Años de juventud del doctor Angélico - 08

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--Seguir el camino que los espíritus que me asisten han querido trazarme
en este mundo.
--¡Pero hombre!--exclamé en el colmo de la estupefacción.
--¡Es forzoso!--replicó bajando la cabeza.
De sus ojos saltó una lágrima que bajó rodando por sus mejillas.
Yo estaba como quien ve alzarse delante de sí un fantasma.
--¡Es forzoso!--replicó con más fuerza--. Para comprobar el mandato de
Sócrates acudí a la escritura automática. Con los ojos cerrados y sin
pensar en lo que hacía llené un pliego entero de papel. Cuando fuí a
mirar lo escrito, hallé repetido noventa y tres veces el nombre de
Celedonia. Después consulté todavía al diccionario. Introduje la
plegadera en él, lo abrí, miré en la columna y en la línea convenidas
conmigo mismo y leí la palabra _lavandera_... Ya ves que la orden de los
espíritus es bien clara...
Lo que veía claramente es que aquel pobre joven estaba loco y pensaba
vagamente en ir a comunicar la noticia a su tío el marqués de la Ribera
del Fresno, cuando él mismo se me adelantó profiriendo con firmeza:
--Mi resolución está tomada. Me caso con Celedonia. Así se lo he
comunicado a mi tío.
--¡A tu tío!
--Sí, hoy mismo se lo he participado.
--¿Y qué te ha dicho?
Jáuregui entornó la cabeza hacia otro lado con disgusto, frunció el
entrecejo y tardó bastante en responder. Al cabo profirió con entonación
colérica:
--Mi tío es un botarate.
--Pero ¿qué te ha dicho?
--Al saber que estaba resuelto a casarme con una planchadora se contentó
con decirme: «Hijo mío, vas a proporcionarte un placer muy caro. Vas a
comer un bocado exquisito; pero considera que detrás de ese vendrán
otros bien amargos... Porque supongo que tu planchadorcita será una
preciosidad.» Y sus ojuelos de viejo verde brillaron de un modo
perverso. Cuando le dije que Celedonia era fea le acometió tal ataque de
risa, que se puso negro. Tuve que llamar al criado; le echamos agua en
la cara y al fin logramos que volviese en sí... Lo primero que hizo fué
llamarme jumento y echarme a la calle.
Yo disimulé también cuanto pude la risa, que me retozaba en el cuerpo,
porque no tenía ganas de ponerme negro ni que me echasen agua, y le
dije:
--¿Has consultado el caso con tu novia?
--¿Querrás creer--me respondió levantando la cabeza con asombro--que la
he llamado repetidas veces todos los días y jamás ha querido acudir?
--¡Es natural, hombre!... La pobre chica debe de estar celosa.
Calló Jáuregui unos instantes; sus ojos se humedecieron de nuevo y dijo
al fin suspirando:
--La verdad es que no tiene motivo alguno para eso. Ella debe saber que
sólo me caso por obedecer las órdenes de lo Alto y que llevo a cabo el
mayor sacrificio que un hombre puede hacer en esta vida... Mi tío es un
iluso. Se le figura que todo es lujuria en este mundo. No tiene idea de
nuestro destino inmortal ni menos de la comunicación que existe entre
los espíritus encarnados y los desencarnados.
--Pero bien, después de todo no me has dicho si has hablado ya con la
planchadora y si te has puesto de acuerdo con ella.
--No la he vuelto a ver--respondió pasándose la mano por la frente con
abatimiento--. No quiero dirigirme a ella porque me causa tal vergüenza
y repugnancia, que temo no poder llevar a cabo mi sacrificio. Me parece
que lo mejor será que tú arregles el asunto...
Di un salto en la silla.
--¿Qué estás ahí diciendo?
--Sí; el medio más adecuado para resolverlo pronto y bien y que yo no
tenga que sufrir una serie de humillaciones y tristezas es que tú vayas
a hablar con su familia, les expongas mi pretensión y si aceptan y ella
me acepta también...
--Date por aceptado--interrumpí.
Jáuregui me miró con infinita tristeza y continuó:
--Que todo se resuelva lo más pronto posible y sobre todo sin ruido. Me
propongo marchar el día mismo de mi matrimonio para mi finca de la
_Enjarada_ en Alicante.
Quise rehusar aquella misión delicada. No me fué posible. Mi pobre amigo
se manifestó tan afligido que llegó a derramar lágrimas. Hay que
confesar que las tenía siempre a punto. Por fin me decidí a complacerle
siempre con la esperanza de que al cabo por cualquier circunstancia se
desbaratase tan descabellado y ridículo proyecto.
Heme aquí, pues, en busca de la familia de aquella moza favorita de los
espíritus. Fuí a casa de su ama la planchadora y allí me dijeron que la
Celedonia habitaba en el Puente de Vallecas y que no tenía más familia
que su madre y una tía con las cuales vivía. Con las señas que me dieron
me dirigí al día siguiente por la tarde a este punto, indagué dónde
estaba la vivienda y me encaminé a ella entre pesaroso y contento de mi
cometido diplomático.
La madre y la tía de la Celedonia habitaban en una choza o barraca de
madera situada dentro de un solar cercado por tablas.
Vi una mujer delante de la barraca sentada al sol remendando una camisa
y me dirigí resueltamente a ella.
--¿Es usted Doña Ramona Fernández?
--No tengo ninguno, señorito. Esta mañana me los han llevado todos--me
respondió con acento triste.
Yo la miré estupefacto y ella a mí.
--¿Pero no es usted la madre de una planchadora que se llama Celedonia?
--Sí, señor, sí; pero ya le digo que no me queda ninguno. Esta mañana se
ha llevado los que había la criada del teniente de la Guardia civil,
porque su ama está bastante malita y no toma más que huevos y leche.
Entonces comprendí y le dije:
--No, señora, no vengo a comprar huevos. Vengo a hablarle de un asunto
importante y de mucho interés para su hija Celedonia y para usted.
--¿De mucho interés?--preguntó mirándome con evidente satisfacción.
--Sí, de mucho interés... Vengo comisionado por un amigo que vive
conmigo en la calle de Carretas y al cual le lleva la ropa planchada
todas las semanas su hija.
--¡Ah, sí!... el marquesito.
--No sé si es quien usted supone. Mi amigo se llama Don Carlos de
Jáuregui.
--Sí, señor, sí; el marquesito... ¿Un señorito bien parecido, amarillito
él de la cara, que lleva una cruz encarnada sobre el pecho?
--Justamente.
--Pero mi hija nada tiene que ver con la ropa. Si necesita hacer alguna
reclamación debe hablar con su ama que vive en la calle de...
--No, no es a propósito de la ropa, sino de otra cosa muy distinta. Verá
usted... Mi amigo ha simpatizado con su chica... La encuentra muy
agradable... En fin, le gusta mucho... Porque Celedonia... ¡vamos, la
verdad... se lo merece todo!...
Yo titubeaba de un modo lamentable. La _señá_ Ramona me miraba con
agrado escuchando el panegírico de su heredera.
--Por supuesto--proseguí--, tiene a quien parecerse... Porque usted,
señora, debió tener unos diez y ocho años que habría que ver...
La mujeruca sonrió con mayor agrado aún.
--En fin, voy a decírselo de una vez y con toda claridad... A mi amigo
Don Carlos de Jáuregui le ha dado golpe Celedonia y si usted no se opone
quiere casarse con ella...
La buena mujer me miró unos instantes con los ojos muy abiertos como si
no entendiese. Entendió al fin y su fisonomía se contrajo con expresión
de cólera. Se levantó del banco donde se hallaba sentada y vino hacia mí
furiosa, exclamando con altos gritos:
--¡Cómo! ¿Qué es lo que usted viene a contarme? ¿Que le venda mi hija a
ese señorito? ¿Y viene usted para eso a mi casa? ¿Viene usted a
insultarme porque somos pobres? Sepa usted que yo tengo tanta vergüenza
como la reina de España... ¡Merenciana! ¡Merenciana!
A sus gritos, cada vez más descomunales, salió otra mujeruca de la
barraca y viendo a su hermana encolerizada juzgó que debía ponerse al
unísono con ella sin saber de lo que se trataba y se dirigió a mí
indignadísima llamándome tío silbante y sinvergüenza.
--¡Venir a proponerme que le venda mi hija! Como si yo fuese una
cualquier cosa... ¡Una mujer que ha servido diez años en casa de un
señor con cuatro títulos!
--¡Señora, tenga usted la bondad de escucharme!--exclamé yo en el colmo
de la confusión.
Pero ni ella ni su hermana atendían, cada vez más encrespadas.
--¡Venir a insultarnos porque somos pobres!... ¿Qué se ha figurado
usted?
Es cosa averiguada que en España cuando una persona se siente incomodada
por lo que otra ha dicho o ejecutado nunca deja de atribuír a ésta una
gran fantasía poética y le pregunta con interés qué es lo que se ha
figurado.
Si un individuo reclama a otro lo que le debe: «¿Qué es lo que usted se
ha figurado?», le responde su deudor. Si nos quejamos de las molestias
que nos ocasiona un niño, su papá nos pregunta enfáticamente: «¿Qué se
ha figurado usted?» Si exigimos que nos dejen el paso libre en un
tranvía, algún viajero nos pregunta indignado: «¿Qué se ha figurado
usted?» Hasta he oído a un caballero que recibió una bofetada en el
teatro preguntar en tono perentorio: «Pero ¿qué se ha figurado usted?»,
mostrando gran curiosidad por averiguar qué clase de imágenes flotaban
en aquel momento por el cerebro de su agresor.
Yo no podía, ciertamente, describir a aquella buena mujer lo que en
aquel momento me representaba, porque todo bullía revuelto y caótico en
mi mente. No sabía más que decir:
--¡Pero, señora, escúcheme usted!
--¡Venir a proponer una porquería semejante a una mujer que sirvió en la
casa de un señor con cuatro títulos! ¿Qué se ha figurado usted?
Repito que no me figuraba nada, pero sí veía las figuras de una porción
de chicuelos que se habían encaramado sobre las tablas del cercado del
solar para presenciar la disputa. Veía también las cabezas de algunos
vecinos asomarse a la puerta que había dejado entreabierta, Estaba
consternado. Maldecía interiormente de mi insensato amigo, de sus
progenitores hasta la quinta generación y sobre todo del indecente de
Sócrates, causante principal de toda aquella perturbación. Los gritos de
las dos furias sonaban como martillazos en mis oídos, pero ya no me daba
cuenta de lo que expresaban. Sólo entendía claramente que había cometido
la mayor sandez de mi vida y juraba por la gloria de mi madre que jamás
me pondría al habla otra vez con una señora que hubiera servido en casa
de un caballero con cuatro títulos.
Sin embargo, como no hay nada infinito en nuestro universo y todo es
deleznable y perecedero, así la cólera de aquellas mujerucas, después de
alcanzar su máximum de desarrollo, comenzó a decrecer paulatinamente.
Aproveché este momento para sacar del bolsillo las dos cartas que
Jáuregui me había dado, una para Celedonia, otra para su madre, y
ponerlas en las manos de ésta.
Las olas quedaron sosegadas instantáneamente. Es indudable que el
lenguaje escrito ejerce en el vulgo una impresión infinitamente mayor
que el hablado.
La buena mujer aceptó el mensaje con muestras de respeto, dió algunas
vueltas en la mano a las cartas, se las pasó después a su hermana, que
a su vez las hizo girar suavemente entre sus dedos, y se las devolvió al
cabo con la misma unción y recogimiento.
La verdad es que ni una ni otra sabían leer, ni tampoco Celedonia, pero
tenían un primo hermano carnicero en la calle de las Veneras que leía
perfectamente lo mismo lo escrito que lo impreso.
Yo no dudaba que después que este hombre ilustrado se hubiese hecho
cargo de ambos mensajes florecería la calma en el seno de esta familia
ofendida. Me despedí de ambas disimulando cuanto pude mi irritación,
pero así que llegué a casa manifesté a Jáuregui con bastante aspereza
que mi intervención en este asunto había cesado por completo sin
posibilidad de que se reanudase jamás.
Continuó él sus gestiones, que como puede suponerse obtuvieron un
resultado dichoso. Me participó pocos días después con ostensible
abatimiento que su matrimonio estaba concertado y fijado para el mes
siguiente. Le aconsejé que se trasladase inmediatamente de domicilio,
porque la robusta Celedonia había dejado escapar ya su dulce secreto y
entre los huéspedes de Doña Encarnación se había declarado un regocijo
tumultuoso que pudiera originarle algún disgusto. Aceptó mi consejo, se
trasladó a una fonda de la calle del Arenal y no muchos días después
vino a rogarme que le sirviese de testigo en la ceremonia de su boda.
Estaba tan descaecido, tan marchito de cuerpo y alma, que inspiraba
lástima. Era de temer, en verdad, que el hilo de su vida se quebrase
antes de verlo anudado al de la hercúlea planchadora.
Llegó por fin el día feliz. ¿Feliz? No para mi pobre amigo, a quien
hallé con los ojos enrojecidos por el llanto cuando fuí a buscarle para
trasladarnos a la iglesita del barrio de la Celedonia, donde debía
efectuarse la ceremonia. Allí nos esperaba un buen golpe de menestrales
en traje dominguero. Jáuregui había exigido que no se invitase a nadie.
Sin embargo, fué imposible evitar que la _señá_ Merenciana y el señor
Indalecio, carnicero de la calle de las Veneras, que eran los padrinos,
dejasen de avisar en secreto a algunos de sus amigos más considerables.
Celedonia, radiante de alegría y peinada a la moda de las señoritas,
vestía un lindo traje negro que Jáuregui le había mandado hacer, lucía
pendientes de perlas, regalo también del novio, mantilla, polvos de
arroz en la cara, y guantes blancos. Estaba horrible.
Celebróse la santa ceremonia, durante la cual las lágrimas resbalaban
silenciosas por las mejillas de Jáuregui. Cuando terminó, la novia,
sonriente, apretaba la mano callosa de sus conocimientos y recibía sus
felicitaciones calurosas.
Almorzamos en el piso alto de una taberna de aquel barrio. Como era de
rigor, el carnicero, el pollero, el carpintero, el trapero, todos
aquellos honrados trabajadores se emborracharon concienzudamente. El
bello sexo se alegró también, aunque con más modestia. Celedonia soltaba
a cada instante estrepitosas carcajadas que hacían asomar las lágrimas a
los ojos de su marido.
El señor Indalecio, carnicero de la calle de las Veneras, me tomó aparte
y cogiéndome de la solapa me dijo con lengua estropajosa:
--Estoy muy contento, mucho, de que mi sobrina se haya casado con un
caballero... pero, la verdad... temo que no sea feliz... porque ese
señorito amigo de usted... perdone que se lo diga... es un grandísimo
borracho.
--¿Borracho?
--¡Un pellejo de vino! ¿No ve usted que en cuanto lo prueba se pone a
llorar como un becerro? Lo misma le pasaba a un amo que tuve yo en el
Arco de Santa María.
Cuando llegó la hora, los novios se esquivaron. Yo les acompañé en un
coche a la estación y allí me despedí con un abrazo para siempre de mi
lacrimoso amigo. Para siempre, no, porque muchos años después tuve la
buena suerte de tropezar con él y reanudar nuestra antigua relación.
Pero de tal suceso tendrá conocimiento quien lea hasta el fin estas
verídicas memorias.


XII
PROSIGUE EL IDILIO ROMÁNTICO DE MI AMIGO SIXTO MORO

En una de las primeras visitas que hice aquel año a la familia de Reyes,
hablando de su estancia cerca de la frontera de Francia, Natalia se
dolió de haber olvidado las nociones de francés que había adquirido en
el colegio, encontrando dificultad para hablarlo en sus frecuentes
excursiones a Biarritz y Bayona.
--Sí, te convendría--dijo su padre--recibir algunas lecciones más, y
sobre todo soltarte a hablar con una persona que conociese bien el
idioma.
Entonces yo, por súbita inspiración, recomendé para el caso a mi amigo
Moro. Había estado tres años en Francia y hablaba el francés a la
perfección. Además, lo conocía gramaticalmente y su pronunciación era
correctísima.
--Esto es de lo que se trata--manifestó el General--. Yo hablo
medianamente el francés: Guadalupe lo habla mejor que yo; pero nuestra
pronunciación es defectuosa, sobre todo la mía. Por otra parte, no
tengo tiempo para estudiarlo a fondo y Guadalupe repugna el hablarlo
entre nosotros.
--Sí--interrumpió aquélla--. Hablar un idioma extranjero en familia, sin
necesidad, me ha parecido siempre una afectación.
--Sin embargo, yo creo que tú y Natalia bien pudierais charlar algunos
ratitos.
Guadalupe dirigió una rápida mirada a su hijastra y respondió vacilando:
--De nada serviría; yo pronuncio detestablemente el francés.
Natalia quedó seria y en su frente se marcó una arruga. Esto no hizo más
que confirmar mi convicción de que las relaciones entre aquellas dos
mujeres no eran excesivamente cordiales.
--No dudo que tu amigo será un profesor excelente--manifestó el
General--. Es un joven de talento, al parecer, y según nos cuentas es
también un orador, ¿Pero crees tú que él se avendrá a desempeñar este
papel?
--Yo creo que sí--respondí, sabiendo el enorme interés que Sixto tendría
en acercarse al objeto de sus desvelos.
No obstante, después que salí de la casa con el encargo de hablarle me
acometieron algunas dudas. Moro había terminado su carrera y a la sazón
trabajaba como pasante en el bufete de un famoso abogado. El sueldo que
éste le había asignado era cortísimo: apenas si con él podría subvenir a
sus más perentorias necesidades; no le vendría mal, por lo tanto, un
pequeño suplemento mensual.
Pero su carácter era altivo, y la humildad de su posición le había hecho
aún más susceptible. Temí, pues, que no acogiese la proposición con el
regocijo que en un principio había imaginado.
Para endulzársela un poco le di cuenta de nuestra conversación y de la
manera oportuna que hallé para recomendarle como profesor. Sus mejillas
se tiñeron de rojo bajo el golpe de la emoción.
--Pero bien, ¿cómo voy a hablar con ella en francés?... ¿Como profesor
remunerado?
--Me parece que así debe ser--repliqué un poco confuso--. De otro modo
es más que probable que el General no aceptase este servicio... Porque
hasta ahora tú no eres su amigo.
El encarnado desapareció de las mejillas de Moro. En su rostro se dibujó
una sonrisa sarcástica, la mala sonrisa de los instantes de cólera.
--¿Es decir, que voy a ser un maestrillo de los que se pagan a tanto la
hora? Perdona, querido... Si he de entrar en la domesticidad, prefiero
ser lacayo; porque al cabo alguna vez podría tocarme la grata tarea de
anudar las cintas de su zapato.
--No hablemos más del asunto--repliqué a mi vez despechado--. Les diré,
a tu elección, que no has querido o no has podido aceptar.
--Yo lo dejo a la tuya--respondió secamente.
Ni una palabra más volvimos a hablar de este asunto. Durante aquel día
observé en Sixto cierta preocupación que hacía esfuerzos por disimular.
Quedaba en ciertos momentos silencioso y pensativo; después se
manifestaba excesivamente alegre y bullicioso.
Al día siguiente nos tropezamos en el pasillo cuando nos dirigíamos a
almorzar y me dijo rápidamente sin mirarme a la cara:
--Puedes decir al general Reyes que estoy a su disposición.
--Perfectamente, y también se lo diré a Natalia, que se alegrará mucho
seguramente--le respondí en la forma que más pudiera halagarle.
Pocos días después fuimos juntos a casa de Reyes, que le acogió con la
afectuosa franqueza que le caracterizaba y amablemente le hizo
comprender que ya tenía noticia de su talento y que lo estimaba en lo
que valía. Moro se sintió aliviado de un gran peso. En su rostro leí la
satisfacción que experimentaba. Sin embargo, cuando se llegó a tocar el
punto de la remuneración volví a encontrarlo turbado y vacilante. Pero
supo desenredarse con habilidad.
--Mi General--dijo imitando el tono resuelto de éste--, yo no soy
profesor de francés, ni pienso serlo jamás, porque mis proyectos son
otros distintos. Por lo tanto, dejo esta cuestión completamente a su
arbitrio. Para mí es un honor que usted me crea digno de prestarle un
servicio tan insignificante.
El General tuvo la delicadeza de no insistir. Después nos dirigimos los
tres al gabinete donde se hallaban Guadalupe y Natalia. Allí fué
distinto. Aunque no hubo necesidad de presentación, porque Moro ya las
conocía, se mostró tan tímido y embarazado, que consiguió embarazarme a
mí mismo. Me parecía estar leyendo en los ojos de las dos mujeres que
adivinaban el secreto de mi amigo y la ayuda que yo le prestaba.
Pura aprensión, sin embargo. Ni a una ni a otra se les pasó por la mente
que aquel joven humilde hasta el exceso abrigase en su pecho pasión tan
atrevida. Le acogieron con bondadosa protección, que no produjo en él
tan buen efecto como la franqueza del General. Tuve ocasión de
advertirlo allí mismo y comprobarlo más tarde cuando salimos de la casa.
Me habló con extraordinaria animación del carácter simpático de Reyes y
de la grata impresión que causaba su rudeza militar impregnada de
benevolencia. En cuanto a su esposa, se mostró más reservado y hasta me
dió a entender que le parecía su carácter un tanto disimulado, si no
falso. Como debe suponerse, le atajé inmediatamente subiendo hasta las
nubes la dulzura y constante afabilidad del que continuaba siendo ídolo
de mi existencia.
Pocos días después dieron comienzo las conferencias filológicas de Moro.
Iba todas las tardes una hora antes de la comida. Los primeros días
observé en él una actitud silenciosa y concentrada. Parecía gozar de una
intensa felicidad mezclada de confusión. A mis preguntas acerca de las
disposiciones de Natalia respondía vagamente, eludiendo la conversación.
Paulatinamente, no obstante, se fué haciendo más comunicativo; me dió
cuenta de los descubrimientos prodigiosos que iba haciendo, no sólo en
el carácter, sino en el talento de su joven discípula. Yo no podía menos
de reír interiormente de aquel entusiasmo que cada día iba en aumento.
Después principiaron las confidencias transcendentales. Natalia no tenía
por costumbre darle la mano ni cuando entraba ni cuando se despedía.
Pues bien, una tarde, como la conversación fuese más animada y más
íntima, al tiempo de marcharse se la estrechó amablemente. Moro
agradeció este favor como si se la hubiese extendido hallándose en un
pozo y a punto de ahogarse. Otro día, en vez de llamarle por su
apellido, le dió su nombre de pila: «Adiós, Sixto; no deje usted de
traerme mañana el periódico donde viene el cuento de que me ha hablado.»
Moro mostró la misma alegría que si careciese de nombre y repentinamente
le hubiesen bautizado.
Sin embargo, cuando terminó el mes y el General le llamó a su despacho
y le puso en la mano dos monedas de oro, llegó a casa con el rostro más
encapotado que un día lluvioso de invierno.
--Mira, el General me ha dado estos diez duros por las lecciones del
mes--me dijo llamándome aparte y mostrándome las monedas--. Voy a
comprar con ellos una cestita de flores y enviársela a Natalia.
--¿Qué estás diciendo?--exclamé sobresaltado--. Si tal hicieras te
cerrarían las puertas de la casa.
--Pienso enviársela sin tarjeta.
--Es lo mismo; adivinarían inmediatamente de quién viene.
Comprendió la razón que me asistía y renunció por el momento a su
descabellado proyecto, reservándose, no obstante, llevarlo a cabo más
adelante cuando no hubiese peligro de ser descubierto.
Un día le encontré particularmente excitado. Brillaban sus ojos de un
modo extraño. Parecía que la más pura felicidad traspiraba por todos los
poros de su cuerpo. Hice lo posible por arrancarle su dulce secreto, y
aunque sin duda se proponía guardarlo y esquivó en un principio mi
curiosidad, no tardó mucho en entregarlo. La dicha de un enamorado es un
pajarito que se escapa irremisiblemente de la jaula.
--Verás, Jiménez; esta tarde, Natalia, en el curso de nuestra
conversación, que suele ser sobre un tema que de antemano elegimos,
quedó un instante silenciosa y pensativa y me dijo de repente:
--No sabe usted, Moro, cuánto gusto tendría en oírle hablar en la
Academia de Jurisprudencia. Los hermosos discursos me entusiasman tanto
o más que los hermosos versos. Papá me lleva alguna vez al Congreso y he
gozado mucho oyendo a nuestros más famosos oradores, a Castelar, a
Moret, a Cánovas del Castillo. Entendía poco o nada de los asuntos que
trataban, pero aquella manera de expresar las ideas tan fácil, tan
elegante, me causaba una sensación deliciosa.
--Conmigo llevaría usted un desengaño--le respondí.--Yo no puedo
compararme de muy lejos con esos colosos de la oratoria.
--Es usted demasiado modesto. Son varias ya las personas que me han
dicho que habla usted admirablemente.
--Además, bastaría que supiese que se hallaba usted entre mis oyentes
para que lo hiciese muy mal.
--¿Por qué?
--Precisamente porque es usted la persona ante la cual quisiera hacerlo
mejor.
Natalia bajó los ojos y se ruborizó. Luego cambió de conversación.
Moro me narraba este incidente con emoción increíble. Yo lo celebré
también, por hacerle placer, como si fuese un magno suceso, y le dije
riendo:
--Sigues con aprovechamiento la carrera de Abelardo. Ten cuidado de que
al fin no haga contigo el General lo que el canónigo Fulberto hizo con
el seductor de su sobrina.
Moro dejó escapar una exclamación de susto; pero entendí que se mostró
halagado con mi comparación.
Esta emoción ansiosa que Moro manifestaba en todo lo que se refería a
sus funciones didácticas en la casa de Reyes contrastaba con la
indiferencia con que allí se miraban. Natalia, cuando por azar salía el
nombre de su profesor en la conversación, solía decir que era «muy
simpático, muy simpático». Guadalupe la miraba entonces sorprendida,
como si dudase de que hablara en serio. Para una mujer del gran mundo es
caso sorprendente que se llame simpático a un joven tímido mal vestido.
El General se había olvidado de su existencia. Esto prueba una vez más
lo enorme distancia que existe entre lo que creemos ser en el espíritu
de los demás y lo que somos realmente.
Un día que Natalia pronunció el nombre de su profesor, el General se
volvió hacia mí sonriente y me dijo:
--Pero ese amigo tuyo ¿por qué razón gasta tan larga cabellera? Parece
un saboyano de los que tocan el organillo por las calles.
--No será por una razón estética--manifestó Guadalupe sonriendo también.
--Es un capricho--respondí yo, contrariado por aquel tono de burla.
--¡Es un capricho original el de dejarse crecer los pelos!--exclamó el
General soltando a reír.
Natalia se puso seria.
--Hay otros caprichos--dijo--mucho más extravagantes y el mundo no sólo
no se fija en ellos, sino que los aplaude. ¿No es mucho más ridículo
hacerse planchar las camisas en París estando en Madrid? Un hombre puede
gastar el pelo largo y ser inteligente, trabajador, digno, y otro puede
gastarlo corto y ser holgazán, tonto y maligno.
Como la saeta parecía dirigida a Grimaldi, que enviaba, en efecto, sus
camisas a París, el General se puso serio a su vez.
--¡Niña, niña, cuidado con la lengua!
Guadalupe se limitó a sonreír.
Yo aprobé de corazón las nobles palabras de aquella niña, pero guardé
silencio.
Desde hacía algún tiempo había observado que el temperamento
naturalmente impetuoso de Natalia se había irritado un poco. Si en
conversación particular conmigo era siempre franca y cariñosa, cuando
nos hallábamos reunidos en familia se mostraba más concisa en sus
palabras y más dura en sus observaciones. Sobre todo, notaba
perfectamente que al dirigirse a Guadalupe lo hacía empleando las menos
palabras posibles y muchas veces sin mirarle a la cara. Hacía ya algunos
meses que no las había visto juntas en la calle. Guadalupe salía a
menudo con una amiga de la colonia americana y Natalia con una señora
viuda de un amigo y compañero del General, a quien éste protegía.
Puede inferirse que aunque Natalia me fuese extremadamente simpática y
aún hubiera llegado a inspirarme un afecto casi fraternal, no podía
menos de reprobar aquella actitud altanera y agresiva que por días iba
creciendo. ¿Por qué serán tan pocas veces cordiales las relaciones entre
hijastras y madrastras?--me preguntaba--. ¿Será porque este parentesco
lleva ya dentro de sí un virus venenoso? Sin embargo, yo imaginaba que
tratándose de seres tan bondadosos y amables como aquellas dos mujeres,
ningún pretexto podía existir para que su amistad se envenenase.
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