. Rosarito, por su carácter dulce y humilde, por la
bondad que reflejaban sus ojos, por el timbre insinuante y afectuoso de
su voz había conseguido cautivarnos a todos. Se empezaba admirando a su
hermana y se concluía por prendarse de ella. Por eso nada nos sorprendía
el amor de Pasarón; y aunque su manera de expresarlo nos pareciese
ridícula, lo aprobábamos de todo corazón y deseábamos que terminase
felizmente.
No obstante, Sixto Moro se autorizaba algunas dudas; nos decía riendo
que los amores de Pasarón eran una pasión greco-romana y que, más tarde
o más temprano, concluiría por la intervención fatal y dolorosa del
Destino, como las tragedias clásicas.
Esta broma profética se verificó desgraciadamente. Cuando llegué a casa
una tarde a la hora de comer hallé a Doña Encarnación profundamente
consternada; la criada también parecía estarlo; en los rostros de los
Mezquita, de Albornoz y del mismo Sixto Moro se percibían igualmente
señales de mal humor.
--Sabrás--me dijo este último sentándose a la mesa--que nuestro sabio
amigo nos ha dejado.
--¿Pasarón se ha ido?--pregunté sorprendido.
--Sí; Pasarón nos ha soltado con la misma indiferencia con que echaría a
un lado una edición moderna del _Quijote_ impresa en Barcelona con
muchas erratas.
Entonces levanté la cabeza interrogando con los ojos a Doña Encarnación.
--Esta tarde, poco después del almuerzo, me pidió su cuenta y me dijo
que se trasladaba a otra casa donde está de huésped un primo hermano
suyo porque su familia así lo quiere. Comprendí que era un pretexto y le
pregunté si estaba descontento del servicio o de los huéspedes. Me
respondió que no y hasta me aseguró que se marchaba con gran
sentimiento, que todos ustedes le eran muy simpáticos, que se hallaba
muy satisfecho del trato que yo le daba... Pero, en fin, lo cierto es
que se ha ido. Hace un momento que ha venido un mozo de cuerda por su
equipaje.
Guardamos silencio todos por unos instantes. Al cabo, Bruno Mezquita
profirió en voz baja con señales de irritación:
--La verdad es que la cortesía no parece por ninguna parte.
--La cortesía, amigo Bruno--respondió Moro--, no tiene el mérito de
haber estado tres siglos llena de polvo y telas de araña en el archivo
de algún convento. Por lo tanto, no hay que hacer caso de ella.
Sin embargo, antes de que hubiéramos terminado de comer, llamaron a la
puerta y Doña Encarnación entregó a Moro una carta que para él traían.
--La letra es de Pasarón--dijo éste echando una mirada al sobre--, por
lo tanto, le devuelvo la honra que le he quitado.
En efecto, era de nuestro amigo, y aunque venía dirigida a Moro como
huésped más antiguo, el contenido estaba dedicado a todos. Se despedía
de nosotros con palabras corteses y bien aliñadas. Yo eché de menos en
su misiva un poco de cordialidad y franqueza. Pienso que los demás
opinaron lo mismo, pero nadie lo expresó en voz alta y se dieron por
satisfechos en la apariencia. La prueba mejor de que este sentimiento
latía en todos los corazones al mismo tiempo, fué que se habló poquísimo
de Pasarón aquel día y en los siguientes casi nada.
Doña Encarnación me comunicó después confidencialmente que había roto
bruscamente sus relaciones con Rosarito enviándole una carta fría de
despedida como había hecho con nosotros. La pobre niña había
experimentado un disgusto tan fiero, que había caído enferma en la cama.
En vista de ello no intenté siquiera subir a su cuarto. Bruno Mezquita y
su primo, que se aventuraron a hacerlo, no fueron recibidos.
Así transcurrieron algunos días, cuando una mañana al llegar de la
Universidad salió a abrirme la puerta la misma Doña Encarnación. Observé
en su rostro señales de preocupación. Me tomó de la mano con cierto
misterio y hablándome en voz baja, casi imperceptible, me dijo:
--Tiene usted en su cuarto una visita.
--¿Una visita?, ¿quién es?
--Entre usted; ya lo verá.
Seguí por el corredor lleno de curiosidad, abrí la puerta del gabinete y
vi sentada en el sofá a Rosarito. Se puso en pie vivamente y una sonrisa
de vergüenza y confusión se dibujó en sus marchitos labios. Porque
estaba realmente desfigurada. Era cosa asombrosa que unos cuantos días
de enfermedad dejasen huellas tan visibles en su rostro.
--Perdone usted esta visita que no podrá menos de importunarle--me dijo
con voz apagada.
--Usted no puede importunarme jamás, Rosarito--me apresuré a decirle,
apretándole la mano--. Siéntese y dígame en qué puedo servirla.
Se sentó de nuevo y ruborizándose aún más de lo que estaba, empezó a
balbucir:
--Ya estará usted enterado de que José Luis...
--Sí, sí; ya sé que se ha portado con usted de un modo bien poco
correcto.
--No me quejo. Ningún compromiso formal había contraído conmigo.
Nuestras relaciones han sido como las de tantos otros novios que
comienzan y se rompen con igual facilidad. Usted ha sido testigo del
comienzo de ellas. Me dijo que me quería y yo le entregué mi corazón.
Quizá alguno de ustedes me habrá tildado de presuntuosa, porque es
evidente que nuestras posiciones son muy distintas. El es hijo de una
familia rica, un joven de extraordinario provecho y gran porvenir; yo no
soy más que una pobrecita huérfana que necesita vivir del trabajo de sus
manos... Pero le juro por la sagrada memoria de mi padre que al aceptar
sus relaciones no me ha movido cálculo alguno de interés. Me sentí
atraída hacia él desde que le conocí. Luego, su trato tan cortés, tan
dulce; su talento, que ustedes mismos admiran, me llegaron a seducir. Le
quise entrañablemente... le quise como no es posible querer más..., le
quise, le quise y ¿por qué no he de confesarlo si es verdad? ¡le quiero
todavía con todo mi corazón...!
Aquí Rosarito rompió a sollozar. Yo, fuertemente impresionado, traté de
calmarla.
--Tranquilícese usted, Rosario... Acaso no sea más que una mala
inteligencia... Seguramente harán ustedes las paces.
--Perdóneme usted... Comprendo que le estoy molestando... No, no espero
nada. Estoy segura de que hemos concluído para siempre... Y después de
todo ¿qué tiene de particular? ¿Qué importa que una pobre chica se
enamore de un hombre, y que este hombre no le corresponda y que sufra,
y que llore, y que enferme? Es cosa que se está viendo todos los días.
--Importa mucho, Rosario. Los empeños del corazón deben ser más sagrados
aún para el hombre que los que están amparados por la ley. Yo he sido
testigo de sus amores como lo han sido mis compañeros; todos sabemos que
José Luis entraba en casa de ustedes como un prometido oficial, como una
persona de la familia...
--Es cierto; yo había depositado en él toda mi confianza y mamá le
consideraba ya como un hijo... Pero yo estaba ofuscada y mamá lo estaba
también. ¿Cómo hemos podido tan pronto hacernos la ilusión de que un
joven de la posición y del mérito de José Luis iba de buenas a primeras
a ligar su suerte a la de una pobrecilla desvalida, a una miserable
artesana?
--¡Rosario, es usted exageradamente humilde!
--Nada, nada; ha sido una verdadera aberración por nuestra parte... Pero
no se trata ahora de eso. Un sueño es un sueño y la claridad del día lo
disipa. Lo único que me importa en este momento es saber si la ruptura
de nuestras relaciones ha sido por su parte una resolución espontánea o
si ha sido inducido a ella por alguna falta que yo haya cometido sin
darme cuenta o por algo que contra mí le hayan dicho. En el primer caso
me resigno con mi suerte. Que no se me hable, que se me deje tranquila y
Dios me dará fuerzas para soportar mi dolor...
Otra vez Rosarito volvió a romper en sollozos, mostrando claramente que
Dios todavía no le había concedido el don de la fortaleza. Al cabo de
unos momentos levantó de nuevo la cabeza, se secó las lágrimas y
prosiguió:
--Pero si puede quejarse de mí por algún motivo o alguien se lo ha hecho
creer, me parece que tengo derecho a saberlo.
--¿No se lo ha preguntado usted por carta?
--Sí; me ha contestado con cuatro líneas. No es bastante. Quiero saberlo
de un modo más claro. Ese favor vengo a pedir a usted suplicándole me
perdone el atrevimiento. Me dirijo a usted con preferencia a los demás
amigos, porque me inspira usted más confianza que ninguno. Además, me
consta, porque se lo he oído muchas veces, que José Luis le estima a
usted de veras y estoy segura de que le escuchará con respeto y
satisfará a sus preguntas.
--Agradezco mucho su confianza, que me esforzaré en merecer, pero se me
figura, Rosarito, que padece usted un error. José Luis no es hombre
pródigo de estimación y no creo que haya malgastado demasiado en mí. Sin
embargo, para dar a usted una prueba de la afectuosa amistad que me
inspira, estoy dispuesto a conferenciar con Pasarón a riesgo de sufrir
algún desaire.
--¡Dios se lo pague!--exclamó la pobre niña estrechando fuertemente mi
mano.
Pocas más palabras hablamos. Rosarito, enternecida de nuevo, lloraba.
--¿Sabe usted, Rosario--la dije al cabo--, que si su mamá se enterase
del paso que acaba de dar la enviaría a usted lo menos por quince días a
la _Piñata_?
Rosarito levantó la cabeza y sonriendo al través de sus lágrimas,
exclamó:
--¡Pobre mamá!
El encargo de conferenciar con Pasarón acerca de este delicado asunto no
era placentero. En primer lugar, yo no tenía derecho alguno a mezclarme
en él, puesto que no era pariente de Rosarito ni me ligaba con José Luis
una amistad muy íntima. Verdad que vivíamos en la misma casa y nos
tratábamos con bastante familiaridad, pero nuestra intimidad era
puramente accidental e impuesta por las circunstancias. No estudiábamos
la misma Facultad, no éramos paisanos, y sobre esto Pasarón me llevaba
tres o cuatro años de edad y muchos grados de superioridad intelectual.
Además, debo confesarlo, Pasarón era un joven de trato fácil y correcto;
pero no lograba inspirar confianza. Sus palabras y ademanes eran suaves
y afables; rara vez contradecía y cuando se veía obligado a hacerlo era
siempre guardando excesivos respetos: aun en las más vivas discusiones
con Moro jamás se descomponía. Y sin embargo, todos advertíamos
secretamente que le faltaba cordialidad. Fuese por virtud de un
temperamento nativamente frío o por la distracción que engendraba en él
su absorbente pasión por el estudio, no hallábamos en él ese gracioso
abandono que en la edad juvenil hace tan grata y tan firme la amistad.
No parecía que en esta reserva tuviese parte su reconocida superioridad,
porque repito que era un hombre afable y modesto, pero se echaba de ver
pronto su indiferencia hacia las personas y su desdén por los asuntos
que no tocasen directamente a sus estudios.
Me dirigí, pues, a su casa con poca gana y solamente arrastrado por la
promesa que había hecho, quizá demasiado ligeramente, a mi afligida
vecinita. Cuando ya iba a tirar del cordón de la campanilla, abría
Pasarón la puerta para salir a la calle.
--¿Tú por aquí?--me dijo mostrando alegría y apretándome afectuosamente
la mano.
--Veo que la visita es importuna.
--Nada de eso. Si quieres entraremos y pasaremos a mi cuarto. No tengo
prisa.
Como esto debía contrariar sus planes le respondí:
--No; mejor será que te acompañe hasta el sitio donde te dirijas y así
podremos charlar unos momentos; te haré la visita al aire libre... Por
supuesto, en el caso de que esto no sea una indiscreción...
--Ninguna--replicó satisfecho--. Voy solamente al almacén a dejar estos
libros.
Llevaba un paquete de ellos en la mano. Salimos, pues, a la calle, que
era la de la Montera, y siguiendo la de Jacometrezo y pasando por la
plaza de Santo Domingo entramos en la de San Bernardo, donde se hallaba
el almacén que había mencionado. Entonces me enteré de que un
comerciante de productos alimenticios paisano suyo y muy relacionado con
su familia le había cedido una habitación en el sótano de su casa para
guardar los muchos libros que ya tenía.
Llegamos a la tienda sin que yo me hubiese decidido a tocarle el asunto
objeto de mi visita. Cuando ya no vi otro remedio, esto es, cuando
comprendí que íbamos a separarnos traté de detenerle a la puerta.
--Pasa conmigo--me dijo poniéndome amablemente la mano sobre el
hombro--. Te mostraré mi biblioteca.
Entramos en la tienda, me presentó a su dueño y bajamos acto continuo
por una estrecha escalera al sótano. Había allí un olor asfixiante a
chocolate; como que era el sitio donde se fabricaba. Sacó Pasarón una
llave del bolsillo y penetramos en una gran estancia bastante bien
esclarecida por algunas claraboyas. Las cuatro paredes estaban
revestidas de estantería de pino donde se apilaba una cantidad enorme de
libros. Me produjo admiración; pues aunque tenía noticia de que mi amigo
adquiría muchos, no podía imaginar que fuesen tantos.
Pasarón gozó un momento de mi sorpresa y paseando una mirada de
propietario satisfecho por los estantes me preguntó:
--¿Qué te parece mi biblioteca?
--¡Asombrosa! ¿Cuántos volúmenes hay aquí ya?
--Cerca de cuatro mil.
--No comprendo cómo has podido llegar a esta cifra, si no dispones de
más recursos que los que solemos poseer los estudiantes.
--Todas mis economías están aquí. Me he privado durante la carrera de
muchas cosas, he engañado algunas veces a mi familia, he fingido
enfermedades, hasta he simulado vicios, he sacrificado en fin a esta
biblioteca todos los goces de la juventud.
No pude menos de pensar que aquella colección de libros no merecía tan
enorme sacrificio, porque estaba lejos de sentir tan furiosa pasión
hacia ellos; pero me guardé de expresarlo advirtiendo el deleite, la
extraña voluptuosidad con que Pasarón los contemplaba.
Me mostró con orgullo algunas ediciones raras de libros famosos. Su
adquisición era un poema de habilidad, de paciencia, de esfuerzos
heroicos. Al narrarme las peripecias de aquellas jornadas en busca y
captura del ambicionado vellocino de oro, las manos de Pasarón temblaban
y su voz se alteraba por la emoción.
Confieso que todo aquello me producía un efecto casi cómico. No
comprendía su significado interior, que era el de una victoria personal,
el recuerdo de una lucha tenaz por la posesión de un objeto para él
precioso.
Por otra parte, deseaba llenar mi cometido, cumplir el encargo de
Rosarito. Estaba inquieto, impaciente; no sabía por dónde ni cómo
embocar el asunto. Y como sucede casi siempre en estos momentos de
ansiedad empecé de la peor manera posible.
--Amigo Pasarón--le dije repentinamente--, ayer he hablado con
Rosarito.
--¿Rosarito?--me respondió mirándome al través de los lentes con sus
ojos apagados, como si aquel nombre no despertase en él recuerdo alguno.
--Sí, con Rosarito. Tu repentino traslado de casa y el modo perentorio
con que has cortado las relaciones la ha llenado de estupor. No acierta
a comprender qué pudo haberte empujado a esa resolución que no ha tenido
preparativo alguno, pues el día anterior a tu marcha nada pudo hacerle
sospechar en tus palabras ni en tu actitud que ibas a tomarla. Aparte
del sentimiento natural que esto le ha producido, pues tú no puedes
dudar de que te quiere, se encuentra en un estado triste de agitación y
de duda; toda se vuelve hacer cálculos sobre los motivos que habrás
tenido para tan brusca y misteriosa ruptura.
Pasarón cerró el libro que me estaba mostrando y fué silenciosamente a
colocarlo de nuevo en su sitio. Temí haberle ofendido con mi repentina
interpelación y le dije:
--Comprendo que no tengo derecho alguno a mezclarme en tus asuntos y así
se lo hice entender a Rosarito; pero ésta se empeñó en que te hablase
fiando demasiado en la buena amistad que siempre me has mostrado... Si
te he de confesar la verdad, acepté el encargo por la compasión que me
inspira... Está verdaderamente afligida y desea con anhelo saber si te
ha ofendido en algo.
--Absolutamente en nada--contestó resueltamente sin volver la cabeza.
--Si tienes alguna duda de su fidelidad.
--Ninguna.
--Si alguien te ha insinuado cualquier especie que la desacredite.
--Nadie me ha hablado de ella.
--Entonces... a la verdad, no comprendo...
Pasarón guardó silencio y siguió examinando con atención los lomos de
los libros. Yo comencé a sentirme embarazado y aún corrido de aquel
silencio y tomé la resolución de despedirme bruscamente. Pero Pasarón se
volvió de pronto, vino hacia mí y poniéndome una mano sobre el hombro me
dijo con grave expresión:
--Escucha, Jiménez; los hombres siguen caminos muy diferentes en el
curso de su vida y el de cada cual se halla trazado por su naturaleza
misma. Cuando nos apartamos de él sufrimos las consecuencias enfadosas
que acompañan a la violación de toda ley natural. El mío se me ofreció
bien determinado desde que llegué a la adolescencia. Nadie en el seno de
mi familia ni entre las personas que me rodeaban ha dudado de mi
vocación. Yo he nacido para esto (_apuntando a los libros_) y a esto he
consagrado mi juventud y consagraré mi vida en adelante. Hasta ahora he
marchado derecho a mi objeto y a él he sacrificado, como acabo de
decirte, los goces que más nos seducen a los jóvenes; porque bien sabes
que si las sirenas cantan dulcemente en todas las edades de la vida, en
la nuestra cantan aún con acentos más melodiosos. Ulises, el más sabio y
prudente de los helenos, necesitó que le amarrasen con cuerdas y cadenas
al mástil del barco para no acercarse a sus praderas esmaltadas de
flores. Grandes, colosales esfuerzos de voluntad he necesitado hacer yo,
pobre niño arrojado desde los diez y seis años en la corte, para
sustraerme a sus instancias. ¡Cuántas veces pasando por delante de los
cafés atestados de gente bulliciosa y alegre, contemplando los
escaparates repletos de tantos manjares sabrosos al paladar y de objetos
preciosos a la vista, mirando iluminadas las puertas de los teatros y a
la muchedumbre penetrar regocijada por ellas, cuántas veces sentí mis
fuerzas flaquear! Y sin embargo, apartando la vista de aquellas alegrías
tan contagiosas y que estaban a mi alcance iba a depositar mis pobres
pesetas en algún puesto de libros y a encerrarme en mi oscuro cuarto de
estudiante para pasar la noche con la cabeza bajo el hediondo quinqué de
petróleo... Pero llegó un día, amigo Jiménez, tú lo sabes bien, en que
las sirenas hicieron sonar en mis oídos un canto celestial, un canto al
cual ni los mortales ni los inmortales han podido resistir jamás. Y mi
corazón se estremeció, la brújula de mi existencia comenzó a dar saltos
cual si se le aproximasen raspaduras de acero, todas mis ideas se
trastornaron de golpe. El Amor es fuerte como la muerte. Ni hombre ni
dios ni su misma madre la hermosa diosa de Chipre han estado jamás a
cubierto de sus flechas de oro. El mismo Júpiter, que pretendió
aniquilarlo al nacer previendo todo el mal que al universo haría este
rapazuelo, se rindió al cabo a sus encantos y le recibió en el Olimpo
entre los dioses patricios. ¡Qué mucho que yo me entregase a él atado de
pies y manos! Vosotros todos pudisteis apreciar los efectos que en mí
causó aquel sueño... Desgraciadamente, los sueños no son de mucha
duración. Desperté y en medio del camino de mi vida me hallé como el
Dante en una floresta oscura. Me sentí extraviado, perdido, comprendí
que aquella pasión me alejaba del polo magnético hacia donde había
orientado mi existencia y que jamás conseguiría alcanzar el objeto hacia
el cual han tendido mis esfuerzos hasta ahora. Tuve el valor de volverme
atrás y buscar de nuevo el sendero que había perdido. No puedes siquiera
sospechar la violencia que he tenido que hacerme para ello, cuánta
batalla librada en mi cerebro, cuánta noche de insomnio, cuanto
desfallecimiento, cuánta lágrima... Pero al fin he vencido. Vuelvo a ser
lo que era. Necesito aprovechar el tiempo que he perdido. Mis estudios
hasta ahora no han sido verdaderamente serios. Tengo en perspectiva las
oposiciones a una cátedra en Madrid, y para conseguir la victoria a mi
edad se necesita un esfuerzo casi sobrehumano... Y ahora, amigo
Jiménez--añadió después de una larga pausa--, te ruego encarecidamente
que no hablemos una palabra más de este asunto. Deploro el disgusto que
ha producido mi momentáneo extravío, pero hay que apartar los ojos y el
pensamiento de lo que ya no tiene remedio.
Comprendí que era inútil insistir y me callé. Seguimos hablando de
libros y al poco rato me despedí de él.
¡Pobre Rosarito!


XI
CÓMO LOS ESPÍRITUS JUGARON UNA MALA PARTIDA A MI AMIGO JÁUREGUI

Mi amigo Jáuregui gastaba el dinero a manos llenas. Su tío el marqués de
la Ribera del Fresno era un viejo escéptico, volteriano, que se había
ocupado poco de él mientras estuvo bajo su tutela. Ahora, que desde
hacía algunos meses había salido de ella, no se ocupaba poco ni mucho.
Era por naturaleza espléndido, y como yo le había entrado por el ojo
derecho se complacía en hacerme cada pocos días un regalito: una caja de
jabones, una boquilla, un bastón y otras chucherías por el estilo.
Cuando alguna vez íbamos juntos al café era imposible que yo pagase el
servicio. Casi a diario tenía a la puerta un coche del Círculo
aristocrático donde almorzaba y a menudo me llevaba en él de paseo a la
Castellana. En estas ocasiones le veía hacerse señas con las beldades
libres más a la moda y, por lo tanto, más caras. Las propinas que
vertía en manos de los cocheros y los mozos de café eran escandalosas
por lo crecidas.
Gastaba el dinero y gastaba la vida al mismo tiempo. Su organismo se
marchitaba velozmente por la combinación antihigiénica de las
comunicaciones carnales y espirituales. De un lado Antonia la Gallega,
Paca la Serrana. Del otro, Sócrates y Pedro el Grande. Era imposible
resistir a este conjunto de fuerzas tan opuestas. El pobre chico ya no
tenía más que ojos en la cara.
Un suceso inesperado, fulgurante, vino a turbar, sino a precipitar,
aquella marcha lenta y metódica hacia el cementerio. He aquí cómo se
desenvolvió tan extraño acontecimiento, según los datos que el mismo
interesado me suministró.
Se hallaba nuestro joven una tarde celebrando su acostumbrada
conferencia con Sócrates cuando se le ocurrió preguntar al célebre
filósofo si estaba destinado por Dios a ser casado o soltero y en el
primer caso quién sería la mujer a la cual había de llamar esposa. La
respuesta del filósofo fue terminante: «La primera mujer que veas y te
hable, esa será tu esposa.»
Como puede inferirse, este oráculo produjo mucha turbación en el ánimo
de Jáuregui. ¿Quién no se sentiría trastornado al saber que la desgracia
o la felicidad de su vida se hallaba pendiente de un hilo tan delgado?
Por esta razón, Jáuregui se apresuró a repetirla pregunta temiendo no
haber comprendido bien. Sócrates respondió con la misma precisión,
aunque variando un poco los términos: «La primera mujer a quien vean tus
ojos, a esa debes elegir por esposa.»
En aquel mismo instante llamaron con la mano a la puerta de escape de su
alcoba. Toda su sangre fluyó al corazón.
--¿Se puede?--dijo una voz femenina desde fuera.
Era la de la criada de su planchadora que solía traerle dos veces por
semana la ropa. Jáuregui, sin responder, se precipitó a echar el
cerrojo. No llegó a tiempo. La chica, viendo que no la respondían,
coligió que el señorito no estaba en casa, como de ordinario acontecía,
y empujó la puerta. Al hacerlo tropezó con Jáuregui, que retrocedió
espantado.
--¡Celedonia!--exclamó fuera de sí.
Gruesas gotas de sudor frío le resbalaban por la frente.
La muchacha, sorprendida a su vez, dió unos pasos atrás contemplando con
espanto la fisonomía descompuesta del joven.
--¡Señorito!
Se miraron ambos con el mismo terror por espacio de algunos segundos. Al
cabo, la chica balbució toda confusa:
--Perdone, señorito..., creí que no estaba en su habitación.
--No hay de qué... Pase usted--murmuró Jáuregui con la respiración
jadeante, pasando repentinamente del terror a la resignación, mejor
dicho, al abatimiento.
Esta Celedonia, criada y aprendiza de su planchadora, era una moza de
veinte años, frescachona y razonablemente fea, la boca grande, la nariz
ancha, los ojos saltones. Su ilustración al mismo tiempo no dilatada.
Sumaba por los dedos bastante bien, pero no había abordado otros
misterios de las matemáticas. Hablaba con todos como si estuvieran del
lado de allá del río; sus fuerzas, hercúleas; sus discursos,
pintorescos; su risa, formidable.
Jáuregui no había podido comprobar estos extremos, porque rarísima vez
había hablado con ella; pero Doña Encarnación, que la conocía mejor, los
había divulgado.
Por aquellos días hallé a mi elegante amigo hondamente preocupado.
Hablaba poquísimo, no reía jamás y parecía huírme. Al fin una noche,
encerrado conmigo en su gabinete, me confesó con labio balbuciente lo
que acabo de referir.
--¿Y qué es lo que piensas hacer?--le pregunté picado por la curiosidad.
Tardó algunos instantes en responder y al cabo profirió con voz sorda:
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